Paul precedió a Rachel a través de la entrada del hotel y viró en dirección a Grumer. El alemán les llevaba unos cien metros y recorría a buen paso la calle adoquinada rodeada por tiendas a oscuras y atareados cafés que seguían atrayendo clientes con la cerveza, la comida y la música. Las farolas iluminaban de forma regular la noche con su brillo amarillento.
—¿Qué estamos haciendo? —preguntó Rachel.
—Descubrir cuál es su juego.
—¿Y es una buena idea?
—Quizá no. Pero lo vamos a hacer de todos modos.
Ni dijo que también lo eximía de tomar una decisión importante. Se preguntó si Rachel no estaría simplemente sola, o asustada. Le preocupaba lo que ella había visto en Warthberg, donde había defendido al hijo de perra de Knoll, que la había abandonado a su suerte para que muriera. No le gustaba ser segundo plato de nadie.
—Paul, hay algo que deberías saber.
Grumer seguía delante y aún avanzaba con rapidez. Él no perdía un paso.
—¿Qué?
—Justo antes de la explosión de la mina me volví y vi que Knoll tenía un cuchillo.
Paul se detuvo y se la quedó mirando.
—Tenía un cuchillo en la mano. Justo entonces, el techo de la galería cedió.
—¿Y me lo cuentas ahora?
—Ya lo sé. Debería haberlo hecho antes. Pero tenía miedo de que no te quedaras, o de que se lo contaras a Pannik y él interfiriera.
—Rachel, ¿es que estás loca? Esto es importante, joder. Y tienes razón, nunca me hubiera quedado, ni hubiera permitido que te quedaras. Y no me digas que tú puedes hacer lo que te salga de las narices. —Miró rápidamente hacia la derecha. Grumer había doblado una esquina—. Mierda. Vamos.
Comenzó a correr y la chaqueta se le abrió con el aire. Rachel le seguía el paso. La calle comenzó a empinarse. Alcanzaron la esquina en la que había estado Grumer y se detuvieron. A la izquierda había un konditorei cerrado, con una marquesina que doblaba la esquina. El Doktor cruzaba una pequeña plaza construida alrededor de una fuente decorada con geranios. Todo (las calles, las tiendas y las plantas) reflejaba la limpieza maníaca del orgullo cívico alemán.
—Debemos permanecer atrás —dijo Paul—. Pero aquí está oscuro y eso nos ayudará.
—¿Adónde va?
—Parece que nos dirigimos hacia la abadía. —Consultó su reloj. Las diez y veinticinco de la noche.
Delante de ellos, Grumer desapareció de repente hacia la izquierda, tras una hilera de setos negros. Se acercaron sigilosamente y vieron una pasarela de hormigón que se perdía en la negrura. Una señal en un poste anunciaba: «Abadía de los Siete Pesares de la Virgen». La flecha señalaba hacia delante.
—Tenías razón. Va a la abadía —dijo Rachel.
Empezaron a ascender por el camino de piedra, que tenía anchura suficiente para permitir el paso de cuatro personas. Trazaba un empinado recorrido a través de la noche, en dirección al acantilado de roca pelada. A medio camino pasaron junto a una pareja que caminaba cogida del brazo. Llegaron a una curva pronunciada. Paul se detuvo. Grumer seguía delante y caminaba a buen paso.
—Ven aquí —le dijo a Rachel mientras le pasaba un brazo por el hombro y la acercaba—. Si mira para atrás no verá más que a una pareja que pasea. A esta distancia no puede vernos la cara.
Caminaban lentamente.
—No te vas a escapar tan fácilmente —señaló Rachel.
—¿A qué te refieres?
—A la habitación. Sabes hacia dónde nos dirigíamos.
—No pienso escaparme.
—Solo necesitabas tiempo para pensar y esta pequeña carrera te lo ha dado.
Paul no discutió. Ella tenía razón. Necesitaba pensar, pero no en ese momento. Grumer era su principal preocupación presente. La ascensión lo estaba cansando. Sus pantorrillas y muslos se tensaban. Se creía en forma, pero las carreras de cinco kilómetros que se daba en Atlanta solían ser sobre tierra llana. Nada ni remotamente parecido a aquella pendiente asesina.
El camino llegó arriba y Grumer desapareció de la vista.
