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Stod, Alemania Lunes, 19 de mayo, 10:15

Wayland McKoy entró en la caverna. Lo rodeó un aire frío y húmedo, y la oscuridad engulló la luz de la mañana. Se maravilló ante la antigua galería. Ein Silberbergwerk. Una mina de plata. Antaño conocida como el «tesoro de los sacros emperadores romanos», ahora la tierra yacía agotada y abandonada como un sórdido recordatorio de la plata mexicana barata que había acabado a principios del siglo XX con la mayoría de las minas de Harz.

Toda la zona era espectacular. Agrupaciones de colinas cubiertas de pinos, enormes arbustos y praderas alpinas. Hermoso y tosco, aunque lo impregnaba todo una sensación extraña. Como Goethe había escrito en Fausto. «Donde las brujas celebraban su Sabbath».

Aquello había sido en el pasado la esquina suroeste de la Alemania oriental, la temible zona prohibida, y los bosques seguían salpicados de postes fronterizos ya olvidados. Los campos de minas, los cañones automáticos de metralla, los perros guardianes y las vallas de alambre de espinos ya habían desaparecido. La Wende, la unificación, había puesto fin a la necesidad de contener a toda una población y había abierto las oportunidades. Como la que él aprovechaba en ese momento.

Recorrió la amplia galería. El camino quedaba marcado cada treinta metros por una bombilla de cien vatios y un cable eléctrico culebreaba hasta alcanzar el generador exterior. La pared de roca era tosca y el suelo estaba cubierto de escombros. El fin de semana pasado había enviado un equipo avanzado con la misión de despejar el pasadizo.

Aquélla había sido la parte sencilla. Martillos neumáticos y cañones de aire. No había que preocuparse por explosivos perdidos de los nazis: el túnel había sido revisado por perros adiestrados y por expertos en demoliciones. La ausencia de cualquier cosa relacionada siquiera remotamente con explosivos le preocupaba. Si se trataba realmente de la mina correcta, aquella que los alemanes habían usado para almacenar las obras de arte del museo Kaiser Friedrich de Berlín, casi con toda certeza hubiera estado minado. Pero no habían encontrado nada. Solo roca, piedras, arena y miles de murciélagos. Esos hijos de perra pequeños y desagradables ocupaban las arterias secundarias de la galería durante el invierno, y de todas las especies que había en el mundo, ésa tenía que estar en peligro de extinción. Lo que explicaba por qué el Gobierno alemán había sido tan reticente a concederle el permiso de exploración. Por suerte, los murciélagos abandonaban las minas en mayo y no regresaban hasta mediados de julio. Tenían cuarenta y cinco preciosos días para explorar. El Gobierno no les había concedido nada más. El permiso exigía que la mina estuviera vacía para cuando regresaran las bestezuelas.

Cuanto más se adentraba en la montaña más grande se volvía la galería, lo que también era fuente de problemas. Lo habitual era que los túneles se estrecharan hasta impedir el paso y que entonces los mineros excavaran hasta que resultara imposible seguir adelante. Todas las galerías eran testamento de los muchos siglos de actividad minera. Cada generación había tratado de superar a la anterior descubriendo una veta de mineral hasta entonces desconocida. Pero, a pesar de su anchura, el tamaño de la galería no dejaba de preocuparle. Era demasiado estrecha para almacenar algo tan grande como el botín tras el que marchaba.

Se acercó al equipo de trabajo, compuesto por tres hombres. Dos de ellos estaban subidos a escaleras y otro esperaba abajo. Los tres abrían orificios en la roca formando entre ellos ángulos de sesenta grados. Los generadores y compresores se encontraban unos cincuenta metros más atrás, al aire libre. Unas ásperas y calientes luces azuladas iluminaban la escena y cubrían a los operarios de sudor.

Los taladros se detuvieron y los hombres se quitaron las protecciones auditivas. También él se quitó los tapones.

—¿Tenéis idea de qué tal vamos? —preguntó.

Uno de los hombres se quitó unas gafas empañadas y se limpió el sudor de la frente.

—Hoy hemos avanzado unos treinta centímetros. No hay modo de saber cuánto nos queda y tengo miedo de meter los martillos neumáticos.

