51

Suzanne se sentó aparte de Monika, Fellner y Loring. Prefería observar desde un lado y conceder a su jefe el momento del triunfo. Se acababa de retirar un mayordomo después de servir café, brandy . tarta.

—Siempre me he preguntado por las lealtades de Josef —dijo Fellner—. Sobrevivió a la guerra de forma notable.

—Mi padre odiaba a los nazis —respondió Loring—. Sus fundiciones y fábricas quedaron a su disposición, pero le resultaba sencillo forjar metal débil o producir balas que se oxidaban, o armas a las que no les sentaba bien el frío. Fue un juego peligroso. Los nazis eran unos fanáticos de la calidad, pero las relaciones con Koch lo ayudaron. Raramente se le cuestionó nada. Sabía que los alemanes perderían la guerra y predijo la ocupación del este de Europa por parte soviética. Por tanto, trabajó de forma encubierta desde el principio con el espionaje soviético.

—No lo sabía —dijo Fellner.

Loring asintió.

—Era un patriota bohemio. Trabajaba a su modo. Después de la guerra, los soviéticos le estaban muy agradecidos. También lo necesitaban, de modo que lo dejaron en paz. Yo fui capaz de mantener esa situación. Esta familia ha trabajado junto a todos los regímenes checoslovacos desde 1945. Mi padre tenía razón respecto a los soviéticos. Y también Hitler, debería añadir.

—¿A qué se refiere? —preguntó Monika.

Loring juntó los dedos de las manos en el regazo.

—Hitler siempre había creído que los americanos y los británicos se unirían a él en una guerra contra Stalin. Los soviéticos eran el verdadero enemigo de Alemania y creía que Churchill y Roosevelt eran de la misma opinión. Por eso ocultó tanto dinero y obras de arte. Pretendía recuperar todo una vez que los Aliados se unieran a él en una nueva alianza para acabar con la urss. No hay ni que decir que estaba loco, pero la historia ha demostrado acertada gran parte de su visión. Cuando Berlín quedó bloqueado por los soviéticos en 1948, Estados Unidos, Inglaterra y Alemania se unieron inmediatamente contra los soviéticos.

—Stalin asustaba a todo el mundo —dijo Fellner—. Más aún que Hitler. Asesinó a sesenta millones de personas, frente a los diez de Hitler. Todos respiramos más tranquilos cuando murió en 1953.

Se produjo un momento de silencio.

—Asumo que Christian os informó de los esqueletos encontrados en la caverna de Stod —dijo Loring.

Fellner asintió.

—Trabajaron en el sitio. Eran extranjeros contratados en Egipto. La galería de entrada era enorme y solo se había dinamitado la entrada exterior para crear una débil barrera. Mi padre la encontró, despejó la entrada y sacó los maltrechos paneles. Después selló la cámara con los cuerpos dentro.

—¿Los mató él?

—En persona. Mientras dormían.

—Y desde entonces han estado matando gente —intervino Monika.

Loring la miró.

—Nuestros adquisidores se aseguraban de que el secreto permaneciera a salvo. Tengo que decir que nos sorprendió la ferocidad y determinación con que la gente ha estado buscando. Muchos se obsesionaron con los paneles de ámbar. Periódicamente filtrábamos pistas falsas, rumores para que los investigadores apuntaran en la dirección equivocada. Quizá recordéis un artículo en el Rabochaya Tribune de hace algunos años. Informaba de que la inteligencia militar soviética había localizado los paneles en una mina, cerca de una vieja base de tanques en la Alemania Oriental, a unos doscientos cincuenta kilómetros al sureste de Berlín.

—Tengo ese artículo —dijo Fellner.

—Pues es todo falso. Suzanne organizó la filtración para que llegara a los oídos adecuados. Nuestra esperanza era que la mayoría de la gente usara el sentido común y abandonara la búsqueda.

Fellner negó con la cabeza.

—Demasiado valioso. Demasiado intrigante. El atractivo es casi embriagador.

—Lo entiendo a la perfección. Muchas veces entro en la habitación y simplemente me siento y la observo. El ámbar resulta casi terapéutico.

