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Paul estudió a Alfred Grumer con ojos de abogado, examinó cada una de las facetas de su rostro para valorar sus reacciones y calcular las respuestas probables. Él, McKoy, Grumer y Rachel habían regresado a la caseta que había en el exterior de la mina. La lluvia repicaba contra el tejado de chapa. Habían pasado casi tres horas desde el hallazgo y el humor de McKoy, al igual que el clima, no había hecho sino empeorar.

—¿Qué cojones está pasando, Grumer? —preguntó.

El alemán estaba sentado en una banqueta.

—Existen dos posibles explicaciones. Una, que los camiones ya estuvieran vacíos cuando fueron introducidos en la caverna. Dos, que alguien llegara antes que nosotros.

—¿Cómo iba a llegar nadie antes que nosotros? Hemos tardado cuatro días en horadar el camino hasta esa cámara y la otra salida estaba sellada con toneladas de mierda.

—El allanamiento podría haber sucedido hace mucho.

McKoy inspiró profundamente.

—Grumer, mañana van a aparecer aquí veintiocho personas. Han invertido una pasta de la hostia en este agujero de ratas. ¿Qué se supone que voy a decirles? ¿Que alguien ha llegado antes que nosotros?

—Los hechos son los hechos.

McKoy saltó como un resorte de su silla, con la mirada encendida. Rachel lo cortó.

—¿De qué le va a servir eso?

—Me haría sentir muchísimo mejor.

—Siéntese —dijo Rachel.

Paul reconoció su voz de juzgado. Fuerte. Firme. Un tono que no dejaba resquicio para la duda. Un tono que había empleado numerosas veces en casa.

El hombretón dio un paso atrás.

—¡Joder!

Volvió a sentarse.

—Parece que voy a necesitar un abogado. Es evidente que la jueza no puede ser. ¿Está disponible, Cutler?

Paul negó con la cabeza.

—Me dedico a los testamentos. Pero en mi bufete hay buenos litigadores para dar y tomar, y especialistas en la ley de contratos.

—Ellos están al otro lado del charco y usted aquí. ¿A quién voy a coger?

—Supongo que todos los inversores firmaron dispensas y reconocimientos de los riesgos —terció Rachel.

—Anda que me va a servir de mucho. Esa gente tiene pasta propia y abogados propios. Para la semana que viene voy a estar de papelajos legales hasta las cejas. Nadie va a creerse que no supiera que eso era un agujero seco.

—No estoy de acuerdo con usted —protestó Rachel—. ¿Por qué iba nadie a pensar que quería usted excavar sabiendo que no había nada que encontrar? Parecería un suicidio financiero.

—¿Quizá por los pequeños honorarios de centenares de miles de dólares que tengo garantizados, encuentre algo o no?

Rachel se volvió hacia Paul.

—Deberías llamar al bufete. Este hombre necesita un abogado.

—Miren, vamos a dejar una cosa bien clarita —dijo McKoy—. En casa tengo un negocio que atender. No hago todo esto para ganarme la vida. Estas gilipolleces tienen un coste. En la última excavación recibí los mismos honorarios y volví a casa con más. Los mismos inversores obtuvieron un buen pico. Nadie se quejó.

—Esta vez no será así —dijo Paul—. Salvo que esos camiones tengan algún valor, cosa que dudo. Y eso asumiendo que sea capaz siquiera de sacarlos de ahí.

—Eso no es posible —intervino Grumer—. La otra caverna es infranqueable. Costaría millones despejarla.

—Váyase a tomar por culo, Grumer.

Paul se quedó mirando a McKoy. La expresión del hombretón le resultaba familiar, una combinación de resignación y preocupación. Muchos de sus clientes ponían esa cara en un momento u otro. En realidad quería quedarse allí. No dejaba de recordar a Grumer en la caverna, borrando las letras sobre la arena.

—De acuerdo, McKoy. Si quiere que lo ayude, haré lo que esté en mi mano.

Rachel le dirigió una mirada extraña, pero su expresión le resultó fácil de leer. El día anterior él había insistido en regresar a casa y dejar toda aquella intriga a las autoridades. Pero allí estaba al día siguiente, presentándose voluntario para representar a Wayland McKoy, pilotando su propio carro de fuego por los cielos, al capricho de fuerzas que ni comprendía ni era capaz de controlar.

—Bien —dijo McKoy—. Me vendrá bien la ayuda. Grumer, haga algo útil y disponga habitaciones para esta gente en el Garni. A mi cuenta.

Grumer no pareció complacido recibiendo órdenes de ese modo, pero el alemán no discutió y se dirigió hacia el teléfono.

—¿Qué es el Garni? —preguntó Paul.

—El hotel en el que nos alojamos en la ciudad.

Paul señaló a Grumer.

—¿Él también se aloja allí?

—¿Dónde si no?

