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Suzanne salió a toda prisa del hotel. Ya había visto y oído suficiente. McKoy, Grumer y los dos Cutler estaban allí, y aparentemente ocupados. Creía haber contado también cinco operarios. Según la información de Grumer, eso dejaba a otros dos miembros de la plantilla, que probablemente se encontraran en la mina montando guardia.

Había captado la mirada momentánea de Paul Cutler, pero aquello no tenía por qué ser un problema. Su aspecto físico era muy distinto al que había ofrecido la semana anterior en su despacho de Atlanta. Para asegurarse se había mantenido en las sombras y solo se había quedado un momento, lo suficiente para enterarse de lo que estaba sucediendo y para realizar inventario. Acudir al Garni había sido un riesgo, pero no confiaba en Alfred Grumer. Era demasiado alemán, demasiado codicioso. ¿Un millón de euros? Ese idiota debía de estar soñando. ¿Pensaba de verdad que su benefactor era tan crédulo?

Una vez fuera, se dirigió apresuradamente a su Porsche y corrió en dirección este hacia la excavación. Estacionó en un espeso bosque, a medio kilómetro de distancia. Tras una rápida caminata encontró una caseta de trabajo y la entrada de una mina. Los generadores zumbaban en el exterior. No había a la vista ni camiones, ni coches, ni gente.

Se coló por la galería abierta y siguió un rastro de bombillas hasta la galería a oscuras. Tres tubos halógenos estaban apagados y la única iluminación disponible era la que llegaba desde una cámara cavernosa que había más allá. Se arrastró sigilosamente y tanteó el aire sobre una de las luces. Caliente. Miró abajo y descubrió que las tres lámparas habían sido desenchufadas.

En las sombras descubrió, al otro lado de la galería, una forma tendida. Se acercó. Un hombre con un mono yacía sobre la arena. Le buscó el pulso. Débil, pero estaba vivo.

Observó la cámara a través de una apertura en la roca. Una sombra danzaba en la pared más alejada. Se agazapó y se deslizó dentro. Ninguna sombra traicionó su entrada y la fina arena amortiguaba el sonido de sus pasos. Decidió no preparar la pistola hasta haber visto quién estaba allí.

Llegó hasta el camión más cercano y se agachó para mirar desde debajo del chasis. Al otro lado del camión más alejado vio un par de piernas calzadas con botas. Se movían con tranquilidad, sin prisa. Era evidente que su presencia pasaba de momento desapercibida. Se incorporó y decidió permanecer en el anonimato.

Las piernas se detuvieron en la parte trasera del transporte más alejado.

La lona crujió. Fuera quien fuese, debía de estar buscando en la caja del camión. Suzanne aprovechó el momento para rodear la parte delantera del transporte más cercano y correr hacia el capó del siguiente. El otro se encontraba situado en posición diagonal respecto a ella, en el lado opuesto, a unos siete metros. Se asomó cuidadosamente para ver de quién se trataba.

Christian Knoll.

La recorrió un escalofrío.

Knoll comprobó la caja del último de los camiones. Vacía. Alguien los había dejado limpios. ¿Pero quién había sido? ¿McKoy? Ni hablar. No había oído en la ciudad nada respecto a ningún hallazgo significativo. Además, habría restos. Cajones del embalaje. Relleno. Pero allí no había nada. ¿E iba McKoy a dejar protegido por un hombre fácil de derrotar el lugar donde acababa de encontrar una fortuna en arte robado? La explicación más lógica era que aquellos camiones ya estaban vacíos cuando McKoy entró en la cámara.

¿Pero cómo?

Y los cuerpos. ¿Se trataba de los ladrones de hacía décadas? Quizá. No había nada de raro en ello. Muchas de las cámaras de las Harz habían sido saqueadas, la mayoría por los ejércitos estadounidense y soviético, que asolaron la región tras la guerra, y algunas más tarde, por carroñeros y buscadores de tesoros, antes de que el Gobierno se hiciera con el control del área. Se acercó a uno de los cuerpos y se quedó mirando los huesos ennegrecidos. Aquel escenario le resultaba extraño. ¿Por qué estaría Danzer tan interesada en lo que obviamente no era nada? Interesada lo suficiente como para cultivar una fuente infiltrada que pretendía obtener un millón de euros como mero adelanto de la información.

