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—¿No ha sido un poco brusco con él? —preguntó Rachel.

Circulaban hacia el norte por la autobahn. Kehlheim y Chapaev quedaban ya a una hora al sur. Conducía ella. Knoll había dicho que se pondría al volante pasado un tiempo, cuando tuvieran que empezar a recorrer las serpenteantes carreteras que atravesaban las montañas Harz.

Knoll levantó la vista del boceto de Chapaev.

—Debe comprender, Rachel, que llevo muchos años haciendo esto. La gente miente muchísimas más veces de las que dice la verdad. Chapaev asegura que la Habitación de Ámbar reposa en una de las cuevas de Harz. Esa teoría ha sido explorada ya una y mil veces. Lo presioné para asegurarme de que estaba siendo franco.

—Parecía sincero.

—Me resulta sospechoso que, después de todos estos años, el tesoro esté simplemente esperando al final de un túnel oscuro.

—¿No dijo usted mismo que había cientos de túneles y que la mayoría seguía sin explorar? ¿Que era demasiado peligroso?

—Eso es cierto. Pero estoy familiarizado con la zona general que Chapaev describe. Yo mismo he registrado esas cuevas.

Rachel le habló acerca de Wayland McKoy y su expedición.

—Stod se encuentra a solo cuarenta kilómetros del lugar al que nos dirigimos —respondió Knoll—. Allí también hay montones de cuevas, supuestamente rebosantes de botín. Si es que cree lo que aseguran los buscadores de tesoros.

—¿Usted no lo cree?

—He aprendido que todo aquello que merece la pena suele estar ya en poder de alguien. La verdadera caza es la que persigue a aquellos que poseen las cosas. Se sorprendería si supiera cuántos tesoros perdidos están en realidad encima de una mesa, en el dormitorio de alguien o colgados de una pared, como si se tratara de baratijas compradas en unos grandes almacenes. La gente cree que el tiempo la protege. No es así. En los años sesenta, un turista encontró un Monet en una granja. El dueño lo había aceptado como pago por medio kilo de mantequilla. Existen innumerables historias similares, Rachel.

—¿A eso se dedica usted, a buscar esa clase de oportunidades?

—Entre otras cosas.

Siguieron adelante. A medida que recorrían el centro de Alemania, el suelo se fue nivelando para después volver a elevarse, hasta que viraron al noroeste y se dirigieron directamente hacia las montañas. Tras detenerse en el arcén de la carretera, Rachel ocupó el asiento del pasajero y Knoll se puso al volante.

—Ésas son las Harz, las montañas más al norte en la Alemania central.

Aquellas cimas no eran los gigantescos precipicios nevados de los Alpes. Las pendientes se elevaban en ángulos relativamente suaves y su cima era redondeada. La cordillera estaba cubierta de abetos, nogales y hayas. Muchos pueblos y aldeas salpicaban el paisaje, acunados en pequeños valles y amplios collados. A lo lejos se divisaba la silueta de picos aún más altos.

—Me recuerda a los Apalaches —dijo ella.

—Ésta es la tierra de los Grimm —respondió Knoll—. El reino de la magia. En la Edad Media fue uno de los últimos bastiones del paganismo. Se creía que hadas, brujas y trasgos vagaban por aquí. Se dice que el último oso y el último lince de Alemania fueron abatidos cerca de estos parajes.

—Es espectacular.

—Aquí se extraía plata, pero la producción se detuvo en el siglo X. Después llegaron el oro, el plomo, el cinc y el óxido de bario. La última mina cerró antes de la guerra, en los años treinta. De esa actividad procede la mayoría de las cuevas y túneles. Viejas minas a las que los nazis dieron un buen uso. Escondrijos perfectos contra los bombarderos y difíciles de invadir con tropas de tierra.

Rachel se fijó en la carretera serpenteante y pensó en la mención que Knoll había realizado sobre los hermanos Grimm. En parte esperaba ver la gallina de los huevos de oro, o las dos piedras negras que en el pasado habían sido crueles hermanos, o al flautista que con su música atraía a ratas y niños.

