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22:00

Suzanne apartó el telón de terciopelo que separaba la galería exterior y el portal de la nave interior. La iglesia de St. Gerhard estaba vacía. El tablón de anuncios del exterior proclamaba que el santuario permanecía abierto hasta las once de la noche, razón principal para que eligiera aquel lugar como punto de reunión. El otro motivo era su situación. Se encontraba a pocas manzanas de la zona de hoteles de Stod, en el límite de la ciudad vieja y lejos de las muchedumbres.

La arquitectura era claramente románica, con mucho ladrillo y una elevada fachada adornada con dos torres gemelas. Dominaban las proporciones lúcidas y espaciosas. Unas arcadas ciegas formaban interesantes dibujos. Una cancela de hermosa factura ocupaba el otro extremo del templo. El altar, la sacristía y los bancos del coro estaban vacíos. Algunos cirios parpadeaban en un altar lateral. Su brillo se reflejaba como estrellas en la ornamentación dorada del techo.

Avanzó y se detuvo en la base de un púlpito dorado. La rodeaban figuras cinceladas de los cuatro evangelistas. Observó los escalones que conducían arriba. A ambos lados se alineaban más figuras. Alegorías de los valores cristianos. Fe, esperanza, caridad, prudencia, fortaleza, templanza y justicia. Reconoció al artesano de inmediato: Riemenschneider. Siglo XVI. El púlpito estaba vacío. Pero podía imaginarse al obispo dirigiéndose a la congregación, exaltando las virtudes de Dios y las ventajas de la creencia.

Se dirigió hacia el otro extremo de la nave con los ojos y los oídos alerta. El silencio era enervante. Llevaba la mano derecha embutida en el bolsillo de la chaqueta y los dedos sin guante se cerraban alrededor de la Sauer automática del calibre 32, un regalo que Loring le había hecho hacía tres años, procedente de su colección privada. Había estado a punto de llevar la nueva cz-75b que Loring le había dado. Había sido sugerencia de ella que

Christian recibiera una idéntica. Loring sonrió ante la ironía. Era una lástima que Knoll no llegara a tener ocasión de usar la suya.

Captó un movimiento por el rabillo del ojo. Sus dedos se cerraron alrededor de la culata y se volvió. Un hombre alto y enjuto apartaba un telón y se dirigía hacia ella.

—¿Margarethe? —preguntó en voz baja.

—¿Herr Grumer?

El hombre asintió y se acercó. Olía a cerveza amarga y salchichas.

—Esto es peligroso.

—Nadie sabe de nuestra relación, Herr Doktor. Usted simplemente se ha acercado a la iglesia para hablar con Dios.

—Así debe seguir siendo.

A Suzanne no le incumbía la paranoia de aquel hombre.

—¿Qué ha descubierto?

Grumer buscó en el bolsillo de la chaqueta y extrajo cinco fotografías. Ella las estudió bajo la luz ambiente. Tres camiones. Cinco cuerpos. Letras sobre la arena.

—Los transportes están vacíos. Hay otra entrada a la cámara, pero está bloqueada con escombros. Los cuerpos son con seguridad posteriores a la guerra. Lo indican sus ropas y el equipo.

Suzanne señaló la fotografía que mostraba las letras sobre la arena.

—¿Qué hizo con esto?

—Lo borré con la mano.

—Entonces, ¿por qué lo fotografió?

—Para que usted me creyera.

—Y para poder elevar el precio.

Grumer sonrió. Suzanne odiaba la palidez de la codicia.

—¿Algo más?

—Dos estadounidenses han aparecido en la mina.

Ella escuchó mientras Grumer le hablaba de Rachel y Paul Cutler.

—La mujer es la que se vio involucrada en la explosión de la mina cercana a Warthberg. Le han calentado la cabeza a McKoy con la Habitación de Ámbar.

El hecho de que Rachel Cutler hubiera sobrevivido resultaba interesante.

—¿Ha dicho ella algo acerca de algún otro superviviente de la explosión?

—Solo que hubo otro. Un tal Christian Knoll. Se largó de Warthberg después de la explosión, llevándose las pertenencias de Frau Cutler.

Suzanne se enderezó inmediatamente y se puso alerta. Knoll estaba vivo. La situación, que hacía un momento parecía totalmente bajo control, se le antojaba ahora terrorífica. Pero tenía que completar la misión.

—¿Sigue escuchándole McKoy?

—Cuando le da. Está muy molesto con que los camiones estuvieran vacíos. Teme que los inversores de la excavación presenten demandas. Ha contratado los servicios legales de Herr Cutler.

