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Atlanta, Georgia

Sábado, 10 de mayo, 18:50

Karol Borya se acomodó en la otomana y volvió a leer el artículo que siempre consultaba cuando necesitaba recordar los detalles. Había aparecido en octubre de 1972, en Internacional Art Review. Lo había encontrado en uno de sus habituales viajes al centro, a la biblioteca de la Georgia State University. Fuera de Alemania y Rusia, los medios habían mostrado poco interés en la Habitación de Ámbar. Desde la guerra apenas si se habían impreso veinte reseñas en inglés, en su mayoría refritos de hechos históricos o una reflexión sobre la teoría más reciente del momento acerca de lo que podría haber sucedido. Le encantaba el modo en que comenzaba el artículo, una cita de Robert Browning que desde su primera lectura estaba subrayada con tinta azul: «De repente, como sucede con las cosas extrañas, desapareció».

Aquella observación era de particular relevancia al hablar de la Habitación de Ámbar. No se la había visto desde 1945 y su historia estaba marcada por los conflictos políticos, la muerte y la intriga.

La idea procedía de Federico I de Prusia, un hombre complicado que había vendido su voto como elector del regente del Sacro Imperio Romano Germánico para asegurarse una corona hereditaria propia. En 1701 encargó la construcción de unos paneles de ámbar para un estudio en su palacio de Charlottenburg. Federico se divertía todos los días con sus trebejos de ajedrez, sus candelabros y sus lámparas, todo ello elaborado en ámbar. Bebía cerveza en jarras de ámbar y fumaba en pipas cuya boquilla era del mismo material. ¿Por qué no un estudio forrado del suelo al techo con paneles tallados de ámbar? De modo que encargó al arquitecto de su corte, Andreas Schülter, que construyera tamaña maravilla.

El contrato original recayó en Gottfried Wolffram, pero en 1707 Ernst Schact y Gottfried Turau reemplazaron al danés. Schact y Turau trabajaron a lo largo de cuatro años, buscando meticulosamente por toda la costa báltica ámbar para joyería. Aquella región llevaba siglos produciendo toneladas de dicha sustancia, tanta que Federico había llegado a instruir destacamentos enteros de soldados en su obtención. Con el tiempo se rebanaron todos los toscos pedazos hasta conseguir láminas no más gruesas de cinco milímetros, que fueron después pulimentadas y calentadas para alterar su color. Después, las piezas fueron dispuestas como un rompecabezas hasta crear un mosaico sobre paneles decorados con motivos florales, rollos de pergamino y símbolos heráldicos. Cada panel incluía un relieve del escudo de armas prusiano, un águila coronada de perfil, y estaba forrado de plata por el otro lado para aumentar su brillo.

La cámara se completó parcialmente en 1712 y fue entonces cuando Pedro el Grande de Rusia la visitó y admiró su factura. Un año más tarde, Federico I murió y fue sucedido por su hijo, Federico Guillermo I. Como es el caso muchas veces, Federico Guillermo odiaba todo cuanto su padre amaba. Como no albergaba deseo alguno de gastar más dinero de la Corona en el capricho de su progenitor, ordenó que los paneles de ámbar fueran desmantelados y embalados.

En 1716, Federico Guillermo firmó una alianza rusoprusiana con Pedro el Grande contra Suecia. Para conmemorar el tratado, los paneles de ámbar fueron ceremoniosamente ofrecidos a Pedro y transportados a San Petersburgo el enero siguiente. Pedro, más preocupado con la construcción de la armada rusa que con el coleccionismo de arte, se limitó a almacenarlos. Pero, en señal de gratitud, devolvió el cumplido con doscientos cuarenta y ocho soldados, un torno y una copa de vino tallada por él mismo. Incluidos entre los soldados había cincuenta y cinco de sus más altos guardias, en reconocimiento a la pasión que el rey prusiano sentía hacia los guerreros altos.

Treinta años pasaron antes de que la emperatriz Isabel, la hija de Pedro, pidiera a Rastrelli, su arquitecto de la corte, que mostrara los paneles en un estudio del Palacio de Invierno en San Petersburgo. En 1755 ordenó que fueran transportados al palacio de verano de Tsarskoe Selo, a cincuenta Kilómetros al sur de San Petersburgo, y que fueran instalados en lo que llegaría a conocerse como el Palacio de Catalina.

Allí fue donde se perfeccionó la Habitación de Ámbar.

