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Nordeste de Italia

Miércoles, 7 de mayo, 1:34

Su uniforme oscuro, guantes de cuero negro y zapatillas como el carbón se fundían con la noche. Incluso el pelo muy corto y teñido de castaño, las cejas del mismo tono y la piel bronceada lo ayudaban, pues las dos semanas que acababa de pasar en el norte de África habían oscurecido su rostro nórdico.

A su alrededor se elevaban unos picos descarnados, un anfiteatro mellado apenas distinguible contra el cielo tenebroso. La luna llena flotaba al este. Un frío primaveral se aferraba al aire fresco, vivo, diferente. Las montañas devolvían el eco retumbante de un trueno lejano.

Hojas y pajas amortiguaban cada uno de sus pasos, y el sotomonte bajo los árboles enjutos era ralo. La luz de la luna se filtraba entre el follaje y resaltaba una senda iridiscente. Eligió sus pasos cuidadosamente y resistió las ganas de usar la pequeña linterna. Su mirada aguzada estaba constantemente alerta.

La localidad de Pont Saint Martin se encontraba diez kilómetros hacia el sur. El único camino hacia el norte era una serpenteante carretera de dos carriles que, tras cuarenta kilómetros, llegaba hasta la frontera austríaca, y más allá hasta Innsbruck. El bmw que había alquilado el día anterior en el aeropuerto de Venecia esperaba un kilómetro más atrás, entre los árboles. Después de terminar con sus asuntos planeaba conducir hacia el norte, hasta Innsbruck, donde al día siguiente, a las ocho y treinta y cinco de la mañana, un vuelo de Austrian Airlines lo llevaría a San Petersburgo. Allí lo esperaban nuevos negocios.

Lo rodeaba el silencio. No había campanas de iglesia tañendo, ni coches que recorrieran rugiendo la autostrada. Solo venerables robles, abetos y alerces que salpicaban las laderas montañosas. Los helechos, musgos y flores silvestres alfombraban las oscuras cavidades. No resultaba difícil entender por qué Da Vinci había incluido los Dolomitas como fondo de su Mona Lisa.

El bosque llegó a su fin. Ante él se extendía una pradera herbosa de lirios anaranjados. El château, al que se llegaba por un camino empedrado que terminaba en forma de herradura, se erigía al otro extremo. El edificio tenía dos plantas y sus muros de ladrillo rojo estaban decorados con grandes losas grises en forma de rombo. Recordaba las piedras de su visita anterior, hacía dos meses. Eran sin duda obra de albañiles que habían aprendido el oficio de sus padres y abuelos.

En ninguna de las aproximadamente cuarenta ventanas abuhardilladas vio luz alguna. La puerta principal, de roble, también estaba a oscuras. No había verjas, ni perros, ni guardias. Tampoco alarmas. Solo una apartada hacienda rural en los Alpes italianos, propiedad de un solitario industrial que llevaba semirretirado casi una década.

El visitante sabía que Pietro Caproni, el dueño del château, dormía en la segunda planta, en una serie de estancias que conformaban la suite principal. Caproni vivía solo, si se exceptuaba a los tres miembros del servicio que acudían diariamente allí desde Pont Saint Martin. Pero aquella noche tenía visita. El Mercedes de color crema estacionado en el exterior probablemente siguiera caliente a causa del viaje desde Venecia. Su invitada era una de tantas trabajadoras de alto nivel que en ocasiones acudían a pasar la noche o el fin de semana, y que a cambio de su trabajo recibían una buena suma de un hombre que podía permitirse el precio del placer. La subrepticia excursión de aquella noche se había hecho coincidir con la visita de la mujer, de la que esperaba que fuera distracción suficiente como para cubrir una entrada y una salida rápidas.

La grava crujía a cada paso que daba. Cruzó el camino de entrada y rodeó el château hasta alcanzar la esquina nordeste. Un jardín elegante conducía hacía una veranda de piedra. Hierro forjado italiano separaba las mesas y sillas de la hierba. Un juego de puertas francesas daba a la casa, pero ambos picaportes estaban cerrados con llave. El visitante giró el brazo derecho: un estilete se liberó de su funda y se deslizó por el antebrazo, hasta que la empuñadura de jade estuvo firmemente sujeta en su palma enguantada. La vaina de cuero era de su propia invención, y había sido diseñada especialmente para poder disponer rápidamente del arma.

Clavó la hoja en la jamba de madera. Con un giro de muñeca, la cerradura cedió. Volvió a asegurar el estilete dentro la manga.