La abadía había dejado de ser un edificio remoto. Allí la fachada ocupaba lo que dos campos de fútbol y ascendía de forma pronunciada desde el acantilado. Las murallas se elevaban desde una cimentación de piedra abovedada. Brillantes focos de vapor de sodio, ocultos en la base boscosa, bañaban con su luz la piedra coloreada. Tres plantas de ventanas altas y de múltiples maineles resplandecían bajo la luz.
Delante de ellos vieron un portón iluminado con edificios a ambos lados. Dos bastiones flanqueaban esta puerta principal. Más allá se distinguía un jardín en parte velado por las sombras. Cincuenta metros más adelante, Grumer desaparecía a través del portal abierto. A Paul le preocupaban las luces brillantes que rodeaban la puerta. Las palomas arrullaban desde algún punto más allá del fulgor. No había a nadie a la vista.
Abrió el camino y echó un vistazo a las esculturas de los apóstoles Pedro y Pablo, que descansaban sobre sus pedestales de piedra ennegrecida. A ambos lados, santos y ángeles convivían con peces y sirenas. Un escudo de armas decoraba el centro del portal: dos llaves doradas con un fondo azul regio. Sobre el gablete se alzaba una enorme cruz cuya inscripción se veía claramente gracias a los proyectores: «Absit gloriari nisi in cruce».
—«Gloria solo en la cruz» —musitó.
—¿Qué?
Paul señaló hacia arriba.
—La inscripción. «Gloria solo en la cruz». De los Gálatas 6:14.
Cruzaron el portal. Una señal identificaba el espacio que había más allá como el «Jardín del portero». Por fortuna, el jardín no estaba iluminado. Grumer se encontraba ahora al otro lado y ascendía apresuradamente unos amplios escalones de piedra, hasta entrar en lo que parecía una iglesia.
—No podemos entrar ahí —dijo Rachel—. ¿Cuánta gente podría haber a esta hora?
—Estoy de acuerdo. Busquemos otra entrada.
Estudió el patio y los edificios cercanos. Por todas partes se alzaban estructuras de tres plantas de fachada barroca y adornadas con arcos romanos, cornisas historiadas y estatuas que aumentaban el tono religioso de rigor. La mayoría de las ventanas estaba a oscuras. En las pocas que permanecían iluminadas, se podía ver bailar las sombras tras las cortinas echadas.
La iglesia en la que Grumer había entrado sobresalía desde el extremo opuesto del patio a oscuras. Sus torres gemelas simétricas estaban flanqueadas por una cúpula octogonal iluminada con mucha luz. Parecía casi un apéndice del edificio más alejado, que sería la parte frontal de la abadía y cuya fachada daba a Stod y al río sobre los puntos más altos del acantilado.
Paul señaló hacia el otro extremo del patio, más allá de la puerta. Allí había unas puertas dobles de roble.
—Quizá por ahí podamos entrar desde otro punto.
Avanzaron con cuidado sobre el patio adoquinado, dejando atrás alcorques con árboles y arbustos. Soplaba un viento fresco que provocaba un escalofrío. Paul intentó accionar el picaporte. Estaba abierto. Empujó la pesada hoja hacia dentro, con cuidado para minimizar cualquier posible crujido. Ante ellos se extendía un pasillo en uno de cuyos extremos resplandecían cuatro apliques incandescentes. Entraron. A medio camino del pasillo apareció una escalera ascendente con barandilla de madera. La ascensión quedaba amenizada por óleos de reyes y emperadores. Más allá de la escalera, si seguían avanzando por el mustio corredor, los esperaba otra puerta cerrada.
—La iglesia está en este nivel. Esa puerta debería conducir adentro —susurró.
El picaporte funcionó al primer intento. Paul abrió la puerta un poco, hacia sí. Un aire cálido inundó la frialdad del corredor. En ambas direcciones se extendía un pesado telón de terciopelo que formaba un angosto pasaje a izquierda y a derecha. La luz se filtraba a través de ranuras regulares realizadas en el telón y desde la parte inferior. Paul solicitó silencio con un gesto y entró en la iglesia seguido por Rachel.
Espió el interior a través de una de las ranuras en el telón. Unas luces anaranjadas dispersas iluminaban zonas concretas de la inmensa nave. La arquitectura explosiva, los frescos del techo y los coloridos estucos se combinaban en una sinfonía visual que casi resultaba abrumadora tanto en su profundidad como en su forma. Predominaban los caobas, rojos, grises y dorados. Unas pilastras acanaladas de mármol se elevaban hacia el techo abovedado, cada una adornada con elaboradas molduras que soportaban una diversidad de estatuas.
