San Petersburgo, Rusia
10:50
El taxi se detuvo con un frenazo y Knoll salió a un atestado Nevsky Prospekt tras pagar al conductor con dos billetes de veinte dólares. Se preguntó qué le había sucedido al rublo, que en esos momentos no valía mucho más que el dinero del Monopoly. Hacía años que el Gobierno ruso había proscrito abiertamente el uso de los dólares so pena de cárcel, pero al taxista no pareció importarle y demandó ansiosamente los billetes, que puso a buen recaudo en su bolsillo antes de alejar el taxi de la acera.
Su vuelo desde Innsbruck había aterrizado en el aeropuerto Pulkovo hacía una hora. La fosforera la había enviado por la noche a Alemania, junto con una nota acerca de su éxito en el norte de Italia. Pero antes de que también él regresara a Alemania, tenía un trabajo más pendiente.
El prospekt estaba lleno de gente y de coches. Estudió la cúpula verde de la catedral Kazan, al otro lado de la calle, y se dio la vuelta para observar la aguja dorada del distante Almirantazgo, parcialmente oculta por la bruma matutina. Imaginó el pasado del bulevar, cuando todo el tráfico era el tirado por caballos y las prostitutas arrestadas durante la noche barrían el adoquinado. ¿Qué pensaría ahora Pedro el Grande de su «viuda de Europa»? Grandes almacenes, cines, restaurantes, museos, tiendas, estudios de arte y cafeterías se alineaban en aquella concurrida ruta de cinco kilómetros. Neones resplandecientes y elaborados quioscos vendían de todo, desde libros hasta helados, y anunciaban el rápido avance del capitalismo. ¿Cómo lo había descrito Somersert Maugham?: «Triste, sórdido y ruinoso».
Pues ya no era así, pensó.
Y ese cambio era la razón de que pudiera siquiera viajar a San Petersburgo. Hacía muy poco que se había extendido a los extranjeros el privilegio de revisar los antiguos registros soviéticos. Ya había realizado dos viajes ese mismo año (uno hacía seis meses y otro hacía dos), ambos al mismo depósito de la ciudad, el edificio en el que ahora entraba por tercera vez.
Tenía cinco plantas y una fachada de piedra tosca y tallada, ennegrecida por el humo de los tubos de escape. El Commercial Bank de San Petersburgo operaba como filial en una zona de la planta baja, y el área restante del nivel estaba ocupada por Aeroflot, la compañía aérea de bandera de Rusia. Desde la primera planta hasta la tercera, así como en la quinta, se podían encontrar austeras oficinas gubernamentales: el Departamento de Visados y Registro de Ciudadanos Extranjeros, Control de Exportaciones y el Ministerio Regional de Agricultura. La cuarta planta estaba dedicada exclusivamente a la depositaría de registros. Era una de las muchas repartidas por todo el país, un lugar donde los restos de setenta y cinco años de comunismo podían ser almacenados y estudiados de forma segura.
Mediante el Comité Ruso de Documentación, Yeltsin había abierto a todo el mundo el acceso a los documentos, como un modo de que los estudiosos predicaran el mensaje anticomunista del expresidente. En realidad se trató de una maniobra astuta. No había así necesidad de purgar las filas, superpoblar los gulags o reescribir la historia, como Jruschev y Brezhnev habían hecho. No hacía falta más que dar a los historiadores la oportunidad de desvelar la multitud de atrocidades, saqueos y espionajes, secretos ocultos durante décadas bajo toneladas de papel putrefacto y tinta en vías de desaparición. Sus eventuales escritos serían propaganda más que suficiente para servir adecuadamente a las necesidades del Estado.
Subió las escaleras de hierro negro hasta la cuarta planta. Eran estrechas, al estilo soviético, lo que indicaba a los entendidos como él que aquel edificio era posterior a la Revolución. Una llamada desde Italia el día anterior le había informado de que la depositaría estaría abierta hasta las cinco de la tarde. Había visitado aquella y otras cuatro en el sur de Rusia, pero ésta resultaba única porque disponía de fotocopiadora.
