Atlanta, Georgia
Martes, 13 de mayo
Karol Borya fue enterrado a las once de una mañana de primavera encapotada y fría, impropia de mayo. El funeral fue muy concurrido. Paul ofició la ceremonia y presentó a tres viejos amigos de Borya, que ofrecieron conmovedores discursos. Después, también él pronunció algunas palabras.
Rachel estaba sentada delante, con María y Brent a su lado. Presidía el mitrado de la Iglesia ortodoxa de St. Methodius, de la que Karol era parroquiano. Fue una ceremonia pausada, bañada en lágrimas y acompañada por las interpretaciones que el coro hizo de la música de Chaikovski y Rachmaninov. El enterramiento se produjo en el cementerio ortodoxo adyacente a la iglesia, una tierra ondulada de arcilla roja y hierba que recibía la sombra de numerosos sicómoros. Cuando el ataúd fue introducido en la fosa, las palabras del sacerdote resonaron con el poder de la verdad: «Polvo eres y en polvo te convertirás».
Aunque Borya había adoptado por completo la cultura norteamericana, siempre había conservado una conexión religiosa con su patria y se había adherido de forma estricta a la doctrina ortodoxa. Paul no recordaba a su exsuegro como un hombre especialmente devoto, solo como alguien que creía solemnemente, y que había convertido esa creencia en una vida bondadosa. El anciano había mencionado muchas veces que le gustaría ser enterrado en Bielorrusia, entre los bosques de abedules, las tierras pantanosas y las colinas cubiertas de lino azul. Sus padres, hermanos y hermanas yacían en fosas comunes cuya localización exacta había muerto junto a los oficiales de las SS y los soldados alemanes que los habían asesinado. Paul pensó en hablar con alguien del Departamento de Estado sobre la posibilidad de un entierro en el extranjero, pero Rachel rechazó la idea y dijo que quería tener cerca a su padre y a su madre. También insistió en que la reunión posterior al funeral tuviera lugar en su propia casa y, durante más de dos horas, más de setenta personas no dejaron de entrar y salir. Los vecinos proporcionaron la comida y la bebida. Rachel habló educadamente con todo el mundo, aceptó las condolencias y expresó su agradecimiento.
Paul la observaba con atención. Parecía estar soportándolo bien. Alrededor de las dos de la tarde, desapareció en la planta alta. La encontró en el dormitorio que ambos habían compartido, sola. Hacía algún tiempo ya que no había pisado aquel cuarto.
—¿Estás bien? —le preguntó.
Ella estaba sentada al borde de la cama con dosel y miraba la alfombra. Tenía los ojos hinchados de llorar. Paul se acercó.
—Sabía que este día tenía que llegar —dijo—. Ahora que los dos se han ido… Recuerdo cuando murió mamá. Creí que iba a ser el fin del mundo. No alcanzaba a entender por qué se la habían llevado.
Paul se había preguntado a menudo cuál era el origen de la actitud antirreligiosa de ella: resentimiento hacia un dios supuestamente misericordioso que privaba de forma tan cruel a una muchacha de su madre. Paul quería decírselo, consolarla, explicarle que la quería y que nunca dejaría de quererla. Pero se quedó quieto y luchó por contener las lágrimas.
—Mamá me leía constantemente. Es raro, pero lo que más recuerdo de ella es su voz. Su voz, tan amable. Y las historias que contaba… Apolo y Dafne. Las batallas de Perseo. Jasón y Medea. A los demás niños les contaban cuentos de hadas. —Sonrió débilmente—. A mí me contaban mitología.
Aquel comentario había supuesto una de las raras ocasiones en que ella mencionaba algo concreto sobre su niñez. No era un tema que a ella le gustara y en el pasado ya le había dejado claro que consideraba una intrusión cualquier pregunta al respecto.
—¿Por eso lees a los chicos esa clase de cosas?
Rachel se limpió las lágrimas de la mejilla y asintió.
—Tu padre era un buen hombre. Lo quería mucho.
—Aunque lo nuestro no funcionara, siempre te vio como a un hijo. Me dijo que siempre sería así. —Lo miró—. Su mayor deseo era que volviéramos a estar juntos.
Y también lo era el de él, pero Paul no dijo nada.
—Tú y yo no hacíamos más que pelear —dijo Rachel—. Somos dos personas tercas.
Paul sintió la necesidad de responder ante aquello.
—No era lo único que hacíamos.
Rachel se encogió de hombros.
—En casa siempre fuiste el optimista.
Paul reparó en la fotografía familiar que había sobre la cómoda. Se la habían sacado un año antes del divorcio. ÉL Rachel y los niños. También había una fotografía de la boda, similar a la de abajo.
—Siento lo del otro martes por la noche —dijo ella—. Lo que dije cuando te marchaste. Ya sabes cómo me funciona la boca.
—No debería haberme entrometido. Lo que sucediera con Nettles no es asunto mío.
—No, tienes razón. Me excedí en mi reacción con él. Este temperamento no deja de meterme en líos. —Se limpió algunas lágrimas—. Tengo mucho que hacer. Este verano va a ser complicado. No había pensado en una carrera con oposición. Y ahora esto.
