53

Suzanne abrió la puerta del dormitorio.

Pan Loring quiere verla en la Habitación de los Antepasados —le dijo en checo un mayordomo—. Debe utilizar usted los pasillos traseros. Evitar los salones principales.

—¿Dijo por qué?

—Tenemos invitados para la noche. Podría estar relacionado con ellos.

—Gracias. Bajaré inmediatamente.

Cerró la puerta. Qué extraño: los pasillos traseros. El castillo estaba cruzado por pasadizos secretos que la aristocracia habían empleado en el pasado como medio de escape y que ahora usaba el personal al servicio del castillo. Su habitación estaba hacia la parte trasera del complejo, más allá de los salones principales y las zonas vivideras, a medio camino de la cocina y las áreas de trabajo, pasado el punto en que comenzaban los pasadizos secretos.

Salió del dormitorio y bajó dos plantas. La entrada más cercana de los pasillos ocultos se encontraba en una pequeña salita de la planta baja. Se acercó a una pared forrada de madera. Unas intrincadas molduras enmarcaban unas planchas exquisitamente teñidas de nogal libre de nudos. Sobre el hogar gótico encontró el interruptor, que estaba camuflado como parte de la decoración en forma de pergamino. Una sección de la pared junto a la chimenea se abrió como un resorte. Entró en el pasadizo y cerró el panel.

Aquella ruta laberíntica consistía en un pasaje angosto en el que apenas si cabía una persona y que viraba constantemente en ángulos rectos. Cada cierto trecho aparecía resaltada en la piedra la silueta de una puerta que conducía a un pasillo o una sala. Suzanne había jugado allí de niña a ser una princesa bohemia que huía de los invasores infieles que habían atravesado las murallas del castillo. Estaba bien familiarizada con su disposición.

La Habitación de los Antepasados carecía de entrada al laberinto, pero la Sala Azul era el punto más cercano. Loring llamaba así a aquel espacio por sus colgaduras de cuero azul ribeteadas de dorado. Salió y se quedó junto a la puerta tratando de oír sonidos procedentes del pasillo. Al no escuchar nada, salió rápidamente al corredor, corrió y entró con premura en la Habitación de los Antepasados, cerrando la puerta tras ella.

Loring estaba de pie, en una zona semicircular que hacía las veces de mirador, junto a unos ventanales de cristal plomado. En la pared, sobre dos leones tallados en la piedra, se encontraba el escudo de armas de la familia. Servían como adorno los retratos de Josef Loring y los de los demás antepasados.

—Parece que la providencia ha tenido a bien ofrecernos un regalo —dijo. Le habló acerca de Wayland McKoy y los Cutler.

Suzanne enarcó una ceja.

—Ese McKoy tiene temple.

—Más de lo que te imaginas. No pretende obtener dinero alguno. Imagino que me estaba poniendo a prueba para ver mi reacción. Es más astuto de lo que quiere dejar traslucir a su interlocutor. No ha venido por dinero. Ha venido a encontrar la Habitación de Ámbar. Probablemente quisiera que los invitara a quedarse.

—Entonces, ¿por qué lo has hecho?

Loring juntó las manos tras la espalda y se acercó al viejo retrato al óleo de su padre. La mirada tranquila y compleja de su padre lo observó. En la imagen, unos mechones blancos caían sobre el ceño fruncido. Su mirada era la de un hombre enigmático que dominaba su época y que de algún modo esperaba lo mismo de sus hijos.

—Mis hermanos y hermanas no sobrevivieron a la guerra —dijo Loring en voz baja—. Siempre he creído que se trataba de una señal. Yo no fui el primogénito. Nada de esto estaba destinado a ser mío.

Suzanne ya sabía eso, así que se preguntó si Loring no estaría hablando al cuadro, quizá terminando una conversación que él y su padre habían comenzado décadas atrás. Su propio padre le había hablad o acerca del viejo Josef. Acerca de lo exigente, implacable y difícil que podía llegar a ser. Esperaría mucho de su último hijo superviviente.

—Mi hermano tenía que haber heredado. Sin embargo, fui yo quien recibió la responsabilidad. Los últimos treinta años han sido difíciles. Muy difíciles, de hecho.

—Pero has sobrevivido. De hecho, has prosperado.

Loring se volvió hacia ella.

