Volary, República Checa
Viernes, 9 de mayo, 14:45
Suzanne dirigió bruscamente el Porsche hacia la derecha y los amortiguadores y la dirección del 911 Speedster trazaron la cerrada curva. Hacía un rato había retirado la capota de fibra de vidrio para que el aire de la tarde jugara con su pelo cortado en escalón. Había dejado el coche estacionado en el aeropuerto Ruzyné y los ciento veinte kilómetros entre Praga y el suroeste de la Bohemia se recorrían fácilmente en una hora. El coche era un regalo de Loring, una bonificación materializada dos años atrás tras una temporada especialmente productiva en adquisiciones. Gris metalizado, interior de cuero negro y alfombras de terciopelo. Solo se habían producido ciento cincuenta vehículos de aquel modelo. El suyo tenía una insignia dorada en el salpicadero: «Drahá». «Pequeña», el apodo que Loring le había dado en su niñez.
Suzanne había oído y leído las historias y artículos sobre Ernst Loring. La mayoría lo mostraba como un hombre temible, amenazador y despectivo, con la energía de un fanático y la moral de un déspota. No andaban muy lejos de la realidad. Pero también tenía otra cara. La que ella conocía, amaba y respetaba.
La hacienda de Loring ocupaba ciento veinte hectáreas del suroeste checo, a pocos kilómetros de la frontera con Alemania. La familia había florecido bajo el régimen comunista, pues sus fábricas y minas en Chomutov, Most y Teplice habían sido vitales para la supuesta autosuficiencia de Checoslovaquia. A ella siempre le había hecho gracia el que las minas de uranio de la familia, al norte de Jáchymov y a cargo de prisioneros políticos (el índice de muertes entre los trabajadores se acercaba al cien por cien) fueran consideradas oficialmente irrelevantes por el nuevo gobierno. Parecía del mismo modo poco interesante el que, después de años de lluvia acida, las Montañas Tristes se hubieran transformado en inquietantes cementerios de árboles putrefactos. Era una mera nota al pie el que Teplice, antaño próspera localidad turística cerca de la frontera polaca, fuera reconocida más por la escasa esperanza de vida de sus habitantes que por sus terapéuticas aguas tibias. Suzanne había reparado hacía tiempo en que no había fotografías de la región en los hermosos libros de imágenes que los comerciantes vendían, en las afueras del castillo Praga, a los millones de visitantes que recibían todos los años. El norte de la República Checa era un yermo. Un recordatorio. En el pasado una necesidad, ahora algo que era mejor olvidar. Pero se trataba de un lugar del que Ernst Loring se beneficiaba y la razón por la que vivía en el sur.
La Revolución de Terciopelo de 1989 había asegurado la caída de los comunistas. Tres años después se produjo el divorcio entre Eslovaquia y la República Checa, que se repartieron apresuradamente los restos del país. Loring se benefició de ambos acontecimientos y se alió rápidamente con Havel y con el nuevo gobierno de la República Checa, un nombre al que consideraba digno, pero falto de potencia. Suzanne conocía sus opiniones acerca de los cambios. Sabía que sus fábricas y fundiciones eran más demandadas que nunca. Aunque había crecido en el comunismo, Loring era un verdadero capitalista. Su padre, Josef, y su abuelo antes que él, habían sido capitalistas.
¿Cómo era aquello que decía constantemente?: «Todos los movimientos políticos necesitan acero y carbón». Loring suministraba ambos productos a cambio de protección, libertad y un beneficio más que razonable.
La mansión apareció de repente en el horizonte. El castillo Loukov. El hrad de un antiguo caballero, puntal de una tierra formidable que miraba a las rápidas aguas del Orlík. Había sido construido en el estilo borgoñés cisterciense y sus cimientos se habían tendido ya en el siglo XV, aunque no se había terminado hasta mediados del XVII. Una triple grada de piedra y capiteles de hoja cubrían los altísimos muros. Las almenas cubiertas de hiedra estaban salpicadas de miradores. La cubierta de teja anaranjada resplandecía bajo el sol del mediodía.
Un incendio había arrasado todo el complejo durante la Segunda Guerra Mundial. Los nazis lo habían confiscado como cuartel general en la zona y los Aliados terminaron por bombardearlo. Pero Josef Loring luchó por recuperar su propiedad y se alió con los rusos que liberaron la región en su camino hacia Berlín. Tras la guerra, el mayor de los Loring resucitó su imperio industrial y se expandió, y cuando murió lo legó todo a Ernst, el único hijo que le quedaba. Fue un movimiento con el que el Gobierno estuvo totalmente de acuerdo.
«Siempre hay demanda de hombres listos y trabajadores», le había dicho muchas veces Ernst a Suzanne.
Redujo a tercera. El motor del Porsche rugió y obligó a las ruedas a aferrarse al pavimento seco. El vehículo recorría la ondulante y angosta carretera de asfalto negro, flanqueada por un bosque cerrado. Se detuvo ante la puerta principal del castillo. El espacio que en el pasado había albergado los carruajes de caballos y rechazado a los agresores había sido ampliado y pavimentado para admitir coches.
Loring se encontraba en el patio, vestido de manera informal. Llevaba guantes de trabajo negros y aparentaba cuidar de sus plantas en flor. Era alto y anguloso, con un pecho sorprendentemente plano y una gran fortaleza para un hombre de casi ochenta años. A lo largo de la pasada década Suzanne había visto cómo su cabello rubio ceniza se apagaba hasta adoptar un gris deslustrado. Una barba del mismo color cubría el mentón y el cuello arrugado. La jardinería siempre había sido una de sus obsesiones. Los invernaderos más allá de los muros estaban atestados de plantas exóticas del mundo entero.