Paul no quiso poner voz a lo evidente: si fuera un poco más diplomática, quizá los abogados que se presentaban ante ella no se sintieran tan amenazados.
—Oye, ¿podrías encargarte tú de la herencia de papá? Yo ahora mismo no me veo con fuerzas.
Paul se acercó y le dio un débil apretón en el hombro. Ella no se resistió al gesto.
—Claro.
Rachel levantó la mano hacia la de él. Era la primera vez que se tocaban en muchos meses.
—Confío en ti. Sé que harás las cosas bien. Él hubiera querido que te encargaras tú de todo. Te respetaba.
Retiró la mano.
Paul hizo lo propio y empezó a pensar como un abogado. Necesitaba cualquier cosa para apartar su mente de aquella situación.
—¿Sabes dónde puede estar su testamento?
—Mira por la casa. Probablemente esté en el estudio. O podría estar en el banco, en su caja de seguridad. No lo sé. Tengo la llave.
Se acercó al aparador. ¿La Reina de Hielo? No para él. Paul recordó su primer encuentro, doce años atrás, en una reunión del Colegio de Abogados de Atlanta. Él era entonces un callado socio de primer año en Pridgen & Woodworth. Ella, una agresiva ayudanta del fiscal del distrito. Salieron durante dos años antes de que ella sugiriera al fin la posibilidad de casarse. Al principio habían sido felices y los años pasaron rápidamente. ¿Qué salió mal? ¿Por qué no podían las cosas volver a ser como antes? Quizá ella tuviera razón. Quizá estuvieran mejor como amigos que como amantes.
Pero esperaba que no fuera así.
Aceptó la llave de la caja de seguridad que ella le ofrecía.
—No te preocupes, Rach. Yo me encargaré de todo.
Dejó la casa de Rachel y se dirigió directamente hacia la de Karol Borya. Tardó menos de media hora en atravesar una combinación de bulevares comerciales atestados y caóticas calles vecinales.
Estacionó en el camino de entrada de la casa y vio el Oldsmobile de Borya en el garaje. Rachel le había dado la llave de la casa y abrió la puerta principal. Su mirada se vio atraída de inmediato hacia el suelo del vestíbulo y después hacia la barandilla de la escalera; algunos de sus barrotes se habían partido y otros sobresalían en ángulos extraños. Los escalones de roble no mostraban señal alguna de impacto, pero la policía había dicho que el anciano se había golpeado con uno y que después había caído dando tumbos hasta morir. Su viejo cuello de ochenta y un años se había roto en el proceso. La autopsia confirmó las heridas y la causa aparente.
Un trágico accidente.
Allí de pie, rodeado por el silencio y la quietud, se vio atravesado por una extraña combinación de arrepentimiento y tristeza. Siempre había disfrutado al acudir a aquella casa a hablar de arte y de los Braves. Ahora el anciano se había marchado. Otro vínculo más con Rachel que quedaba roto. Pero también era un amigo el que había partido. Borya había sido como un padre para él. Se habían acercado especialmente después de la muerte de sus padres. Borya y su consuegro habían sido buenos amigos, unidos como estaban por el mundo del arte. Recordó a los dos hombres y se le encogió el corazón.
Hombres buenos que habían desaparecido para siempre.
Decidió seguir el consejo de Rachel y mirar primero arriba, en el estudio. Sabía que el testamento existía. Él mismo había realizado el borrador hacía algunos años y dudaba que Borya lo hubiera llevado a cualquier otro abogado para modificar la redacción. Sin duda había un ejemplar en la empresa, en el archivo de jubilados, y de ser necesario, podría usar ése. Pero el original superaría mucho más rápidamente todos los trámites legales.
Subió las escaleras y registró el estudio. Había artículos de revistas sobre el sillón y algunos dispersos por la alfombra. Hojeó las páginas. Todos ellos estaban relacionados con la Habitación de Ámbar. Borya había hablado muchas veces de aquella reliquia a lo largo de los años y a Paul le habían parecido las palabras de un ruso blanco que añoraba ver el tesoro restaurado en el Palacio de Catalina. Sin embargo, no había llegado a comprender la intensidad del interés de aquel hombre, que aparentemente lo había llevado a coleccionar artículos y recortes que en algunos casos se remontaban treinta años en el tiempo.
Revisó los cajones del escritorio y los archivadores, pero no encontró el testamento.
Miró en las estanterías. A Borya le encantaba leer. Homero, Hugo, Poe y Tolstoi se alineaban en las estanterías, junto a un volumen de cuentos de hadas rusos, un ejemplar de las Histories de Churchill y otro encuadernado en cuero de las Metamorfosis de Ovidio. Parecía que también le gustaban los escritores sureños, ya que las obras de Flannery O’Connor y Katherine Anne Porter formaban parte de su colección.
Su mirada se vio atraída hacia el banderín en la pared. El anciano lo había comprado en un quiosco de Centennial Park, durante las olimpiadas. Un caballero plateado a lomos de un caballo sobre sus cuartos traseros, el hombre con la espada desenvainada y una cruz dorada de seis puntas adornando el escudo. El campo era de color rojo sangre, el símbolo del valor y el coraje según había dicho Borya, bordeado en blanco para encarnar la libertad y la pureza. Se trataba del emblema nacional de Bielorrusia, un desafiante icono de determinación.