—¿No será otra señal de la providencia? —Se acercó a ella—. Mi padre me legó un dilema. Por una parte me entregó un tesoro de belleza inimaginable: la Habitación de Ámbar. Por otro, me veo obligado constantemente a enfrentarme a los desafíos de esta posesión. En sus tiempos las cosas eran muy distintas. Vivir tras el Telón de Acero tenía la ventaja de poder matar a quien se quisiera. El único deseo de mi padre era que todo esto quedara en la familia. Le daba una especial importancia a esto. Tú eres de la familia, Drahá, tanto como lo son los hijos de mi sangre. Eres mi hija del alma.

El anciano la miró durante largo rato y le acarició la mejilla con la mano.

—Desde este momento hasta la noche permanece en tu cuarto, fuera de las zonas comunes. Ya te diré más tarde lo que debemos hacer.

Knoll avanzaba a través del bosque, que era denso sin resultar intransitable. Redujo el tiempo escogiendo una ruta abierta bajo el follaje, siguiendo las sendas definidas y desviándose solo al final, para que su acercamiento último resultara desapercibido.

La noche recién caída se presentaba fresca y seca, y prometía hacerse mucho más fría a medida que pasaran las horas. El sol poniente desaparecía por el oeste, aunque sus rayos aún perforaban las hojas primaverales para dejar un fulgor apagado. Los gorriones piaban en lo alto. Pensó en Italia, hacía dos semanas, cuando tuvo que recorrer otro bosque hacia otro castillo. Otra búsqueda. Aquel viaje había terminado con dos muertes. Se preguntó qué le depararía la misión de aquella noche.

El camino consistía en un ascenso constante hacia el promontorio rocoso que formaba la cimentación de las murallas del castillo. Había sido paciente toda la tarde y había esperado en un hayedo, a un kilómetro al sur. Había visto llegar y marcharse los dos coches de policía a primera hora de la mañana, y desde entonces se había preguntado qué asuntos tendrían con Loring. Después, a media tarde, un Land Rover había entrado por la puerta principal y no había salido. Quizá hubiera llevado invitados. Distracciones que podrían mantener ocupados a Loring y a Suzanne lo suficiente como para enmascarar su breve visita, como había esperado que sucediera con la prostituta italiana que estaba visitando a Pietro Caproni. De momento no sabía siquiera si Danzer estaba allí, ya que no había visto entrar ni salir su Porsche. Asumió que estaba dentro.

¿Dónde iba a estar si no?

Detuvo su avance a unos treinta metros de la entrada oeste. Una puerta aparecía bajo una inmensa torre circular. El recio telón de piedra se elevaba veinte metros, liso y desprovisto de más abertura que alguna aspillera ocasional. Los contrafuertes que sobresalían en la base se elevaban inclinados, una innovación medieval que proporcionaba resistencia y ayudaba a que las rocas y proyectiles arrojados desde arriba rebotaran hacia los atacantes. Knoll pensó en su utilidad para un invasor moderno. Mucho había cambiado en cuatrocientos años.

Revisó las murallas desde la base hacia arriba. En las plantas superiores había ventanas rectangulares con rejas de hierro. Sin duda, en tiempos medievales el trabajo de la torre sería defender la entrada posterior. Pero su altura y tamaño también parecían proporcionar una adecuada transición entre la irregular línea de cubierta y las alas adyacentes. Estaba familiarizado con la entrada a causa de las reuniones del club. La usaba principalmente el personal. Más allá se abría una zona pavimentada sin conexión con el resto del castillo y que permitía a los vehículos dar la vuelta.

Necesitaba entrar rápida y silenciosamente. Estudió la pesada puerta de madera reforzada con hierro ennegrecido. Casi sin duda estaría cerrada con llave, pero no protegida por una alarma. Sabía que Loring, como Fellner, no disponía de una seguridad demasiado férrea. La vastedad del castillo, unida a su remota localización, eran mucho más eficaces que cualquier otro sistema. Además, nadie aparte de los miembros del club y sus adquisidores sabía nada de lo que en realidad se ocultaba en las casas de aquellos coleccionistas.

