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Domingo, 11 de mayo, 8:35

Rachel giró el volante para embocar el camino de entrada a la casa de su padre. El cielo de aquella mañana de mediados de mayo era de un azul incitador. La puerta del garaje estaba levantada y el Oldsmobile descansaba fuera. Su carrocería marrón estaba salpicada por el rocío. Aquella visión resultaba extraña, ya que su padre solía estacionar el coche dentro.

La casa había cambiado poco desde su niñez. Ladrillo rojo, alero blanco, cubierta de pizarra negra. Las magnolias y cornejos delante, plantados hacía ya veinte años, cuando llegó la familia, ahora se elevaban altos y frondosos junto a los acebos y enebros que rodeaban las fachadas principal y laterales. Los postigos mostraban su edad y el añublo avanzaba lentamente por el ladrillo. El exterior necesitaba atención. Decidió hablar al respecto de ello con su padre.

Detuvo el coche y los chicos salieron disparados hacia la puerta trasera.

Rachel comprobó el coche de su padre. No estaba cerrado con llave. Sacudió la cabeza. Aquel hombre se negaba a cerrar nada. El Constitution del día estaba en el camino de entrada. Se acercó a él y lo recogió, antes de recorrer el camino de hormigón hacia la zona trasera. María y Brent estaban en el patio, llamando a Lucy.

La puerta de la cocina tampoco tenía la llave echada. La luz sobre el fregadero estaba encendida. Su padre era totalmente despistado con las llaves, pero se obsesionaba con las luces y solo las encendía cuando era absolutamente necesario. No había duda de que antes de irse a dormir la habría apagado.

—¿Papá? ¿Estás ahí? —llamó—. ¿Cuántas veces tengo que decirte que eches la llave de la puerta?

Los chicos llamaron a Lucy antes de abrir la puerta basculante y dirigirse hacia el comedor y la salita.

—¿Papá? —Su voz se hacía cada vez más fuerte.

María regresó corriendo a la cocina.

—El abu está dormido en el suelo.

—¿Qué quieres decir?

—Que está dormido en el suelo, junto a las escaleras.

Rachel llegó corriendo al vestíbulo. El extraño ángulo del cuello le indicó al instante que no estaba dormido.

—Bienvenido al High Museum of Art —decía el recepcionista a cada una de las personas que atravesaban las amplias puertas de cristal—. Bienvenido, bienvenida. —La gente pasaba en ordenada fila a través del torno. Paul aguardaba su turno.

—Buenos días, señor Cutler —dijo el hombre—. No tenía por qué esperar. ¿Por qué no se ha acercado?

—Eso no sería justo, señor Braun.

—Ser miembro del Consejo debería tener algún privilegio, ¿no cree?

Paul sonrió.

—Puede ser. ¿Me está esperando un reportero? Había quedado con él a las diez.

—Sí. Lleva desde la hora de apertura en la galería principal.

Paul se dirigió hacia allí. Sus zapatos de cuero repicaban contra el terrazo resplandeciente. El atrio de cuatro plantas estaba abierto hasta el techo y unas rampas semicirculares se ceñían a las altísimas paredes. La gente subía y bajaba por ellas sin cesar, y en el aire flotaba un constante murmullo de fondo.

Paul no concebía mejor modo de pasar una mañana de domingo que visitar el museo. Nunca le había gustado acudir a los servicios religiosos. No es que no fuera creyente, pero admirar los logros reales del nombre le parecía más satisfactorio que cavilar acerca de un ser omnipotente. Rachel era de la misma opinión. Paul se preguntaba a menudo si aquella relajada actitud hacia la religión afectaría a María y a Brent. Quizá los chicos necesitaran verse expuestos a ciertas ideas, había dicho él una vez. Pero Rachel no estuvo de acuerdo. «Que saquen sus propias ideas a su debido tiempo». Ella tenía firmes ideas contrarias a la religión.

Otra más de sus discusiones.

