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16:45

Paul observó cómo el último de los socios salía del salón. Wayland McKoy sonrió a todos y cada uno de ellos, les estrechó la mano y les aseguró que todo iba a salir a las mil maravillas. El hombretón parecía complacido. La reunión había ido bien. Durante casi dos horas se había enfrentado a las preguntas y había endulzado las respuestas con nociones románticas sobre nazis codiciosos y tesoros olvidados, y había usado la historia como narcótico para acallar la curiosidad de los inversores.

McKoy se acercó a él.

—Ese cabrón de Grumer es bueno, ¿eh?

Paul, McKoy y Rachel se encontraban solos. Todos los socios habían subido a sus habitaciones para descansar. Grumer los había dejado hada unos minutos.

—Se portó muy bien —respondió Paul—. Pero no me siento cómodo con esta huida hacia delante.

—¿Quién huye? Pretendo excavar esa otra entrada y bien podría conducir hasta otra cámara.

Rachel frunció el ceño.

—¿Los sondeos de su radar de tierra apuntan en esa dirección?

—No tengo ni puta idea, señoría.

Rachel recibió la respuesta con una sonrisa. Parecía que McKoy empezaba a caerle bien. Aquella actitud brusca y el lenguaje malsonante no eran muy diferentes de los de ella.

—Mañana llevaremos al grupo a la excavación y les dejaremos echar un vistazo —dijo McKoy—. Con eso ganaremos algunos días más. Quizá tengamos suerte con la otra entrada.

—Y veremos cerdos volando —replicó Paul—. Tiene usted un problema, McKoy. Debemos pensar en su posición legal. ¿Qué le parecería que contactara con mi bufete y les enviara por fax la carta de solicitud? El departamento de litigios podría echarle un vistazo.

McKoy lanzó un suspiro.

—¿Cuánto me va a costar?

—Un anticipo de diez mil. De ahí vamos pagando unos honorarios de dos cincuenta la hora. Después se paga por hora, mes a mes, con los gastos a su costa.

McKoy inspiró entre los dientes.

—Ahí van mis cincuenta mil. Menos mal que no me los había gastado.

Paul se preguntó si aquél sería el momento de que McKoy supiera lo de Grumer. ¿Debería mostrarle la cartera? ¿Hablarle de las letras en la arena? Quizá el alemán supiera desde el principio que la cámara estaba vacía y simplemente se hubiera guardado esa información. ¿Qué había dicho Grumer el día anterior? Algo sobre que sospechaba que el sitio estaba seco. Quizá pudieran echarle a él la culpa de todo, un ciudadano extranjero, y exigirle una indemnización justificada. «De no ser por Grumer, McKoy no hubiera excavado». De ese modo, los socios se verían obligados a ir a por Grumer en los tribunales alemanes. Los costes se dispararían, lo que quizá convirtiera el litigio en algo económicamente inviable. Quizá aquello bastara para obligar a los lobos a volver a sus casas.

—Hay algo que necesito…

Herr McKoy —dijo entonces Grumer, que entró corriendo en el salón—. Ha habido un incidente en la mina.

Rachel examinó el cráneo del operario. Bajo la espesa mata castaña del hombre se veía un chichón del tamaño de un huevo de gallina. Ella, Paul y McKoy se encontraban en la cámara subterránea.

—Yo estaba ahí fuera —dijo el hombre señalando la galería exterior—, y de repente todo quedó a oscuras.

—¿No vio ni oyó a nadie? —preguntó McKoy.

—Nada.

Los operarios estaban muy atareados reemplazando las bombillas rotas y los tubos luminosos. Una lámpara ya estaba encendida. Rachel estudió la escena. Luces rotas, bombillas machacadas en la galería principal, una de las lonas rajada en un costado.

—El tipo debió de atacarme por detrás —dijo el hombre mientras se rascaba la coronilla.

—¿Cómo sabe que era un hombre? —inquirió McKoy.

—Yo lo vi —dijo otro operario—. Estaba en la caseta, fuera, estudiando las rutas de los túneles de la zona. Vi a una mujer que salía corriendo de la galería con una pistola en la mano. Justo después apareció un hombre. Llevaba un cuchillo. Los dos desaparecieron en los bosques.

—¿No fue a por ellos? —preguntó McKoy.

—Sí, hombre.

—¿Cómo que «sí, hombre»?