Observó protegido por los densos arbustos y reparó en una rendija negra en el borde de la puerta. Corrió rápidamente hacia ella y descubrió que la puerta estaba abierta. La empujó y ésta reveló un pasillo de medio punto. Hacía trescientos años, aquella entrada se habría usado para transportar cañones fuera o para permitir la salida de los defensores. El oscuro pasadizo viraba dos veces. Una a la izquierda, otra a la derecha. Sabía que se trataba de un mecanismo de defensa para frenar a los invasores. Dos rastrillos, uno a medio camino de la rampa y otro al final, podían emplearse para desviar al enemigo.

Otra de las obligaciones para el anfitrión mensual de la reunión del club era proporcionar alojamiento para la noche a miembros y adquisidores, de ser así solicitado. La heredad de Loring disponía de camas más que suficientes para alojarlos a todos. El ambiente histórico era probablemente el motivo por el que la mayoría aceptaba la hospitalidad de Loring. Knoll había permanecido muchas veces en el castillo y recordaba que el anfitrión les había explicado una vez su historia, el modo en que su familia llevaba casi quinientos años defendiendo las murallas. En aquel mismo pasillo se habían librado batallas a vida o muerte. También recordaba las discusiones acerca de la existencia de pasadizos secretos. Tras el bombardeo, durante la reconstrucción, se habían creado cámaras para permitir un modo sencillo de refrescar y calentar las muchas habitaciones, además de proporcionar agua corriente y electricidad a salas que en el pasado solo se habían calentado con chimeneas. Recordaba especialmente una de las puertas secretas que se abrían en el estudio de Loring. El anciano se la había mostrado una noche a sus invitados. El castillo estaba cosido de un lado a otro por un laberinto de aquellos pasadizos. El Burg Herz de Fellner era similar, pues se trataba de una innovación arquitectónica habitual en las fortalezas de los siglos XV y XVI.

Recorrió sigilosamente el oscuro camino y se detuvo al final de una entrada inclinada. Delante lo esperaba un pequeño patio interior. Lo rodeaban edificios de cinco épocas. El más alejado era una de las torres circulares del castillo. Desde su planta baja llegaba el sonido de voces, ollas y cazuelas al entrechocar. El aroma de la carne asada se mezclaba con el potente hedor procedente de los contenedores de basura que había al lado. Las cajas rotas de verduras y frutas se apilaban, junto con otras cajas mojadas de cartón, como si fueran bloques de construcción. El patio estaba limpio, pero sin duda se trataba de las laboriosas entrañas de aquel inmenso escenario: las cocinas, establos, sala de guardia, despensa y salazón de antaño, hoy el lugar donde los empleados se aseguraban de que el resto del lugar permaneciera inmaculado.

Se pegó a las sombras.

Las ventanas abundaban en las plantas superiores, cada una de las cuales podía ocultar un par de ojos que lo descubriera y diera la alarma. Necesitaba entrar sin levantar sospechas. Llevaba el estilete oculto en el brazo derecho, bajo una chaqueta de algodón. El regalo de Loring, la cz-75b, estaba asegurado en la sobaquera y en el bolsillo llevaba dos cargadores de repuesto. Cuarenta y cinco balas en total. Pero lo último que quería era esa clase de problema.

Se agazapó y avanzó a rastras los últimos metros, pegado siempre a la muralla de piedra. Superó el borde de la muralla y descendió hasta una estrecha pasarela. Corrió entonces hacia la puerta que se encontraba a diez metros de distancia. Probó el picaporte. Abierta. Entró. Lo recibió de inmediato el olor de productos frescos y el aire húmedo.

Se encontraba en un corto pasillo que se abría a una habitación a oscuras. Un grueso soporte octogonal de roble sostenía un techo bajo de vigas. Una pared quedaba dominada por un hogar apagado. El aire era gélido y el interior estaba atestado de cajas apiladas. Parecía tratarse de una vieja alacena que ahora se empleaba como almacén. Dos puertas conducían fuera. Una directamente enfrente, otra a la izquierda. Al recordar los sonidos y olores del exterior, concluyó que la puerta de la izquierda conduciría con toda probabilidad a la cocina. Necesitaba dirigirse hacia el este, de modo que escogió la puerta que tenía delante y pasó a otra sala.

Estaba a punto de proseguir su avance cuando oyó voces y movimiento procedente de la esquina que tenía delante. Regresó rápidamente al almacén. En vez de salir, decidió ocultarse tras uno de los muros formados por las cajas. La única luz artificial era una bombilla desnuda y suspendida de la viga central. Esperaba que las voces estuvieran meramente de paso; no quería matar, ni siquiera herir a ningún miembro del servicio. Bastante grave era ya lo que estaba haciendo, como para empeorar la vergüenza de Fellner con violencia.