Su mirada se desvió hacia la derecha.
Una corona dorada enmarcaba el centro de un altar alto y enorme. Un gran medallón mostraba la inscripción «Non coronabiturm nisi legitime certaverit». «Sin causa justa no hay victoria», tradujo en silencio. De nuevo la Biblia. Timoteo 2:5.
A la izquierda había dos personas, Grumer y la mujer rubia de aquella mañana. Miró por encima del hombro.
—Está aquí —vocalizó a Rachel—. Grumer está hablando otra vez con ella.
—¿Puedes oír? —le susurró Rachel al oído.
Paul negó con la cabeza y señaló hacia la izquierda. El estrecho pasillo que tenían delante los llevaría más cerca de donde estaban los dos conspiradores. El telón de terciopelo quedaba lo bastante cerca del suelo para ocultarlos de la vista. Una pequeña escalera de madera se elevaba al final y ascendía hacia lo que seguramente sería el coro. Concluyó que aquel pasadizo cortinado lo usarían los acólitos que servían en la misa. Avanzaron de puntillas. Otra ranura le permitió mirar. Se asomó con cautela, perfectamente rígido ante el terciopelo. Grumer y la mujer estaban cerca del altar de un mecenas. Había leído algo sobre aquella adición, realizada en muchas iglesias europeas. Los católicos de la Edad Media se sentaban en lo alto del altar y solo pasivamente experimentaban la cercanía de Dios. Los creyentes contemporáneos, gracias a las reformas litúrgicas, demandaban una participación más activa. Por tanto, se habían erigido altares para la gente en las iglesias antiguas. El nogal del podio y el altar concordaban con las hileras de bancos vacíos.
Él y Rachel estaban ahora a unos veinte metros de Grumer y la mujer, cuyos susurros eran difíciles de oír en el mudo vacío del edificio.
Suzanne lanzó una mirada severa a Alfred Grumer, que mostraba hacia ella una actitud sorprendentemente hosca.
—¿Qué ha sucedido hoy en la excavación? —preguntó Grumer en inglés.
—Uno de mis colegas apareció y se puso impaciente.
—Está atrayendo muchísima atención hacia este asunto.
No le gustaba el tono del alemán.
—No tuve elección. Me vi obligado a resolverlo tal y como se presentaba.
—¿Tiene mi dinero?
—¿Tiene mi información?
—Herr Cutler encontró una cartera en la cámara. Es de 1951. Alguien entró allí después de la guerra. ¿No es lo que quería usted?
—¿Dónde está la cartera?
—No he podido hacerme con ella. Quizá mañana.
—¿Y las cartas de Borya?
—No he tenido modo de obtenerlas. Tras lo sucedido esta mañana, todo el mundo está alerta.
—¿Dos fallos y quiere cinco millones de euros?
—Usted quería información sobre el lugar y sobre las fechas. Se la he suministrado. También eliminé las pruebas en la arena.
—Eso lo hizo usted por su cuenta. Como un modo de aumentar el precio de sus servicios. La realidad es que no tengo prueba alguna de nada de lo que me ha contado.
—Hablemos de la realidad, Margarethe. Y esa realidad es la Habitación de Ámbar, ¿correcto?
Suzanne no respondió.
—Tres transportes pesados alemanes, vacíos. Una cámara subterránea sellada. Cinco cuerpos, todos con un disparo en la cabeza. Una fecha de entre 1951 y 1955. Ésa es la cámara en la que Hitler escondió la habitación y alguien la robó. Yo diría que ese alguien fue el empleador de usted. En caso contrario, ¿por qué tantas molestias?
—Especulaciones, Herr Doktor.
—Ni siquiera ha parpadeado ante mi insistencia en los cinco millones de euros. —La voz de Grumer tenía un tono pagado de sí mismo que le gustaba cada vez menos.
—¿Hay algo más? —preguntó.
—Si recuerdo correctamente, durante los años sesenta circuló una historia muy extendida referente a que Josef Loring había colaborado con los nazis. Pero después de la guerra consiguió forjar buenos contactos con los comunistas checoslovacos. Estupendo truco, vaya que sí. Supongo que sus fábricas y fundiciones eran alicientes poderosos para las amistades duraderas. Se decía, creo, que Loring había encontrado el escondrijo donde Hitler había ocultado la Habitación de Ámbar. Las gentes de esta zona juraban que Loring la visitó varias veces con equipos para excavar con discreción las minas, antes de que el Gobierno se hiciera con el control. Imagino que en una encontró los paneles de ámbar y los mosaicos florentinos. ¿Se trataba de nuestra cámara, Margarethe?