—Dobriy den, cariño —la saludó Loring en checo.
Ella estacionó y salió del Porsche tras coger su bolsa de viaje del asiento del pasajero.
Loring se limpió el polvo de los guantes con varias palmadas y se acercó a ella.
—Espero que hayas tenido buena caza.
Ella sacó del coche una pequeña caja de cartón. Ni las aduanas de Londres ni las de Praga habían puesto reparos tras explicarles que aquellas cosas las había comprado en la tienda de regalos de la Abadía de Westminster por menos de treinta libras. Incluso les mostró un recibo, ya que se había detenido en esa misma tienda de camino al aeropuerto para comprar una reproducción barata que había tirado a una papelera del mismo aeropuerto.
Loring se quitó los guantes y levantó la tapa. Estudió la caja para rapé bajo la luz de la tarde.
—Muy hermosa —susurró—. Perfecta.
Suzanne metió la mano en su bolsa y extrajo el libro.
—¿Qué es eso? —preguntó él.
—Una sorpresa.
Loring devolvió el tesoro de oro a la caja de cartón y tomó con ansia el volumen. Abrió la cubierta y se maravilló ante el exlibris.
—Drahá, me has sorprendido. Qué maravilloso regalo.
—Lo reconocí al instante y pensé que te gustaría.
—Sin duda podemos venderlo o cambiarlo. A Herr Greimel le encantan estos libros y a mí me encantaría poseer un cuadro que él tiene.
—Sabía que te gustaría.
—Seguro que esto llama la atención de Christian, ¿eh? Ya verás qué revelación va a ser durante nuestro próximo encuentro.
—Y la de Franz Fellner.
Él negó con la cabeza.
—Ya no. Creo que se va a encargar Monika. Parece que está tomando el control de todo. Poco a poco, pero con paso firme.
—Puta arrogante…
—Cierto. Pero no es ninguna idiota. Hace poco hablé con ella largo y tendido. Es un poco impaciente y ansiosa. Parece haber heredado el espíritu de su padre, que no su cerebro. ¿Pero quién sabe? Es joven, quizá aprenda. Estoy convencido de que Franz le enseñará.
—¿Y qué hay de mi benefactor? ¿Tiene algún plan similar respecto a su jubilación?
Loring sonrió.
—¿Y qué iba a hacer yo?
Ella señaló las plantas.
—¿La jardinería?
—No creo. Lo que hacemos es de lo más reconstituyente. El coleccionismo está lleno de emociones. Soy como un niño en Navidad.
Tomó sus dos tesoros y la acompañó al interior del taller de carpintería, que ocupaba la planta baja de un edificio anejo al patio.
—He recibido una llamada de San Petersburgo —dijo Loring—. Christian ha vuelto a visitar la depositaría. En la Comisión de registros. Es evidente que Fellner no se rinde.
—¿Encontró algo?
—Es difícil decirlo. Ese oficinista imbécil ya debería haber revisado las cajas, pero dudo que sea así. Dice que le llevará años. Parece mucho más interesado en recibir su dinero que en trabajar. Pero sí pudo ver que Knoll había descubierto una referencia sobre Karol Borya.
Suzanne comprendió lo que aquello significaba.
—No entiendo esta obsesión de Fellner —dijo Loring—. Hay tantas cosas a la espera de que las encuentren… La Virgen y el niño de Bellini, desaparecido desde la guerra. Qué magnífico hallazgo sería. El Cordero Místico del altar de Van Eyck. Los doce viejos maestros robados en el museo Treves en el 68. Y esas obras impresionistas que desaparecieron en Florencia… De ésas ni siquiera hay fotografías para su identificación. ¿A quién no le encantaría hacerse siquiera con una de ellas?
—Pero la Habitación de Ámbar está en lo alto de la lista de todo coleccionista —respondió ella.
—Cierto, pero ese precisamente parece ser el problema.
—¿Crees que Christian intentará encontrar a Borya?
—Sin duda. Borya y Chapaev son los dos únicos buscadores que quedan con vida. Knoll no encontró a Chapaev hace cinco años. Probablemente tenga la esperanza de que Borya conozca su paradero. A Fellner le encantaría que la Habitación de Ámbar fuera el primer descubrimiento de Monika. No me cabe la menor duda de que enviará a Knoll a América, al menos para intentar dar con Borya.
—¿Pero no es un callejón sin salida, un punto muerto?
—Exacto. Literalmente. Pero solo de ser necesario. Esperamos que Borya siga sabiendo cerrar la boca. Quizá ya haya muerto, al fin. Debe de andar cerca de los noventa. Ve a Georgia, pero mantente a un lado a no ser que te veas obligada a actuar.
La recorrió un escalofrío. Era maravilloso volver a enfrentarse a Knoll. Su último encuentro en Francia había sido muy tonificante y el sexo posterior memorable. Era un oponente de valía. Pero también peligroso. Eso hacía la aventura todavía más excitante.
—Cuidado con Christian, cariño. No te acerques demasiado. Es posible que tengas que hacer algunas cosas desagradables. Déjaselo a Monika. Están hechos el uno para el otro.
Suzanne dio un leve beso en la mejilla al anciano.
—No te preocupes. Tu Drahá no te defraudará.