—Usted me paga para excavar, no para hacer de héroe. Entré. El lugar estaba totalmente a oscuras. Volví a por una linterna. Entonces fue cuando encontré a Danny tirado en la galería.

—¿Qué aspecto tenía la mujer? —intervino Paul.

—Me parece que rubia. Baja. Rápida como una liebre.

Paul asintió.

—Estuvo antes en el hotel.

—¿Cuándo? —dijo McKoy.

—Mientras usted y Grumer hablaban. Entró un momento y se marchó.

McKoy lo comprendió.

—Lo mínimo para comprobar si todos estábamos allí. La hostia.

—Eso parece —respondió Paul—. Creo que es la misma mujer que me visitó en mi despacho. Tenía otro aspecto, pero me resultó familiar.

—Intuición de abogado, ¿no?

—Algo así.

—¿Pudo ver al hombre? —preguntó Rachel al operario.

—Un tipo alto. Pelo claro. Con un cuchillo.

—Knoll. —A su mente regresaron las imágenes de la hoja del cuchillo—. Están aquí, Paul. Los dos están aquí.

Rachel se sentía intranquila cuando ella y Paul subieron las escaleras del Garni hacia su habitación en la segunda planta. Su reloj marcaba las ocho y diez de la tarde. Antes, Paul había telefoneado a Fritz Pannik, pero se había encontrado con un servicio contestador. Le había dejado un mensaje acerca de Knoll, la mujer y sus sospechas, y le pidió al inspector que lo llamara. Pero en la conserjería no había mensaje alguno.

McKoy había insistido en cenar con los socios. A Rachel le parecía bien: cuanta más gente la rodeara, mejor. Ella, Paul, McKoy y Grumer se habían dividido el grupo y solo se hablaba de la excavación y de lo que podrían encontrar. Sin embargo, ella no dejaba de pensar en Knoll y en la mujer.

—Ha sido muy difícil —dijo—. Tuve que vigilar cada una de las palabras para que nadie pudiera acusarme más tarde de engaño. Quizá no haya sido una buena idea.

Doblaron la esquina y se dirigieron hacia su habitación.

—Mira quién se hace ahora la apocada.

—Tú eres un respetado abogado. Yo soy jueza. McKoy se nos ha pegado como el velero. Si ha estafado a esas personas, podríamos convertirnos en cómplices. Tu padre solía decir todo el tiempo que si no puedes correr con los perros grandes, vuelvas debajo del porche. Yo estoy deseando esconderme ahí abajo.

Paul sacó la llave de la habitación del bolsillo.

—No creo que McKoy haya estafado a nadie. Cuanto más estudio la carta, más la veo como ambigua, no como falsa. Además, creo que McKoy está genuinamente atónito por el descubrimiento. Eso sí, respecto a ese Grumer no estoy tan seguro.

Abrió la puerta y encendió la luz del techo.

La habitación se encontraba patas arriba. Todos los cajones estaban sacados, las puertas del armario abiertas de par en par. El colchón estaba rajado y las sábanas hechas pedazos. Toda su ropa yacía tirada por el suelo.

—El servicio de habitaciones de este hotel es lamentable —comentó Paul.

A ella no le hizo gracia.

—¿Es que te da igual? Alguien ha registrado este sitio. Oh, mierda. Las cartas de papá… Y la cartera que encontraste.

Paul cerró la puerta. Se quitó el abrigo y se sacó la camisa de los pantalones. Llevaba una riñonera puesta en el abdomen.

—No les va a ser tan sencillo encontrarlas.

—Madre de Dios. Nunca jamás volveré a meterme con tus comportamientos obsesivos. Eso ha sido de lo más astuto, Paul Cutler.

Se bajó la camisa.

—En el despacho, en la caja fuerte, hay copias de las cartas de tu padre, por si acaso.

—¿Te esperabas esto?

Él se encogió de hombros.

—No sé qué esperarme. Solo quería estar preparado. Con Knoll y esa mujer merodeando, puede pasar cualquier cosa.

—Quizá deberíamos salir de aquí. Ahora mismo, esa campaña para la judicatura que me espera en casa no me parece tan desagradable. Marcus Nettles es pan comido comparado con esto.

Paul estaba calmado.

—Creo que es el momento de hacer algo distinto.

Rachel comprendió al instante.

—Estoy de acuerdo. Vamos a buscar a McKoy.

