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Martes, 20 de mayo, 9:10

Paul siguió a Rachel por la húmeda galería que conducía a la cámara donde esperaban los tres camiones. En la caseta les habían dicho que McKoy llevaba allí desde las siete de la mañana. Grumer aún no había aparecido, lo que tampoco resultaba inusual según el hombre de guardia, ya que Grumer no solía presentarse antes del mediodía.

Entraron en la cámara iluminada.

Paul dedicó un momento a estudiar los tres vehículos con atención. Con las emociones del día anterior no había tenido tiempo para echar un vistazo detallado. Todos los faros, espejos retrovisores y parabrisas estaban intactos. La estructura que soportaba las lonas sobre las cajas parecía asimismo intacta. Salvo por la costra de óxido, las ruedas deshinchadas y las lonas mohosas, los vehículos tenían todo el aspecto de poder salir sin problemas de su garaje rocoso.

Estaban abiertas las puertas de dos cabinas. Echó un vistazo dentro de una de ellas. El asiento de cuero estaba rasgado y desmenuzado por el tiempo. Los diales y medidores del salpicadero estaban quietos. No había a la vista el menor trozo de papel, nada tangible. Se descubrió preguntándose de dónde procedían los camiones. ¿Habían sido utilizados para transportar tropas alemanas? ¿O judíos, camino de los campos de concentración? ¿Habían sido testigos del avance ruso sobre Berlín, o de la carrera simultánea de los americanos desde el oeste? Resultaba extraño y surrealista verlos allí, en las entrañas de una montaña alemana.

Una sombra destelló sobre la pared rocosa, revelando movimiento al otro lado del vehículo más alejado.

—¿McKoy? —llamó.

—Aquí.

Él y Rachel rodearon los camiones. El hombretón se volvió para mirarlos.

—Sin duda se trata de Büssing nag. Cuatro toneladas y media, motor diesel. Seis metros de longitud, dos con tres de anchura. Tres metros de altura. —McKoy se acercó a un panel lateral oxidado y lo golpeó con el puño. Una nieve rojiza cayó sobre la arena, pero el metal resistió el impacto—. Acero sólido y hierro. Estas cosas pueden llevar casi siete toneladas. Aunque son lentos como ellos solos. No más de treinta o treinta y cinco kilómetros por hora, como mucho.

—¿Adónde quiere llegar? —preguntó Rachel.

—Pues mire, señoría, quiero llegar a que estos malditos chismes no fueron utilizados para mover un montón de cuadros y vasijas. Se trataba de máquinas preciosas para cargamentos importantes. Para grandes cargas. Y seguro que los alemanes no los hubieran dejado aquí perdidos en una mina.

—¿Y…?

—Todo esto no tiene el menor sentido. —McKoy buscó en el bolsillo y sacó un trozo de papel doblado que entregó a Paul—. Necesito que eche un vistazo a esto.

Paul desdobló la hoja y se acercó a uno de los tubos de luz. Se trataba de un memorando. Él y Rachel leyeron en silencio.

GERMAN EXCAVATIONS CORPORATION
6798 Moffat Boulevard
Raleigh, North Carolina 27615

Para: Socios potenciales
De: Wayland McKoy, gerente
Asunto: Posea un trozo de Historia y consiga unas vacaciones gratuitas en Alemania

Germán Excavations Corporation se complace en patrocinar y colaborar con el programa descrito a continuación, junto con las siguientes empresas colaboradoras: Chrysler Motor Company (Jeep División), Coleman, Eveready, Hewlett-Packard, IBM, Saturn Marine, Boston Electric Tool Company y Olympus America, Inc.

Durante los últimos días de la Segunda Guerra Mundial, un tren partió de Berlín con un tesoro a bordo compuesto por mil doscientas obras de arte. El convoy llegó a las afueras de la ciudad de Magdeburgo antes de ser desviado hacia el sur, hacia las montañas Harz. No se lo volvió a ver. Tenemos preparada una expedición para localizar y desenterrar ese tren.

Según la legislación alemana, los dueños legítimos tienen noventa días para reclamar sus obras. Aquéllas no reclamadas salen entonces a subasta, en cuyo caso el 50% de las ganancias revierte al Gobierno alemán, mientras que el otro 50% corresponde a la expedición y a sus socios patrocinadores.

Existe a disposición de quien lo solicite un inventario de las obras a bordo del tren. Se calcula que las obras tienen un valor mínimo estimado de trescientos sesenta millones de dólares, la mitad de los cuales correspondería al Gobierno alemán. La suma restante de ciento ochenta millones de dólares correspondiente a los socios se repartiría de acuerdo con las unidades adquiridas, no estando incluidas las obras reclamadas por sus legítimos propietarios y tras descontarse las tasas de subasta, impuestos, etcétera.

La inversión de los socios se devolverá con el dinero de los derechos multimedia, ya vendidos. Todos los socios y sus cónyuges serán nuestros invitados durante la expedición en Alemania. Resumiendo: hemos dado con el lugar correcto. Tenemos el contrato. Hemos investigado. Hemos vendido los derechos multimedia. Disponemos de la experiencia y el equipo para realizar la excavación. German Excavations Corporation ha obtenido una licencia de cuarenta y cinco días para excavar. De momento ya se han vendido los derechos de cuarenta y cinco unidades a veinticinco mil dólares por unidad para la fase final de la expedición (Fase III). Todavía disponemos de diez unidades, al precio de quince mil dólares cada una. No duden en ponerse en contacto conmigo si están interesados en esta emocionante inversión.

Atentamente,

Wayland McKoy
Presidente
German Excavations Corporation

—Eso es lo que envié a los inversores potenciales —dijo McKoy.

—¿A qué se refiere con «la inversión de los socios se devolverá con el dinero de los derechos multimedia, ya vendidos»? —preguntó Paul.

