Woodstock, Inglaterra
22:45
Suzanne Danzer se incorporó sobre la almohada. El joven veinteañero dormía como un tronco a su lado. Dedicó un momento a estudiar su esbelta desnudez. El joven proyectaba la seguridad de un caballo de exposición. Qué placer había sido tirárselo.
Se levantó de la cama y avanzó por el crepitante suelo de tarima. El dormitorio estaba a oscuras y se encontraba en la tercera planta de una mansión del siglo XVI, una hacienda propiedad de Audrey Whiddon. La anciana había servido durante tres legislaturas en la Cámara de los Comunes y había terminado por obtener el título de lady. Entonces aprovechó para comprar la mansión en la subasta que siguió al impago, por parte del anterior propietario, de la pequeña hipoteca. La vieja Whiddon visitaba el lugar en ocasiones, pero su principal residente era ahora Jeremy, su único nieto.
Qué sencillo había sido engancharse a Jeremy. Era un joven alocado e impetuoso, más interesado en la cerveza y el sexo que en las finanzas y el beneficio. Había pasado dos años en Oxford y ya había sido expulsado dos veces por sus deficiencias académicas. La anciana lo amaba con pasión y empleaba cuantas influencias aún conservaba para lograr su readmisión, con la esperanza de que no hubiese nuevas decepciones. Pero Jeremy parecía incapaz de aclimatarse.
Suzanne llevaba casi dos años buscando la última cajita de rapé. La colección original constaba de cuatro piezas. Había una de oro con un mosaico en la tapa. Otra era ovalada y estaba bordeada por bayas de color rojo y verde traslúcido. La tercera había sido tallada en piedra y tenía monturas de plata. Por último, había una caja turca lacada y adornada con una escena del Cuerno Dorado. Todas ellas habían sido creadas en el siglo XIX por el mismo maestro artesano (su marca distintiva aparecía siempre en la parte inferior) y durante la Segunda Guerra Mundial habían sido sustraídas de una colección privada en Bélgica.
Se las creía perdidas, fundidas para obtener su oro y arrancarles las joyas, pues tal era el destino de muchos objetos preciosos. Pero una de ellas había aparecido cinco años atrás en una casa de subastas londinense. Suzanne estaba presente y la había comprado. Su empleador, Ernst Loring, se sentía fascinado por la intrincada artesanía de las cajitas de rapé antiguas y poseía una amplia colección. Algunas piezas eran legítimas, adquiridas en el mercado abierto, pero en su mayoría habían sido obtenidas con subterfugios de gente como Audrey Whiddon. La caja comprada en la subasta había generado una batalla judicial con los herederos del propietario original. Los representantes legales de Loring habían ganado al final, pero la lucha había sido costosa y pública, y Loring no tenía la menor gana de repetir la experiencia. De modo que la obtención de las tres restantes fue delegada en su subrepticia representante.
Suzanne había encontrado la segunda en Holanda y la tercera en Finlandia. La cuarta había aparecido inesperadamente cuando Jeremy intentó venderla a otra casa de subastas sin el conocimiento de su abuela. El avispado anticuario había reconocido la pieza y, sabiendo que no podría venderla, obtuvo su beneficio cuando Suzanne le pagó diez mil libras a cambio de su paradero. Poseía contactos similares repartidos por casas de subastas de todo el mundo, gente que mantenía los ojos abiertos ante la aparición de tesoros robados; cosas que no podrían manejar legalmente, pero que podían venderse sin dificultad.
Terminó de arreglarse y peinarse.
Engañar a Jeremy había sido pan comido. Como siempre, sus rasgos de modelo, sus enormes ojos azules y su cuerpo esbelto le habían servido bien. Estas características enmascaraban una calma controlada y le hacían parecer algo que no era, algo que no había por qué temer, algo fácil de dominar y contener. Los hombres se sentían cómodos junto a ella, que había aprendido que la belleza podía ser un arma mucho más efectiva que las balas y los cuchillos.
Salió de puntillas del dormitorio y bajó la escalera de madera, cuidándose de reducir en lo posible los crujidos. Unos delicados estarcidos isabelinos decoraban las altísimas paredes. En el pasado se había imaginado que viviría en un sitio similar, con un marido e hijos. Pero eso había sido antes de que su padre le enseñara el valor de la independencia y el precio de la dedicación. También él había trabajado para Ernst Loring y había soñado con el día en que compraría su propia mansión. Pero nunca llegó a hacer realidad sus ambiciones, pues había muerto hacía once años en un accidente de avión. Ella tenía entonces veinticinco años y acababa de salir de la universidad, pero Loring no lo dudó un instante y de inmediato permitió que Suzanne sucediera a su padre. Aprendió los trucos del oficio y descubrió pronto que ella, como su padre, poseían una habilidad instintiva para la búsqueda. Y que disfrutaba enormemente con la cacería.