Paul observó cómo McKoy atacaba la puerta. Rachel aguardaba detrás de él. Los efectos de tres grandes jarras de cerveza se mostraban en la intensidad del aporreo.

—¡Grumer, abra esta maldita puerta! —gritó McKoy.

La puerta se abrió.

Grumer seguía vestido con su camisa de manga larga y los pantalones que había llevado en la cena.

—¿Qué sucede, Herr McKoy? ¿Ha habido otro incidente?

McKoy lo hizo a un lado y entró en la habitación. Paul y Rachel lo siguieron. Dos lámparas de mesilla proporcionaban una iluminación suave. Era evidente que Grumer había estado leyendo. Un ejemplar en inglés del Dutch Infuence on German Renaissance Paintin., de Polk, yacía abierto sobre la cama. McKoy agarró a Grumer por la camisa y lo empujó con fuerza contra la pared, lo que hizo que los marcos temblaran.

—Soy un palurdo de Carolina del Norte. Ahora mismo, un palurdo medio cocido de Carolina del Norte. Quizá no sepa usted lo que eso significa, pero déjeme decirle que nada bueno. No estoy de buen humor, Grumer. No tengo ganas de risitas. Cutler me ha dicho que borró usted unas letras en la arena. ¿Dónde están esas fotografías?

—No sé de qué me está hablando.

McKoy lo soltó y le clavó el puño en el estómago. El alemán se dobló y boqueó en busca de aire.

McKoy lo levantó de un tirón.

—Intentémoslo una vez más. ¿Dónde están las fotografías?

Grumer intentaba respirar y tosía bilis, pero logró señalar hacia la cama. Rachel recogió el libro. Dentro había varias fotografías en color que mostraban el esqueleto y las cartas.

McKoy lo dejó caer sobre la alfombra y estudió las imágenes.

—Quiero saber por qué, Grumer. ¿Por qué cojones ha hecho esto?

Paul se preguntó si debía lanzar una llamada de atención sobre el uso de la violencia, pero decidió que el alemán bien se lo merecía. Además, McKoy tampoco le haría caso.

Grumer logró responder:

—Dinero, Herr McKoy…

—¿Los cincuenta mil dólares que le pagué no bastaban?

Grumer guardó silencio.

—Salvo que quiera empezar a toser sangre, más le vale contármelo todo.

Grumer pareció comprender el mensaje.

—Hará un mes hablé con un hombre…

—Nombre.

Grumer inspiró.

—No me dijo su nombre.

McKoy armó el brazo.

—Por favor… Es cierto. No me dio nombres y solo hablamos por teléfono. Había leído acerca de mi participación en esta excavación y me ofreció veinte mil euros a cambio de información. No vi qué mal podría haber. Me dijo que una mujer llamada Margarethe se pondría en contacto conmigo.

—¿Y?

—La conocí anoche.

—¿Fue ella la que registró nuestra habitación? —preguntó Rachel.

—Fuimos los dos. Estaba interesada en las cartas de su padre.

—¿Le dijo ella por qué? —intervino McKoy.

Nein. Pero creo saberlo. —Grumer comenzaba a respirar de nuevo con normalidad, pero se agarraba el estómago con el brazo derecho. Se incorporó un poco hasta quedar sentado, con la espalda contra la pared—. ¿Alguna vez ha oído hablar de Retter von Verlorenen Antiquitäten.

—No —respondió McKoy—. Ilumíneme.

—Es un grupo de nueve personas. Sus identidades se desconocen, aunque todos son ricos y amantes del arte. Emplean a localizadores, sus propios recolectores personales, llamados adquisidores. La parte ingeniosa de su asociación queda implicada en su nombre: «recuperadores de antigüedades… perdidas». Solo roban lo que ya ha sido robado. El adquisidor de cada uno de los miembros pelea por un premio. Se trata de un juego caro y sofisticado, pero no deja de ser eso: un juego.

—Vaya al grano —ordenó McKoy.

—Esta Margarethe, sospecho, es una adquisidora. Nunca lo ha dicho ni lo ha dejado traslucir, pero creo no equivocarme.

—¿Y qué hay de Christian Knoll? —preguntó Rachel.

—Lo mismo. Esos dos compiten por algo.

—Me están entrando ganas de darle otra somanta de hostias —dijo McKoy—. ¿Para quién trabaja Margarethe?

—No es más que una suposición, pero yo diría que para Ernst Loring.