—Exactamente a lo que dice. Unas cuantas compañías pagaron por los derechos para grabar y emitir nuestros hallazgos.

—Pero eso presupone que iba a encontrar algo. No le pagaron por adelantado, ¿no?

McKoy negó con la cabeza.

—Cono, claro que no.

—El problema —terció Rachel— es que eso no lo ha indicado en la carta. Los inversores podían pensar con toda justicia que usted ya disponía del dinero.

Paul señaló el segundo párrafo.

—«Tenemos preparada una expedición para localizar y desenterrar ese tren». Esto puede dar a entender que ya lo habían encontrado.

McKoy lanzó un suspiro.

—Y creía que así era. El radar terrestre indicaba que aquí dentro había algo grande. —Señaló los camiones con la mano—. Y vaya si lo había.

—¿Es cierto esto de las cuarenta y cinco unidades a veinticinco mil dólares cada una? —preguntó Paul—. Eso son millón y cuarto de dólares.

—Eso es lo que conseguí. Después vendí las unidades de los otros ciento cincuenta mil. Sesenta inversores en total.

Paul señaló la carta.

—Aquí los llama «socios». Eso no es lo mismo que inversores.

McKoy sonrió.

—Suena mejor.

—¿Las empresas que se nombran aquí han invertido también?

—Suministraron equipo, ya fuera mediante donación o con precios reducidos. Así que, en cierto modo, así es. Aunque no esperan nada a cambio.

—Habla usted de sumas de trescientos sesenta millones de dólares, la mitad de los cuales podrían acabar en manos de los socios. No puede ser cierto.

—Vaya si lo es. En esa cifra valoran los investigadores el valor del tesoro de Berlín.

—Asumiendo que se encuentren las obras —dijo Rachel—. Su problema, McKoy, es que la carta lleva a malas interpretaciones. Podría incluso llegar a ser considerada fraudulenta.

—Como vamos a pasar mucho tiempo juntos, ¿por qué no me llaman Wayland? Y, mi pequeña dama, hice lo que era necesario para obtener el dinero. No mentí a nadie y no estaba interesado en estafar a esa gente. Quería excavar y eso es lo que he hecho. No me he quedado un centavo, excepto los honorarios que ya sabían que me iba a quedar.

Paul aguardó la reprimenda por el «pequeña dama», pero no llegó.

—Entonces tiene usted otro problema —respondió Rachel—. En esta carta no se dice una palabra sobre sus honorarios de cien mil dólares.

—Se lo dije a todos. Y, por cierto, es usted todo un rayo de sol en medio de esta tormenta.

Rachel no cejó.

—Debe usted oír la verdad.

—Mire, la mitad de esos cien mil han ido para Grumer, por su tiempo y esfuerzos. Fue él quien consiguió el permiso del Gobierno. Sin él no hubiera habido excavación. El resto es lo que me corresponde por mi tiempo. Este viaje me está costando mucho. Y no cogí mi parte hasta el final. Esas últimas unidades han sido las que nos han pagado a Grumer y a mí, y las que han costeado nuestros gastos. Si no las hubiera logrado vender las habría pedido al banco. Tan seguro estaba de esta empresa.

—¿Cuándo llegarán los inversores? —quiso saber Paul.

—Son veintiocho, contando a sus respectivas parejas, y se los espera para después del almuerzo. Son todos los que aceptaron el viaje que les ofrecimos.

Paul había empezado a pensar como un abogado y estudiaba la letra de cada palabra, analizando la dicción y la sintaxis. ¿Había sido una proposición fraudulenta? Quizá. ¿Ambigua? Desde luego. ¿Debería contarle a McKoy lo de Grumer y enseñarle la cartera? ¿Debía explicarle lo de las letras en la arena? McKoy seguía siendo una incógnita. Un desconocido. ¿Pero no lo eran casi todos sus clientes? Eran completos desconocidos que en un instante pasaban a ser confidentes. No. Decidió guardar silencio y esperar un poco más, para ver cómo se desarrollaban las cosas.

Suzanne entró en el Garni y subió la escalera de mármol hasta la segunda planta. Grumer la había llamado diez minutos antes para decirle que McKoy y los Cutler se habían marchado a la excavación. El alemán la esperaba en el extremo del pasillo de la segunda planta.

—Ahí —dijo—. Habitación veintiuna.

Suzanne se detuvo ante la puerta, una hoja forrada en roble y teñida para oscurecerla. El marco parecía afectado por el tiempo y el uso. La cerradura era parte del picaporte, una pieza de bronce con una llave normal. La cerrajería nunca había sido su especialidad, de modo que deslizó en la jamba un abrecartas que había despistado del mostrador de recepción de su hotel y movió la punta. No tuvo problema en extraer el retentor de la placa.

Abrió la puerta.

—Tengamos cuidado con el registro. No anunciemos nuestra visita.

Grumer empezó con el mobiliario. Ella buscó el equipaje y descubrió únicamente una bolsa de viaje. Revisó las ropas (en su mayoría de hombre) y no encontró las cartas. Miró en el cuarto de baño. Casi todos los utensilios eran de hombre. Después buscó en los sitios más evidentes: bajo el colchón y la cama, encima del armario, bajo los cajones de las mesillas.

—Las cartas no están aquí —dijo Grumer.

—Siga buscando.

Esta vez no se pararon en cuidados. Cuando terminaron, la habitación era un caos, pero las cartas seguían sin aparecer. A Suzanne se le estaba acabando la paciencia.

—Vaya a la mina, Herr Doktor, y encuentre esas cartas, o no le pagaré ni un euro. ¿Entendido?

Grumer pareció entender que la mujer no estaba de humor y se limitó a asentir antes de marcharse.