En la cuarta planta, una puerta de madera que había conocido tiempos mejores se abrió a un espacio atestado en el que la pintura verde de las paredes se pelaba por falta de ventilación. No había techo en sí, sino tuberías y conductos de asbesto que se entrecruzaban bajo el frágil hormigón que formaba el forjado de la quinta planta. Sin duda era un lugar extraño para alojar documentos que se suponían valiosísimos.
Avanzó sobre el solado desastrado y se dirigió hacia una mesa solitaria. Lo esperaba el mismo encargado de cabello castaño y escaso y expresión equina. En su última visita había concluido que aquel individuo era un involucionado, un nuevo burócrata ruso que se lamentaba por su situación. Típico. Apenas había diferencias con su versión soviética.
—Dobriy den —dijo, sin dejar de añadir una sonrisa.
—Buen día —respondió el encargado.
—Necesito estudiar los archivos —indicó Knoll en ruso.
—¿Cuáles? —Una irritante sonrisa acompañó aquella pregunta, la misma que recordaba de dos meses atrás.
—Estoy seguro de que me recuerda.
—Su cara me resultaba familiar. Los documentos de la Comisión, ¿correcto?
El intento de apaciguamiento del burócrata resultó infructuoso.
—Da. Los documentos de la Comisión.
—¿Quiere que se los traiga?
—Nyet. Sé dónde están. Pero gracias por su amabilidad.
Knoll se disculpó y desapareció entre las estanterías metálicas cuajadas de cajas de cartón en descomposición. El aire estancado tenía un fuerte olor a polvo y humedad. Sabía que a su alrededor había muchos registros, bastantes de ellos llegados desde el cercano Hermitage, en su mayoría procedentes del incendio que hacía años se había cebado en la Academia de las Ciencias local. Recordaba bien el incidente: «el Chernóbil de la cultura», había denominado el suceso la prensa soviética. Pero él se preguntaba cuánto no habría de intencionado en aquel desastre. En la urss, las cosas siempre tenían una conveniente tendencia a desaparecer en el momento justo, y la Rusia reformada no resultaba demasiado diferente.
Revisó los estantes intentando recordar dónde había dejado el trabajo la última vez. Revisar completamente cualquier registro podía convertirse en un trabajo de años, pero recordaba dos cajas en particular. En su última visita se había quedado sin tiempo antes de llegar a ellas, ya que la depositaría había cerrado pronto debido al Día Internacional de la Mujer.
Encontró ambas cajas y las sacó desrizándolas de sus estantes, para después depositarlas sobre una de las mesas de madera. Cada una tenía un metro cuadrado aproximadamente, y eran pesadas: quizá pesaran veinticinco o treinta kilogramos. El encargado seguía sentado en la parte delantera de la depositaría. Knoll se dio cuenta de que aquel imbécil impertinente no tardaría en acercarse para tomar nota de sus nuevos intereses.
La etiqueta en cirílico que adornaba la parte superior de ambas cajas rezaba: «Comisión estatal extraordinaria sobre el registro e investigación de los crímenes de los ocupantes germano-fascistas y sus cómplices, y del daño causado por ellos a los ciudadanos, granjas colectivas, organizaciones públicas, empresas estatales e instituciones de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas».
Conocía bien aquella comisión. Había sido creada en 1942 para resolver problemas relacionados con la ocupación nazi, y al final había terminado por encargarse desde la investigación de los campos de concentración liberados por el Ejército Rojo hasta la tasación de los tesoros artísticos expoliados en los museos soviéticos. Hacia 1945, la comisión había evolucionado y se había convertido en el principal proveedor de prisioneros y supuestos traidores para los gulags. Fue uno de los inventos de Stalin, un modo de mantener el control que llegó a emplear a miles de personas y que encuadraba a investigadores de campo que buscaban en la Europa occidental, el norte de África y Sudamérica obras de arte expoliadas por los alemanes.
