Nebra, Alemania
14:10
Knoll estaba sentado en el silencio de una diminuta habitación de hotel, pensando en die Retter der Verlorenen Antiquitäte., los recuperadores de antigüedades perdidas. En su mayoría se trataba de industriales, pero había dos financieros, un barón terrateniente y un doctor entre sus miembros actuales. Hombres con poco que hacer salvo recorrer el mundo en busca de tesoros perdidos. En su mayoría eran coleccionistas privados bien conocidos, de intereses diversos: los viejos maestros, arte contemporáneo, impresionista, africano, Victoriano, surrealista, neolítico. La diversidad era lo que hacía interesante aquel club. También definía territorios específicos en los que el adquisidor de cada miembro concentraba sus esfuerzos. La mayoría de las veces no se cruzaban las fronteras de estos territorios. En ocasiones, los miembros se ponían en contacto para intentar localizar más rápidamente el mismo objeto. Era una carrera por la adquisición y el reto estaba en encontrar lo que se creía perdido para siempre. Resumiendo, el club era una vía de escape, un modo de que hombres ricos aventaran un espíritu competitivo que rara vez conocía límites.
No había nada de malo en ello. Él tampoco conocía límites y así le gustaban las cosas.
Pensó en la reunión del mes anterior.
Las reuniones del club se celebraban por rotación en la casa de los miembros, lo que los llevaba desde Copenhague hasta Nápoles. Era costumbre que en cada reunión se revelara una nueva pieza, preferiblemente un hallazgo del adquisidor del anfitrión. En ocasiones eso no era posible y otros miembros ofrecían sus piezas, pero Knoll sabía lo importante que era para ellos poder mostrar algo nuevo cuando les llegaba el turno. Fellner disfrutaba especialmente con esta atención. Igual que Loring. No era más que otra faceta de su intensa competición.
El mes pasado había sido el turno de Fellner. Los nueve miembros se habían reunido en Burg Herz, pero solo seis de los adquisidores habían podido asistir. Aquello no era extraño, ya que las búsquedas tenían prioridad sobre la cortesía de asistir a la presentación de los hallazgos de sus colegas. Pero una ausencia también podía deberse a los celos. Y ése era exactamente el motivo, asumió Knoll, por el que Suzanne Danzer se había saltado el acontecimiento. Él planeaba devolverle la cortesía y boicotear el castillo Loukov. Era una pena, ya que Loring y él se llevaban bien. Muchas veces Loring lo había recompensado con regalos por adquisiciones que terminaban en la colección privada del checo. Los miembros del club agasajaban habitualmente a los demás adquisidores y así multiplicaban por nueve el par de ojos que recorría el mundo a la busca de tesoros que ellos consideraban particularmente atractivos. Era frecuente que los miembros se intercambiaran o vendieran piezas. Las subastas también estaban a la orden del día. Los artículos de interés colectivo se subastaban en la reunión mensual como un modo de obtener fondos de adquisiciones sin un interés personal particular, pero sin sacar los tesoros del entorno del grupo.
Todo era ordenado, civilizado.
Entonces, ¿por qué Suzanne Danzer estaba tan dispuesta a cambiar las reglas?
¿Por qué intentaba matarlo?
Una llamada a la puerta interrumpió sus pensamientos. Llevaba esperando casi dos horas después de conducir desde Stod hasta Nebra, una diminuta aldea a medio camino de Burg Herz. Se levantó y abrió la puerta. Monika entró inmediatamente, acompañada por el aroma de limones dulces. Knoll cerró tras ella y echó la llave.
Ella lo miró de arriba abajo.
—¿Has tenido una noche movida, Christian?
—No estoy de humor.
Ella se desplomó en la cama y levantó una pierna, exponiendo la entrepierna de sus vaqueros.
—Para eso tampoco —dijo Knoll. Aún le dolían los testículos por las patadas de Danzer, aunque no quería contárselo.
—¿Por qué era necesario que viniera hasta aquí para verme contigo? —preguntó Monika—. ¿Y por qué no debía saberlo mi padre?
Knoll le contó lo que había sucedido en la abadía, le habló de Grumer y de la persecución por Stod. Omitió el enfrentamiento final en la calle.
—Danzer se escapó antes de que pudiera alcanzarla, pero mencionó la Habitación de Ámbar. Dijo que la cámara de la montaña era aquélla en la que Hitler había escondido los paneles en 1945.