A lo largo de los siguientes veinte años, a los treinta y seis metros cuadrados de paneles de ámbar originales se añadieron cuarenta y ocho más, en su mayoría decorados con el blasón de los Romanov y elaborados motivos. Esta ampliación se hizo necesaria porque las paredes de diez metros de altura del Palacio de Catalina eran mucho más altas que la cámara original. El rey prusiano incluso contribuyó a la creación con el envío de otro panel, éste con un bajorrelieve del águila bicéfala de los zares rusos. En definitiva se labraron ochenta y seis metros cuadrados de ámbar. Las paredes terminadas estaban salpicadas de delicadas figurillas, motivos florales, tulipanes, rosas, conchas marinas, monogramas y rocallas, todo ello en resplandecientes tonos pardos, rojizos, amarillos y anaranjados. Rastrelli enmarcó cada uno de los paneles en un cartouche de boiserie de estilo Luis XV que los separaba verticalmente en parejas de estrechas pilastras espejadas y adornadas con candelabros de bronce, todo ello dorado, para fundirse con el ámbar.

El centro de cuatro de los paneles estaba salpicado con exquisitos mosaicos florentinos elaborados en jaspe y ágata, y enmarcados en bronce bruñido. Se añadió un mural a modo de techo, junto con una intrincada tarima grabada de roble, arce, sándalo, palisandro, nogal y caoba, tan magnífica en sí misma como las paredes que la rodeaban.

Cinco maestros de Königsberg habían trabajado hasta 1770, año en que la cámara fue declarada terminada. La emperatriz Isabel estaba tan encantada que usaba a menudo aquel espacio para impresionar a los embajadores extranjeros. También sirvió como kunstkammer, un gabinete de curiosidades para ella y para los zares posteriores, el lugar en que se mostraban los tesoros reales. Para 1765 eran setenta los objetos de ámbar que decoraban la estancia: cofres, candelabros, cajas de rapé, fuentes, cuchillos, tenedores, crucifijos y tabernáculos. El último añadido se produjo en 1913: una corona de ámbar sobre un cojín, una pieza adquirida por el zar Nicolás II.

Increíblemente, los paneles sobrevivieron intactos a ciento setenta años y a la revolución bolchevique. Se realizaron tareas de restauración en 1760, 1810, 1830, 1870, 1918, 1935 y 1938. Se había programado una extensa restauración en los años cuarenta del siglo XX, pero el 22 de junio de 1941 las tropas alemanas invadieron la Unión Soviética. Para el 14 de julio, el ejército de Hitler había tomado Bielorrusia, la mayor parte de Letonia, Lituania y Ucrania, y había alcanzado el río Liga, apenas a ciento cincuenta kilómetros de Leningrado. El 17 de septiembre, las tropas nazis tomaron Tsarskoe Selo y los palacios que lo rodeaban, incluido el de Catalina, que bajo el régimen comunista se había transformado en museo estatal.

En los días anteriores a su captura, los oficiales del museo enviaron apresuradamente todos los objetos pequeños de la Habitación de Ámbar hacia la Rusia oriental, aunque no fueron capaces de desmontar los paneles.

En un esfuerzo por ocultarlos se camuflaron detrás de un papel pintado, pero aquella treta no engañó a nadie. Hitler ordenó a Erich Koch, gauleiter de Prusia Oriental, que devolviera la Habitación de Ámbar a Königsberg, donde según el Führer debía estar en justicia. Seis hombres tardaron treinta y seis horas en desmantelar los paneles, y veinte toneladas de ámbar fueron meticulosamente embaladas en cajas y enviadas al oeste en un convoy de camiones y trenes, donde terminaron por ser reinstaladas en el castillo de Königsberg, junto con una vasta colección de arte prusiano. Un artículo periodístico alemán fechado en 1942 proclamaba que el acontecimiento significaba «el regreso a su verdadero hogar, el auténtico lugar de origen y origen único del ámbar». Se repartieron postales con fotografías del tesoro restaurado. La exhibición se convirtió en el más popular de todos los espectáculos museísticos de la Alemania nazi.