Knoll se acomodó en una silla metálica y comenzó a pasar, una por una, las páginas de la primera caja. Se trataba de un trabajo lento debido al volumen y a las interminables diatribas en ruso y cirílico. En resumen, aquella primera caja resultó frustrante, ya que en su mayoría se trataba de sumarios de diversas investigaciones de la comisión. Dos largas horas pasaron sin que hallara nada de interés. Comenzó a trabajar con la segunda caja, que contenía más resúmenes. Hacia la mitad se topó con un taco de informes de campo realizados por los investigadores. Adquisidores como él, pero pagados por Stalin y a las órdenes exclusivas del Gobierno soviético.
Revisó cuidadosamente esos documentos, uno por uno.
En muchos casos se trataba de narraciones sin importancia acerca de búsquedas fallidas y viajes frustrantes. Aunque había también algunos éxitos, y estas recuperaciones quedaban resaltadas con el idioma triunfalista. El Place de la Concorde de Degas. Dos hermanas de Gauguin. El último cuadro de Van Gogh, La casa blanca de noche. Incluso reconoció el nombre de los investigadores. Sergei Telegin. Boris Zernov. Pyotr Sabsal. Maxim Voloshin. En otras depositarías había leído otros informes de campo redactados por ellos. La caja contenía aproximadamente un centenar de informes, todos probablemente olvidados, de poco uso en aquellos tiempos excepto para los pocos que todavía seguían buscando.
Transcurrió una hora más durante la que el encargado se acercó tres veces con la pretensión de ayudar.
Knoll lo había rechazado en todas las ocasiones, ansioso porque aquel hombrecillo irritante se ocupase de sus propios asuntos. Cerca de las cinco de la tarde halló una nota dirigida a Nikolai Shvernik, el despiadado acólito de Stalin que había encabezado la Comisión Extraordinaria. Pero aquél memorando no era como los demás. Carecía del sello oficial de la comisión y se trataba de un manuscrito personal, fechado el 26 de noviembre de 1946. La tinta negra sobre papel cebolla prácticamente había desaparecido:
Camarada Shvernik,
Espero que este mensaje lo encuentre a usted con plena salud. He visitado Donnersberg, pero no pude localizar ninguno de los manuscritos de Goethe que creíamos allí. Las indagaciones, por supuesto discretas, revelaron que anteriores investigadores soviéticos podrían haber retirado los artículos en el mes de noviembre de 1945. Sugiero una nueva comprobación de los inventarios de Zagorsk. Ayer me encontré con Ýxo. Informa de actividad por parte de Loring. Las sospechas de usted parecen correctas. Las minas Harz fueron visitadas repetidamente por varios equipos de operarios, pero no se empleó a ningún obrero local. Todos ellos fueron llevados y devueltos por Loring. La yantarnaya komnata podría haber sido encontrada y retirada. Es imposible decirlo en este momento. Ýxo sigue pistas adicionales en Bohemia, y le informará a usted directamente a lo largo de la semana.
Danya Chapaev
Unidas con un sujetapapeles a la hoja había dos páginas más recientes, ambas fotocopias. Se trataba de memorandos informativos de la kgb fechados en el mes de marzo de hacía siete años. Le resultaba extraño que estuviesen allí, metidos de forma inopinada entre originales de hacía más de cincuenta años. Leyó la primera nota, mecanografiada en cirílico:
Se confirma que Ýxo es Karol Borya, empleado en el pasado por la Comisión, 1946-1958. Emigrado a los Estados Unidos, 1958, con permiso gubernamental. Nombre cambiado a Karl Bates. Dirección actual: 959 Stokeswood Avenue. Atlanta, Georgia (condado de Fulton), EE. UU. Contacto realizado. Niega cualquier información acerca de la yantarnaya komnata posterior a 1958. No ha sido posible localizar a Danya Chapaev. Borya asegura desconocer su paradero. Solicitamos instrucciones adicionales respecto al modo de proceder.
Reconocía el nombre de Danya Chapaev. Hacía cinco años había buscado a aquel viejo ruso, pero había sido incapaz de dar con él. Era el único de los buscadores supervivientes a los que no había entrevistado. Ahora parecía haber otro más, Karol Borya, alias Karl Bates. Un apodo extraño. A los rusos parecían encantarles los nombres en clave. ¿Era una cuestión de seguridad, o simple querencia? Resultaba difícil de decir. Había visto referencias como Lobo, Oso Negro, Águila y Vista Aguzada, pero ¿Ýxo? «Oídos». Aquel nombre era único.