—¿La crees?
Knoll se había pasado todo el día considerando aquello.
—Sí.
—¿Por qué no fuiste tras ella?
—No era necesario. Ha vuelto al castillo Loukov.
—¿Cómo lo sabes?
—Ya son años de lucha.
—Loring volvió a llamar ayer por la mañana. Mi padre hizo lo que le pediste y le dijo que no sabíamos nada de ti.
—Lo que explica por qué Danzer se mostraba tan abiertamente en Stod.
Monika lo estudiaba con atención.
—¿Qué piensas hacer?
—Quiero permiso para invadir el castillo Loukov. Quiero ir a la reserva de Loring.
—Ya sabes lo que diría mi padre.
Sí, lo sabía. Las reglas del club prohibían expresamente que un miembro invadiera la privacidad de otro. Tras la presentación de una pieza, su destino no era asunto de nadie. El elemento que vinculaba el secreto colectivo era el mero conocimiento que cada uno tenía de los demás. Las reglas también prohibían la revelación de fuentes, salvo que el miembro adquisidor deseara hacerlo. El secreto protegía no solo al miembro, sino también al adquisidor, lo que aseguraba que una fuente de información pudiera ser empleada de nuevo sin interferencias. La santidad de las respectivas haciendas era una regla inviolable, cuya ruptura exigía la expulsión instantánea.
—¿Qué es lo que pasa? —dijo—. ¿Te falta nervio? ¿No estabas ahora tú al mando?
—Tengo que saber por qué, Christian.
—Esto va mucho más allá de una simple adquisición. Loring ya ha violado las reglas del club al ordenar a Danzer que me mate. Más de una vez, debería añadir. Quiero saber por qué y creo que la respuesta está en Volary.
Esperaba haberla valorado correctamente. Monika era orgullosa y arrogante. Parecía evidente que se había sentido molesta por la usurpación que su padre había forzado el día anterior. Aquella furia debería nublar su buen juicio. No quedó defraudado.
—Claro que sí, joder. Yo también quiero saber qué están haciendo esa furcia y ese viejo chocho. Papá cree que nos lo estamos imaginando todo, que no es más que una especie de malentendido. Quería hablar con Loring, decirle la verdad, pero lo convencí para que no lo hiciera. A ello.
Knoll vio la mirada ansiosa en sus ojos. Para ella, la competición era un afrodisíaco.
—Voy para allá hoy mismo. Sugiero que no haya más contactos hasta que haya entrado y salido. Incluso estoy dispuesto a aceptar las culpas, si me pescan. Actuaba por mi cuenta y tú no sabías nada.
Monika sonrió.
—Cuán noble, caballero mío. Ahora ven aquí y demuéstrame cuánto me has echado de menos.
Paul vio a Fritz Pannik entrar en el comedor del Garni y dirigirse directamente hacia la mesa que él y Rachel ocupaban. El inspector se sentó y les contó lo que sabía hasta entonces.
—Hemos comprobado los hoteles y descubierto que un hombre que encaja con la descripción de Knoll se registró enfrente, en el Christinenhof. Una mujer, que por la descripción podría ser Suzanne, estuvo registrada en el Gebler, unas puertas más abajo.
—¿Sabe algo más acerca de Knoll? —preguntó Paul.
Pannik negó con la cabeza.
—Por desgracia, es un enigma. La Interpol no tiene nada en sus archivos y sin una identificación por huellas dactilares no hay modo realista de descubrir nada más. No sabemos nada de su pasado, ni siquiera de su residencia. La mención a un apartamento en Viena que hizo a Frau Cutler es ciertamente falsa. Lo comprobé, para asegurarme. Pero nada sugiere que Knoll viva en Austria.
—Debe de tener pasaporte —indicó Rachel.
—Varios, probablemente, con diversos nombres falsos. Un hombre como éste no registraría su verdadera identidad ante ningún gobierno.
—¿Y la mujer? —preguntó Rachel.
—Sobre ella sabemos todavía menos. La escena del crimen de Chapaev estaba limpia. Murió por un balazo de nueve milímetros a corta distancia. Eso sugiere un grado de insensibilidad importante.
Paul le habló a Pannik acerca de los recuperadores de antigüedades perdidas y la teoría de Grumer sobre Knoll y la mujer.