Llegó a la galería principal, cuyos lienzos eran una emocionante muestra de lo que esperaba en el resto del edificio. El periodista, un hombre delgaducho y de aspecto nervioso, barba desarreglada y la bolsa de una cámara colgada al hombro derecho, se encontraba frente a un gran óleo.

—¿Es usted Gale Blazek?

El joven se volvió y asintió.

—Paul Cutler. —Se dieron la mano y Paul señaló la pintura—. Encantador, ¿no cree?

—Tengo entendido que es el último de Del Sarto —respondió el reportero.

Paul asintió.

—Tuvimos la suerte de que un coleccionista privado nos lo prestara durante una temporada, junto con otros lienzos estupendos. Están en la segunda planta, con los demás italianos de los siglos XIV y XVIII.

—Los visitaré antes de marcharme.

Paul se fijó en el enorme reloj de pared. Las diez y cuarto de la mañana.

—Siento haberme retrasado. ¿Por qué no damos un paseo mientras me hace sus preguntas?

El hombre sonrió y sacó una minigrabadora de la mochila. Empezaron a caminar por la amplia galería.

—Pues me gustaría ir al grano. ¿Cuánto tiempo lleva en el Consejo del museo? —preguntó el reportero.

—Hace ya nueve años.

—¿Es usted coleccionista?

Paul sonrió.

—En absoluto. Solo poseo algunos óleos pequeños y alguna acuarela. Nada importante.

—Me han contado que su talento está en la organización. La administración tiene una gran opinión de usted.

—Me encanta el trabajo de voluntariado. Este lugar es muy especial para mí.

Un ruidoso grupo de adolescentes llegó en tromba desde la entreplanta.

—¿Ha recibido alguna educación artística?

Paul negó con la cabeza.

—Lo cierto es que no. Saqué una licenciatura en Ciencias Políticas en Emory y realicé algunos cursos de postgrado en Historia del Arte. Pero entonces descubrí a qué se dedican en realidad los historiadores del arte y me metí en Derecho. —Se dejó el asunto de que no fuera aceptado al primer intento. No era cuestión de vanidad: pensaba que, después de trece años, el asunto ya no tenía la menor importancia.

Rodearon a dos mujeres que admiraban un lienzo de María Magdalena.

—¿Qué edad tiene? —preguntó el reportero.

—Cuarenta y uno.

—¿Casado?

—Divorciado.

—Como yo. ¿Qué tal lo lleva?

Paul se encogió de hombros. No tenía el menor sentido realizar comentarios al respecto durante una entrevista grabada.

—Lo llevo.

En realidad, el divorcio significaba un austero apartamento de dos dormitorios y cenas en soledad o con socios profesionales, salvo por las dos noches a la semana en que comía con los niños. Su vida social se limitaba a las actividades del Colegio de Abogados, único motivo por el que servía en tantos comités, algo que ocupaba su tiempo libre y los fines de semana en que no tenía a los niños. Rachel no ponía problemas con las visitas. Podía ir siempre que quisiera, en realidad. Pero Paul no quería interferir en la relación de ella con los chicos y comprendía la importancia de seguir con coherencia el programa establecido.

—¿Querría describirse?

—¿Disculpe?

—Es algo que pido a toda la gente a la que entrevisto. Se hacen el perfil mucho mejor que yo. ¿Quién va a conocerlo mejor que usted mismo?

—Cuando el administrador me pidió que le concediera esta entrevista y le enseñara el lugar, supuse que se trataba de un artículo acerca del museo, no de mí.

—Y así es. Saldrá en la revista Constitution del domingo que viene. Pero el editor también quiere algunos recuadros laterales con información sobre la gente clave. Sobre las personalidades que se esconden tras las exposiciones.

—¿Y qué hay de los encargados?

—El administrador dice que es usted un verdadero puntal. Alguien en quien puede confiar ciegamente.

Paul se detuvo. ¿Cómo podía describirse? ¿Uno setenta y ocho de estatura, pelo y ojos castaños, con el cuerpo de quien corre cinco kilómetros diarios? No.