—Y de un valor incalculable —añadió Monika.

—Cierto, querida. Una vez leí algo sobre el botín de guerra, sobre las reliquias elaboradas con piedras preciosas y metal. El escritor postulaba que nunca podrían sobrevivir intactas a una guerra, pues sus partes valían mucho más separadas que juntas. Un comentarista, creo que del London Times, escribió que el destino de la Habitación de Ámbar bien podría haber sido ése. Concluía que solo piezas tales como libros y cuadros, cuya configuración total era más importante que los materiales brutos empleados en su elaboración, sobrevivirían a una guerra.

—¿Le ayudaste tú con ese postulado? —preguntó Fellner.

Loring levantó su café de la mesa y sonrió.

—Fue idea del escritor. Pero nosotros nos aseguramos de que el artículo recibiera toda la difusión posible.

—Entonces, ¿qué sucedió? —preguntó Monika—. ¿Por qué fue necesario matar a toda esa gente?

—Al principio no teníamos elección. Alfred Rohde había supervisado la carga de los cajones en Königsberg y conocía su destino último. El idiota se lo dijo a su mujer, de modo que mi padre los eliminó a ambos antes de que se lo dijeran a los soviéticos. Para entonces, Stalin ya había creado una comisión de investigación. El engaño nazi en el palacio de Königsberg no frenó a los soviéticos ni dos segundos. Creían que los paneles aún existían y los buscaron removiendo hasta la última piedra.

—Pero Koch sobrevivió a la guerra y habló con los soviéticos —dijo Fellner.

—Eso es cierto. Pero financiamos su defensa legal hasta el día de su muerte. Después de que los polacos lo condenaran por crímenes de guerra, lo único que lo protegía del cadalso era el veto soviético. Estos creían que él sabía dónde se ocultaba la Habitación de Ámbar. La verdad es que Koch solo sabía que los camiones habían dejado Königsberg en dirección oeste, para luego virar hacia el sur. Desconocía por completo lo que había sucedido después. Fue sugerencia nuestra que incitara a los soviéticos con la posibilidad de encontrar los paneles. Hasta los años sesenta no se avinieron por fin a nuestras condiciones: le perdonarían la vida a cambio de la información. Pero a aquellas alturas era muy sencillo echarle la culpa de todo al tiempo transcurrido. El Königsberg de hoy en día es muy distinto del que existía durante la guerra.

—De modo que, pagando la asistencia legal de Koch, os asegurasteis su lealtad. Nunca traicionaría a su única fuente de ingresos ni jugaría su comodín, ya que no había razón alguna para confiar en que los soviéticos cumplieran su palabra.

Loring sonrió.

—Exactamente, viejo amigo. Además, el gesto nos mantuvo en contacto constante con la única persona viva de la que sabíamos que podía proporcionar alguna información significativa acerca de la situación de los paneles.

—Y que además sería difícil de matar sin atraer atenciones indebidas.

Loring asintió.

—Afortunadamente, Koch cooperó y nunca reveló nada.

—¿Y los otros? —preguntó Monika.

—En ocasiones, alguno se acercaba y se hacía necesario preparar algún accidente. A veces nos olvidábamos de las precauciones y simplemente los matábamos, en especial cuando el tiempo resultaba esencial. Mi padre concibió la «maldición de la Habitación de Ámbar» y filtró la historia a un periodista. Como suele ser típico en la prensa, y perdóname la insolencia, Franz, la frase prendió como la pólvora. Dio buenos titulares.

—¿Y Karol Borya y Danya Chapaev? —preguntó Monika.

—Esos dos fueron los más problemáticos de todos, aunque hasta hace muy poco no comprendí hasta qué punto. Estaban muy cerca de la verdad. De hecho, bien podrían haberse topado con la misma información que nosotros encontramos tras la guerra. Por alguna razón se la guardaron para ellos, quizá para proteger lo que consideraban que debía ser secreto. Parece que el odio hacia el sistema soviético contribuyó a su actitud.