Pasó al salón abovedado y cerró cuidadosamente la puerta de cristal. Le gustaba aquella decoración neoclásica. Dos bronces etruscos adornaban la pared opuesta a la entrada, bajo un cuadro, Paisaje de Pompeya, del que sabía que era un artículo de coleccionista. Un par de bibliothèque del siglo XVIII abrazaban dos columnas corintias. Los anaqueles estaban atestados de antiguos volúmenes. De la última visita recordaba el estupendo ejemplar de la Storia d’Italia de Guicciardini y los treinta tomos del Teatro Francese. El valor de cualquiera de estas obras resultaba incalculable. Sorteó los muebles a oscuras, pasó entre columnas y se detuvo en el vestíbulo para escuchar los ruidos procedentes de la planta superior. No se oía nada. Anduvo de puntillas sobre el suelo de mármol de patrones circulares, con cuidado de no arrastrar las suelas de caucho para que no rechinaran. Pinturas napolitanas adornaban unos paneles de falso mármol. Unas vigas de castaño sostenían el techo a oscuras, dos plantas más arriba.

Entró en el salón.

El objeto de su búsqueda yacía inocente sobre una mesa de ébano. Una fosforera. Fabergé. De plata y oro, con un lacado traslúcido de color rojo fresa sobre un fondo de cintas entrelazadas. El borde de oro estaba decorado con puntas de hoja, y el cierre era de zafiro y cabujón. Se podía ver una leyenda en caracteres cirílicos: «N. R. 1901». Nicolás Romanov. Nicolás II. El último zar de Rusia.

Extrajo un saquito de fieltro de su bolsillo trasero y cogió la caja.

La sala quedó de repente inundada de luz, lanzas incandescentes que le quemaban los ojos, proyectadas desde el candelabro del techo. El intruso entrecerró los ojos y se volvió. Pietro Caproni se encontraba en la arcada que conducía al vestíbulo, con una pistola en la mano derecha.

Buona sera, signor Knoll. Me preguntaba cuándo regresaría.

El aludido trató de recuperar la visión y respondió en italiano:

—No sabía que estuviera esperando mi visita.

Caproni entró en el salón. Era un hombre bajo y de pecho ancho, de unos cincuenta años, con el cabello innaturalmente moreno. Llevaba puesta una bata azul marino atada en la cintura. Las piernas y los pies estaban desnudos.

—Su caracterización de la anterior visita no resistió el menor escrutinio. Christian Knoll, historiador del arte y académico. En serio, fue bien sencillo verificarlo.

La visión del intruso empezó a adaptarse a la luz. Estiró la mano hacia la caja, pero cuando la pistola de Caproni se elevó un poco, levantó las manos en una parodia de rendición.

—Solo quería tocar la caja.

—Adelante. Lentamente.

El intruso levantó el tesoro.

—El Gobierno ruso lleva buscando esto desde la guerra. Pertenecía al mismísimo Nicolás. Fue robada en Peterhof, a las afueras de Leningrado, hacia 1944. Un soldado que quería llevarse un recuerdo de su paso por Rusia. Pero menudo recuerdo… Uno totalmente único. Hoy en día, en el mercado libre debe de valer unos cuarenta mil dólares americanos. Eso si alguien fuera lo bastante estúpido como para venderla. Creo que el término que usan los rusos para describir cosas como ésta es «hermoso botín».

—Estoy convencido de que, tras su liberación de esta noche, hubiera encontrado rápidamente el camino hasta Rusia.

El intruso sonrió.

—Los rusos no son mejores que los ladrones. Solo quieren recuperarlos tesoros para venderlos. He oído que tienen problemas de liquidez. El problema del comunismo, al parecer.

—Siento curiosidad. ¿Qué lo ha traído aquí?

—Una fotografía de esta habitación en la que se veía la fosforera. Así que vine y me hice pasar por profesor de historia del arte.

—¿Determinó la autenticidad por su breve visita de hace dos meses?

—Soy un experto en estas cosas. Particularmente Fabergé. —Depositó la caja en su sitio—. Debería haber aceptado mi oferta de compra.

—Demasiado baja, incluso para un «hermoso botín». Además, la pieza tiene un valor sentimental. Mi padre fue el soldado que se llevó el… recuerdo, como tan apropiadamente lo ha descrito.

—¿Y usted lo exhibe con tal naturalidad?

—Después de cincuenta años, asumí que ya no interesaba a nadie.

—Debería tener cuidado con los visitantes y con las fotografías.

Caproni se encogió de hombros.

—Viene muy poca gente.

—¿Solo las signorinas? ¿Como la que está ahora arriba?

—Y a ninguna de ellas le interesan estas cosas.

—¿Solo los euros?

—Y el placer.

El intruso sonrió y acarició de nuevo la caja, con aparente despreocupación.