—Herr Doktor, ni admito ni niego nada de lo que ha dicho, aunque a la lección de historia no le falta atractivo. ¿Qué hay de Wayland McKoy? ¿Ha terminado su actual aventura?
—Pretende excavar la otra abertura, pero no encontrará nada. Algo que usted ya sabe, ¿correcto? Yo diría que la excavación ha terminado. Y ahora, ¿ha traído el pago del que hablamos?
Suzanne estaba cansada de Grumer. Loring tenía razón. Era un hijo de puta codicioso. Otro cabo suelto. Uno que requería su atención inmediata.
—Tengo su dinero, Herr Grumer.
Buscó en el bolsillo de la chaqueta y cerró la mano derecha alrededor de la culata estriada de la Sauer, cuyo silenciador ya estaba adosado al corto cañón. Algo pasó de repente sobre su hombro izquierdo y golpeó el pecho de Grumer. El alemán lanzó un gemido, trastabilló hacia atrás y se desplomó sobre el suelo. Bajo la pálida luz del altar, Suzanne reparó inmediatamente en la empuñadura de jade de color lavanda con una amatista en el pomo.
Christian Knoll saltó desde el coro al suelo de piedra de la nave con una pistola en la mano. Ella desenfundó su propia arma y se arrojó tras el podio, con la esperanza de que el nogal tuviera más de madera maciza que de chapado.
Se arriesgó a echar un rápido vistazo.
Knoll realizó un disparo silenciado y la bala rebotó en el podio, a centímetros de su cara. Se echó hacia atrás y se encogió cuanto pudo detrás del podio.
—Tuviste mucha inventiva en la mina, Suzanne —dijo Knoll.
El corazón de la mujer latía desbocado.
—Solo hacía mi trabajo, Christian.
—¿Por qué fue necesario matar a Chapaev?
—Lo siento, amigo mío, no puedo entrar en detalles.
—Es una lástima. Esperaba conocer tus motivos antes de matarte.
—Aún no estoy muerta.
Pudo oír la risa entre dientes de Knoll. Una risa enfermiza que resonó en el silencio.
—Esta vez estoy armado —dijo Knoll—. El regalo de Herr Loring, de hecho. Un arma muy precisa.
La cz-75b. Cargador de quince balas. Y solo había usado una. Le quedaban catorce oportunidades para matarla. Demasiadas, se mirara como se mirara.
—Aquí no hay tubos fluorescentes a los que disparar, Suzanne. De hecho, tampoco hay ningún sitio donde ir.
Con terror malsano, ella comprendió que su enemigo estaba en lo cierto.
Paul no había oído más que fragmentos dispersos de la conversación. Era obvio que sus reservas iniciales acerca de Grumer se habían demostrado ciertas. Parecía que el Doktor había estado jugando a dos bandas y acababa de descubrir el precio que en ocasiones se cobraba el engaño.
Contempló horrorizado la muerte de Grumer y el enfrentamiento de los dos rivales, los disparos amortiguados que cruzaban la iglesia como golpes de almohadón. Rachel se encontraba detrás de él y miraba por encima de su hombro. Estaban totalmente quietos, por miedo a revelar su presencia. Paul sabía que tenían que salir de la iglesia, pero esta salida debía producirse en el más absoluto silencio. Al contrario que los dos pistoleros de la nave, ellos estaban desarmados.
—Ése es Knoll —le susurró Rachel al oído.
Ya se lo había imaginado. Y la mujer era sin duda Jo Myers, o Suzanne, tal y como Knoll la había llamado. Había reconocido la voz al instante. Era evidente que ella había matado a Chapaev, ya que no había negado la alegación cuando Knoll le había preguntado al respecto. Rachel se apretaba contra él. Estaba temblando. Paul alargó la mano y le apretó la pierna contra la suya para tratar de calmarla. Pero su propia mano también temblaba.
Knoll se agazapó tras la segunda hilera de bancos. Le gustaba aquella situación. Aunque su oponente no estaba familiarizada con la distribución de la iglesia, estaba claro que Danzer no tenía ningún sitio al que ir sin que él dispusiera de al menos algunos segundos para disparar.
—Dime algo, Suzanne. ¿Por qué la explosión de la mina? Nunca antes habíamos cruzado esa línea.