Aquel nombre captó la atención de Paul, que vio que Rachel también reaccionaba.

—Por lo que me han dicho, los miembros de ese club son muy competitivos. Hay miles de objetos perdidos que recuperar. La mayoría proceden de la última guerra, pero muchos han sido robados en museos y colecciones privadas de todo el mundo. Es algo muy astuto: robar a los ladrones. ¿Quién va a protestar?

McKoy se movió hacia Grumer.

—No agote mi paciencia. Vaya al grano.

—La Habitación de Ámbar —dijo Grumer entre aspiraciones.

Rachel puso una mano contra el pecho de McKoy.

—Deje que se explique.

—De nuevo no son más que conjeturas por mi parte. Pero la Habitación de Ámbar dejó Königsberg entre enero y abril de 1945. Nadie lo sabe con certeza. Los registros no son claros. Erich Koch, el gauleiter de Prusia, evacuó los paneles por orden directa de Hitler. Sin embargo, Koch era el protegido de Hermann Göring, y en realidad, le era más leal a él que al Führer. La rivalidad entre Hitler y Göring por las obras de arte está bien documentada. Göring justificaba su coleccionismo porque quería crear un museo de arte nacional en Karinhall, su hogar. Se suponía que Hitler tenía prioridad a la hora de elegir cualquier botín, pero Göring lo batió en la carrera por muchas de las mejores piezas. A medida que la guerra progresaba, Hitler asumió un control cada vez más personal de la lucha, lo que limitó el tiempo que podía dedicar a otros asuntos. Sin embargo, Göring conservó su movilidad y se volcó en la obtención de piezas con ferocidad.

—¿Qué cojones tiene que ver eso con todo esto? —lo interrumpió McKoy.

—Göring quería que la Habitación de Ámbar se convirtiera en parte de su colección de Karinhall. Algunos argumentan que fue él, y no Hitler, quien ordenó la salida del ámbar desde Königsberg. Quería que Koch mantuviera los paneles a salvo de los rusos, de los americanos y de Hitler. Pero se cree que Hitler descubrió el plan y confiscó el tesoro antes de que Göring pudiera ponerlo a salvo.

—Papá tenía razón —dijo Rachel en voz baja.

Paul se la quedó mirando.

—¿A qué te refieres?

—Una vez me habló de la Habitación de Ámbar y de una entrevista que realizó a Göring después de la guerra. Lo único que decía era que Hitler se le había adelantado.

Después les habló de Mauthausen y de los cuatro soldados alemanes que habían sido congelados hasta la muerte.

—¿Dónde descubrió toda esa información? —preguntó Paul a Grumer—. Mi suegro tenía muchos artículos acerca de la Habitación de Ámbar y ninguno mencionaba nada de lo que acaba de decir. —Había omitido a propósito el «ex» del suegro y Rachel no lo corrigió como solía hacer.

—Ni deberían mencionar nada —respondió Grumer—. Los medios de comunicación occidentales no suelen ocuparse de la Habitación de Ámbar. Son pocos los que saben siquiera de qué se trata. Sin embargo, los investigadores alemanes y rusos llevan mucho tiempo estudiando este asunto. Esta información en concreto acerca de Göring la he oído repetida a menudo, pero nunca de fuentes de primera mano como la que Frau Cutler refiere.

—¿Cómo encaja todo esto en nuestra excavación? —preguntó McKoy.

—Uno de los relatos indica que los paneles se cargaron en tres camiones en algún punto al oeste de Königsberg, después de que Hitler se hiciera con el control. Esos camiones se dirigieron hacia el oeste y no volvieron a ser vistos. Debía de tratarse de transportes pesados…

—Como los Büssing nag —indicó McKoy.

Grumer asintió.

McKoy se desplomó sobre el borde de la cama.

—¿Los tres camiones que encontramos? —Su tono bronco se había suavizado.

—Demasiada coincidencia, ¿no cree?

—Pero los camiones están vacíos —señaló Paul.

—Exacto —respondió el alemán—. Quizá los recuperadores de antigüedades perdidas sepan más de esta historia. Quizá eso explique el intenso interés de dos adquisidores.

—Pero ni siquiera sabe si Knoll y esa mujer tienen algo que ver con ese grupo —respondió Rachel.

—No, Frau Cutler, no lo sé. Pero Margarethe no se me antoja una coleccionista independiente. Usted estuvo con Herr Knoll. ¿No diría usted lo mismo?