—Son unos desconocidos.

—Pero creo que confía más en él que en mí. Además, los Cutler tienen cartas cruzadas entre el padre de Frau Cutler y un hombre llamado Danya Chapaev. Están relacionadas con la Habitación de Ámbar.

Noticias ya conocidas. Las mismas cartas que ella había leído en el despacho de Paul Cutler. Pero debía parecer interesada.

—¿Ha visto usted esas cartas?

—Así es.

—¿Quién las tiene ahora?

Frau y Herr Cutler.

Un cabo suelto que requería su atención.

—La obtención de esas cartas podría mejorar considerablemente mi estima por usted.

—Eso pensaba yo.

—¿Y cuál es su precio, Herr Grumer?

—Cinco millones de euros.

—¿Qué le hace valer tanto a usted?

Grumer señaló las fotografías.

—Creo que esto demuestra mi buena fe. Hay claras evidencias de un saqueo posterior a la guerra. ¿No es eso lo que busca su empleador?

Suzanne no respondió la pregunta.

—Comunicaré su precio.

—¿A Ernst Loring?

—Yo nunca he dicho para quién trabajo y tampoco debería importar. Tal y como entiendo la situación, nadie ha hablado nunca de la identidad de mi benefactor.

—Pero el nombre de Herr Loring ha sido mencionado tanto por los Cutler como por el padre de Frau Cutler.

Aquel hombre se estaba convirtiendo a pasos agigantados en otro cabo suelo que requería atención. Igual que los Cutler. ¿Cuántos más quedarían?

—Ni que decir tiene que las cartas son importantes —señaló—, al igual que las actividades de McKoy. Y el tiempo. Quiero resolver esto cuanto antes y estoy dispuesta a recompensar la premura.

Grumer inclinó la cabeza.

—¿Es aceptable mañana para las cartas? Los Cutler tienen habitación en el Garni.

—Me gustaría estar presente.

—Dígame dónde se aloja y la llamaré cuando el camino esté despejado.

—Estoy en el Gebler.

—Lo conozco. Sabrá de mí hacia las ocho de la mañana.

La cortina del otro extremo de la nave se apartó. Un prior vestido con una túnica entró en silencio y recorrió el pasillo central. Suzanne consultó su reloj. Eran cerca de las once de la noche. Probablemente estuviera allí para cerrar la iglesia.

Knoll se retiró hacia las sombras. Danzer y un hombre salieron de la iglesia de St. Gerhard a través de las puertas talladas de bronce y permanecieron frente al pórtico delantero, a no más de veinte metros. La calle adoquinada estaba vacía y a oscuras.

—Mañana tendré una respuesta —dijo Danzer—. Nos reuniremos aquí.

—No creo que sea posible. —El hombre señaló un cartel fijado a la piedra, junto al portal de bronce—. Los martes hay servicio a las nueve.

Danzer consultó el anuncio.

—Es cierto, Herr Grumer.

El hombre hizo un gesto hacia lo alto. La abadía resplandecía blanca y dorada en la noche, iluminada por los focos.

—La iglesia de allí arriba permanece abierta hasta medianoche. No suele haber muchas visitas por la noche. ¿Qué tal a las diez y media?

—Muy bien.

—Y no estaría de más un adelanto como demostración de la buena voluntad de su benefactor. Pongamos un millón de euros.

Knoll no conocía a aquel hombre, pero el idiota estaba cometiendo una insensatez al tratar de exprimir a Danzer. Él respetaba demasiado sus habilidades como para ello y Grumer debería darse cuenta de con quién estaba tratando. Sin duda se trataba de un aficionado al que ella utilizaba para enterarse de las actividades de Wayland McKoy.

¿O había algo más?

¿Un millón de euros? ¿Como adelanto?

El hombre llamado Grumer descendió los escalones de piedra hasta la calle y dobló hacia el este. Danzer lo siguió, pero tomó la dirección contraria. Knoll sabía dónde se alojaba. Así había dado con la iglesia: la había seguido desde el Gebler. Desde luego que su presencia complicaba las cosas, pero en ese momento era aquel Grumer quien le interesaba de verdad.

Esperó a que Danzer desapareciera tras una esquina y se dirigió a por su presa. Se mantuvo alejado. Seguir a aquel hombre hasta el Garni fue tarea sencilla.

Ya lo sabía.

Y también sabía exactamente dónde estaría Suzanne Danzer a las diez y media de la noche del día siguiente.