—¿Qué pasa, que te fastidié el plan con esa Cutler? Probablemente fueras a follártela y después a matarla, ¿verdad?
—Ambas ideas se me pasaron por la cabeza. De hecho, estaba preparándome para lo primero cuando nos interrumpiste de forma tan grosera.
—Lo siento, Christian. Pero, en realidad, esa Cutler tendría que darme las gracias. Vi que sobrevivió a la explosión. No creo que hubiera tenido tanta suerte con tu cuchillo. Como nuestro amigo Grumer, ¿eh?
—Como dices tú, Suzanne, solo estaba haciendo mi trabajo.
—Mira, Christian, quizá no debamos llevar esto al extremo. ¿Qué te parece una tregua? Podemos volver a tu hotel y liberar sudando las frustraciones. ¿Qué me dices?
Tentador. Pero aquél era un asunto serio y Danzer no hacía más que ganar tiempo.
—Vamos, Christian. Te garantizo que será mejor que cualquier cosa que hayas hecho con esa puta mimada de Monika. Nunca hasta ahora has tenido motivo de queja.
—Antes de considerarlo, quiero algunas respuestas.
—Haré lo que pueda.
—¿Qué hace tan importante a esa habitación?
—No puedo hablar de eso. Reglas, qué te voy a decir.
—Los camiones están vacíos. Ahí no hay nada. ¿A qué tanto interés?
—Misma respuesta.
—Tenéis untado al conserje de los registros de San Petersburgo, ¿correcto?
—Por supuesto.
—¿Sabías desde el principio que había ido a Georgia?
—Creí que hice un buen trabajo ocultándome. Es evidente que no.
—¿Estabas en la casa de Borya?
—Por supuesto.
—Si no le hubiera roto yo el cuello al viejo, ¿lo habrías hecho tú?
—Me conoces demasiado.
Paul estaba pegado al telón cuando oyó a Knoll admitir que había matado a Karol Borya. Rachel lanzó un jadeo y dio un paso atrás. Este movimiento lo empujó a él hacia delante y provocó una ondulación del paño. Paul comprendió que el movimiento y el sonido de Rachel bastarían para atraer la atención de ambos combatientes. Al instante empujó a Rachel hacia el suelo, se volvió en medio del salto y absorbió la mayor parte del impacto con el hombro derecho.
Knoll oyó un jadeo y vio moverse el telón. Realizó tres disparos contra el terciopelo, a la altura del pecho.
Suzanne vio moverse el telón, pero su interés principal era salir de la iglesia. Usó el momento de los disparos de Knoll para realizar uno en su dirección. La bala se estrelló en uno de los bancos. Vio cómo Knoll rodaba para ponerse a cubierto, de modo que saltó hacia las sombras del altar elevado y se encaramó a una arcada a oscuras.
—Vamos —vocalizó Paul mientras ponía a Rachel en pie y corrían hacia la puerta. Las balas habían atravesado el paño y habían encontrado piedra. Esperaba que Knoll y la mujer estuvieran demasiado preocupados entre ellos como para molestarse en perseguirlos. O quizá hicieran equipo contra lo que podía considerarse un enemigo común. No pensaba quedarse allí a ver qué camino decidían tomar los dos asesinos.
Llegaron hasta la puerta.
El hombro le dolía muchísimo, pero la adrenalina que corría por sus venas operaba como anestésico. Salieron al pasillo que había tras la iglesia.
—No podemos volver al patio —dijo—. Allí seríamos blanco fácil.
Se volvió hacia una escalera que conducía arriba.
—Vamos —dijo.
Knoll vio cómo Danzer saltaba hacia la arcada, pero los pilares, el podio y el altar le impedían lograr un disparo claro, y las sombras tampoco ayudaban. Sin embargo, en ese momento estaba más interesado en los que se ocultaban tras el telón. Él había entrado en la iglesia del mismo modo, subiendo la escalera de madera en el extremo del pasillo hasta el coro.
Se acercó con cautela al telón y echó un vistazo con el arma preparada.
No había nadie.
Oyó que una puerta se abría para luego cerrarse. Se acercó rápidamente al cuerpo de Grumer y recuperó el estilete. Limpió la hoja y la devolvió a la manga.
Una vez hecho esto, apartó el telón y siguió a su presa.
Paul abría el camino escaleras arriba sin dedicar una segunda mirada a las imágenes fantasmales de reyes y emperadores que decoraban el camino con sus historiados marcos. Rachel no perdía el paso tras él.