Otro de los hombres cogió un jarro. Con cuidado llenó los barrenos practicados con disolvente. McKoy se acercó a la pared de roca. El granito y la caliza porosos se tragaban al instante el sirope marrón vertido en cada, orificio. Entonces los productos químicos cáusticos se expandían y creaban fisuras en la piedra. Otro hombre de gafas se acercó con un martillo pilón, pe un solo golpe logró que una sección de roca se partiera en láminas y cayera al suelo. Habían avanzado algunos centímetros más.

—Es muy lento —dijo.

—Pero es el único modo de hacerlo —pronunció una voz a su espalda,

McKoy se volvió para ver a Herr Doktor Alfred Grumer en la caverna, Era un hombre alto, de brazos y piernas largos y delgados, delgado hasta el punto de la caricatura. Una perilla canosa enmarcaba unos labios finísimos. Grumer era el experto de la expedición y poseía un doctorado en Historia del Arte por la Universidad de Heidelberg. McKoy se había, asociado con él hacía tres años, durante su última intentona en las minas Harz. Se trataba de un hombre experto y avaricioso, dos atributos que él no solo admiraba, sino que necesitaba en sus socios.

—Se está acabando el tiempo —dijo McKoy.

Grumer se acercó unos pasos.

—Su permiso nos concede cuatro semanas más. Lo conseguiremos.

—Asumiendo que haya algo que conseguir.

—La cámara está ahí. Los sondeos del radar lo confirman.

—¿Pero cuánta roca hay que horadar, por todos los demonios?

—Es difícil de decir. Pero ahí dentro hay algo.

—¿Y cómo demonios llegó allí? Usted dijo que los sondeos del radar confirmaban la presencia de múltiples objetos metálicos de buen tamaño. —Hizo un gesto hacia las luces que conducían al exterior—. Por esa galería apenas cabrían tres personas hombro con hombro.

Una débil sonrisa apareció en la cara de Grumer.

—Asume usted que ésa es la única vía de entrada.

—Y usted asume que mi cartera es un pozo sin fondo.

Los otros hombres volvieron a arrancar los taladros y comenzaron a trabajar en un nuevo barreno. McKoy desanduvo sus pasos hacia la galería, más allá de las luces, donde el ambiente era más fresco y silencioso. Grumer lo siguió.

—Si para mañana no hemos hecho progresos, a la mierda con los barrenos —dijo McKoy—. Nos pondremos con la dinamita.

—Su permiso indica otra cosa.

McKoy se pasó una mano por el cabello negro empapado en sudor.

—Que le den al permiso. Necesitamos hacer progresos cuanto antes. Tengo un equipo de televisión muerto de risa en el pueblo y me cuesta dos mil al día. Y esos burócratas hijos de puta de Bonn no esperan mañana la visita de un grupo de inversores ansiosos por ver obras de arte.

—Esto no se puede hacer con prisas —replicó Grumer—. No se puede saber lo que espera tras la roca.

—Se espera que haya una enorme cámara.

—Y la hay. Y contiene algo.

McKoy suavizó el tono. No era culpa de Grumer que la excavación procediera con lentitud.

—Algo que provocó un orgasmo múltiple en el radar de tierra, ¿no?

Grumer sonrió.

—Es un modo poético de expresarlo.

—Pues más le vale tener razón, o nos dan por culo a los dos.

—La palabra alemana para «cueva» es hóhle —dijo Grumer—. La palabra para «infierno» es hollé. Siempre he pensado que la similitud no carecía de significado.

—Eso es interesantísimo, Grumer. Pero no es lo que necesito oír en este momento, si usted me entiende.

Grumer no parecía preocupado. Como siempre. Aquélla era otra cosa de aquel hombre que a McKoy lo sacaba de sus casillas.

—He venido a decirle que tiene visita.

—No será otro periodista…

—Un abogado y una jueza norteamericanos.

—¿Ya han empezado las demandas?

Grumer mostró una de sus sonrisas condescendientes. McKoy no estaba de humor. Debería despedir a aquel idiota irritante. Pero los contactos de Grumer en el Ministerio de Cultura eran demasiado valiosos como para prescindir de ellos.

