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Domingo, 18 de mayo, 7: 30

Knoll salió del hotel y observó la mañana. Una bruma algodonosa envolvía la silenciosa localidad y el valle circundante. El cielo era melancólico y el sol de finales de primavera trataba, sin mucho éxito, de calentar el día. Rachel estaba apoyada en el coche, aparentemente preparada. Se acercó a ella.

—La niebla nos ayudará a pasar desapercibidos y también el que hoy sea domingo. Casi todo el mundo está en la iglesia.

Subieron al coche.

—¿No había dicho usted que éste era un bastión del paganismo?

—Eso es para los folletos turísticos y las guías de viajes. En estas montañas viven muchos católicos y así ha sido desde hace siglos. Se trata de gente muy religiosa.

El Volvo cobró vida y no tardaron en abandonar Warthberg. Las calles adoquinadas estaban prácticamente desiertas y húmedas por el frío matutino. La carretera que partía hacia el este descendía serpenteante y se perdía dentro de un valle oculto por la bruma.

—Esta zona me recuerda aún más a las montañas Great Smoky de Carolina del Norte —dijo Rachel—. Están veladas del mismo modo.

Knoll siguió el mapa que les había hecho Chapaev y se preguntó si no sería todo un juego absurdo. ¿Cómo podían permanecer toneladas de ámbar ocultas durante más de medio siglo? Muchos las habían buscado. Algunos incluso habían muerto. Era bien consciente de la llamada maldición de la Habitación de Ámbar. ¿Pero qué mal podía haber en echar un vistazo rápido en las entrañas de una montaña más? Al menos, gracias a Rachel Cutler, el viaje sería interesante.

Tras coronar un repecho en la carretera volvieron a descender hacia otro valle. La carretera parecía encajonada entre los hayedos difuminados por la niebla. Llegaron al punto en que terminaba la carretera del mapa de Chapaev y estacionaron entre los árboles.

—El resto habrá que hacerlo a pie —anunció él.

Salieron del coche y sacaron una mochila de espeleólogo del maletero.

—¿Qué lleva ahí? —preguntó Rachel.

—Cuanto necesitamos. —Se echó la mochila a la espalda—. Ahora no somos más que una pareja de excursionistas que ha salido a pasar el día.

Le dio una de las chaquetas.

—No la pierda. Va a necesitarla una vez que estemos bajo tierra.

Él se había puesto la suya en la habitación del hotel. El estilete aguardaba oculto en su brazo derecho, bajo la manga de nailon. Abrió la marcha a través de bosque. El terreno herboso se elevaba a medida que se alejaban de la autopista en dirección norte. Siguieron un camino definido que rodeaba la base de una alta cima. Algunos senderos se separaban y ascendían las laderas boscosas hacia las cumbres. A lo lejos se veía la oscura entrada de tres pozos. Uno estaba vedado por un portón de hierro y en el granito vivo se había fijado un cartel: «Gefahr-Zutritt Verboten-Explosiv».

—¿Qué dice? —preguntó Rachel.

—«Peligro. Prohibido el paso. Explosivos».

—No hablaba usted en broma.

—Estas montañas eran como cámaras acorazadas. Los Aliados encontraron en una el tesoro nacional alemán. Cuatrocientas toneladas de obras de arte procedentes del museo Kaiser Friedrich de Berlín también acabaron aquí. Los explosivos eran mucho mejores que las tropas y los perros guardianes.

—¿Son esas obras de arte lo que busca Wayland McKoy?

—Por lo que me ha dicho usted, sí.

—¿Cree que tendrá suerte?

—Es difícil de decir. Pero dudo sinceramente que por aquí queden millones de dólares en viejos cuadros a la espera de ser hallados.

El olor de las hojas húmedas inundaba el pesado ambiente.

—¿Qué sentido tenía? —preguntó Rachel mientras caminaban—. La guerra estaba perdida. ¿Por qué esconder todas esas cosas?