Bajó la escalera, atravesó el comedor y entró en la sala de música, forrada en roble. Las ventanas que enmarcaban los jardines estaban a oscuras y los altos techos jacobitas guardaban silencio. Se acercó a la mesa y cogió la cajita de rapé.
La número cuatro.
Estaba elaborada con oro de dieciocho quilates y la tapa con bisagras había sido lacada en plein y mostraba la fecundación de Dánae por parte de Júpiter mediante una lluvia de oro. Acercó la cajita y contempló la imagen de la fofa Dánae. ¿Cómo habían podido considerar alguna vez los hombres atractiva tal obesidad? Pero al parecer así había sido, ya que consideraban necesario fantasear con que sus dioses deseaban a tales bolas de grasa. Dio la vuelta a la cajita y trazó las iniciales con la uña.
«B. N.».
El artesano.
Sacó un paño del bolsillo de sus vaqueros. La cajita, que medía menos de diez centímetros de lado, desapareció entre sus pliegues escarlata. Se metió el paquete en el bolsillo y atravesó la planta baja camino a la biblioteca.
Criarse en la hacienda Loring había tenido ventajas evidentes. Una buena casa, los mejores tutores, acceso al arte y a la cultura. Loring se aseguraba de que la familia Danzer estuviera bien atendida. Pero el aislamiento en el castillo Loukov la había privado de sus amigos de la infancia. Su madre murió cuando ella contaba tres años y su padre viajaba constantemente. Fue con Loring con quien pasaba el tiempo y los libros se convirtieron en sus compañeros de confianza. Una vez había leído que los chinos otorgaban a los libros el poder de proteger contra los malos espíritus. Para ella, así había sido. Las historias se convirtieron en su vía de escape, en especial la literatura inglesa. Las tragedias de Marlowe sobre reyes y potentados, la poesía de Dryden, los ensayos de Locke, los cuentos de Chaucer, la Morte d’Arthur de Malory.
Antes, cuando Jeremy le había enseñado la planta baja, había reparado en un libro concreto de la biblioteca. De forma inocente había sacado el volumen encuadernado en cuero de la estantería y había encontrado en el interior el inesperado y llamativo exlibris con la esvástica, y la inscripción que rezaba: «Ex libris Adolf Hitler». Dos mil de los libros de Hitler, todos ellos pertenecientes a su biblioteca personal, habían sido evacuados apresuradamente desde Berchtesgaden y habían sido almacenados en una mina de sal cercana, apenas unos días antes del fin de la guerra. Los soldados americanos los encontraron y los volúmenes acabaron siendo catalogados en la Biblioteca del Congreso. Sin embargo, algunos fueron robados antes de que esto sucediera. A lo largo de los años ya habían aparecido algunos. Loring no poseía ninguno, pues no deseaba nada que le recordara el horror del nazismo. Sin embargo, sí conocía a algunos coleccionistas que lo querrían.
Sacó el libro de la estantería. Loring se sentiría complacido con aquel regalo inesperado.
Se volvió para marcharse.
Jeremy se encontraba en el umbral a oscuras, desnudo.
—¿Es el mismo que estabas mirando antes? —preguntó—. Mi abuela tiene tantos libros que no echará uno de menos.
Ella se acercó y decidió rápidamente emplear su mejor arma.
—Esta noche me lo he pasado muy bien.
—Yo también. No has respondido mi pregunta.
Ella hizo un gesto con el libro.
—Sí. Es el mismo.
—¿Lo necesitas?
—Así es.
—¿Volverás?
Una pregunta extraña si se consideraba la situación, pero Suzanne comprendió lo que él quería en realidad. Así que alargó la mano y lo agarró por donde sabía que él no podría resistir. Jeremy respondió de inmediato a sus caricias.
—Quizá —dijo ella.
—Te vi en la sala de música. No serás una de esas mujeres que acaban de salir de un matrimonio horrible, ¿no?
—¿Qué más da, Jeremy? Te divertiste. —Siguió acariciándolo—. Y ahora también te estás divirtiendo, ¿no es así?
Él lanzó un suspiro.
—Además, todo lo que hay aquí es de tu abuela. ¿Qué más te da?
—No me importa.
Ella relajó la presión y el miembro se puso en posición de firmes. Suzanne lo besó suavemente en los labios.
—Estoy segura de que volveremos a vernos.
Pasó a su lado y se dirigió hacia la puerta principal.
—De no haber cedido, ¿me hubieras hecho daño con tal de conseguir el libro y la caja?
Suzanne se dio la vuelta. Resultaba interesante que alguien tan inmaduro respecto a las realidades de la vida fuera lo bastante perspicaz como para comprender la profundidad de los deseos que la movían.
—¿Tú qué crees?
Jeremy pareció meditar seriamente la cuestión. Quizá fuera el esfuerzo mental más intenso que había realizado en mucho tiempo.
—Que me alegro de haber follado contigo.