El primer bombardeo aliado sobre Königsberg se produjo en agosto de 1944. Algunas de las pilastras espejadas y unos cuantos de los paneles de ámbar más pequeños resultaron dañados. Lo que sucedió después es incierto. En algún momento entre enero y abril de 1945, a medida que el ejército soviético se acercaba a la ciudad, Koch ordenó que los paneles fueran embalados y escondidos en el sótano del restaurante Blutgericht. El último documento alemán que hacía mención de la Habitación de Ámbar estaba fechado el 12 de enero de 1945, e indicaba que los paneles estaban siendo embalados para su transporte a Sajonia. En algún momento, Alfred Rohde, el custodio de la cámara, supervisó la carga de las cajas en un convoy de camiones. Dichas cajas fueron vistas por última vez el 6 de abril de 1945, cuando abandonaron Königsberg por carretera.

Borya dejó el artículo a un lado.

Cada vez que leía aquellas palabras, su mente regresaba a la primera línea: «De repente, como sucede con las cosas extrañas, desapareció».

Cuán cierto.

Se quedó un momento pensativo y empezó a hojear el documento que tenía en el regazo. Contenía copias de otros artículos que había ido reuniendo a lo largo de los años. Echó un vistazo por encima a algunos de ellos y los detalles empezaron a regresar a su memoria. Era bueno recordar.

Hasta cierto punto.

Se levantó de la otomana y salió al patio para cerrar el agua. Su jardín estival resplandecía tras el riego. Había aguantado todo el día con la esperanza de que lloviera, pero hasta entonces la primavera había sido seca. Lucy observaba desde el patio, enderezada, y estudiaba con ojos felinos cada uno de sus movimientos. Karol sabía que no le gustaba la hierba, en especial cuando estaba húmeda, ya que desde que se había convertido en gata de interior se había vuelto muy celosa de su pelaje.

Karol recogió la carpeta.

—Vamos, gatita, vamos adentro.

La gata lo siguió por la puerta a oscuras y entraron en la cocina. Borya dejó la carpeta en la encimera, junto a su cena, un filete con beicon marinado en teriyaki. Estaba a punto de empezar a cocer un poco de maíz cuando sonó el timbre de la puerta.

Salió de la cocina arrastrando los pies y se dirigió hacia la entrada principal de la casa. Lucy le seguía los pasos. Echó un vistazo por la mirilla y vio a un hombre vestido con un traje oscuro, camisa blanca y corbata de rayas. Probablemente fuera otro testigo de Jehová o un mormón. A menudo aparecían a esas horas y le gustaba charlar con ellos.

Abrió la puerta.

—¿Karl Bates? ¿Antiguamente conocido como Karol Borya?

La pregunta lo cogió desprevenido y sus ojos lo traicionaron respondiendo afirmativamente.

—Soy Christian Knoll —dijo el extraño.

Teñía sus palabras un leve acento alemán que le produjo un rechazo inmediato. Le presentó sin ofrecérsela una tarjeta comercial que reiteraba el nombre en letras negras resaltadas y bajo el que se podía leer: «Proveedor de antigüedades perdidas». La dirección y el número de teléfono eran de Munich, Alemania. Borya estudió al visitante. Mediados los cuarenta, ancho de hombros, pelo rubio ondulado, piel morena y ajada por los elementos. Los ojos grises dominaban un rostro gélido… que exigía total atención.

—¿Qué quiere de mí, señor Knoll?

—¿Puedo pasar? —inquirió el visitante con un gesto mientras volvía a guardarse la tarjeta.

—Depende.

—Quiero hablar acerca de la Habitación de Ámbar.

Borya pensó en protestar, pero se lo pensó mejor. En realidad, llevaba años esperando una visita.

Knoll lo siguió a la salita. Ambos se sentaron. Lucy se acercó furtivamente para investigar antes de acomodarse en una silla cercana.

—¿Trabaja para los rusos? —preguntó Borya.

Knoll negó con la cabeza.

—Podría mentirle y decirle que sí, pero no. Soy empleado de un coleccionista privado que busca la Habitación de Ámbar. Hace poco supe por medio de documentos de la era soviética de su nombre y dirección, parece que en el pasado se dedicó usted a una búsqueda similar a la mía.

Borya asintió.

—Hace mucho tiempo.

Knoll deslizó una mano dentro de la chaqueta y sacó tres hojas dobladas.

—Encontré estas referencias en los registros soviéticos. Se refieren a usted como Ýxo.

Borya revisó los papeles. Habían pasado décadas desde la última vez que leyó en cirílico.

—Era mi nombre en Mauthausen.

—¿Fue prisionero?