—Tiene que pensar como un alemán de 1945. Hitler ordenó que el ejército debía luchar hasta el último hombre, so pena de muerte. Creía que, si Alemania resistía lo suficiente, los Aliados terminarían por unirse a él contra los bolcheviques. Hitler sabía lo mucho que Churchill odiaba a

Stalin. Supo comprenderlo correctamente y predijo con precisión los planes que los soviéticos tenían respecto a Europa. Razonó que los americanos y los británicos al final se unirían a él contra los comunistas. Entonces podría recuperar todos los tesoros.

—Menuda insensatez —replicó Rachel.

—«Locura» es una descripción más acertada.

El sudor perlaba la frente de Knoll. Tenía las botas de cuero húmedas por el rocío. Se detuvo y comprobó desde lejos las distintas entradas. Miró al cielo.

—Ninguna apunta hacia el este. Chapaev dijo que la buena estaba orientada hacia el este. Y según él, debería estar marcada como «bcr-65».

Avanzaron cada vez más hacia el interior del bosque.

—¡Allí! —gritó Rachel diez minutos más tarde mientras señalaba.

Knoll miró hacia delante. Entre los árboles se distinguía la entrada de otra mina, protegida con barrotes de hierro. Una señal oxidada unida a los barrotes rezaba «bcr-65». Miró hacia el sol. Este.

Hijo de puta.

Se acercaron y Knoll se quitó la mochila. Echó un vistazo alrededor. No había nadie a la vista y ningún sonido parecía romper el silencio más allá de los pájaros y el paso ocasional de las ardillas. Examinó los barrotes y la puerta. Todo el hierro estaba muy oxidado. Una cadena de acero y un gran candado mantenían la puerta firmemente cerrada. Sin duda, la cadena y el candado eran más recientes. Tampoco resultaba extraño, ya que los inspectores federales aseguraban cada cierto tiempo las entradas. Sacó la cizalla de la mochila.

—Me alegro de que haya venido tan bien preparado —dijo Rachel.

Knoll partió la cadena, que cayó al suelo. Devolvió la cizalla a la mochila y abrió la puerta.

Los goznes rechinaron.

Se detuvo. No tenía ganas de atraer atenciones innecesarias.

Abrió lentamente y el chirrido del metal viejo disminuyó en gran medida. Frente a ellos había una abertura de unos cinco metros de altura y cuatro de anchura coronada por un arco. Más allá de esta entrada, se podía ver que los líquenes se habían apoderado de la piedra ennegrecida y tanto la abertura como el aire hedían a moho. Como una tumba, pensó.

—Esta entrada es lo bastante grande para admitir un camión.

—¿Un camión?

—Si la Habitación de Ámbar está dentro, también debe de haber camiones. No habría otro modo de transportar las cajas. Veinte toneladas de ámbar son muchas toneladas. Los alemanes las habrían introducido en la cueva en camiones.

—¿No tenían carretillas elevadoras?

—Pues lo dudo. Estamos hablando del final de la guerra. Los nazis estaban desesperados por ocultar su tesoro. No había tiempo para sutilezas.

—¿Y cómo llegaron aquí los camiones?

—Han pasado cincuenta años. Entonces había muchas más carreteras y menos árboles. Toda esa zona era un centro fabril de vital importancia.

Sacó dos linternas y una gruesa madeja de cuerda de su mochila y volvió a echársela al hombro. Cerró la puerta tras ellos y volvió a poner la cadena y el candado entre los barrotes, con lo que la entrada volvía a tener el aspecto de estar cerrada a cal y canto.

—Podríamos tener compañía —dijo—. Esto debería conseguir que se busquen otra cueva. Muchas están abiertas y es mucho más fácil entrar en ellas.

Le entregó una linterna. Los dos estrechos haces apenas perforaban unos metros la impasible oscuridad. De la roca sobresalía un trozo de hierro oxidado. Ató con firmeza un extremo del cordel y le entregó el rollo a Rachel.

—Vaya desenredándolo según avanzamos. De este modo encontraremos la salida si nos desorientamos.

Abrió la marcha con cautela. Las linternas revelaban un tosco pasadizo que se adentraba en las entrañas de la montaña. Rachel lo siguió después de ponerse la chaqueta.

—Tenga cuidado —le dijo Knoll—. El túnel podría estar minado. Eso explicaría la cadena.