—Knoll se negó a decir para quién trabajaba.

—Lo que lo hace todavía más sospechoso —terció McKoy.

Paul extrajo del bolsillo de su chaqueta la cartera encontrada en la excavación y se la entregó a Grumer.

—¿Y qué hay de esto?

Le explicó cómo la había encontrado.

—Descubrió usted lo que yo andaba buscando —respondió Grumer—. La información que Margarethe me había solicitado concerniente a una posible datación del sitio posterior a 1945. Registré los cinco esqueletos, pero no encontré nada. Esto demuestra que el lugar fue visitado en una fecha posterior a la guerra.

—Hay algo escrito en un trozo de papel en el interior. ¿Qué es?

Grumer lo examinó con atención.

—Parece alguna clase de permiso o licencia. Expedido el 15 de marzo de 1951 y con fecha de expiración de 15 de marzo de 1955.

—¿Y la tal Margarethe quería conocer esto? —preguntó McKoy.

Grumer asintió.

—Estaba dispuesta a pagar una buena suma por la información.

McKoy se pasó una mano por el pelo. El hombretón parecía agotado. Grumer aprovechó para explicarse.

Herr McKoy, yo no tenía ni idea de que el sitio estuviera seco. Estaba tan entusiasmado como usted cuando entramos. Sin embargo, las señales eran cada vez más claras. No había explosivos, ni siquiera restos. Un pasaje de entrada estrecho. La falta de puerta o refuerzo de acero en la galería que conducía a la cámara. Y los camiones. Ahí no debería haber transportes pesados.

—Salvo que la maldita Habitación de Ámbar hubiera estado allí.

—Eso es correcto.

—Díganos más acerca de lo que sucedió —indicó Paul a Grumer.

—No hay mucho que contar. Los relatos atestiguan que la Habitación de Ámbar fue embalada y cargada en tres cajones. Éstos se dirigían supuestamente hacia el sur, en dirección a Berchtesgaden y la seguridad de los Alpes. Pero los ejércitos soviéticos y americanos estaban por toda Alemania. No había dónde escapar. Se supone que los camiones fueron ocultados, pero no existe registro alguno del lugar. Quizá su escondrijo fueran las minas Harz.

—Usted se figura que como esta Margarethe está tan interesada en las cartas de Borya y está aquí, la Habitación de Ámbar tiene que tener algo que ver en todo esto —señaló McKoy.

—Parece una conclusión lógica.

—¿Por qué piensa que Loring es su empleador? —preguntó Paul.

—No es más que una suposición basada en lo que he leído y oído a lo largo de los años. La familia Loring estuvo y está interesada en la Habitación de Ámbar.

Rachel tenía una pregunta.

—¿Por qué borró las letras? ¿Le pagó Margarethe para que lo hiciera?

—Lo cierto es que no. Solo me dejó claro que en la cámara no debía quedar resto alguno de fechas posteriores a 1945.

—¿A qué esa preocupación? —preguntó Rachel.

—No tengo ni la menor idea.

—¿Qué aspecto tiene ella? —inquirió Paul.

—Es la misma mujer que describió usted esta tarde.

—¿Usted es consciente de que podría haber matado a Chapaev y al padre de Rachel?

—¿Y no dijo usted ni una palabra? —preguntó McKoy—. Debería molerlo a hostias. Es usted consciente de hasta dónde me llega la mierda ahora que la cámara está seca. Y ahora esto. —El hombre se frotó los ojos, como si intentara calmarse—. ¿Cuándo será el siguiente contacto, Grumer?

—Me dijo que me llamaría.

—Y yo quiero enterarme en cuanto lo haga. Ya he aguantado bastante. ¿Está clarito?

—Perfectamente —replicó Grumer.

McKoy se incorporó y se dirigió hacia la puerta.

—Más le vale, Grumer. En cuanto sepa de esa mujer, no tarde un segundo en avisarme.

—Por supuesto. Como usted diga.

El teléfono sonaba en su habitación cuando Paul abrió la puerta. Mientras respondía, Rachel entró tras él. Era Fritz Pannik. Paul lo puso al día rápidamente sobre lo sucedido. Le dijo al inspector que la mujer y Knoll estaban cerca, o que al menos lo habían estado hacía pocas horas.

—Enviaré a alguien de la policía local para tomarles declaración de todo. Mañana a primera hora.