—Durante muchos meses. —Se levantó la manga derecha y señaló su tatuaje—. «10901». He intentado quitármelo, pero no he sido capaz. Artesanía alemana.

Knoll señaló los papeles.

—¿Qué sabe usted de Danya Chapaev?

Borya notó con interés que Knoll ignoraba por completo la pulla que le había lanzado.

—Danya era mi compañero. Formamos un equipo hasta que me marché.

—¿Cómo llegó usted a trabajar para la comisión?

Borya miró atentamente a su visitante mientras debatía si debía o no responder. Hacía décadas que no hablaba de aquella época. Solo Maya lo había sabido todo, pero aquella información había muerto con ella hacía años. Rachel sabía lo suficiente como para comprender y no olvidar nunca. ¿Debía hablar de ello? ¿Por qué no? Era un viejo que vivía ya con tiempo prestado. ¿Qué importaba ya?

—Después del campo de exterminio regresé a Bielorrusia, pero mi patria había desaparecido. Los alemanes fueron como las langostas. Mi familia había muerto. La comisión parecía un buen modo de ayudar en la reconstrucción.

—He estudiado con suma atención a la comisión. Una organización muy interesante. Los nazis saquearon mucho, pero los soviéticos los superaron con creces en ese aspecto. Los soldados parecían contentarse con lujos mundanos como bicicletas y relojes. Sin embargo, los oficiales enviaban a casa vagones y aviones cargados de obras de arte, porcelana y joyería. La comisión parecía ser la principal saqueadora. Creo que se apropió de millones de piezas.

Borya negó desafiante con la cabeza.

—No saqueo. Los alemanes destruyen tierra, hogares, fábricas, ciudades. Matan a millones. Entonces los soviéticos lo vieron como reparación.

—¿Y ahora? —Parecía que Knoll había advertido su titubeo.

—Lo admito. Saqueo. Comunistas son peor que nazis. Es increíble cómo el tiempo abre los ojos.

Knoll parecía satisfecho con aquella concesión.

—La comisión se convirtió en una parodia, ¿no cree usted? Terminó ayudando a Stalin a mandar millones a los gulags.

—Por eso me marché.

—¿Sigue vivo Chapaev?

La pregunta llegó veloz. Inesperada. Sin duda pretendía obtener una respuesta igualmente presurosa. Borya casi sonrió. Knoll sabía lo que se hada.

—No tengo ni idea. Desde que me marché no he visto a Danya. La kgb vino hace años. Checheno apestoso. Le dije la misma cosa.

—Fue entonces muy valiente, señor Bates. A la kgb no hay que tomarla tan a la ligera.

—Los años me hacen valiente. ¿Qué iba a hacer? ¿Matar a un viejo? Esos días terminaron, Herr Knoll.

El cambio de señor a Herr había sido intencionado, pero de nuevo Knoll no reaccionó. De hecho, el alemán se negó a cambiar de tema.

—Me he entrevistado con muchos de los antiguos buscadores. Telegin. Zernov. Voloshin. Nunca logré dar con Chapaev. De usted ni siquiera había oído hablar hasta hace unos pocos días.

—¿Otros no me mencionaron?

—De haberlo hecho, hubiera venido antes.

Lo que no resultaba sorprendente. Igual que él, todos ellos habían aprendido bien la importancia de mantener la boca cerrada.

—Conozco la historia de la comisión —dijo Knoll—. Contrataba buscadores que recorrieran Alemania y la Europa del Este en busca de obras de arte. Fue una carrera contra el ejército por el derecho al saqueo. Pero logró un gran éxito y llegó a hacerse con el oro de Troya, el Altar de Pérgamo, la Sistine Madonna de Rafael y toda la colección del Museo de Dresde, por lo que tengo entendido.

Borya asintió.

—Muchas, muchas cosas.

—Por lo que tengo entendido, solo ahora algunos de estos objetos comienzan a ver la luz del día. En su mayoría llevan décadas escondidos en castillos o cámaras selladas.

—Leo historias. Glasnost —Borya decidió ir al grano—. ¿Cree que sé dónde está la Habitación de Ámbar?

—No. De ser así ya la hubiera encontrado.

—Quizá sea mejor que permanezca perdida.

Knoll negó con la cabeza.

—Alguien con su pasado, amante de las bellas artes, nunca hubiera permitido que una pieza maestra de tal categoría resultara destruida por el tiempo y los elementos.

—El ámbar dura siempre.