—Es reconfortante saberlo.

—Nada que merezca la pena es fácil de obtener.

Se detuvo y echó un vistazo atrás, hacia la entrada, que quedaba ya a unos cuarenta metros. El aire se había tornado frío y fétido. Sacó el dibujo de Chapaev del bolsillo y estudió la ruta con la linterna.

—Ahí delante debería haber una bifurcación. Veamos si Chapaev tenía razón.

Una mortaja asfixiante impregnaba el ambiente. Pútrida. Nauseabunda.

—Guano de murciélago —dijo él.

—Creo que voy a vomitar.

—Respire con bocanadas breves y trate de no pensar en ello.

—Eso es como tratar de ignorar un trozo de bosta de vaca en el labio superior.

—Estas minas están llenas de murciélagos.

—Fantástico.

Él sonrió.

—En China se reverencia a los murciélagos como el símbolo de la felicidad y la larga vida.

—La felicidad es una mierda.

Llegaron a una bifurcación. Knoll se detuvo.

—El mapa indica que vayamos hacia la derecha.

Así lo hizo. Rachel lo siguió mientras desenrollaba el cordel a su paso.

—Avíseme cuando se acabe la cuerda. Tengo más.

El olor se hizo menos intenso. El nuevo túnel era menor que la galería principal, pero aún tenía tamaño suficiente para un camión de transporte. Periódicamente se abrían a los lados ramales que se hundían en las tinieblas. El eco del chillido de los murciélagos a la espera de la noche resonaba con claridad.

La montaña era ciertamente laberíntica. Todas lo eran. Los mineros a la busca de mineral y sal llevaban siglos excavando. Qué maravilloso sería si aquella galería resultara ser la que conducía a la Habitación de Ámbar. Diez millones de euros. Todos para él. Por no hablar de la gratitud de Monika. Quizá entonces Rachel Cutler estuviera lo bastante excitada como para abrirse de piernas. El rechazo de la noche anterior había resultado más incitador que insultante. No le sorprendería que su exmarido fuera el único hombre con el que había estado. Y esa idea resultaba totalmente embriagadora. Era prácticamente virgen. Desde luego lo era desde el divorcio. Qué placer iba a ser poseerla…

La galería comenzó a estrecharse y a ascender.

Su atención regresó al túnel.

Se habían adentrado un mínimo de cien metros en el granito y la caliza. El plano de Chapaev indicaba que más adelante encontrarían otra bifurcación. Pero algo marchaba mal. El túnel no era lo bastante ancho como para permitir el paso de un vehículo. Si la Habitación de Ámbar había sido ocultada allí, habría sido necesario transportar las cajas. Dieciocho, si no le fallaba la memoria. Todas ellas catalogadas e indexadas, los paneles envueltos en papel de fumar. ¿Habría otra cámara allí delante? No era extraño que se excavaran cámaras en la roca. La naturaleza lo hacía con frecuencia. Otras las tallaban los hombres. De acuerdo con Chapaev, una capa de roca y sedimento bloqueaba veinte metros más adelante, un umbral que conducía a una de tales cámaras.

Siguió avanzando, cuidando cada uno de sus pasos. Cuanto más se adentraban en la montaña, mayor era el riesgo de los explosivos. El haz de su linterna partió la oscuridad que se abría frente a él y sus ojos se enfocaron en algo.

Miró con atención.

¿Qué demonios…?

Suzanne levantó los prismáticos y estudió la entrada de la mina. La señal que había adosado a la puerta de hierro hacía tres años, «bcr-65», seguía allí. Parecía que el truco había funcionado. Knoll se estaba volviendo descuidado. Había corrido directamente hacia la mina, con Rachel Cutler a rastras. Era una pena que las cosas hubieran terminado así, pero no le quedaban muchas más opciones. Knoll era ciertamente interesante. Incluso excitante. Pero era un problema. Un enorme problema. La lealtad de ella hacia Ernst Loring era absoluta. Irreprochable, Se lo debía todo. Él era la familia que nunca le habían dejado tener. Durante toda su vida, el anciano la había tratado como a su propia hija. Quizá su relación fuera más cercana incluso que con sus dos hijos naturales. Su amor por el arte era un nexo que los unía con fuerza. Ernst se había entusiasmado tanto cuando le entregó la caja de rapé y el libro… Agradarlo resultaba para Suzanne muy satisfactorio. Por tanto, si tenía que elegir entre Christian Knoll y su benefactor, no existía duda alguna.