El propio Borya era muy similar.
Le habían encantado las olimpiadas. Habían acudido a varias competiciones y allí estuvieron cuando Bielorrusia ganó la medalla en remo femenino. Su nación se hizo con otras catorce medallas (seis de plata y ocho de bronce en disco, heptatlón, gimnasia y lucha) y Borya se sintió orgulloso de todas y cada una de ellas. Aunque era estadounidense por osmosis, no había duda de que su suegro seguía siendo un ruso blanco de corazón.
Paul volvió abajo y registró cuidadosamente los cajones y armarios, aunque no dio con lo que buscaba. El mapa de Alemania seguía desplegado sobre la mesilla de café. Allí estaba también el USA Today que le había dado a Borya.
Se dirigió hacia la cocina y la registró con la extraña esperanza de que allí hubiera guardado los papeles importantes. Una vez se había hecho cargo del caso de una mujer que guardaba el testamento en el congelador, así que en un acceso absurdo abrió las puertas dobles del refrigerador. Le sorprendió ver una carpeta junto a la máquina del hielo.
La sacó y la abrió. Estaba muy fría.
Más artículos acerca de la Habitación de Ámbar. Algunos se remontaban a los años 40 y 50, pero había otros de hacía apenas dos años. Se preguntó qué estarían haciendo en el congelador. Decidió que en aquel momento era más importante dar con el testamento, de modo que se quedó con la carpeta y se dirigió al banco.
El cartel que anunciaba el Georgia Citizens Bank en Carr Boulevard marcaba las tres y veintitrés de la tarde cuando entró en el estacionamiento atestado. Desde que había trabajado allí antes de entrar en Derecho, siempre había tenido cuenta en el banco.
El director, un hombre ratonil con cada vez menos pelo, se negó en un primer momento a acceder a la caja de seguridad de Borya. Después de una rápida llamada telefónica a su despacho, la secretaria de Paul envió por fax una carta de representación que Paul firmó, con lo que atestiguaba que era el encargado de la herencia del fallecido Karol Borya. La carta pareció satisfacer al director. Al menos, en caso de que apareciera un heredero quejándose por encontrar vacía la caja de seguridad, tendría algo que enseñarle.
La ley de Georgia incluía una provisión específica que permitía a los representantes de herencias acceder a las cajas de seguridad con el fin de buscar testamentos. Paul había hecho uso de dicha ley en numerosas ocasiones y casi todos los directores de sucursal estaban familiarizados con la provisión. Sin embargo, de vez en cuando surgía alguna dificultad.
El hombre lo condujo hasta la cámara y las hileras de casilleros de acero inoxidable. La posesión de la llave número cuarenta y cinco pareció confirmar la autenticidad de todo el procedimiento. Paul sabía que la ley requería que el director se quedara, revisara los contenidos y anotase con exactitud quién se llevaba qué. Abrió la caja y deslizó el estrecho rectángulo con el chirrido del metal contra el metal.
Dentro había un único fajo de papeles unido con goma elástica. Uno de los documentos tenía pastas azules y Paul reconoció de inmediato el testamento que había escrito hacía años. Junto a él había más de una decena de sobres blancos. Los revisó por encima. Todas eran cartas de un tal Danya Chapaev dirigidas a Borya. Plegadas cuidadosamente, en el fajo había también copias de cartas de Borya dirigidas a Chapaev. Todas las misivas estaban escritas en inglés. El último documento era un sobre blanco liso, sellado, con el nombre de Rachel escrito con tinta azul.
—Las cartas y este sobre están unidos al testamento. Es evidente que el señor Borya pretendía que se trataran como una unidad. No hay nada más en la caja. Me lo llevo todo.
—Se nos ha instruido que en situaciones así solo debemos desprendernos del testamento.
—Todo estaba en un único paquete. Estos sobres pueden estar relacionados con el testamento. La ley estipula que puedo llevármelos.
El director titubeó.
—Tendré que llamar al despacho legal general para que me den el visto bueno.
—¿Qué problema hay? No hay queja posible. Yo escribí este testamento. Sé lo que dice. La única heredera del señor Borya era su hija. Yo estoy aquí en su nombre.
—Da igual, tengo que consultarlo con nuestro abogado.
Paul ya se había cansado.
—Hágalo. Dígale a Cathy Holden que Paul Cutler está en su banco aguantando las gilipolleces de alguien que demuestra a todas luces desconocer la ley. Dígale que si tengo que ir al juzgado a conseguir una orden que me permita llevarme lo que podría coger ahora mismo, el banco tendrá que compensarme los doscientos veinte dólares la hora que pienso exigir por las molestias.
El director pareció considerar aquellas palabras.
—¿Conoce a nuestra consejera general?
—Antes trabajaba para ella.
El director ponderó su predicamento en silencio.
—Lléveselos —dijo por fin—. Pero firme aquí.