»Sabíamos de Borya por su trabajo con la Comisión Extraordinaria. Al final, emigró a los Estados Unidos y desapareció. El nombre de Chapaev también nos resultaba familiar, pero se evaporó en Europa. Como ninguno parecía ser un peligro, los dejamos en paz. Hasta, por supuesto, la reciente intervención de Christian.

—Y ahora guardarán silencio para siempre —dijo Monika.

—Tú habrías hecho exactamente lo mismo, querida.

Suzanne vio cómo Monika se encrespaba ante la reprensión de Loring. Pero tenía razón. Aquella perra no dudaría en matar a su propio padre para proteger sus inconfesables intereses.

Loring rompió la tensión.

—Descubrimos el paradero de Borya hará unos siete años, por accidente. Su hija estaba casada con un hombre llamado Paul Cutler. El padre de Cutler era un amante del arte estadounidense. A lo largo de varios años, este Cutler realizó indagaciones por toda Europa acerca de la Habitación de Ámbar. De algún modo logró rastrear a un familiar de uno de los hombres que habían trabajado aquí, en la construcción del duplicado. Ahora sabemos que fue Chapaev quien proporcionó el nombre a Borya y que Borya pidió a Cutler que investigara. Hace seis años, estas pesquisas llegaron a un punto que nos obligó a actuar. Hubo una explosión en un avión. Gracias a la laxitud de las autoridades policiales italianas, y a algunas contribuciones bien distribuidas, la explosión fue atribuida a terroristas.

—¿Obra de Suzanne? —preguntó Monika.

Loring asintió.

—Está bastante dotada en ese apartado.

—¿Trabaja para vosotros el encargado de San Petersburgo? —preguntó Fellner.

—Por supuesto. Los soviéticos, pese a su gran ineficacia, tienen una desagradable tendencia a ponerlo todo por escrito. Existen literalmente millones de páginas de registros, ningún modo de saber lo que contienen y ningún medio eficiente para revisarlos. La única forma de evitar que alguien curioso se tope con algo interesante es pagar a los responsables de su cuidado para que estén atentos.

Loring se terminó el café y dejó a un lado la copa y el platillo de porcelana. Miró directamente a Fellner.

—Franz, te estoy contando todo esto como muestra de buena fe. Por desgracia, permití que la presente situación se me escapara de las manos. El intento de Suzanne por matar a Christian y su enfrentamiento de ayer en Stod son un ejemplo de a qué podría llegar todo esto. Podríamos atraer atenciones indeseadas sobre nosotros, por no hablar del club. Había pensado que, si supieras la verdad, podríamos detener este duelo. No hay nada que encontrar en lo referente a la Habitación de Ámbar. Lamento lo sucedido con Christian. Sé bien que Suzanne no quería hacerlo. Actuó siguiendo mis órdenes, unas órdenes que en su momento consideré necesarias.

—Yo también lamento lo que ha sucedido, Ernst. No voy a mentir y a decir que me alegro de que tengas los paneles. Los quería yo. Pero una parte de mí se alegra de que estén intactos y a salvo. Siempre temí que los soviéticos los localizaran. No son mejores que los gitanos a la hora de preservar un tesoro.

—Mi padre y yo pensábamos igual. Los soviéticos permitieron un deterioro tal del ámbar que es casi una bendición que los alemanes lo robaran. ¿Quién sabe lo que habría sucedido si el futuro de la Habitación de Ámbar hubiera estado en manos de Stalin o de Jruschev? Los comunistas estaban mucho más preocupados por la construcción de bombas que por la preservación de la herencia.

—¿Está proponiendo una especie de tregua? —preguntó Monika.

Suzanne casi sonrió ante la impaciencia de aquella zorra. Pobrecita. En su futuro no se vislumbraba el descubrimiento de la Habitación de Ámbar.

—Eso es exactamente lo que deseo. —Loring se volvió—. Suzanne, si me haces el favor…

Ella se levantó y se dirigió hacia la esquina más alejada del estudio. Dos cajas de pino descansaban sobre el suelo de parqué. Las llevó cogidas por unas asas de cuerda hasta el asiento que ocupaba Franz Fellner.

—Los dos bronces que tanto has admirado todos estos años —explicó Loring.