—Ese hijo de puta mató a papá —dijo.
—Lo sé, Rachel. Pero ahora mismo estamos en un buen lío.
Se volvió al llegar al descansillo y prácticamente subió a saltos el último tramo. Oyó que una puerta se abría tras ellos. Se quedó inmóvil, detuvo a Rachel y le tapó la boca con la mano. Desde abajo se oían pasos. Lentos. Firmes. En su dirección. Pidió silencio con un gesto y avanzó de puntillas hacia la izquierda, el único camino posible, hacia la puerta cerrada que había al otro extremo.
Intentó bajar el picaporte.
Se abrió.
Abrió la puerta lentamente hacia dentro y se coló.
Suzanne se encontraba en un cubículo oscuro tras el altar elevado, rodeada por el fuerte olor del incienso dulce procedente de los dos cuencos de metal que había contra la pared. Vestimentas eclesiales coloristas colgaban en dos hileras de unas perchas metálicas. Tenía que acabar lo que Knoll había empezado. No había duda de que ese hijo de puta la había superado. Le preocupaba cómo había podido dar con ella. Había tenido cuidado al dejar el hotel y había comprobado su espalda repetidamente durante el ascenso a la abadía. Nadie la había seguido, de eso estaba segura. No. Knoll ya estaba en la iglesia, esperando. ¿Pero cómo? ¿Grumer? Posiblemente. Le preocupaba que Knoll conociera sus asuntos de forma tan precisa. Se había estado preguntando por qué no la había perseguido tras salir de la mina. La cara de frustración de Knoll al quedar atrás en la excavación no había sido tan satisfactoria como cabría esperar.
Lanzó una mirada a través de la arcada.
Knoll seguía en la iglesia y tenía que encontrarlo y solventar aquella cuestión. Es lo que Loring hubiera querido. Se acabaron los cabos sueltos. Se asomó y vio que su rival desaparecía tras un telón. Una puerta se abrió y se cerró.
Oyó pasos que subían por unas escaleras. Con la Sauer en mano se dirigió con cautela hacia la fuente del sonido.
Knoll oyó los débiles pasos sobre él. Fuera quien fuese, había subido las escaleras.
Lo siguió con la pistola preparada.
Paul y Rachel se encontraban dentro de un espacio cavernoso. Una señal vertical proclamaba en alemán «Marmoren Kammer» y la leyenda en inglés que había debajo lo traducía como «Salón de mármol». Las columnas de mármol, dispuestas regularmente alrededor de las cuatro paredes, se elevaban más de doce metros y estaban decoradas con pan de oro y colores como el melocotón pálido y el gris claro. El techo estaba decorado con magníficos frescos donde se veían representaciones de carros, leones y héroes, como Hércules. Una pintura arquitectónica tridimensional enmarcaba la habitación y creaba en las paredes una ilusión de profundidad. El motivo podría haber resultado interesante de no ser porque era bastante probable que los persiguiera un hombre con una pistola.
Avanzaron sobre las baldosas ajedrezadas con él a la cabeza. Cuando pisaron una rejilla de bronce notaron el aire caliente que entraba en el salón. Al otro lado los esperaba una puerta muy ornamentada. Por lo que Paul podía determinar, se trataba de la única salida.
La puerta por la que habían entrado se abrió de repente hacia dentro.
Paul abrió en ese mismo instante la puerta que tenía frente a él y se deslizaron hacia una terraza redondeada. Más allá de la gruesa balaustrada de piedra, la negrura se extendía sobre la confusión de Stod. El firmamento estaba cuajado de estrellas. Tras ellos, la fachada blanca y ámbar bien iluminada se alzaba sombría contra la noche. Leones y dragones de piedra miraban hacia abajo y parecían montar guardia. Sintieron una brisa gélida. La terraza, lo bastante ancha como para permitir el paso de diez hombres, se curvaba en forma de herradura y terminaba en otra puerta en el extremo opuesto.
Paul condujo a Rachel hasta llegar a ella.
Estaba cerrada con llave.
A su espalda, la puerta que acababan de atravesar comenzó a abrirse. Paul miró rápidamente a su alrededor y vio que no había ningún sitio adónde ir. Más allá de la barandilla solo los esperaba una caída de cientos de metros hasta el río.
Rachel parecía pensar lo mismo. Lo miró con lágrimas en los ojos.
¿Iban a morir?