—Nunca había oído nada de una organización así. Sin embargo, el nombre de Loring me resulta familiar. Sus fundiciones fabrican las mejores armas cortas de Europa. También es un importante productor de acero. Es uno de los industriales más destacados del este europeo.
—Vamos a visitar a Ernst —dijo Rachel.
Pannik inclinó la cabeza en su dirección.
—¿Y cuál es el motivo de su visita?
Le contaron lo que McKoy había dicho acerca de Rafal Dolinski y la Habitación de Ámbar.
—McKoy cree que sabe algo acerca de los paneles y quizá algo acerca de mi padre, Chapaev y…
—¿Los padres de Herr Cutler? —terminó Pannik.
—Quizá —dijo Paul.
—Discúlpenme, pero ¿no creen que de este asunto deberían encargarse las autoridades apropiadas? Los riesgos parecen estar disparándose.
—La vida está llena de riesgos —dijo Paul.
—Algunos merece la pena asumirlos. Otros son una estupidez.
—Nosotros creemos que merece la pena —replicó Rachel.
—La policía checa no es la más cooperativa que conozco —les advirtió Pannik—. Yo asumiría que Loring dispone de contactos suficientes en el Ministerio de Justicia como para dificultar cualquier investigación oficial, solo para empezar. Aunque la República Checa ya no es comunista, quedan restos de su secretismo. Nuestro departamento se ha encontrado con retrasos frecuentes en las solicitudes oficiales de información, mucho más de lo que consideramos razonable.
—¿Quiere que actuemos como sus ojos y oídos? —preguntó Rachel.
—No crea que no lo he pensado. Son ustedes ciudadanos privados en una misión puramente personal. Si por casualidad descubren lo suficiente como para permitirme iniciar acciones oficiales…, mucho mejor.
—¿No decía que estábamos asumiendo demasiados riesgos? —protestó Paul.
La mirada de Pannik era fría.
—Y es que es así, Herr Cutler.
Suzanne se encontraba en el balcón que sobresalía de su dormitorio. El sol de la tarde ardía con un color naranja sanguinolento y le calentaba suavemente la piel. En el castillo Loukov se sentía segura, viva. La hacienda se extendía muchos kilómetros y en el pasado había sido el dominio de príncipes bohemios. Los bosques habían sido cotos de caza donde los ciervos y jabalíes quedaban reservados para la clase dirigente. Antaño los bosques habían estado salpicados de aldeas, lugares en los que canteros, carpinteros, albañiles y herreros vivían mientras trabajaban en el castillo. Se tardaron doscientos años en erigir las murallas, pero a los Aliados les llevó menos de una hora demolerlas a bombazos. Pese a todo, la familia Loring lo había reconstruido y aquella nueva encarnación era igual de magnificente que la original.
Miró por encima de las copas agitadas de los árboles. Su punto de observación estaba orientado hacia el sureste y una leve brisa le refrescaba la cara. Todas las aldeas habían desaparecido, reemplazadas por casas y cabañas aisladas, residencias en las que el servicio de los Loring había residido desde hacía generaciones. Siempre se había proporcionado vivienda a los mayordomos, jardineros, doncellas, cocineros y chóferes. Sumaban unos cincuenta en total y sus respectivas familias habitaban aquellas tierras de forma perpetua. Sus hijos simplemente heredaban el trabajo. Los Loring eran generosos y leales con sus ayudantes y la vida más allá del castillo Loukov era por lo general brutal, de modo que no costaba entender que los empleados sirvieran de por vida.
El padre de Suzanne había sido una de aquellas personas, un dedicado historiador del arte con una vena indomable. Se convirtió en el segundo adquisidor de Ernst un año antes de que ella naciera. Su madre había muerto súbitamente cuando ella tenía solo tres años. Tanto Loring como su padre hablaban de su madre a menudo y siempre de forma elogiosa. Al parecer había sido una dama adorable. Mientras su padre recorría el mundo en busca de tesoros, su madre educaba a los dos hijos de Loring. Eran mucho mayores que Suzanne y nunca se había sentido cercana a ellos, y para cuando ella llegó a la adolescencia ya se habían marchado a la universidad. Ninguno de los dos sabía nada del club, o de las actividades de su padre. Aquél era un secreto que compartían únicamente ella y su benefactor.