De todos modos, era una pena. Knoll tenía sus cosas buenas.

Se encontraba en un risco boscoso, sin disfrazar. El pelo rubio y rizado le caía sobre los hombros, y se protegía con un jersey de cuello alto. Bajó los prismáticos, cogió el controlador de radio y extendió la antena.

Era evidente que Knoll no había sentido su presencia. Pensaría que se había deshecho de ella en el aeropuerto de Atlanta.

Ni de coña, Christian.

Una simple presión sobre el interruptor activó el detonador.

Consultó el reloj.

Para entonces, Knoll y su damisela ya estarían bastante dentro. Lo suficiente como para no poder salir. Las autoridades advertían repetidamente a la población de que no debían explorar las cavernas. Los explosivos eran frecuentes. Eran muchos los que habían muerto a lo largo de los años, motivo por el que el Gobierno había empezado a imponer licencias de exploración. Tres años atrás se había producido una explosión en la misma galería, dispuesta por ella misma cuando un periodista polaco se acercó demasiado. Lo atrajo hasta allí con visiones de la Habitación de Ámbar y el accidente fue finalmente atribuido a una nueva exploración no autorizada. No se llegó a encontrar el cuerpo, que quedó enterrado bajo los escombros que Christian Knoll estaría estudiando en ese mismo instante.

Knoll examinó la pared de roca y arena. Ya había visto más de uno y más de dos extremos de túneles. Aquello no era una formación natural. Una explosión era la responsable de lo que había ante él, y no había modo de abrirse paso con una pala a través de aquellos escombros que cubrían el túnel de arriba abajo.

Y al otro lado tampoco había ninguna puerta de hierro.

Eso estaba claro.

—¿Qué pasa? —preguntó Rachel.

—Aquí ha habido una explosión.

—Quizá hemos tomado una dirección equivocada.

—No es posible. He seguido las instrucciones de Chapaev con precisión.

Algo iba mal, no había duda. Su mente empezó a repasar los hechos. La información que Chapaev había ofrecido sin resistencia. La cadena y el candado, más nuevos que la puerta. Los goznes de hierro que todavía funcionaban. Un rastro fácil de seguir. Demasiado fácil.

¿Dónde estaba Suzanne Danzer? ¿En Atlanta? Quizá no.

Lo mejor que podía hacer era regresar hacia la entrada, disfrutar de Rachel Cutler y después regresar a Warthberg. Desde el principio había planeado matarla. No había necesidad de dejar viva una fuente de información para que la aprovechara otro adquisidor. Danzer ya estaba sobre la pista. Por tanto, era mera cuestión de tiempo el que diera con Rachel y hablara con ella. Podía descubrir la existencia de Chapaev. A Monika no le gustaría nada eso. Quizá Chapaev sabía de verdad dónde estaba la Habitación de Ámbar, pero los había puesto intencionadamente en aquella senda. De modo que decidió librarse de Rachel Cutler en ese mismo momento y después regresar a Kehlheim y sacarle la información a Chapaev de una forma u otra.

—Vamos —dijo—. Vaya recogiendo el cordel hacia la entrada. Yo la sigo.

Empezaron a deshacer sus pasos a través del laberinto, con Rachel a la cabeza. La linterna de Knoll se detuvo a placer en el firme trasero y en los muslos torneados, embutidos en unos vaqueros pardos. Estudió las piernas esbeltas y los hombros estrechos. Su entrepierna empezó a responder.

Llegaron a la primera bifurcación, después a la segunda.

—Espere —le dijo—. Quiero ver qué hay por ahí.

—La salida es por allí —respondió ella mientras señalaba hacia la izquierda, hacia la cuerda.

—Ya lo sé, pero ya que estamos aquí… Echemos un vistazo. Deje la cuerda; desde aquí ya sabemos salir.