Una hora más tarde entraron en Warthberg. El contorno oscuro de un muro de contención encajonaba la compacta localidad, suavizada solo por los arbotantes y los bastiones de cubierta cónica. La diferencia arquitectónica respecto al sur resultaba evidente. Los tejados rojos y las viejas murallas de Kehlheim habían sido reemplazados por las casas de estructura de madera vista y tejado de pizarra. En las ventanas y las casas se veían menos flores. Existía allí un claro sabor medieval, aunque parecía atemperado por una pátina de identidad propia. Concluyó que la diferencia no era muy distinta del contraste entre Nueva Inglaterra y el sur profundo.

Knoll estacionó frente a una posada con el interesante nombre de Goldene Krone. «La corona de oro», tradujo él antes de desaparecer dentro. Ella esperó en el exterior y estudió la concurrida calle. Un aire mercantilista emanaba de los escaparates que daban a la avenida empedrada. Knoll regresó unos minutos más tarde.

—He reservado dos habitaciones para esta noche. Son casi las cinco y nos quedan unas cinco o seis horas de sol. Pero iremos a las montañas por la mañana. No hay prisa. Lleva cincuenta años esperando.

—¿Son tan largos los días aquí durante todo el año?

—Nos encontramos a medio camino del Círculo Ártico y estamos casi en verano.

Knoll sacó sus bolsas de viaje del coche de alquiler.

—Póngase cómoda mientras voy a comprar algunas cosas que necesito. Después podemos ir a cenar. He visto un sitio de camino.

—Estaría bien.

Knoll dejó a Rachel en su habitación. Había reparado en la cabina telefónica amarilla al llegar y desanduvo rápidamente sus pasos hasta el ayuntamiento. No le gustaba usar el teléfono de las habitaciones de hotel. Demasiados registros. Lo mismo era aplicable a los teléfonos móviles. Una ignota cabina de pago era siempre más segura para una llamada rápida a larga distancia. Entró y marcó el número de Burg Herz.

—Ya iba siendo hora. ¿Qué está pasando? —preguntó Monika nada más levantar el auricular.

—Estoy intentando encontrar la Habitación de Ámbar.

—¿Dónde estás?

—Cerca.

—No estoy de humor, Christian.

—En las montañas Harz. Warthberg. —Le habló de Rachel Cutler, Danya Chapaev y las cuevas.

—Todo esto ya lo hemos oído antes —respondió Monika—. Esas montañas son como un hormiguero y nadie ha encontrado nunca nada de nada.

—Tengo un mapa. ¿Qué daño puede hacernos?

—Quieres tirártela, ¿a que sí?

—La idea se me ha pasado por la cabeza.

—Está descubriendo demasiado, ¿no crees?

—Nada de relevancia. No tenía más remedio que traerla conmigo. Asumí que Chapaev sería mucho más comunicativo con la hija de Borya que conmigo.

—¿Y?

—Fue sencillo. Y sincero, en mi opinión.

—Cuidado con esa Cutler —le advirtió Monika.

—Cree que estoy buscando la Habitación de Ámbar. Nada más. No hay conexión alguna entre su padre y yo.

—Parece que te está saliendo un corazoncito, Christian.

—No creas. —Le habló de Suzanne Danzer y del episodio en Atlanta.

—Loring está preocupado por lo que estamos haciendo —le dijo Monika—. Mi padre y él hablaron ayer largo y tendido por teléfono. Es evidente que intentaba conseguir algo de información. Un poco obvio, para ser él.

—Bienvenida al juego.

—No estoy en esto para divertirme, Christian. Lo que quiero es la Habitación de Ámbar. Y, por lo que dice mi padre, esta parece la mejor pista que ha habido nunca.

—Yo no estoy tan seguro.

—Siempre tan pesimista. ¿Por qué dices eso?

—Me preocupa Chapaev. No sabría decir. Pero hay algo.

—Ve a la mina, Christian, y echa un vistazo. Quédate a gusto. Después fóllate a la jueza y sigue con el trabajo.

Rachel descolgó el teléfono que había junto a la cama y dio su número de tarjeta de crédito a un operador internacional de at&t. Después de ocho timbrazos saltó el contestador automático de su casa y su propia voz le indicó que dejara un mensaje.

—Paul, estoy en un pueblo llamado Warthberg, en el centro de Alemania. El hotel y el número… —Le habló del Goldene Krone—. Te llamaré mañana. Dale un beso a los niños. Adiós.