¿Qué clase de información?

Lo asaltó una sensación. Una en la que había aprendido a confiar. Una que en Atlanta le había avisado de que Danzer andaba tras sus pasos. Una que le advertía de que, en ese momento, había alguien más en la cámara.

Se obligó a mantener movimientos naturales. Si se volvía repentinamente asustaría al visitante. Recorrió lentamente el lateral del coche y alejó a quien fuera un poco más de la entrada. Sin embargo, el intruso había evitado intencionadamente los tubos de luz, lo que impedía que alguna sombra delatara sus movimientos. Se detuvo y se agachó, y miró bajo los tres transportes en busca de piernas.

No vio nada.

Suzanne se hallaba paralizada ante una de las ruedas desinfladas. Había seguido a Knoll cámara adentro y había oído cómo sus pasos se detenían. Knoll no hacía esfuerzo alguno por enmascarar los sonidos y eso le preocupaba. ¿La había sentido, como en Atlanta? Quizá estuviera mirando debajo de los camiones, como ella había hecho. De ser así, no vería nada. Pero aquello no dudaría mucho tiempo. Suzanne no estaba acostumbrada a un adversario así. La mayoría de sus oponentes carecía de la astucia de Christian Knoll. Y una vez que éste descubriera que se trataba de ella, no le daría cuartel. Sin duda, para entonces ya habría descubierto lo de Chapaev y que el asunto de la mina había sido una trama. Y habría estrechado la lista de posibles sospechosos para aquella celada a uno solo.

También le preocupaba el camino que Knoll seguía a lo largo de la cámara.

La estaba conduciendo hacia el interior. Ese hijo puta sabía que estaba allí.

Desenfundó la Sauer y colocó de inmediato el dedo en el gatillo.

Knoll giró el brazo derecho y liberó el estilete. Empuñó el mango de jade color lavanda y se preparó. Echó otro vistazo bajo los camiones. No vio pies. Fuera quien fuese sin duda había usado los neumáticos como protección. Decidió actuar. Se apoyó sobre el capó oxidado del transporte más cercano y saltó al otro lado.

Suzanne Danzer se encontraba a siete metros de distancia, pegada a una rueda trasera. Al verlo pareció quedar anonadada. La mujer levantó su arma. Knoll saltó hacia la parte delantera del transporte cercano. Dos disparos apagados abandonaron el cañón y dos balas rebotaron en la roca.

Knoll se incorporó y arrojó el estilete.

Suzanne se arrojó al suelo, pues esperaba el cuchillo. Era la marca de la casa de Knoll y había visto brillar la punta al aterrizar Christian antes del primer asalto. Comprendió que los disparos no harían más que distraerlo momentáneamente, así que cuando Knoll se recuperó, alzó el brazo y propulsó la hoja, ya estaba preparada.

El estilete pasó sobre su cabeza y rajó la lona petrificada que cubría la caja del transporte más cercano. El acero perforó la débil capa de tela rígida y se hundió hasta la empuñadura. Solo tendría un segundo antes de que Knoll cargara hacia ella. Realizó otro disparo, pero de nuevo la bala se limitó a morder la roca.

—Esta vez no, Suzanne —dijo Christian lentamente—. Eres mía.

—Estás desarmado.

—¿Tú crees?

Suzanne miró su arma y se preguntó cuántas balas le quedarían en el cargador. ¿Cuatro? Echó un vistazo a la cámara y pensó en una alternativa a toda velocidad. Knoll se encontraba entre ella y la única salida. Necesitaba algo que detuviera a ese hijo de puta lo suficiente como para escapar de aquella ratonera. Revisó las paredes de roca, los camiones, las luces.

Las luces.

La oscuridad sería su aliada.