Suzanne abrió la tapa de una de las cajas. Fellner levantó la vasija del lecho de viruta de cedro y la admiró bajo la luz. Suzanne conocía bien las piezas. Siglo X. Ella misma las había liberado de un hombre de Nueva Delhi que las había robado en una aldea del sur de la India. Todavía se encontraban entre los objetos perdidos más codiciados por aquel país, pero llevaban cinco años a buen recaudo en el castillo Loukov.

—Suzanne y Christian pelearon duro por conseguirlas —dijo Loring.

Fellner asintió.

—Otra batalla perdida.

—Ahora son tuyas. Es una disculpa por lo sucedido.

Herr Loring, perdóneme —dijo Monika en voz baja—. Pero yo soy ahora la que toma las decisiones relativas al club. Los bronces antiguos son interesantes, pero a mí no me entusiasman del mismo modo. Me estoy preguntando cuál sería el mejor modo de resolver este asunto. La Habitación de Ámbar ha sido durante mucho tiempo uno de los premios más buscados. ¿Se va a hablar de todo esto a los demás miembros?

Loring frunció el ceño.

—Preferiría que el asunto quedara entre nosotros. El secreto ha permanecido a salvo mucho tiempo y cuantos menos lo conozcan, mejor. Sin embargo, dadas las circunstancias, me plegaría a tu decisión, querida. Confío en que los demás miembros mantengan la información en secreto, como es el caso de todas las demás adquisiciones.

Monika se recostó en su silla y sonrió, al parecer satisfecha con la concesión.

—Hay otro asunto que quería tratar —dijo entonces Loring, esta vez dirigiéndose específicamente a Monika—. Como ya ha sucedido con tu padre y contigo, aquí las cosas también cambiarán, antes o después. He dejado instrucciones en mi testamento para que, cuando yo no esté,

Suzanne herede este castillo, mis colecciones y mi puesto en el club. También le he legado dinero suficiente para encargarse de forma adecuada de cualquier necesidad.

Suzanne disfrutó de la mirada de asombro y derrota que invadió el rostro de Monika.

—Será el primer adquisidor que alcanza la posición de miembro. Es todo un logro, ¿no creéis?

Ni Fellner ni Monika dijeron nada. El anciano parecía cautivado por la pieza de bronce.

—Ernst —dijo tras depositar la vasija en su caja—, considero el asunto zanjado. Es lamentable que las cosas se hayan deteriorado de este modo, pero ahora lo comprendo. Creo que yo hubiera hecho lo mismo que tú, dadas las circunstancias. Suzanne, tienes mis felicitaciones.

La adquisidora agradeció el gesto con un asentimiento.

—Respecto a cómo comunicárselo a los miembros, déjeme considerar la situación —dijo Monika—. Para la reunión de junio tendré una respuesta para ustedes sobre el modo de proceder.

—Eso es todo lo que puede pedir un hombre viejo, querida. Esperaré tu decisión. —Loring miró a Fellner—. Muy bien. ¿Queréis quedaros esta noche?

—Creo que será mejor que regresemos a Burg Herz. Por la mañana tengo asuntos pendientes. Pero te puedo asegurar que el viaje ha merecido todas las molestias. Sin embargo, antes de irnos… ¿podría ver una última vez la Habitación de Ámbar?

—Por supuesto, viejo amigo. Por supuesto.

El camino de vuelta al aeropuerto Ruzyné de Praga fue silencioso. Fellner y Monika se sentaban en el asiento trasero del Mercedes. Loring ocupaba el del pasajero, junto a Suzanne. Varias veces Suzanne miró a Monika a través del espejo retrovisor. La muy zorra mantenía una expresión tensa. Era evidente que no la había gustado que los dos varones hubieran dominado la conversación. Franz Fellner, desde luego, no era un hombre que fuera a soltar fácilmente las riendas del poder y Monika no era de las mujeres a las que les gustara compartir nada.

—Debo pedirle disculpas, Herr Loring —dijo Monika a medio camino.

El aludido se volvió hacia ella.

—¿Por qué, querida?

—Por mi brusquedad.