Consultó su reloj: las cinco de la tarde. En Atlanta serían las once de la mañana. Quizá se hubiera llevado a los chicos al zoo o al cine. Se alegró de que estuvieran con Paul. Era una pena que no pudieran estar con él todos los días. Los niños necesitaban un padre y él los necesitaba a ellos. Aquello era lo más duro del divorcio: saber que una familia había desaparecido. Ella llevaba un año ya divorciando a otras parejas antes de que su propio matrimonio se desintegrara. Muchas veces, mientras escuchaba declaraciones que no eran en absoluto necesarias, se preguntaba por qué las parejas que en el pasado se habían querido no tenían de repente nada bueno que decirse. ¿Era el odio un prerrequisito del divorcio? ¿Un elemento necesario? Ella y Paul no se odiaban. Se habían sentado, habían dividido calmadamente sus posesiones y habían decidido lo que sería mejor para los niños. ¿Pero qué elección había tenido Paul? Ella había dejado claro que el matrimonio había terminado. Ese tema no estaba abierto a debate. Él había intentado hacerle cambiar de opinión, pero ella estaba decidida.

¿Cuántas veces se había hecho la misma pregunta? ¿Había hecho lo correcto? ¿Y cuántas veces había llegado a la misma conclusión?

¿Quién sabía?

Knoll llegó a su habitación y ella lo siguió hasta un arcaico edificio de piedra que, según le explicó él, antes de convertirse en restaurante había sido un teatro.

—¿Cómo sabe eso? —le preguntó.

—Me lo han contado antes, cuando me pasé para preguntar a qué hora cerraban.

El interior era una cripta gótica de piedra con techos abovedados, ventanas, vidrieras y linternas de hierro. Knoll se dirigió hacia una de las mesas de borriquetes del fondo. Habían pasado dos horas desde su llegada a Warthberg. Ella había aprovechado para darse un baño rápido y cambiarse de ropa. Su acompañante también se había cambiado. Los vaqueros y las botas habían sido reemplazados por pantalones de lana, un jersey de color vivo y unos zapatos de cuero marrones.

—¿A qué se ha dedicado en este tiempo? —preguntó Rachel mientras se sentaban.

—A comprar las cosas que necesitaremos mañana. Linternas, una pala, un cortador de metal y dos chaquetas. Dentro de la montaña va a hacer mucho frío. Antes llevaba unas botas hasta los tobillos. Llévelas también mañana, las necesitará.

—Actúa como si ya hubiera hecho esta clase de cosas.

—Muchas veces. Pero debemos tener cuidado. Se supone que no se puede entrar en las minas sin permiso. El Gobierno controla el acceso para evitar que la gente se vuele en pedazos.

—Deduzco que no vamos a preocuparnos de obtener un permiso.

—Deduce bien. Por eso he tardado tanto. He comprado en diversas tiendas, para no llamar la atención.

Un camarero se acercó a su mesa y les tomó nota. Knoll pidió una botella de vino, un vigoroso tinto que el camarero presentó con insistencia como producto local.

—¿Le está gustando su aventura hasta el momento? —preguntó.

—Es mejor que el juzgado. —Rachel echó un vistazo a su alrededor. El ambiente era íntimo. Unas veinte personas más estaban repartidas por las mesas, la mayoría en parejas. Había un grupo de cuatro—. ¿Cree que encontraremos lo que buscamos?

—Muy bien —respondió él.

Rachel quedó perpleja.

—¿Cómo dice?

—No ha mencionado nuestro objetivo.

—He supuesto que no querría usted anunciar nuestras intenciones.

—Así es. Y tengo dudas.

—¿Sigue sin confiar en lo que ha oído esta mañana?

—No es que no confíe. Es que ya lo he oído antes.

—Pero no de mi padre.

—No es su padre quien nos guía.

—¿Sigue creyendo que Chapaev ha mentido?

El camarero les llevó el vino y la comida. Knoll había pedido una tajada humeante de cerdo y ella pollo asado, ambos platos acompañados con patatas y ensalada. Rachel quedó impresionada con la rapidez del servicio.

—¿Qué tal si reservo mi juicio para mañana por la mañana? —dijo Knoll—. Demos al anciano el beneficio de la duda, como dicen los norteamericanos.

Ella sonrió.

—Creo que es una buena idea.