Sacó rápidamente el cargador de la pistola y lo reemplazó con uno nuevo que sacó del bolsillo. Ahora tenía siete disparos. Apuntó hacia el tubo luminoso más cercano y disparó. Las lámparas explotaron con una lluvia eléctrica de chispas y humo. Suzanne se incorporó y corrió hacia la entrada, disparando al otro tubo. Se produjo una nueva explosión que apagó la última luz. La cámara quedó sumida en la oscuridad total. Fijó su rumbo justo cuando la última brizna de luz desaparecía. Deseó no equivocarse.

Si era así, la estaría esperando una pared de roca.

Knoll corrió a por el estilete cuando explotó el primer tubo luminoso. Comprendió que no le quedaban más de unos segundos de visibilidad, y Danzer tenía razón: sin su cuchillo estaba desarmado. Hubiera estado bien tener una pistola. Estúpidamente se había dejado la CZ-75b en la habitación del hotel, pues no la había considerado necesaria para aquella breve misión. Prefería el sigilo del acero a una pistola, pero quince proyectiles le hubieran venido muy bien en ese momento.

Liberó el estilete de la lona y se volvió. Danzer corría hacia la apertura de la galería. Preparó un nuevo lanzamiento.

Un tubo de luz estalló con un destello cegador.

Las tinieblas se apoderaron de la cámara.

Suzanne corrió hacia delante para salvar la apertura que conducía a la galería. Delante de ella, la mina principal estaba iluminada con bombillas. Se concentró en el brillo más cercano a ella y corrió hacia él. Entonces se lanzó por la angosta galería y usó su arma para ir rompiendo las bombillas y apagar así el camino.

Knoll quedó cegado por el último destello. Cerró los ojos y se obligó a quedarse quieto y permanecer calmado. ¿Cómo había llamado Monika a Danzer antes?

«Huerfanita». Ni mucho menos. «Peligrosa como el infierno» hubiera sido una descripción más apropiada.

El olor acre de la quemadura eléctrica llenó sus fosas nasales. La cámara empezó a enfriarse ante la oscuridad. Abrió los ojos. El negro se disolvió lentamente hasta que aparecieron formas todavía más negras. Al otro lado de la abertura, pasado el pasillo que conducía a la galería principal, las luces destellaban al explotar las bombillas.

Corrió hacia ellas.

Suzanne corrió en dirección a la luz del sol. Los pasos resonaban a su espalda. Knoll venía tras ella. Tenía que moverse rápido. Salió a una tarde apagada y corrió a través del denso bosque, en dirección a su coche. Tardaría un minuto en recorrer el medio kilómetro. Con suerte, la ventaja que le llevaba a Knoll bastaría. Quizá no supiera en qué dirección se había marchado su presa cuando lograra salir.

Suzanne zigzagueó entre los pinos y los densos helechos. Respiraba con pesadez y tenía que obligar a sus piernas a no detenerse.

Knoll salió del túnel y echó un rápido vistazo a los alrededores. A su derecha, a unos cincuenta metros de distancia, vio algo entre los árboles. Distinguió la forma.

Una mujer.

Danzer.

Se lanzó en su dirección, con el estilete en la mano.

Suzanne alcanzó el Porsche y saltó dentro. Arrancó, metió la primera de un golpe y pisó el acelerador hasta la tabla. Las ruedas giraron en vacío antes de agarrarse y entonces el coche saltó hacia delante. Por el espejo retrovisor vio a Knoll surgir de entre los árboles con el cuchillo en la mano. Condujo a toda velocidad hasta la autopista y, una vez allí, se detuvo. Entonces sacó la cabeza por la ventanilla y saludó antes de arrancar y desaparecer.

Knoll casi sonrió ante el gesto. Le devolvía la burla en el aeropuerto de Atlanta. Probablemente Danzer se sintiera orgullosa de sí misma por aquella huida. Otra victoria sobre él.

Knoll consultó su reloj. Las cuatro y media de la tarde.

Daba igual.

Sabía exactamente dónde estaría ella dentro de seis horas.