Miércoles 14 de mayo, 10:25
Rachel se obligó a salir de la cama y vestir a los niños. Después los dejó en el colegio y se dirigió, reacia, al juzgado. No pisaba el despacho desde el pasado viernes, pues se había tomado libres el lunes y el martes.
Su secretaria le facilitó las cosas cuanto pudo a lo largo de la mañana, redirigiendo llamadas y rechazando visitantes, abogados y otros jueces. En principio, aquella semana había sido reservada para juicios civiles con jurado, pero todos habían sido pospuestos apresuradamente. Hacía una hora, Rachel había llamado al Departamento de Policía de Atlanta y había solicitado la visita a su despacho de algún agente de Homicidios. No era la jueza más popular entre los miembros del cuerpo. Al principio todos parecieron asumir que, como en el pasado había sido una fiscal batalladora, como jueza sería favorable a la policía. Pero sus decisiones, de tener que etiquetarse de algún modo, tendían a decantarse a favor de las defensas. «Liberal» era el término que les gustaba usar a la prensa y a la Fraternal Orden de la Policía. «Traidora» era el epíteto que, por lo que le habían dicho, empleaban muchos detectives de narcóticos por lo bajo. Pero a ella no le importaba. La Constitución estaba allí para proteger a la gente. Se suponía que la policía debía actuar dentro de sus límites, no fuera de ellos. Su trabajo como jueza era asegurarse de que no se tomaran atajos. ¿Cuántas veces había predicado su padre: «Cuando el Gobierno se enfrenta a la ley, la tiranía no anda lejos»?
Y si alguien sabía de esas cosas, era él.
—Jueza Cutler —dijo su secretaria a través del interfono. La mayoría de las veces se trataban simplemente como Rachel y Sami. Solo cuando había alguien más presente se dirigía a ella como «jueza»—. Está aquí el teniente Barlow de la policía de Atlanta, como respuesta a su llamada.
Rachel se limpió rápidamente los ojos con un pañuelo. La fotografía de su padre sobre el aparador le había arrancado más lágrimas. Se puso en pie y se alisó la falda de algodón y la blusa.
La puerta forrada se abrió para dejar paso a un hombre delgado y con el pelo negro y ondulado. Éste cerró la puerta tras él y se presentó como Mike Barlow, asignado a la división de Homicidios.
Rachel recobró su compostura judicial y le ofreció asiento.
—Le agradezco que haya venido, teniente.
—No hay problema. El departamento siempre trata de agradar a las togas.
Aunque Rachel lo dudaba: el tono era cordial hasta lo irritante, rayano en lo condescendiente.
—Tras su llamada, consulté el informe sobre la muerte de su padre. Lamento su pérdida. Parece uno de esos accidentes que suceden en ocasiones.
—Mi padre era bastante independiente. Seguía conduciendo. No tenía problemas reales de salud y durante años subió y bajó esas escaleras sin problemas.
—¿Adónde quiere llegar?
Aquel tono le gustaba cada vez menos.
—Dígamelo usted.
—Jueza, entiendo el mensaje. Pero no veo nada que sugiera juego sucio.
—Sobrevivió a los campos de concentración de los nazis, teniente. Sabía subir una escalera.
Barlow no parecía persuadido.
—El informe no indica que se echara nada en falta. Su cartera estaba en el aparador. El televisor, la cadena de música y el vídeo seguían allí. Ambas puertas estaban cerradas sin llave. No hay evidencia alguna de que se forzaran las entradas. ¿Dónde está el ladrón?
—Mi padre nunca cerraba las puertas con llave.
—Pues eso no es muy inteligente, aunque tampoco parece que haya contribuido a su muerte. Mire, es cierto que, en ocasiones, la falta de pruebas de robo puede llegar a implicar un asesinato, pero nada sugiere que hubiera nadie siquiera cerca en el momento de la muerte.
Rachel sintió curiosidad.
—¿Registró su gente la casa?
—Me han dicho que echaron un vistazo, tampoco muy exhaustivo. No parecía haber necesidad. Me tiene intrigado: ¿cuál cree usted que sería el motivo del asesinato? ¿Su padre tenía enemigos?