Pero no dejaría de hacer lo que considerara necesario.

Se encogió tras una pila de cajones y apoyó la espalda contra la pared de piedra. Pudo echar un vistazo, gracias a la irregularidad de las pilas de material. El silencio quedaba roto únicamente por una mosca atrapada que zumbaba contra las ventanas.

La puerta se abrió.

—Necesitamos pepinos y perejil. Y si ves esas latas de melocotón, también —dijo una voz de hombre en checo.

Por suerte, ninguno de los dos tiró de la cadena que encendía la luz del techo, pues confiaban en la luz del ocaso que se filtraba por las sucias ventanas.

—Aquí —dijo el otro hombre.

Los dos se dirigieron al lado opuesto de la habitación. Knoll oyó cómo echaban al suelo una caja de cartón y abrían la tapa.

—¿Sigue contrariado Pan Loring?

Knoll echó un vistazo. Uno de los hombres vestía el uniforme requerido a todo el personal de Loring: pantalones marrones, camisa blanca y corbata negra estrecha. El otro llevaba el conjunto de chaqueta de mayordomo del servicio. Loring presumía a menudo de que él mismo había diseñado aquellos uniformes.

—Él y Pani Danzer se han pasado el día muy callados. La policía ha venido esta mañana para hacer preguntas y presentar sus condolencias. Pobres Pan Fellner y su hija… ¿La viste anoche? Era toda una belleza.

—Yo les serví bebidas y pastel en el estudio, después de la cena. Ella era deliciosa. Y rica. Qué desperdicio. ¿Tiene alguna idea la policía de lo que sucedió?

Ne. El avión simplemente explotó cuando volvían a Alemania. Todos los ocupantes murieron.

Las palabras golpearon a Knoll en la cara. ¿Había oído bien? ¿Habían muerto Fellner y Monika?

Lo inundó la rabia.

Había explotado un avión con Monika y Fellner a bordo. Solo una explicación tenía sentido. Ernst Loring había ordenado aquella acción y Suzanne había sido el mecanismo. Danzer y Loring habían ido a por él y habían fracasado, de modo que habían matado al anciano y a Monika. ¿Pero por qué? ¿Qué estaba sucediendo? Sintió ganas de extraer el estilete, apartar los cajones y hacer pedazos a aquellos dos hombres, para vengar con su sangre la de sus antiguos empleadores. ¿Pero de qué le valdría eso? Se obligó a calmarse. A respirar lentamente. Necesitaba respuestas. Necesitaba saber por qué. Se alegró de estar allí. La razón de todo lo ocurrido, de todo lo que podía ocurrir, se encontraba dentro de las antiguas murallas que lo rodeaban.

—Coge esas cajas y vamos —dijo uno de los hombres.

Los dos se marcharon en dirección a la cocina y todo quedó de nuevo en silencio. Salió de su escondite tras las cajas. Tenía los brazos en tensión y las piernas le cosquilleaban. ¿Era eso emoción? ¿Pesar? No se creía capaz de tales cosas. ¿O se trataba más bien de la oportunidad perdida con Monika? ¿O del hecho de que de repente se había quedado sin trabajo y que su vida planeada había quedado patas arriba? Expulsó aquella sensación de su cerebro y salió del almacén a través del pasillo interior. Viró a izquierda y derecha hasta que encontró una escalera espiral. Su conocimiento de la geografía del castillo le indicaba que debía subir al menos dos plantas antes de llegar a lo que se consideraba la planta principal.

Se detuvo al llegar arriba. Una hilera de ventanas emplomadas se abría a otro patio. Al otro lado del mismo, en la planta superior de la torre rectangular que se alzaba frente a él, a través de unas ventanas aparentemente abiertas para dejar pasar el aire nocturno, vio a una mujer. Su cuerpo caminaba de un lado a otro. La situación de la habitación era similar a la de su propio dormitorio en Burg Herz. Silenciosa. Apartada de las zonas principales. Pero segura. De repente, la mujer se colocó frente al rectángulo abierto, extendió los brazos y cerró las ventanas hacia dentro.

Vio claramente el rostro aniñado y los ojos traviesos.

Suzanne Danzer.

Bien.