Knoll siguió a Monika por la planta baja del castillo en dirección a la sala de colecciones. El espacio consumía la mayor parte de la torre noroeste y estaba dividido en una sala pública, donde Fellner mostraba sus notables piezas legales, y otra secreta, donde solo él, el propio Fellner y Monika se aventuraban.
Entraron en la sala pública y Monika cerró tras ellos las pesadas puertas de madera. Los expositores iluminados se disponían en hileras como los soldados en revista, y exhibían diversos objetos preciosos. Cuadros y tapices se alineaban en las paredes. El techo estaba adornado con frescos que representaban a Moisés al dar la ley al pueblo, la construcción de Babel y la traducción del septuagésimo.
La entrada al estudio privado de Fellner se encontraba en el muro norte. Pasaron y Monika cruzó el suelo de parqué hasta una hilera de estanterías de roble grabado y forrado con pan de oro, en un estilo barroco y recargado. Sabía que todos aquellos volúmenes eran piezas de coleccionista. Fellner adoraba los libros. Su Beda Venerabilis del siglo IX era la pieza más antigua en su poder, y probablemente la más valiosa. Knoll había tenido la suerte hacía unos años de encontrar aquel tesoro en el refectorio de una parroquia francesa. El párroco se había separado gustoso de él a cambio de una modesta contribución tanto para la iglesia como para sí mismo. Monika sacó del bolsillo de la chaqueta un mando a distancia negro y pulsó el botón. La estantería central giró lentamente sobre su eje y una luz blanca se derramó desde la estancia que poco a poco quedaba a la vista. Franz Fellner se encontraba en medio de un espacio ciego y alargado, una galería ingeniosamente oculta entre la unión de dos grandes salones. Unos techos altos y la forma oblonga del castillo proporcionaban un camuflaje arquitectónico adicional. Los gruesos muros de piedra estaban acústicamente aislados, y un mecanismo especial filtraba el aire.
Allí había más expositores dispuestos en hileras ordenadas, todos ellos iluminados por medio de luces halógenas cuidadosamente colocadas. Knoll se abrió camino entre los expositores mientras admiraba algunas de las adquisiciones. Una escultura de jade que él mismo había robado de una colección privada en México, lo que no resultaba un problema porque el supuesto propietario la había robado a su vez del Museo Municipal de Jalapa. Varias figurillas africanas, esquimales y japonesas obtenidas en un apartamento en Bélgica, botín de guerra que se creía destruido hacía ya tiempo. Se sentía especialmente orgulloso de la escultura de Gauguin de la izquierda, una pieza exquisita que había liberado de las garras de un ladrón en París.
Las paredes estaban adornadas con cuadros. Un autorretrato de Picasso. La Sagrada Familia de Correggio. El Retrato de una dama de Botticelli. El Retrato de Maximiliano I de Durero. Todos ellos originales que se creían perdidos para siempre.
El muro de piedra restante estaba cubierto por dos enormes tapices de Gobelin saqueados por Hermann Göring durante la guerra, recuperados de otro supuesto propietario hacía dos décadas y aún buscados intensamente por el Gobierno austríaco.
Fellner se encontraba de pie, tras un expositor de cristal que albergaba un mosaico del siglo XIII en el que se mostraba al papa Alejandro VI. Knoll sabía que se trataba de una de las piezas favoritas del viejo. Junto a él estaba el expositor con la fosforera de Fabergé. Una diminuta luz halógena iluminaba el esmaltado, de color rojo fresa. Era evidente que Fellner había pulimentado la pieza. Sabía que a su empleador le gustaba preparar personalmente cada uno de los tesoros, ya que así evitaba que ojos extraños vieran sus adquisiciones.
Se trataba de un hombre delgado de facciones aguileñas, con un rostro irregular del color del hormigón y sentimientos a juego. Llevaba unas gafas con montura de alambre que enmarcaban los ojos suspicaces. Knoll había pensado en muchas ocasiones que, sin duda, aquella cara había sido en el pasado la de un brillante idealista. Ahora mostraba la palidez de un hombre que se acercaba a los ochenta y que había creado un imperio a partir de revistas, periódicos, radios y televisiones, pero que había perdido interés en la obtención de dinero una vez superada la marca del multimillonario. Su naturaleza competitiva estaba canalizada en esos momentos hacia otros menesteres más privados. Actividades en las que los hombres con muchísimo dinero y un temple sin límites podían sobresalir.
Fellner tomó con un gesto brusco un ejemplar del International Daily News de lo alto del expositor y lo extendió hacia Knoll.
—¿Quiere explicarme por qué era esto necesario? —La ronquera de la voz delataba un millón de cigarrillos.