—No son demandas, Herr McKoy. Quieren hablar sobre la Habitación de Ámbar.

A Wayland McKoy se le iluminó el rostro.

—Pensé que podría interesarle. Aseguran disponer de información.

—¿Son unos tarados?

—No lo parecen.

—¿Qué quieren?

—Hablar.

McKoy echó un vistazo en dirección a la pared de roca y los taladros.

—¿Por qué no? Aquí no pasa nada, joder.

Paul se volvió cuando la puerta del diminuto cobertizo se abrió. Vio entrar en la estancia encalada a un hombre similar a un oso pardo, con un cuello de toro, cintura gruesa y cabello moreno y enredado. El pecho prominente y los grandes brazos daban de sí una camisa de algodón que llevaba bordadas las palabras «McKoy Excavations». Sus ojos oscuros valoraron con intensidad la situación. Alfred Grumer, a quien Rachel y él habían conocido unos minutos antes, lo siguió al interior.

Herr Cutler, Frau Cutler, éste es Wayland McKoy —los presentó.

—No pretendo ser grosero —dijo McKoy—, pero nos encontramos en una fase vital y no tengo mucho tiempo para charlas. ¿Qué puedo hacer por ustedes?

Paul decidió ir al grano.

—Hemos tenido unos últimos días muy interesantes…

—¿Quién de ustedes es el juez? —preguntó McKoy.

—Yo.

—¿Qué hacen un abogado y una jueza de Georgia en medio de Alemania, molestándome?

—Estamos buscando la Habitación de Ámbar —respondió Rachel.

McKoy rió entre dientes.

—¿Y quién no?

—Debe de creer usted que se encuentra cerca. Quizá incluso en el punto en que está excavando —dijo Rachel.

—Estoy seguro de que, como expertos legales, saben que no voy a ponerme a discutir con usted los detalles de esta excavación. Tengo inversores que exigen confidencialidad.

—No le estamos pidiendo que divulgue nada —terció Paul—. Pero podría encontrar interesante lo que nos ha sucedido en los últimos días.

Y entonces contó a McKoy y a Grumer todo lo sucedido desde la muerte de Karol Borya hasta el rescate de Rachel en la mina.

Grumer se sentó en uno de los bancos.

—Hemos oído lo de esa explosión. ¿No han encontrado al hombre?

—No había nada que encontrar. Knoll ya se había marchado hacía mucho.

Paul le explicó lo que él y Pannik habían descubierto en Warthberg.

—Todavía no me han dicho qué es lo que quieren —insistió McKoy.

—Podría empezar dándonos algo de información. ¿Quién es Josef Loring?

—Un industrial checo —respondió McKoy—. Lleva muerto unos treinta años. Se dijo que había encontrado la Habitación de Ámbar justo después de la guerra, pero nunca se llegó a verificar nada. Otro rumor para los libros.

—Loring era conocido por sus fastuosas obsesiones —intervino Grumer—. Poseía una colección de arte considerable. Y una de las mayores colecciones privadas de ámbar del mundo. Por lo que tengo entendido, sigue en poder de su hijo. ¿Cómo llegó a conocerlo su padre?

Rachel le habló acerca de la Comisión Extraordinaria y del trabajo de su padre. También le habló de Yancy y Marlene Cutler, y de las sospechas de Borya respecto a su muerte.

—¿Cómo se llama el hijo de Loring? —preguntó.

—Ernst —respondió Grumer—. Ahora tendrá unos ochenta años. Sigue viviendo en la hacienda familiar, en el sur de la República Checa. No está muy lejos de aquí.

En aquel Alfred Grumer había algo que a Paul simplemente no le gustaba. ¿El ceño fruncido? ¿Aquellos ojos, que parecían estar considerando algo distinto a lo que estaba escuchando? Por alguna razón, el alemán le recordó al pintor que hacía dos semanas había intentado estafar doce mil trescientos dólares a la herencia que él representaba, pero que había aceptado tranquilamente mil doscientos cincuenta. No había tenido el menor problema en mentir. Todo cuanto decía estaba teñido de más falsedad que veracidad. Era alguien en quien no debía confiar.