—Pero no la forma que se le da. El barniz de almáciga del siglo XVIII no es tan eficaz.

—Tiene razón. Esos paneles hallados hoy serían como rompecabezas recién sacados de la caja.

—Mi empleador está dispuesto a financiar el ensamblado de ese rompecabezas.

—¿Quién es su empleador?

El visitante sonrió.

—No puedo decirlo. Es una persona que prefiere el anonimato. Como bien sabe usted, el mundo del coleccionismo es un lugar traicionero para los que asoman la cabeza.

—Buscan un gran premio. Habitación de Ámbar no se ha visto en más de cincuenta años.

—Pero imagine, Herr Bates, disculpe, señor Bates…

—Llámeme Borya.

—Muy bien, señor Borya. Imagine la cámara restaurada hasta recobrar su antigua gloria. Qué espectáculo sería… Ahora mismo no existen más que unas pocas fotografías en color, junto con algunas en blanco y negro que desde luego no hacen justicia a su hermosura.

—Vi una de esas fotografías durante búsqueda. También vi la cámara antes de la guerra. Realmente majestuosa. Ninguna foto podría capturar. Triste, sí, pero parece perdida para siempre.

—Mi empleador se niega a creerlo.

—Existen buenas pruebas de que paneles fueron destruidos cuando Königsberg fue arrasada por los bombarderos en 1944. Hay quienes creen están en el fondo del Báltico. Yo investigué Wilhelm Gustloff. Nueve mil quinientos muertos cuando los soviéticos lo mandaron a pique. Algunos dicen que Habitación de Ámbar estaba en la sentina. Fueron en camión de Königsberg a Danzig, luego se cargaron camino a Hamburgo.

Knoll cambió de posición en la silla.

—Yo también investigué el Gustloff Las evidencias resultan, siendo generosos, contradictorias. Para ser francos, la historia más creíble que he seguido es la de que los paneles fueron sacados de Königsberg por los nazis y enviados a una mina cerca de Göttingen, junto con munición diversa. Cuando los británicos ocuparon la zona en 1945 explosionaron la mina. Pero, como sucede en todas las demás versiones, existen muchas ambigüedades.

—Algunos incluso aseguran americanos encuentran y transportan por el Atlántico.

—Sí, también lo he oído. Y una versión que propone que los soviéticos llegaron a encontrar los paneles y que los escondieron en algún lugar desconocido para cualquiera que ocupe el poder en estos momentos. Dado el inmenso volumen de todo lo saqueado, resulta perfectamente posible. Pero no probable, dado el valor de este tesoro y el gran deseo de recuperarlo.

El visitante parecía conocer muy bien aquel asunto. Borya había releído antes todas esas teorías. Se quedó contemplando aquel rostro granítico, pero en los ojos del alemán no se traslucía nada de lo que estuviera pensando. Borya recordó lo mucho que había tenido que practicar él para erigir una barrera así de forma discreta.

—¿No le preocupa la maldición?

Knoll sonrió.

—He oído sobre ella. Pero tales cosas son para los sensacionalistas y los mal informados.

—Qué grosero he sido —dijo Borya de repente—. ¿Quiere algo de beber?

—Me encantaría —respondió Knoll.

—Vuelvo enseguida. —Señaló a la gata, que dormía en la silla—. Lucy le hará compañía.

Se dirigió a la cocina y dedicó una última mirada a su visitante antes de abrir la puerta basculante. Llenó dos vasos con hielo y sirvió un poco de té. También metió el filete, que aún se estaba marinando, en el refrigerador. Lo cierto era que ya no tenía hambre. Su mente corría a toda velocidad, como en los viejos tiempos. Miró la carpeta con los artículos, que seguía sobre la encimera.

—¿Señor Borya? —lo llamó Knoll.

La voz llegó acompañada por el sonido de pasos. Quizá fuera conveniente que no viera los artículos. Abrió rápidamente el congelador y deslizó la carpeta dentro de la bandeja superior, donde se hacía el hielo. Cerró justo en el momento en que Knoll empujaba la puerta y entraba en la cocina.

—¿Sí, Herr Knoll?

—¿Podría pasar al baño?

—En el pasillo, nada más salir del salón.

—Gracias.