El amor que Suzanne sentía por el arte siempre la había hecho especial a ojos de Loring. La oferta para que sucediera a su padre llegó el día después del entierro. Suzanne se sintió sorprendida. Atónita. Insegura. Pero Loring no albergaba dudas acerca de su inteligencia y su resolución, y aquella inquebrantable confianza fue la que la inspiró una y otra vez para triunfar. Mas ahora, sola bajo el sol, comprendió que a lo largo de los últimos días había asumido muchísimos, demasiados riesgos. Christian Knoll no era un hombre al que pudiera tomarse a la ligera y era bien consciente de los intentos que ella había realizado para matarlo. Dos veces se había burlado de él. Una en la mina, la otra con la patada en la entrepierna. Nunca antes sus misiones habían alcanzado aquel nivel. Se sentía incómoda con la escalada, aunque comprendía la necesidad. Pese a todo, aquel asunto requería una conclusión. Loring tenía que hablar con Franz Fellner para alcanzar algún tipo de compromiso.
Alguien llamó a la puerta.
Regresó al dormitorio y abrió. Era uno de los mayordomos.
—Pan Loring si preje vás vidêt. Va studovnê.
Loring quería verla en su estudio.
Bien. Ella también tenía que hablar con él.
El estudio se encontraba dos plantas más abajo, en el extremo noroeste de la planta baja del castillo. Suzanne siempre lo había considerado la habitación de un cazador, ya que las paredes estaban cubiertas de astas y cuernos, y el techo decorado con los animales heráldicos de los reyes de Bohemia. Un inmenso cuadro al óleo del siglo XVII dominaba una pared y mostraba mosquetes, bolsas de caza, lanzas y cuernos de pólvora con asombroso realismo.
Loring ya se había acomodado en el sofá cuando ella entró.
—Ven aquí, hija mía —dijo en checo.
Se sentó junto a él.
—He pensado largo y tendido acerca de lo que me has dicho antes, y tienes razón. Es necesario hacer algo. La caverna de Stod es sin duda el lugar. Creí que nunca sería encontrado, pero parece que así ha sido.
—¿Cómo puedes estar seguro?
—No puedo. Pero por las pocas cosas que mi padre me contó antes de morir, el lugar parece ser el auténtico. Los camiones, los cuerpos, la entrada sellada…
—Ese rastro ha vuelto a enfriarse —aclaró Suzanne.
—¿Tú crees, cariño?
La mente analítica de la adquisidora se puso en funcionamiento.
—Grumer, Borya y Chapaev están muertos. Los Cutler son unos aficionados. Y aunque Rachel Cutler sobreviviera a la mina, ¿qué más da? No sabe más que lo que aparecía en las cartas de su padre, que no es mucho. Referencias pasajeras que podemos obviar.
—Decías que su marido estaba en Stod, en el hotel, con el grupo de McKoy.
—Sí, pero ningún rastro llega hasta aquí. Los aficionados no realizarán muchos progresos, como siempre ha sucedido.
—Fellner, Monika y Christian no son aficionados. Temo que hayamos estimulado demasiado su curiosidad.
Suzanne sabía de las conversaciones que Fellner había tenido con Loring a lo largo de los últimos días, conversaciones en las que aquél había mentido aparentemente al asegurar que desconocía el paradero de Knoll.
—Estoy de acuerdo. Esos tres están planeando algo. Pero puedes resolver el asunto con Pan Fellner cara a cara.
Loring se levantó del sofá.
—Esto es tan difícil, drahá. Me quedan muy pocos años.
—No pienso escuchar tonterías como ésas —dijo ella rápidamente—. Tienes buena salud. Te quedan muchos años productivos por delante.
—Tengo setenta y siete. Seamos realistas.
A Suzanne le preocupaba la idea de que él muriera. Su madre había muerto cuando ella era demasiado joven como para sufrir. El dolor por la muerte de su padre fue bastante real y el recuerdo seguía siendo nítido. La pérdida del otro padre que había tenido en la vida sería más difícil.