—¿Tiene usted aquí la correspondencia de su padre? —preguntó Grumer a Rachel.

Paul no quería enseñársela, pero pensó que aquel gesto sería una demostración de su buena fe. Buscó en su mochila y sacó las hojas. Grumer y McKoy estudiaron cada una de las cartas en silencio. McKoy parecía particularmente fascinado.

—¿Y este tal Chapaev está muerto? —preguntó Grumer cuando hubieron terminado.

Paul asintió.

—Su padre, señora Cutler… Por cierto, ¿están ustedes casados? —preguntó McKoy.

—Divorciados —replicó Rachel.

—¿Y viajan juntos por toda Alemania?

Rachel torció el gesto.

—¿Tiene eso alguna relevancia?

McKoy le lanzó una mirada curiosa.

—Quizá no, su señoría. Pero son ustedes dos los que están descabalándome la mañana con sus preguntas. Como iba diciendo, ¿su padre trabajó para los soviéticos en busca de la Habitación de Ámbar?

—Le interesaba lo que estaba haciendo usted aquí.

—¿Y dijo algo en particular?

—No —respondió Paul—. Pero vio el reportaje de la cnn y me pidió el artículo de USA Today. Cuando me quise dar cuenta, estaba, estudiando un mapa de Alemania y leyendo viejos artículos acerca de la Habitación de Ámbar.

McKoy se inclinó y se dejó caer sobre una silla giratoria de madera. Los muelles protestaron ante el peso.

—¿Creen ustedes que podríamos haber dado con el túnel correcto?

—Karol sabía algo acerca de la Habitación de Ámbar —dijo Paul—. Chapaev también. Puede que incluso mis padres supieran algo. Y es posible que alguien haya querido silenciarlos a todos.

—¿Pero tienen algo que demuestre que eran el objetivo de aquella bomba?

—No —admitió Paul—. Pero después de la muerte de Chapaev no puedo por menos que preguntármelo. Karol sentía muchos remordimientos por lo que les había sucedido. Estoy empezando a creer que aquí hay más de lo que parece.

—Demasiadas coincidencias, ¿no?

—Podría decirse así.

—¿Y qué hay del túnel hacia el que los dirigió Chapaev? —preguntó Grumer.

—No había nada —respondió Rachel—. Y Knoll pensaba que el derrumbamiento de la galería era producto de una explosión. Al menos eso fue lo que dijo.

McKoy sonrió.

—¿Una celada?

—Lo más probable —convino Paul.

—¿Tienen alguna explicación para el hecho de que Chapaev los enviara a un callejón sin salida?

Rachel tuvo que admitir que no tenía ninguna explicación.

—¿Pero qué hay de ese Loring? ¿Por qué iba a estar mi padre tan preocupado como para hacer que los Cutler indagaran en su nombre?

—Los rumores acerca de la Habitación de Ámbar están muy extendidos. Hay tantos que ya resulta complicado seguirles la pista a todos. Quizá su padre estuviera tirando de alguno de esos hilos —ofreció Grumer.

—¿Sabe algo acerca de este Christian Knoll? —le preguntó Paul.

Nein. Nunca había oído ese nombre.

—¿Han venido aquí a sacar tajada? —preguntó McKoy de repente.

Paul sonrió. Ya se había esperado aquella clase de salida comercial.

—Pues no. No somos buscadores de tesoros, solo dos personas metidas hasta las cejas en algo que probablemente no les incumba. Pero como estábamos por aquí pensamos que podría merecer la pena acercarnos a echar un vistazo.

—Llevo años excavando en estas montañas…

La puerta se abrió de repente y entró un hombre sonriente y cubierto de suciedad.

—¡Lo hemos atravesado!

McKoy se levantó como un resorte de la silla.

—¡Mierda puta! ¡Dios santo! Llama al equipo de televisión. Diles que vengan para acá. Y que no entre nadie hasta que llegue yo.

El operario salió corriendo.

—Vamos, Grumer.

Rachel se lanzó hacia delante y bloqueó el paso a McKoy.

—Déjenos ir.

—¿Por qué cojones iba a dejarles?

—Por mi padre.

McKoy titubeó durante unos segundos.

—¿Por qué no? Pero no se pongan en medio.