No creía ni por un momento que Knoll necesitara usar el baño. Lo más probable es que tuviera que cambiar la cinta de una grabadora de bolsillo sin preocuparse por interrupciones, o usar la excusa para echar un vistazo por la casa. Se trataba de un truco que él mismo había usado muchas veces en el pasado. El alemán se estaba volviendo molesto. Decidió divertirse un poco. Del armarito que había junto al fregadero sacó el laxante que sus viejos intestinos le obligaban a tomar al menos dos veces por semana. Vertió algunos de los insípidos granos en uno de los vasos y lo sacudió un poco. Ese hijo de puta iba a necesitar un cuarto de baño, pero esta vez de verdad.

Llevó los vasos fríos al salón. Knoll regresó y aceptó el té, que bebió con grandes tragos.

—Excelente —dijo—. Té helado. Toda una bebida americana.

—Nos enorgullecemos de ello.

—¿Nos? ¿Se considera estadounidense?

—Llevo aquí muchos años. Ahora es mi hogar.

—¿No vuelve a ser independiente Bielorrusia?

—Sus dirigentes no son mejores que soviéticos. Suspendieron la constitución.

—¿No otorgó el pueblo bielorruso esos poderes a su presidente?

—Bielorrusia es provincia de Rusia, no independiente de verdad. Tarda uno siglos en sacudirse la esclavitud.

—Parece que no le caen bien ni los alemanes ni los comunistas.

Borya se estaba cansando de aquella conversación y empezó a recordar lo mucho que odiaba a los germanos.

—Dieciséis meses en campo de exterminio cambian el corazón.

Knoll apuró el té. Los cubitos de hielo tintinearon cuando depositó el vaso sobre la mesilla.

—Alemanes y comunistas asolaron Bielorrusia y Rusia. Los nazis usaron Palacio de Catalina como barracones y después para practicar tiro. Visité tras la guerra. Poco queda de belleza regia. ¿No intentaron alemanes destruir la cultura rusa? Bombardearon y arrasaron palacios para enseñar una lección.

—Yo no soy nazi, señor Borya, de modo que no puedo responder su pregunta.

Se produjo un momento de tenso silencio.

—¿Por qué no bajamos los guantes? —preguntó Knoll al fin—. ¿Encontró la Habitación de Ámbar?

—Como dije, habitación perdida para siempre.

—¿Por qué será que no le creo?

Borya se encogió de hombros.

—Soy hombre viejo. Moriré pronto. No hay razón para mentir.

—Pues me permito dudar de esta última observación, señor Borya.

Karol miró a Knoll a los ojos.

—Voy a contarle una historia. Quizá le ayude con búsqueda. Meses antes de caída de Mauthausen, Göring visitó el campamento. Me obligó a ayudar a torturar a cuatro alemanes. Los hizo atar a estacas, desnudos, congelados. Les echamos agua hasta morir.

—¿Con qué propósito?

—Göring quería das Bernstein-zimmer. Los cuatro hombres estaban entre los que evacuaron paneles de ámbar de Königsberg, antes de invasión rusa. Göring quería Habitación de Ámbar, pero Hitler se adelantó.

—¿Reveló alguna información alguno de los soldados?

—Nada. Solo gritaron «Mein Führer» hasta morir congelados. Aún veo en sueños sus caras congeladas. A veces. Extraño, Herr Knoll, pero en cierto modo debo vida a un alemán.

—¿Cómo es eso?

—Si uno de ellos haber hablado, Göring hubiera atado a mí y hubiera matado de igual modo. —Se había cansado de recordar. Quería que aquel cabrón se marchara de su casa antes de que el laxante hiciera efecto—. Odio a los alemanes, Herr Knoll. Odio a los comunistas. No dije nada a kgb. No diré nada a usted. Ahora váyase.

Knoll pareció comprender que cualquier otra pregunta sería inútil y se incorporó.

—Muy bien, señor Borya. Que no se diga que lo he presionado. Le deseo una buena noche.

Se dirigieron hacia el vestíbulo y Karol abrió la puerta principal. Knoll salió, se volvió y le ofreció la mano. Se trataba de un gesto despreocupado, que parecía más surgido de la educación que del deber.

—Ha sido un placer, señor Borya.

Éste volvió a recordar al soldado alemán, Mathias, desnudo bajo una temperatura intolerable y el modo en que había respondido a Göring.

Escupió en la mano que se le tendía.

Knoll guardó silencio y tardó algunos segundos en reaccionar. Por fin, con calma, el alemán sacó un pañuelo del bolsillo del pantalón y se limpió el esputo mientras la puerta se le cerraba en las narices.