—En absoluto. Recuerdo la época en que mi padre me entregó su puesto en el club. A él, como a tu padre, le costó mucho dejarlo. Pero si te sirve de consuelo, al final se retiró por completo.

—Mi hija es impaciente. Como lo era su madre —dijo Fellner.

—Como eres tú, Franz.

Fellner lanzó una risita.

—Quizá.

—Supongo que le hablaréis a Christian de todo esto —dijo Loring a su colega.

—De inmediato.

—¿Dónde está?

—Pues, sinceramente, no lo sé. —Fellner se volvió hacia Monika—. ¿Y tú, liebling?

—No, padre. No sé nada de él.

Llegaron al aeropuerto un poco antes de la medianoche. El reactor de Loring esperaba ya en la pista, repostado y listo para partir. Suzanne se detuvo junto al aparato. Los cuatro salieron del coche y Suzanne abrió el maletero. El piloto del avión bajó las escalerillas metálicas del reactor. Suzanne señaló las dos cajas de pino, que el piloto sacó y llevó hasta una compuerta de carga abierta.

—Las piezas están muy bien empaquetadas —dijo Loring por encima del estruendo de los motores—. Deberían llegar en perfecto estado.

Suzanne entregó un sobre a Loring.

—Aquí van unos papeles de registro que he preparado. Están certificados por el ministerio. Serán útiles si a los oficiales de aduanas les da por investigar al aterrizar.

Fellner se lo guardó en el bolsillo.

—No suelo tener inspecciones.

Loring sonrió.

—Ya lo supongo. —Se volvió hacia Monika y le dio un abrazo—. Me alegro de verte, querida. Espero con ansiedad nuestros duelos en el futuro, como sin duda lo hará Suzanne.

Monika asintió y besó el aire sobre las mejillas de Loring. Suzanne guardó silencio. Conocía bien su papel. El trabajo de un adquisidor era actuar, no hablar. Un día sería miembro del club y esperaba que entonces su propio adquisidor se comportara de un modo similar. Monika le dirigió una mirada rápida y desconcertante antes de subir las escalerillas. Fellner y Loring se dieron la mano antes de que el primero subiera al avión. El piloto cerró las compuertas de carga, subió a bordo y cerró el portón tras él.

Suzanne y Loring aguardaron mientras el reactor se dirigía hacia la pista, rodeados por el aire caliente de los motores. Después se subieron al Mercedes y se marcharon. Justo en la salida del aeropuerto, Suzanne detuvo el coche a un lado de la carretera.

El elegante reactor recorrió la pista a toda velocidad y se elevó hacia el despejado cielo nocturno. La distancia enmascaraba cualquier sonido. Tres aviones comerciales rodaban por la pista. Dos llegaban y uno se preparaba para partir.

Se quedaron sentados, con el cuello inclinado hacia arriba y hacia la derecha.

—Es una lástima, Drahá —susurró Loring.

—Al menos han tenido una velada agradable. Herr Fellner estaba entusiasmado con la Habitación de Ámbar.

—Me alegro de que haya podido verla.

El reactor se desvaneció en el cielo occidental. La altitud hizo invisibles sus luces de posición.

—¿Has devuelto los bronces a los expositores? —preguntó Loring.

Ella asintió.

—¿Las cajas de pino van bien cargadas?

—Por supuesto.

—¿Cómo funciona el mecanismo?

—Un interruptor de presión, sensible a la altitud.

—¿Y el compuesto?

—Potente.

—¿Cuándo?

Suzanne consultó su reloj y calculó velocidad y tiempo. Según la velocidad de ascenso del reactor, alcanzaría los cinco mil pies justo…

A lo lejos, un brillante destello amarillo inundó el cielo durante un instante, como una estrella convertida en nova, cuando los explosivos que había colocado en las cajas de pino prendieron el combustible del reactor y desintegraron cualquier rastro de Fellner, Monika y los dos pilotos.

La luz se apagó.

La mirada de Loring permaneció clavada en la distancia, en el punto de la explosión.

—Qué lástima. Un avión de seis millones de dólares. —Se volvió lentamente hacia ella—. Pero es el precio que hay que pagar por tu futuro.