Knoll señaló la cena.

—¿Comemos y hablamos de asuntos más agradables?

Tras la cena, Knoll la guió de vuelta al Goldene Krone. Eran casi las diez de la noche, pero aún no había terminado de oscurecer. El ambiente era similar al del otoño en el norte de Georgia.

—Tengo una pregunta —dijo Rachel—. Si encontramos la Habitación de Ámbar, ¿cómo impedirá que el Gobierno ruso reclame los paneles?

—Hay vías legales disponibles. Los paneles llevan abandonados más de cincuenta años. Sin duda su posesión también contará. Además, es posible que los rusos ni siquiera los quieran. Han recreado la cámara con nuevo ámbar y nueva tecnología.

—No lo sabía.

—Sí, la habitación del Palacio de Catalina ha sido reconstruida. Les ha llevado más de dos décadas. Tras el colapso de la Unión Soviética, la pérdida de los Estados Bálticos significó que tenían que comprar el ámbar en el mercado abierto. Resultó bastante costoso. Pero algunos benefactores proporcionaron el dinero. Irónicamente, la mayor contribución fue la de un grupo industrial alemán.

—Razón de más para que quieran recuperar los paneles. Los originales serían mucho más preciados que las reproducciones.

—No lo creo. El ámbar sería de distinto color y calidad. No tendría sentido mezclar las piezas.

—Entonces, de encontrarlos, ¿no estarían intactos?

Él negó con la cabeza.

—El ámbar estaba originalmente pegado a planchas de roble macizo con una masilla de cera y savia. El Palacio de Catalina no era precisamente un lugar con la temperatura controlada, de modo que la madera estuvo contrayéndose y dilatándose durante más de doscientos años, y el ámbar empezó a caerse. Cuando los nazis capturaron la cámara se había caído casi el treinta por ciento de la superficie. Se estima que otro quince por ciento se perdió durante el traslado a Königsberg. De modo que todo lo que quedaría ahora sería un montón de trozos sueltos.

—Entonces, ¿para qué sirven?

Knoll sonrió.

—Existen fotografías. Si tiene las piezas no resultaría difícil reensamblar la cámara entera. Mi esperanza es que los nazis las embalaran bien; la persona que me emplea no está interesada en recreaciones. El original es lo que importa.

—Parece un hombre interesante.

Él sonrió.

—Buen intento… de nuevo. Pero no he dicho que sea un hombre.

Llegaron al hotel. Subieron y se detuvieron ante la puerta de ella.

—¿A qué hora nos levantamos? —preguntó Rachel.

—Nos marcharemos a las siete y media. El recepcionista me ha dicho que se sirve el desayuno a partir de las siete. La zona que buscamos no está lejos, a unos diez kilómetros.

—Le agradezco todo lo que ha hecho. Por no mencionar el que me haya salvado la vida.

Knoll inclinó la cabeza.

—Ha sido un placer.

Ella sonrió ante el gesto.

—Ha mencionado a su marido, pero a nadie más. ¿Hay un hombre en su vida?

Fue una pregunta a bocajarro. Demasiado rápido.

—No. —Rachel lamentó al instante la sinceridad.

—Su corazón sigue añorando a su exmarido, ¿no es así?

No era de la incumbencia de aquel hombre, pero por algún motivo quería responder.

—A veces.

—¿Lo sabe él?

—A veces.

—¿Cuánto tiempo ha pasado?

—¿Cuánto tiempo ha pasado desde qué?

—Desde que hizo el amor con un hombre.

La mirada de él se demoró más de lo que ella esperaba. Era un tipo intuitivo y aquello le preocupaba.

—No lo bastante como para meterme en la cama con un completo desconocido.

Knoll sonrió.

—Quizá ese desconocido pueda ayudar a que su corazón olvide.

—No creo que sea eso lo que necesito. Pero gracias por la oferta. —Metió la llave y abrió la cerradura. Miró hacia atrás—. Creo que es la primera vez que alguien me hace una proposición.

—Y sin duda no será la última. —Knoll inclinó la cabeza y sonrió—. Buenas noches, Rachel.

Y con esto se marchó hacia la escalera y su propia habitación.

Pero algo llamó la atención de Rachel.

Resultaba interesante ver cómo el rechazo parecía haberlo estimulado.