Rachel no respondió, sino que contraatacó con otra pregunta:
—¿Qué dijo el médico forense?
—Cuello roto. Causado por la caída. No hay evidencias de otros traumatismos, salvo los golpes en brazos y piernas provocados por la caída. Repito, jueza: ¿qué le hace pensar que la muerte de su padre fuera otra cosa que accidental?
Rachel consideró la posibilidad de hablarle de la carpeta en el congelador, de Danya Chapaev, de la Habitación de Ámbar y de los padres de Paul. Pero aquel imbécil arrogante ni siquiera se sentía cómodo estando allí y ella sonaba como una fanática de las conspiraciones. El policía tenía razón. No había prueba alguna de que su padre hubiera sido empujado escaleras abajo. Nada que relacionara su muerte con ninguna «maldición de la Habitación de Ámbar», como sugería uno de los artículos. ¿Qué más daba que a su padre le interesara aquel tema? Le encantaba el arte. En el pasado se había convertido en su trabajo diario. ¿Qué importancia tenía que estuviera leyendo artículos en su estudio, que ocultara algunos más en el congelador, que tuviera un mapa de Alemania desplegado en la salita y que se sintiera sumamente interesado en un hombre que se dirigía a Alemania para excavar en grutas olvidadas? De ahí al asesinato había un salto muy grande. Quizá Paul tuviera razón. Decidió no seguir ese camino con aquel hombre.
—Nada, teniente. Tiene usted toda la razón. No fue más que una trágica caída. Gracias por acercarse.
Rachel, sentada en su despacho, se sentía deprimida y recordaba el día en que, cuando ella contaba dieciséis años, su padre le habló por primera vez de Mauthausen, de cómo los rusos y los holandeses trabajaban en la cantera subiendo toneladas de piedra por una larga serie de angostos escalones hasta el campamento, donde otros prisioneros la cincelaban para obtener ladrillos.
Sin embargo, los judíos no tenían tanta suerte. Todos los días, algunos eran arrojados por el acantilado hacia la cantera por simple deporte. Sus gritos resonaban mientras volaban por los aires y los guardias apostaban por el número de veces que rebotarían la carne y los huesos antes de quedar silenciados por la muerte. Su padre le explicó que las SS acabaron por abolir esta práctica porque interrumpía los trabajos.
«No porque estuvieran matando a la gente», recordó Rachel, «sino porque afectaba negativamente al trabajo».
Su padre lloró aquel día, una de las pocas veces que le había visto hacerlo, y ella tampoco pudo controlarse. Su madre le había hablado acerca de las experiencias de guerra de su padre y de lo que había hecho después, pero el apenas mencionaba aquella época. Rachel siempre había sabido del tatuaje difuminado en el antebrazo derecho y se había preguntado qué significaba.
“Nos obligaban a chocarnos contra la valla electrificada. Algunos lo hacían voluntariamente, cansados de la tortura. Otros eran fusilados o ahorcados, o recibían una inyección en el corazón. El gas llegó después”.
Recordó haberle preguntado cuántos habían muerto en Mauthausen. Él le dijo sin asomo de dudas que el sesenta por ciento de los doscientos mil reclusos no llegaron a salir. Él llegó en abril de 1944. Los judíos húngaros aparecieron poco después y hasta el último de ellos murió como las ovejas: en el matadero. Él mismo había ayudado a transportar los cadáveres desde la cámara de gas hasta el horno crematorio, un ritual diario, rutinario, como sacar la basura, en palabras de los guardias. Rachel recordó cómo le habló de una noche en particular, hacia el final, en que Hermann Goring llegó al campamento vestido con un uniforme gris perla.
«El mal ambulante», lo había llamado.
Göring había ordenado el asesinato de cuatro alemanes y su padre había sido uno de los responsables de verter agua sobre sus cuerpos desnudos hasta que murieron congelados. Göring permaneció todo el tiempo impasible, frotando una pieza de ámbar mientras los interrogaba acerca de la habitación. De todo el horror que había vivido en Mauthausen, le había dicho su padre, aquella noche con Göring fue la que lo acompañaría siempre.