Stod impresionó mucho a Paul. Se trataba de una ciudad de tamaño considerable, cruzada por avenidas venerables que parecían sacadas directamente de la Edad Media. Se veía una hilera tras otra de edificios blancos y negros con estructura de madera, apretados como los libros en una estantería. Por encima de todo, una monstruosa abadía coronaba un promontorio montañoso. Las laderas que conducían hasta ella estaban cubiertas de alerces y hayas en pleno florecimiento primaveral.

Él y Rachel marchaban hacia la ciudad detrás de Grumer y McKoy. Su camino los llevó al núcleo de la zona antigua y terminó justo delante del hotel Garni. Un pequeño estacionamiento reservado a los huéspedes esperaba calle arriba, en dirección al río, nada más salir de la zona peatonal.

Una vez en el hotel se enteró de que el grupo de McKoy ocupaba por completo la cuarta planta. La tercera estaba ya reservada a los inversores que llegarían al día siguiente. Después de un regateo de McKoy y de la entrega a hurtadillas de algunos euros, el recepcionista consiguió liberar una habitación en la segunda planta. McKoy les preguntó si querían una o dos habitaciones y Rachel respondió inmediatamente que solo una.

Una vez arriba, Paul apenas había depositado la maleta sobre la cama cuando Rachel lanzó la pregunta.

—Muy bien. ¿De qué vas, Paul Cutler?

—¿De qué vas tú? Una habitación. Creía que estábamos divorciados. Por lo menos a ti te encanta recordármelo a la primera de cambio.

—Paul, estás tramando algo y no voy a permitir que te escapes. Ayer me estuviste dando la plasta para volver a casa. Hoy vas y te ofreces voluntario para representar a este individuo. ¿Y si es un estafador?

—Razón de más para que necesite un abogado.

—Paul…

Él señaló la cama doble.

—¿Día y noche?

—¿Qué?

—¿Vas a vigilarme día y noche?

—No vamos a ver nada que no hayamos visto ya. Estuvimos siete años casados.

Paul sonrió.

—Me va a acabar gustando la intriga ésta.

—¿Me lo piensas contar o no?

Paul se sentó en el borde de la cama y le explicó lo que había sucedido en la cámara subterránea, y entonces le mostró la cartera, que llevaba desde que la encontrara en el bolsillo del pantalón.

—Grumer borró esas letras a propósito. De eso no cabe la menor duda. Eso hombre prepara algo.

—¿Por qué no se lo has dicho a McKoy?

Paul se encogió de hombros.

—No lo sé. Lo pensé, pero, como bien has dicho, podría ser un estafador.

—¿Estás seguro de que las letras eran O-I-C?

—Es lo que vi.

—¿Crees que puede tener algo que ver con papá y la Habitación de Ámbar?

—En este momento no veo la conexión, salvo que Karol estaba realmente interesado en las actividades de McKoy. Pero eso no tiene por qué significar nada.

Rachel se sentó junto a él. Paul reparó en los cortes de los brazos y la cara, que ya habían formado costra.

—Ese McKoy nos subió a bordo sin pensárselo dos veces —dijo ella.

—Bien podríamos ser todo lo que tiene. Parece que Grumer no le cae muy bien. Nosotros somos solo dos extraños que hemos salido de la nada.

No tenemos interés en nada. No somos una amenaza. Supongo que nos considera seguros.

Rachel tomó la cartera y estudió cuidadosamente las trizas de papel avejentado.

—«Ausgegeben 15-3-51. Verfäll. 15-3-55. Gustav Müller». ¿Le pedimos a alguien que nos lo traduzca?

—No me parece buena idea. Ahora mismo no confío en nadie, exceptuando la presente compañía, claro está. Sugiero que busquemos un diccionario alemán-inglés y lo hagamos nosotros.

A dos manzanas al oeste del Garni encontraron un diccionario bilingüe en una atestada tienda de regalos. Era un volumen delgado que parecía pensado para turistas, pues incluía palabras y expresiones comunes.

Ausgegeben significa «enviado» —dijo Paul—. Verfäll significa «expira» o «termina». —Miró a Rachel—. Los números deben de ser fechas, en formato europeo, al revés. Enviado el 15 de marzo de 1951. Expira el 15 de marzo de 1955. Gustav Müller.

—Eso es después de la guerra. Grumer tenía razón. Alguien llegó antes de McKoy a hacerse con lo que hubiera allí. En algún momento anterior a marzo de 1951.

—¿Pero qué era?

—Buena pregunta.

—Tiene que ser algo serio. Cinco cadáveres con orificios de bala en la cabeza…

—E, importante, los tres camiones estaban limpios. No dejaron absolutamente ninguna pista.

Devolvió el diccionario a la estantería.

—Grumer sabe algo. ¿Por qué iba a tomarse el trabajo de realizar las fotografías antes de borrar las letras? ¿Qué está documentando? ¿Y para quién?

—Quizá deberíamos contárselo a McKoy.

Paul sopesó la sugerencia.

—Yo no lo haría. Al menos de momento.