15

Suzanne Danzer observó a través de la ventana y oyó claramente cómo Knoll partía el cuello del anciano. Vio cómo el cuerpo quedaba laxo, con la cabeza vuelta en un ángulo antinatural.

Después, Knoll arrojó el cuerpo a un lado y le propinó una patada en el pecho.

Había logrado capturar el rastro de su rival esa mañana, después de llegar a Atlanta en un vuelo procedente de Praga. Las acciones del alemán habían sido previsibles hasta ese momento. Lo había localizado mientras Knoll realizaba una misión de exploración del vecindario. Cualquier adquisidor competente estudiaba siempre el escenario antes de actuar, para asegurarse de que la pista seguida no se tratara de una trampa.

Y si algo era Knoll, era bueno en su trabajo.

El alemán se había quedado casi todo el día en el centro, en su hotel, y ella lo había seguido durante su primera visita a Borya. Pero en vez de regresar al hotel, Knoll había esperado en un coche, a tres manzanas de la casa, y tras oscurecer había rehecho sus pasos. Suzanne lo había visto entrar por la puerta trasera, que aparentemente estaba cerrada sin llave porque el picaporte había funcionado al primer intento.

Resultaba evidente que el viejo no se había mostrado colaborador. El temperamento de Knoll era legendario. Había arrojado a Borya por las escaleras con el gesto despreocupado que uno usaría para tirar un papel a la papelera y luego le había quebrado el cuello con aparente placer. Suzanne respetaba los talentos de su adversario y sabía del estilete que ocultaba en el antebrazo, y de su habilidad y disposición para emplearlo.

Pero ella tampoco carecía de talentos.

Knoll se incorporó y miró a su alrededor.

La posición ventajosa ofrecía a Suzanne una visión clara. Vestía un moño negro y un gorro del mismo color que ocultaba su cabello rubio y la ayudaba a fundirse con la noche. La habitación a la que se abría la ventana, un vestíbulo de entrada, estaba a oscuras.

¿Habría sentido su presencia?

Suzanne se encogió bajo el alféizar y se ocultó entre los altos acebos que rodeaban la casa, cuidándose de las hojas espinosas. La noche era cálida. El sudor le cubría la frente en el borde elástico del gorro. Se retiró con cautela y vio cómo Knoll desaparecía escaleras arriba. Regresó seis minutos más tarde con las manos vacías, la chaqueta de nuevo alisada, la corbata perfecta. Lo vio inclinarse y comprobar el pulso de Borya, tras lo que se dirigió hacia la parte trasera de la casa. Unos segundos más tarde, Suzanne oyó que una puerta se abría y cerraba.

Aguardó diez minutos antes de arrastrarse hacia la zona posterior. Con las manos enguantadas, accionó el picaporte y entró. El olor del antiséptico y de la vejez inundaba el aire. Atravesó la cocina y se dirigió hacia el vestíbulo.

Cuando llegó al comedor, un gato se cruzó de repente en su camino. Se detuvo con el corazón a punto de salírsele del pecho y maldijo a la criatura.

Inspiró profundamente y entró en el salón.

La decoración no había cambiado desde su última visita, tres años atrás. El mismo sofá tapizado a mano y de color arena, el reloj de péndulo en la pared, las lámparas de hierro Cambridge. Al principio le habían intrigado las litografías de la pared. Se había preguntado si alguna sería original, pero una inspección cuidadosa le había revelado en su anterior visita que todas eran copias. Se había colado una noche tras marcharse Borya, pero su búsqueda no había revelado más información sobre la Habitación de Ámbar que algunos recortes de revistas y periódicos. Nada de valor. Si Karol Borya conocía algo interesante acerca de la cámara, desde luego no lo había puesto por escrito, o al menos no conservaba esa información en la casa.

Pasó junto al cuerpo tendido y subió las escaleras. Otra inspección rápida en el estudio no reveló más que Borya parecía haber estado leyendo recientemente información acerca de la Habitación de Ámbar. Había varios artículos sobre la misma silla marrón claro que recordaba.

Volvió abajo sigilosamente.

El anciano yacía boca abajo. Le buscó el pulso. Nada.

Bien.

Knoll le había ahorrado el esfuerzo.