La que decidiría su rumbo en la vida.
Después de la guerra fue enviado a entrevistar a Göring en prisión, durante los juicios de Nuremberg.
«¿Te recordaba?», le había preguntado ella.
«Mi rostro en Mauthausen no significaba nada para él».
Pero Göring sí recordaba la noche de tortura y dijo que había admirado en gran medida a los soldados por resistir. La superioridad alemana, la raza, le aseguró. El amor que Rachel sentía por su padre se multiplicó por diez después de oírlo por fin hablar de Mauthausen. Karol Borya había soportado cosas inimaginables y su mera supervivencia era toda una hazaña. Pero era la supervivencia con la cordura intacta lo que parecía poco menos que un milagro.
Sentada en el silencio de su despacho, Rachel lloró. Aquel hombre maravilloso se había marchado. Su voz permanecería silenciosa para siempre; su amor solo sería un recuerdo. Por primera vez en su vida estaba sola. Toda la familia de sus padres había perecido en la guerra o resultaba imposible acceder a ella, perdida por Bielorrusia, completos extraños en realidad, unidos a ella únicamente por los genes. Solo quedaban sus dos hijos. Recordó cómo había terminado aquella conversación acerca de Mauthausen, veinticuatro años atrás.
«Papá, ¿llegaste a encontrar la Habitación de Ámbar?».
Él la miró con ojos afligidos. Rachel se preguntó entonces, y lo hacía ahora, si había algo que quisiera decirle. Algo que ella necesitara saber. O que quizá debiera no saber. No podía asegurarlo. Sus palabras no la ayudaron a aclarar la cuestión.
«No, mi amor».
Pero su tono le recordó a las ocasiones en que le aseguró que existían Papá Noel, los Reyes Magos y el Ratoncito Pérez. Palabras huecas que simplemente había que pronunciar. Ahora, después de leer las cartas que su padre y Danya Chapaev se habían cruzado y la nota manuscrita, Rachel estaba convencida de que allí se ocultaba mucho más. Su padre guardaba un secreto y, al parecer, desde hacía años.
Pero había muerto.
Solo quedaba uno vivo.
Danya Chapaev.
Y ella sabía lo que debía hacer.
Salió del ascensor en la planta veintitrés y se dirigió hacia las puertas forradas con el cartel que rezaba «Pridgen & Woodworth». El bufete ocupaba por completo las plantas veintitrés y veinticuatro de aquel rascacielos del centro. La división testamentaría se encontraba abajo.
Paul había empezado a trabajar allí nada más acabar la carrera. Ella había estado primero en la oficina del fiscal del distrito y después en otro bufete de Atlanta. Se conocieron once meses más tarde y se casaron dos años después. El cortejo había sido como todo lo que hacía Paul, que nunca tenía prisa pomada. Cuidadoso. Calculado. Temeroso de arriesgarse, de lanzarse a la piscina, de cometer un fallo. Había sido ella la que había propuesto el matrimonio y él había aceptado de inmediato.
Era un hombre atractivo, siempre lo había sido. No era ni duro ni audaz, solo atractivo de un modo ordinario. Y era honesto. Además de ser fiel hasta el fanatismo. Pero su inasequible dedicación a la tradición se había ido tornando fastidiosa con el tiempo. ¿Por qué no variar la cena de los domingos de vez en cuando? Filete, patatas, maíz, guisantes, rollos y té helado. Todos los domingos, durante años. No es que Paul lo exigiese, pero repetir las mismas cosas una y otra vez lo satisfacía. Al principio a ella le había gustado aquella previsibilidad. Resultaba reconfortante. Era un valor conocido que estabilizaba su propio mundo.
Hacia el final, se había convertido en un auténtico coñazo.
¿Pero por qué?
¿Tan mala era la rutina?