Dio la vuelta a la segunda hoja, otro memorando de la kgb mecanografiado en cirílico, y que en este caso contenía más información acerca de Karol Borya. Aquel hombre tendría ahora ochenta y tres años. De oficio orfebre, jubilado. Su mujer había muerto hacía un cuarto de siglo. Tenía una hija, casada, que vivía en Atlanta, Georgia, y un nieto. Sí, se trataba de información con siete años de antigüedad, pero seguía siendo mucho más que lo que él sabía de Karol Borya.
Volvió a revisar el documento de 1946, en particular la referencia a Loring. Era ya la segunda ocasión en que había visto aquel nombre entre los informes. No podía tratarse de Ernst Loring. Demasiado joven. Era más probable que hiciera referencia a su padre, Josef. Se iba haciendo con el tiempo más evidente que la familia Loring también llevaba mucho tras la pista. Quizá aquel viaje a San Petersburgo hubiera merecido la pena. Dos referencias directas a la yantarnaya komnata, raras en los documentos soviéticos, e información totalmente novedosa.
Un nuevo rastro.
«Oídos».
—¿Acabará pronto?
Levantó la mirada. El encargado lo estaba observando. Se preguntó cuánto tiempo llevaría allí de pie aquel hijo de mala madre.
—Ya son las cinco pasadas —dijo el hombre.
—No me había dado cuenta. Terminaré enseguida.
La mirada del encargado se posó en la página que tenía en la mano, con la esperanza de poder comprobar de qué se trataba. Knoll dejó con gesto despreocupado la hoja sobre la mesa y la tapó con la mano. El otro pareció captar el mensaje y regresó a su escritorio.
Knoll levantó las hojas.
Resultaba interesante que la kgb hubiera estado buscando a dos antiguos miembros de la Comisión Extraordinaria hacía muy pocos años. Pensaba que la búsqueda de la yantarnaya komnata había concluido a mediados de los años setenta. En cualquier caso, aquélla era la afirmación oficial. En los años ochenta solo había encontrado algunas referencias aisladas al respecto. Nada reciente… hasta entonces. Los rusos no se rendían, eso tenía que concedérselo. Aunque, considerando el premio, no le costaba entenderlo. Él tampoco se rendía. Llevaba los últimos ocho años siguiendo rastros. Había entrevistado a ancianos de memoria frágil y boca cerrada. Boris Zernov, Pyotr Sabsal. Maxim Voloshin. Buscadores como él, todos a la caza del mismo premio. Pero ninguno de ellos sabía nada. Quizá Karol Borya fuera diferente. Quizá él supiera dónde se hallaba Danya Chapaev. Esperaba que ambos siguieran vivos. Desde luego, merecía la pena realizar un viaje a Estados Unidos para comprobarlo. Había estado una vez en Atlanta, durante las olimpiadas. Un lugar cálido y húmedo, aunque impresionante.
Buscó al encargado con la mirada. Aquel hombre retorcido se encontraba al otro lado de las estanterías, y parecía ocupado colocando carpetas en su sitio. Knoll dobló rápidamente las tres hojas y se las guardó en el bolsillo. No tenía intención de dejar nada al alcance de otra mente inquisitiva. Devolvió las dos cajas a la estantería y se dirigió hacia la salida. El encargado lo esperaba con la puerta abierta.
—Dobriy den —le dijo él al salir.
—Buenos días tenga usted.
La puerta se cerró con llave inmediatamente a su espalda. Knoll imaginó que aquel estúpido no tardaría en informar de la visita, y sin duda en pocos días recibiría una propina por su atención. Daba igual. Él se sentía satisfecho. Extático. Tenía una nueva pista. Quizá se tratara de algo definitivo. El comienzo de una nueva línea de investigación. Quizá incluso lograra una recuperación.
La recuperación.
Bajó las escaleras con las palabras del memorando aún resonando en sus oídos.
La yantarnaya komnata.
La Habitación de Ámbar.