—¿Qué tal un tipo con una cara normal, un cuerpo normal y una Personalidad normal? Alguien en quien confiar. La clase de tipo con quien te gustaría estar si te vieras atrapado en una trinchera.

—¿La clase de tipo que se asegura de que tus posesiones se repartan como corresponde cuando ya no estás?

Paul no había hecho comentario alguno acerca de su trabajo como legalizador de testamentos. Era evidente que el reportero había hecho los deberes.

—Algo así.

—Ha mencionado las trincheras. ¿Ha estado en el ejército?

—La llamada a filas me pilló demasiado joven. Post-Vietnam y todo eso.

—¿Cuánto tiempo lleva ejerciendo?

—Como sabe que soy abogado legalizador, asumo que también sabe cuánto tiempo llevo en esta profesión.

—La verdad es que se me olvidó preguntarlo.

Una respuesta honesta. Bien.

—Llevo ya trece años en Pridgen & Woodworth.

—Sus colegas hablan muy bien de usted. Hablé con ellos el viernes.

Paul enarcó una ceja asombrado.

—Nadie me lo ha comentado.

—Les pedí que no lo hicieran. Al menos hasta después de hoy. Quería que nuestra charla fuera espontánea.

Llegaron más visitantes. La galería empezaba a llenarse y a resultar ruidosa.

—¿Por qué no vamos a la Galería Edward? Hay menos gente. Tenemos expuestas algunas esculturas excelentes.

Abrió el camino por la entreplanta. La luz del sol caía sobre las pasarelas desde los amplios y gruesos ventanales que se abrían en el edificio, blanco como la porcelana. La pared norte estaba ocupada por un gigantesco dibujo a tinta. Desde la cafetería abierta les llegaba el aroma del café y las almendras.

—Es magnífico —dijo el reportero mientras echaba un vistazo alrededor—. ¿Cómo lo denominó el New York Times? ¿«El mejor museo que ninguna ciudad haya construido en una generación»?

—Nos sentimos muy complacidos con el entusiasmo del periódico. Nos ayudó a llenar las paredes. Después de aquello, los donantes empezaron a sentirse cómodos con nosotros.

Delante de ellos, en el centro del atrio, se alzaba un monolito de granito rojo pulimentado. Paul se dirigió instintivamente hacia él. Nunca pasaba por allí sin detenerse un momento. El periodista lo siguió. En la piedra había grabada una lista con veintinueve nombres. Su mirada siempre se dirigía hacia el centro.

YANCY CUTLER

4 de junio de 1936 - 23 de octubre de 1998

Jurista abnegado

Mecenas de las artes

Amigo del museo

MARLENE CUTLER

14 de mayo de 1938 - 23 de octubre de 1998

Esposa devota

Mecenas de las artes

Amiga del museo

—Su padre era miembro del Consejo, ¿no? —preguntó el joven.

—Sirvió durante treinta años. Ayudó a conseguir los fondos para el edificio. Mi madre también participó de forma activa.

Guardó silencio, reverente como siempre. Era el único monumento que existía en recuerdo de sus padres. El avión había estallado mar adentro. Veintinueve personas muertas. Todo el Consejo de dirección del museo, sus cónyuges y varios empleados. No se encontró ningún cuerpo. Tampoco hubo más explicación del suceso que una escueta conclusión de las autoridades italianas sobre la responsabilidad de un grupo terrorista separatista. Se presumía que el objetivo del atentado era el ministro italiano de Cultura, que se encontraba a bordo. Yancy y Marlene Cutler simplemente estaban en el lugar equivocado, en el momento equivocado.

—Eran buenas personas —dijo Paul—. Todos los echamos de menos.

Se volvió para guiar al reportero hacia la Galería Edwards, pero una guardia se dirigía hacia ellos desde el atrio.

—Señor Cutler, espere, por favor. —La mujer se acercó apresuradamente con expresión preocupada—. Acabamos de recibir una llamada para usted. Lo siento mucho. Su exsuegro ha muerto.