—¿Cree que esos dos seguirán aquí?

—Me temo que lo que Alfred Grumer dice es cierto. Yo diría que sí. Duerma con un ojo abierto, Herr Cutler. Mañana nos veremos.

Paul colgó y se sentó en la cama.

—¿Qué piensas? —preguntó Rachel mientras se sentaba a su lado.

—Tú eres la jueza. ¿Parecía creíble Grumer?

—Para mí no. Pero McKoy parece haberse tragado lo que le ha dicho.

—No sé qué decirte. Tengo la sensación de que McKoy también se está callando algo. No sabría decirte qué es, pero hay algo que no nos ha contado. Escuchaba con atención a Grumer cuando hablaba de la Habitación de Ámbar. Pero no nos podemos preocupar ahora por eso. Me preocupan Knoll y la mujer. Andan por aquí sueltos y eso no me gusta nada.

Su mirada reparó en los pechos de Rachel, marcados a través del jersey ajustado de cuello alto. ¿La Reina de Hielo? No para él. Paul había sentido su cuerpo la noche anterior y la cercanía le había puesto los nervios a flor de piel. Varias veces a lo largo del sueño había inspirado profundamente para captar su aroma. En un momento dado trató de imaginarse tres años atrás, aún casado con ella, aun físicamente capaz de amarla. Todo parecía surrealista. Tesoros perdidos. Asesinos al acecho. Su exmujer en la cama con él.

—Quizá tuvieras razón desde el principio —dijo Rachel—. Todo esto nos supera y deberíamos largarnos de aquí. Tenemos que pensar en María y Brent. —Lo miró—. Y en nosotros. —Le cogió la mano.

—¿A qué te refieres?

Lo besó suavemente en los labios. Paul se quedó totalmente quieto. Entonces ella lo rodeó con los brazos y lo besó con fuerza.

—¿Estás segura de lo que haces, Rachel? —preguntó cuando se separaron.

—No sé por qué soy tan hostil en ocasiones. Eres un buen hombre, Paul. No te mereces el daño que te he causado.

—No todo fue culpa tuya.

—Ya estamos otra vez. Siempre ayudando a sobrellevar las cargas. ¿No puedes dejar que me sienta culpable por una vez?

—Claro. Por mí encantado.

—Lo quiero. Y hay algo más que quiero.

Él captó su mirada, comprendió y se levantó instantáneamente de la cama.

—Todo esto es muy raro. Llevamos separados tres años. Ya me he acostumbrado a ello. Pensé que ya habíamos acabado… de ese modo.

—Paul, por una vez en tu vida guíate por el instinto. No todo tiene por qué estar planificado. ¿Qué tiene de malo la lujuria a la antigua usanza?

Él mantuvo su mirada.

—Quiero más que eso, Rachel.

—Y yo también.

Paul se dirigió hacia la ventana para poner distancia entre ellos. Apartó las cortinas, aunque solo fuera por ganar un poco de tiempo. Aquello iba demasiado rápido. Miró hacia la calle y pensó en lo mucho que había soñado con escuchar aquellas palabras. No había ido al juzgado el día en que se decidió su divorcio. Horas más tarde recibió el dictamen final a través del fax. Su secretaria lo depositó sobre la mesa sin decir ni pío. Él se negó a leerlo y lo tiró tal como estaba a la papelera. ¿Cómo podía la firma de un juez silenciar lo que su corazón le indicaba como correcto?

Se volvió.

Rachel estaba adorable, incluso con los cortes y arañazos del domingo anterior.

Sin duda formaban una pareja extraña, de principio a fin. Pero él la amaba y ella lo amaba. Juntos habían creado a dos niños a los que ambos adoraban. ¿Podían darse una segunda oportunidad?

Se volvió de nuevo hacia la ventana y trató de encontrar respuestas en la noche. Estaba a punto de regresar a la cama y rendirse cuando vio a alguien en la calle.

Alfred Grumer.

El Doktor caminaba con un paso firme y decidido. Parecía que acababa de salir por la entrada principal del Garni, dos plantas más abajo.

—Grumer sale —dijo.

Rachel saltó de la cama y se acercó para echar un vistazo.

—No dijo nada de salir.

Paul cogió su chaqueta y corrió hacia la puerta.

—Puede que recibiera la llamada de Margarethe. Sabía que estaba mintiendo.

—¿Adónde vas?

—¿Necesitas preguntarlo?