Paúl era un hombre bueno, decente, de éxito. Estaba orgullosa de él, aunque raramente lo había expresado. Era el siguiente en la línea para dirigir el departamento testamentario. No estaba mal en un hombre de cuarenta y un años que había necesitado dos intentos para entrar en la carrera de Derecho. Pero Paul conocía las leyes que le correspondían. No estudiaba otra cosa y se concentraba hasta en el más ínfimo de sus detalles, llegando a servir en comités legislativos. Era un experto reconocido en la materia y Pridgen & Woodworth le pagaba una buena suma para evitar que otro bufete se lo arrebatara. La firma gestionaba miles de herencias, muchas de ellas cuantiosas, y Rachel sabía que la mayoría habían llegado gracias a la reputación de Paul Cutler, conocido en todo el estado.
Atravesó las puertas y recorrió el dédalo de pasillos hasta el despacho de Paul. Había llamado antes de salir de su despacho, de modo que la esperaba. Entró directamente y cerró la puerta tras ella.
—Me marcho a Alemania —anunció.
—¿Para encontrar a Chapaev? Probablemente esté muerto. Ni siquiera respondió a la última carta de tu padre.
—Hay algo que necesito hacer.
Paul se levantó de su butaca.
—¿Por qué siempre tienes que estar haciendo algo?
—Papá sabía dónde estaba la Habitación de Ámbar. Le debo comprobar si es cierto.
—¿Le debes? —Paul había empezado a elevar el tono—. Lo que le debes es honrar su última voluntad, que establecía que te mantuvieras alejada de todo ello. Si es que hay un ello, por cierto. Mierda, Rachel, tienes cuarenta años. ¿Cuándo vas a crecer?
Ella permaneció sorprendentemente calmada, teniendo en cuenta lo mal que le sentaban aquellos sermones.
—No quiero pelear, Paul. Necesito que cuides de los niños. ¿Podrás encargarte?
—Qué típico, Rachel. Tírate al vacío. Haz lo primero que se te pase por la cabeza. No pienses. Tú hazlo.
—¿Cuidarás de los chicos?
—Si dijera que no, ¿te quedarías?
—Llamaría a tu hermano.
Paul volvió a sentarse. Su expresión era de rendición.
—Puedes quedarte en casa —le dijo ella—. Será más sencillo para los chavales. Aún están un poco agitados con lo de papá.
—Y lo estarían más si supieran lo que iba a hacer su madre. ¿Y te has olvidado de las elecciones, por cierto? Quedan menos de ocho semanas y tienes a dos rivales dejándose el culo para ganarte, y ahora con el dinero de Marcus Nettles.
—Que le den a las elecciones. Que se quede Nettles con el puto juzgado. Esto es más importante.
—¿Qué es más importante? Ni siquiera sabemos de qué estamos hablando. ¿Y qué hay de tus causas pendientes? ¿Te crees que puedes levantarte y marcharte?
Rachel le concedió dos puntos por el buen intento, pero aquello no iba a desanimarla.
—El jefe del juzgado lo ha entendido. Le dije que necesitaba algún tiempo para reponerme. Hace dos años que no me cojo vacaciones. Me deben muchos días.
Paul negó con la cabeza.
—Te largas a Baviera a la absurda búsqueda de un hombre que probablemente esté muerto, para buscar algo que probablemente se haya perdido para siempre. No eres la primera en buscar la Habitación de Ámbar. Hay gente que ha dedicado toda su vida a buscarla, sin obtener resultado.
Ella no pensaba ceder.
—Papá sabía algo importante. Lo siento. Este Chapaev podría saberlo también.
—Estás soñando.
—Y tú eres patético.
Lamentó al instante tanto las palabras como el tono. No había necesidad de herirlo.
—Voy a ignorar eso porque sé que estás muy afectada —dijo él lentamente.
—Me marcho mañana por la noche en un vuelo a Munich. Necesito una copia de las cartas de mi padre y de los artículos de su archivo.
—Te los llevaré de vuelta a casa. —Su voz traslucía una absoluta resignación.
—Te llamaré desde Alemania para decirte dónde me alojo. —Se dirigió hacia la puerta—. Mañana tienes que recoger a los niños en la guardería.
—Rachel…
Ella se detuvo, pero no se volvió.
—Ten cuidado.
Abrió la puerta y se marchó.