Rachel dejó caer el rollo al suelo y volvió hacia la derecha, aún en cabeza,

Él hizo un movimiento con el brazo derecho. El estilete se liberó y se deslizó hacia abajo. Lo empuñó.

Rachel se detuvo y se volvió. Su luz se posó momentáneamente sobre Knoll.

La de él enfocó su expresión atónita cuando vio el acero resplandeciente.

Suzanne apuntó el controlador de radio y apretó el botón. La señal atravesó el aire matutino hasta alcanzar las cargas explosivas que había colocado la noche anterior entre las rocas. No había la carga suficiente para atraer la atención de Warthberg, a seis kilómetros de allí, pero sin duda bastaba para que la montaña se derrumbara sobre sí misma. Lo que resolvía otro problema.

La tierra tembló. El techo se desmenuzó. Knoll trató de conservar el equilibrio.

Ahora estaba seguro. Sí, se trataba de una trampa.

Se dio la vuelta y corrió hacia la entrada. Las rocas se desplomaban a su paso en una lluvia de piedra y polvo cegador. El aire se hizo irrespirable. En una mano empuñaba la linterna y en la otra el estilete. Guardó rápidamente el cuchillo, se arrancó la camisa y usó el paño limpio para protegerse la nariz y la boca.

Se produjeron más desprendimientos.

La luz de la entrada se tornó sucia y espesa, velada por una nube, antes de morir anulada bajo las rocas. Era imposible salir por allí.

Se dio la vuelta otra vez y corrió en la dirección contraria, con la esperanza de que hubiera otra salida del laberinto. Afortunadamente, la linterna todavía funcionaba. No veía a Rachel Cutler por ninguna parte, pero daba igual. Las rocas le habían ahorrado la molestia.

Corrió hacia el interior de la montaña por la galería principal. Pasó de largo el último lugar donde la había visto. Las explosiones parecían haberse centrado en un punto a su espalda. Los muros y el techo que tenía delante parecían estables, aunque toda la montaña se sacudía.

A su espalda seguían cayendo rocas. Desde luego, ya no tenía sentido intentarlo por allí. La galería se dividió en dos. Se detuvo para orientarse. La entrada, que ahora quedaba a su espalda, estaba orientada hacia el este. Por tanto, se dirigía hacia el oeste. El ramal izquierdo parecía desviarse hacia el sur y el derecho hacia el norte. Pero ¿quién sabía? Tenía que tener cuidado. Debía evitar cambiar demasiado de dirección, pues sería fácil perderse, y no quería perecer bajo tierra, vagando sin rumbo hasta morir de sed o inanición.

Bajó la camisa y aspiró una bocanada de aire. Intento recordar cuanto sabía acerca de las minas. Nunca había una sola entrada o salida. La simple profundidad y la amplitud de los túneles exigían múltiples entradas. Sin embargo, durante la guerra los nazis habían sellado la mayoría de los portales para proteger sus escondrijos. Deseó que aquella mina no hubiera servido como tal. Lo que lo animaba era el aire. No parecía tan estancado como cuando habían estado más adentro.

Levantó la mano. Una leve brisa llegaba desde el ramal izquierdo. ¿Debía arriesgarse? Si tomaba muchas desviaciones más, nunca encontraría el camino de vuelta. En la oscuridad total carecía de puntos de referencia y solo conocía su posición presente a causa de la orientación de la galería principal. Aunque podía perderse fácilmente ese marco de referencia con un par de movimientos descuidados.

¿Qué debía hacer?

Se decidió por la izquierda.

Cincuenta metros más adelante, el túnel volvió a bifurcarse. Levantó la mano. No había brisa. Recordó haber leído en una ocasión que los mineros diseñaban sus rutas de seguridad siempre en la misma dirección. Virar a la izquierda significaba que debía tomar todas las desviaciones hacia ese lado hasta salir al exterior. ¿Qué elección tenía? Se decantó por la izquierda.

Dos nuevas bifurcaciones. Dos veces más virar a la izquierda.

Ante él vio luz. Débil. Pero estaba allí. Avanzó rápidamente y volvió una esquina.

La luz del día lo esperaba a cien metros de distancia.