Knoll sabía que el periódico era una de las posesiones corporativas de Fellner, y que un ordenador situado en el estudio exterior recibía diariamente artículos procedentes de todo el mundo. Sin duda, la muerte de un industrial italiano adinerado atraería la atención del viejo. El artículo se encontraba en la parte inferior de la primera página.
Pietro Caproni, de 58 años, fundador de Due Mori Industries, fue encontrado ayer en su hacienda en el norte de Italia con una puñalada mortal en el pecho. También se encontró el cadáver apuñalado de Carmela Terza, de 27 años, residente en Venecia, según la identificación realizada en el lugar de los hechos. La policía halló pruebas de una entrada forzada a través de una de las puertas de la planta baja, aunque aún no se ha podido determinar si se produjo algún robo en la mansión. Caproni había abandonado ya el timón de Due Mori, el conglomerado que llegó a convertir en uno de los principales productores de lana y cerámica de Italia. Permanecía activo como accionista mayoritario y asesor, y su muerte deja un gran vacío en la compañía.
Fellner interrumpió su lectura.
—Ya hemos tenido antes esta discusión. Se le ha advertido que se dedique a sus peculiaridades en su tiempo libre.
—Fue necesario, Herr Fellner.
—Matar nunca es necesario si se hace el trabajo correctamente.
Knoll echó una mirada a Monika, que observaba la escena con aparente satisfacción.
—El signor Caproni se entrometió en mi cometido. Me estaba esperando. Había sospechado ya desde mi primera visita. Visita que realicé, por si no lo recuerda, debido a la insistencia de usted.
Fellner pareció comprender inmediatamente el mensaje, y su expresión se suavizó. Knoll conocía muy bien a su jefe.
—El signore Caproni no estaba dispuesto a compartir la fosforera sin lucha. No tuve otra opción, ya que concluí que usted deseaba la pieza de todos modos. La única alternativa era marcharme sin ella y arriesgarnos a ser descubiertos.
—¿El signore no le ofreció la oportunidad de marcharse? Después de todo, bien podría haber llamado a la policía.
Knoll pensó que una mentira sería mejor que la verdad.
—Lo que el signore quería en realidad era dispararme. Estaba armado.
—El periódico no menciona ese hecho —indicó Fellner.
—Buena prueba de la poca fiabilidad de la prensa —respondió Knoll con una sonrisa.
—¿Y qué hay de la puta? —Intervino Monika—. ¿También ella estaba armada?
Knoll se volvió hacia ella.
—No sabía que albergara tales simpatías hacia las mujeres trabajadoras. Ella conocía los riesgos, no tengo la menor duda, cuando convino en relacionarse con un hombre como Caproni.
Monika se acercó a él.
—¿Te la follaste?
—Por supuesto.
La mirada de la mujer estalló en llamas, pero no dijo nada. Sus celos resultaban casi tan jocosos como sorprendentes. Fellner medió entre ambos, conciliador como era su costumbre.
—Christian, consiguió usted la fosforera. Se lo agradezco. Pero las muertes no hacen sino llamar la atención. Y eso es lo último que deseamos. ¿Y si consiguen rastrear su adn mediante el semen?
—No había más semen que el del signore. El mío acabó en el estómago de la mujer.
—¿Y qué hay de las huellas?
—Llevaba guantes.
—Sé que es usted precavido y le estoy agradecido por ello. Pero soy un hombre mayor que no desea más que legar a mi hija cuanto he acumulado. No quiero que ninguno de nosotros termine entre rejas. ¿Ha quedado claro?
Fellner parecía exasperado. Ya habían tenido antes aquella discusión y Knoll detestaba sinceramente defraudarlo. Su empleador se había portado bien con él y había compartido de forma generosa la riqueza que meticulosamente habían acumulado. En muchos aspectos, era más su padre de lo que nunca había sido Jakob Knoll. Aunque Monika distaba mucho de ser su hermana.
Reparó en la mirada de ella. No había duda de que la conversación acerca del sexo y la muerte la excitaba. Era más que probable que lo visitara más tarde.
—¿Qué descubrió en San Petersburgo? —preguntó por fin Fellner.
Knoll le informó acerca de las referencias a la yantarnaya komnata . entonces les mostró las hojas que había robado en los archivos.
—Resulta interesante que los rusos sigan inquiriendo acerca de la Habitación de Ámbar, incluso de forma tan reciente. Sin embargo, ese Karol Borya, Ýxo, es un dato nuevo.
—¿«Oídos»? —Fellner hablaba ruso a la perfección—. Un extraño apelativo.