—Es usted un hombre con medios, signor Caproni. Esta villa es como un museo. El tapiz Aubusson que hay en esa pared es de un valor incalculable. Los dos capriccios romanos son, sin duda, piezas valiosas. Hof, creo. ¿Siglo XIX?

—Muy bien, signor Knoll. Estoy impresionado.

—Seguro que puede desprenderse de esta fosforera.

—No me gustan los ladrones, signor Knoll. Y, como le dije durante su última visita, la pieza no está en venta. —Caproni hizo un gesto con el arma—. Ahora debe marcharse.

El intruso permaneció inmóvil.

—Menudo dilema. No hay duda de que usted no puede involucrar a la policía. Después de todo, posee una valiosa reliquia que el Gobierno ruso insistiría en recuperar, y que fue robada por su padre. ¿Qué otras cosas en esta casa encajan en tal categoría? Habría preguntas, interrogatorios, publicidad… Sus amigos de Roma le serían de poca ayuda, ya que para entonces todos lo habrían tildado de ladrón.

—Suerte tiene, signor Knoll, de que no pueda acudir a las autoridades.

El intruso se estiró con aparente despreocupación y retorció el brazo derecho. Fue un gesto que pasó desapercibido y que quedó en parte oculto por el muslo. Knoll vio cómo la mirada de Caproni permanecía fija en la caja que él sostenía en la mano izquierda. El estilete se liberó de su funda y descendió lentamente por la manga hasta terminar en la palma derecha.

—¿No desea reconsiderarlo, signor Caproni?

—No. —Caproni se retiró hacia el vestíbulo y volvió a hacer un gesto con la pistola—. Por aquí, signor Knoll.

Éste aferró con fuerza la empuñadura con los dedos y realizó un giro de muñeca. Con ese mero gesto, la hoja salió disparada por la estancia y atravesó el pecho desnudo del italiano, en la uve hirsuta formada por la bata. El hombre sufrió un espasmo, miró la empuñadura y se desplomó hacia delante, al tiempo que la pistola rebotaba con estrépito sobre el suelo.

El intruso metió rápidamente la fosforera en el saquito de fieltro y se colocó sobre el cuerpo. Extrajo el estilete y comprobó el pulso. Nada. Sorprendente. Había muerto rápido.

Aunque su puntería había sido perfecta.

Limpió la sangre en la bata, devolvió la hoja a su vaina y subió las escaleras hasta la primera planta. Más paneles de falso mármol cubrían el pasillo superior, interrumpidos de forma periódica por puertas forradas de madera, todas las cuales estaban cerradas. Avanzó con ligereza y se dirigió hacia la parte trasera de la casa. Al final del pasillo lo esperaba otra puerta cerrada.

Giró el picaporte y entró.

Un par de columnas de mármol definían una alcoba que albergaba una enorme cama con dosel. Sobre la mesilla de noche había encendida una lámpara de poca potencia, cuya luz quedaba absorbida por una sinfonía de paneles de nogal y cuero. No había duda de que aquél era el dormitorio de un hombre acaudalado.

La mujer sentada en el borde de la cama estaba desnuda. Su espectacular melena pelirroja servía como marco de unos pechos piramidales y unos exquisitos ojos con forma de almendra. Daba caladas a un delgado cigarrillo negro y dorado, y se limitó a lanzarle una mirada desconcertada.

—¿Y tú quién eres? —preguntó en italiano, con voz baja.

—Un amigo del signor Caproni. —Entró en el dormitorio y cerró la puerta con naturalidad.

Ella se terminó el cigarrillo, se incorporó y se acercó con pasos intencionadamente largos. Sus piernas eran delgadas.

—Vistes de un modo extraño para ser un amigo suyo. A mí me pareces más un allanador.

—Y a ti no parece importarte.

Ella se encogió de hombros.

—Los hombres extraños son lo mío. Sus necesidades son las mismas que las de todos los demás. —Lo contempló lentamente, de arriba abajo—. Tu mirada tiene un brillo ruin. Alemán, ¿no?

Él no respondió.

La mujer le masajeó las manos a través de los guantes de cuero.

—Poderoso. —Recorrió el pecho y los hombros—. Músculos. —Estaba ya muy cerca de él, y los pezones erectos le rozaban el torso—. ¿Dónde está el signore?

—Entretenido. Me sugirió que podría disfrutar de tu compañía.

Ella lo miró con ojos ansiosos.

—¿Tienes las capacidades del signore?

—¿Te refieres a las monetarias?

Ella sonrió.

—A ambas.

Estrechó a la prostituta entre sus brazos.

—Ya veremos.