—Mis dos hijos son buenos hombres. Llevan bien los negocios de la familia y cuando yo ya no esté todo eso les pertenecerá. Es su derecho de nacimiento. —Loring la miró—. El dinero es transparente. Obtenerlo provoca un claro cosquilleo. Pero si se invierte y maneja cuidadosamente, simplemente se rehace a sí mismo. Poca habilidad se necesita para perpetuar los millones en moneda contante y sonante. Esta familia sirve como demostración de ello. El grueso de nuestra fortuna se creó hace doscientos años y simplemente ha ido pasando de generación en generación.
—Creo que subestimas el valor que tú y tu padre tuvisteis en la difícil gestión durante las dos guerras mundiales.
—La política interfiere en ocasiones, pero siempre habrá refugios en los que invertir la moneda con seguridad. Para nosotros, fue América.
Loring regresó al sofá y se sentó en el borde.
Olía a tabaco amargo, como toda la habitación.
—El arte, sin embargo, Drahá, es mucho más fluido. Cambia a medida que nosotros cambiamos, se adapta como nosotros lo hacemos. Lo que hace quinientos años era una obra maestra podría ser despreciado hoy.
»Pero, sorprendentemente, algunas formas de arte perduran durante milenios. Eso, querida mía, es lo que me excita. Tú comprendes esa excitación. La aprecias. Y debido a ello has sido la mayor alegría de mi vida. Aunque mi sangre no corra por tus venas, sí lo hace mi espíritu. No hay duda de que eres mi hija del alma.
Suzanne siempre lo había sentido así. La esposa de Loring había muerto hacía casi veinte años. No fue nada repentino ni inesperado. Un doloroso enfrentamiento contra el cáncer se la había llevado poco a poco. Sus hijos se habían marchado hacía décadas. Tenía pocos placeres aparte de su arte, la jardinería y la ebanistería. Pero sus articulaciones cansadas y los músculos atrofiados limitaban seriamente esas actividades. Aunque poseía miles de millones, residía en un castillo fortaleza y su nombre era reconocido en toda Europa, en gran medida ella era lo único que le quedaba a aquel anciano.
—Siempre me he visto como tu hija.
—Cuando yo ya no esté, quiero que tengas el castillo Loukov.
Suzanne guardó silencio.
—También te voy a legar ciento cincuenta millones de euros para que mantengas la hacienda, además de toda mi colección de arte, la pública y la privada. Por supuesto, solo tú y yo conocemos el alcance de la colección privada. También he dejado instrucciones para que heredes mi puesto en el club. Es mío y tengo derecho a hacer con él lo que me plazca. Quiero que mi silla la ocupes tú.
Aquellas palabras la conmocionaron. Se esforzó por hablar.
—¿Qué hay de tus hijos? Son tus herederos legítimos.
—Y serán quienes reciban el grueso de mi riqueza. Esta hacienda, mis obras de arte y el dinero ni se acercan a cuanto poseo. Ya he discutido esto con ellos dos y ninguno ha puesto objeción alguna.
—No sé qué decir.
—Di que me harás sentir orgulloso y que todo esto seguirá adelante.
—De eso no hay duda.
Loring sonrió y le apretó suavemente la mano.
—Siempre me has hecho sentir orgulloso. Eres una buena hija. Ahora, sin embargo, debemos hacer una última cosa para garantizar la seguridad de aquello por lo que hemos trabajado tan duro.
Suzanne comprendió. Lo había sabido desde la mañana. No había más que un modo de resolver su problema.
Loring se puso en pie, se acercó al escritorio y marcó lentamente un número de teléfono. Se realizó la conexión con Burg Herz.
—Franz, ¿qué tal estamos hoy?
Se produjo una pausa mientras Fellner hablaba al otro extremo de la línea. Loring tenía el rostro contraído. Suzanne sabía que aquello le resultaba muy difícil. Fellner no era solo su competidor, sino también un amigo de muchos años.
Pero aquello era necesario.
—Necesito hablar contigo, Franz. Es de vital importancia… No, me gustaría enviarte mi avión para que habláramos esta noche. Por desgracia, no tengo modo de dejar el país. Puedo tener el avión allí en una hora y devolverte a casa para la medianoche. Sí, por favor, trae a Monika, esto también la concierne. Y a Christian… Oh, ¿todavía no sabes nada de él? Qué pena. Tendrás el avión en tu aeródromo para las cinco y media. Nos vemos enseguida.
Loring colgó y lanzó un suspiro.
—Es una lástima. Franz insiste en mantener la charada hasta el final.