Knoll asintió.
—Creo que merece la pena realizar una visita a Atlanta. Quizá Ýxo siga vivo. Podría saber dónde está Chapaev. Es el único a quien no encontré hace cinco años.
—Creo que la referencia a Loring también lo corrobora —admitió Fellner—. Ya se ha topado dos veces con su nombre. Parece ser que los soviéticos estaban muy interesados en lo que Loring estaba haciendo.
Knoll conocía la historia. La familia Loring controlaba el mercado del acero y las armas en la Europa oriental. Ernst Loring era el principal rival de Fellner en la adquisición de tesoros. Era checo, el hijo de Josef Loring, y exudaba un aire de superioridad que llevaba cultivando desde su juventud. Como Pietro Caproni, sin duda se trataba de un hombre acostumbrado a salirse con la suya.
—Josef era un hombre muy decidido. Ernst, por desgracia, no heredó el carácter de su padre. Me da que pensar. Siempre ha habido algo que me ha preocupado respecto a él, esa irritante cordialidad que cree que yo acepto de buen grado. —Fellner se volvió hacia su hija—. ¿Qué te parece, liebling? ¿Debería marcharse Christian a América?
La expresión de Monika se endureció. En aquellos momentos era cuando más se parecía a su padre. Inescrutable. Reservada. Furtiva. No había duda de que en los años venideros lograría que el anciano se sintiese orgulloso.
—Quiero la Habitación de Ámbar.
—Y yo la quiero para ti, liebling. Llevo cuarenta años buscándola, pero nada. Absolutamente nada. Nunca he entendido cómo tantas toneladas de ámbar pudieron simplemente… desaparecer. —Fellner se volvió hacia Knoll—. Vaya a Atlanta, Christian. Encuentre a Karl Borya, a ese Ýxo. Compruebe qué es lo que sabe.
—Sabe usted que si Borya está muerto nos hemos quedado sin pistas. He consultado las depositarías en Rusia. Solo la de San Petersburgo contiene alguna información relevante.
Fellner asintió.
—Sin duda, el encargado de San Petersburgo está a sueldo de alguien. Volvió a prestar atención. Por eso me llevé las hojas.
—Lo que resultó inteligente. Estoy seguro de que Loring y yo no somos los únicos interesados en la yantarnaya komnata. Qué descubrimiento sería ése, Christian. Casi darían ganas de contárselo a todo el mundo.
—Casi. Pero el Gobierno ruso exigiría su devolución y de ser encontrada aquí, sin duda los alemanes la confiscarían. Se trataría de una excelente arma en la negociación sobre la devolución de los tesoros que los soviéticos se llevaron.
—Por eso debemos encontrarla nosotros —replicó Fellner.
Knoll lo miró fijamente.
—Por no mencionar la bonificación prometida…
El anciano rió entre dientes.
—Bien cierto, Christian. No lo he olvidado.
—¿Una bonificación, papá?
—Diez millones de euros. Es una promesa de hace muchos años.
—Y yo la honraré —dejó claro Monika.
Vaya que si la honrarán, pensó Knoll.
Fellner se alejó del expositor.
—Ernst Loring estará con toda probabilidad buscando la Habitación de Ámbar. Bien podría ser el benefactor de ese tecnócrata de San Petersburgo. De ser así, ya sabe de la existencia de Borya. No debe retrasarse, Christian. Es necesario que vaya un paso por delante.
—Eso pretendo.
—¿Puede manejar a Suzanne? —Inquirió el viejo con una sonrisa maliciosa—. Se pondrá agresiva.
Knoll notó cómo Monika se encrespaba claramente ante aquella mención. Suzanne Danzer trabajaba para Ernst Loring. Poseía una vasta educación y una determinación que la llevaba a matar de ser necesario. Hacía solo dos meses había competido con Knoll en una carrera por el suroeste de Francia en busca de un par de coronas nupciales rusas del siglo XIX. Más «hermoso botín» oculto durante décadas por los furtivos. Danzer había ganado la carrera. Había dado con las coronas enjoyadas en poder de una anciana de los Pirineos, cerca de la frontera española. Su marido las había liberado de un colaborador nazi después de la guerra. Danzer había sido implacable en la obtención del premio, un rasgo que Knoll admiraba profundamente.
—No esperaría menos de ella —dijo.
Fellner le ofreció la mano.
—Buena caza, Christian.
Éste aceptó el gesto y se volvió para marcharse por donde había llegado. Un rectángulo vacío apareció en la piedra cuando la estantería que había al otro lado se abrió de nuevo.
—Y mantenme informada —le advirtió Monika.