Rachel apagó la luz del cuarto de baño y se dirigió hacia la cama. Paul estaba incorporado, leyendo el International Herald Tribune que había comprado antes en la tienda de regalos en la que habían encontrado el diccionario inglés-alemán.

Pensó en su exmarido. En muchos divorcios había visto a la gente disfrutar con la destrucción del otro. Cada pequeño detalle de sus vidas, irrisorio hacía años, se tornaba de repente vital para la demostración de la crueldad mental o el abuso, o simplemente para demostrar, como la ley requería, que el matrimonio estaba roto de forma irrecuperable. ¿Realmente se podía obtener placer de aquello? ¿Cómo era posible? Afortunadamente, ellos no se habían rendido a aquel impulso. Ella y Paul habían resuelto sus diferencias un triste jueves por la tarde, sentados tranquilamente en la mesa del comedor. La misma en la que, el pasado martes, Paul le había hablado acerca de su padre y de la Habitación de Ámbar. Durante la última semana había sido muy arisca con él. No había tenido necesidad de decir que no tenía sangre en las venas. ¿Por qué le hacía esas cosas? Era una actitud contraria a la que mostraba en el juzgado, donde cada palabra y cada acto eran calculados.

—¿Te sigue doliendo la cabeza? —preguntó Paul.

Ella se sentó en la cama. El colchón era firme. La colcha, blanda y cálida.

—Un poco.

La imagen del cuchillo resplandeciente le atravesó la cabeza. ¿Pretendía Knoll matarla con él? ¿Hacía bien en no contárselo a Paul?

—Tenemos que llamar a Pannik. Hay que decirle lo que ha sucedido y dónde estamos. Debe de estar preocupado.

Paul levantó la vista del periódico.

—Tienes razón. Mañana lo haremos. Asegurémonos primero de que aquí haya algo que contar.

Rachel volvió a pensar en Christian Knoll. Su confianza y seguridad la habían intrigado y habían agitado sensaciones que llevaban largo tiempo reprimidas. Tenía cuarenta años y solo había amado a su padre, a un novio fugaz de universidad que creyó que sería el hombre de su vida, y a Paul. No era virgen cuando Paul y ella se casaron, aunque tampoco es que tuviera mucha experiencia. Paul era un hombre tímido y retraído al que no le costaba sentirse cómodo en soledad. Desde luego no era Christian Knoll, pero en cambio era leal, fiel y honesto. ¿Por qué aquello le había parecido tan aburrido en el pasado? ¿Sería por su propia inmadurez? Probablemente. María y Brent adoraban a su padre, que por su parte los consideraba su principal prioridad. No resultaba fácil culpar a un hombre de querer a sus hijos y de ser fiel a su esposa. ¿Qué había sucedido, pues? ¿Se había separado? Ésa era la explicación más sencilla. ¿Pero era correcta? Quizá el estrés se había cobrado su precio. Dios sabía que los dos estaban sometidos a una gran presión. Sin embargo, la pereza parecía la explicación más apropiada: no querer trabajar por lo que sabía correcto. Una vez había leído una frase, «el desprecio de la familiaridad», que supuestamente describía lo que, por desgracia, sucedía en muchos matrimonios. Era una buena observación.

—Paul, te agradezco el que estés haciendo esto. Más de lo que te imaginas.

—Te mentiría si te dijera que esto no resulta fascinante. Además, puedo conseguir un nuevo cliente para el bufete. Wayland McKoy tiene toda la pinta de ir a necesitar asesoría legal.

—Tengo la sensación de que, cuando mañana lleguen esos inversores, aquí se va a montar la de Dios es Cristo.

Paul arrojó el periódico a la alfombra.

—Creo que tienes razón. Va a ser interesante. —Apagó la luz de la mesilla. La cartera recogida en la cámara subterránea se encontraba junto a la lámpara, donde también se encontraban las cartas de Karol.

Ella apagó su luz.

—Esto es de lo más raro —dijo él—. Dormir juntos, después de tres años…

Ella se encogió bajo la colcha. Llevaba una de las camisas de tela cruzada de manga larga de él. Le proporcionaba el consolador aroma que ella recordaba de sus siete años de matrimonio. Paul se volvió en su lado de la cama y le dio la espalda. Parecía querer asegurarse de respetar el espacio de Rachel, que decidió moverse y acercarse a él.

—Eres un buen hombre, Paul Cutler.

Lo rodeó con un brazo. Sintió cómo Paul se tensaba y se preguntó si se debería a los nervios o a la sorpresa.

—Tú tampoco eres tan mala.