En el centro de Rosslyn, Virginia, un hombre vestido con un buen traje y abrigo, ataviado con una barba exquisitamente cortada y un pelo tan corto que casi se le veía la piel, surgió de la estación de metro y recorrió la calle hasta un buzón. Sacó un sobre de tamaño estándar del bolsillo del pecho, lo sostuvo entre las manos y lo admiró durante unos momentos. Luego lo metió en el buzón. Siguió bajando la calle, giró una esquina y caminó colina arriba hacia el puente Key. Por delante de él, al otro lado del Potomac, podía ver Dixie Liquors, que se encontraba en la calle M, que le llevaría directamente al centro de Georgetown y a Pennsylvania. Podía disparar una bala justo por el centro de Pennsylvania y atravesaría la Casa Blanca y seguiría hasta el atril presidencial en el estrado instalado en los escalones del Capitolio.
Por desgracia, la Lleischacker de Lloyd Wayne Vishniak no era lo suficientemente potente o lo suficientemente precisa para hacerlo. Tendría que seguir esa misma ruta a pie. Pero no había problema. Lo había planeado muy bien, habiéndose dejado tiempo de sobra para llegar allí. Mientras atravesaba el puente, golpeado por un viento frío que encontró todos los puntos de entrada del abrigo, repasó mentalmente el contenido de la carta, que había escrito a la una de la madrugada en el asiento delantero de su camioneta, aparcada en la hondonada de Virginia Occidental.
Floyd Wayne Vishniak, señor.
Lugar desconocido
Estados Unidos de América
Cartas al director
"Washington Post"
Washington, D.C.
Estimado señor (o señora, o señorita) director:
Hasta ayer a.m. he gastado, o quizá lo correcto sea decir malgastado, un total de 89,50 dólares en su inútil periódico, y eso sin contar el dinero gastado en otros periódicos y revistas que he tenido que comprar simplemente para contrastar los supuestos hechos que ustedes imprimen y descubrir qué es falso y qué es real.
Así que sé bien que se equivocarán en todo. Por tanto, aquí tienen algo de información. El nombre se deletrea V-I-S-H-N-I-A-K (ver la parte superior de la página). No soy un psicópata. Simplemente soy un norteamericano preocupado.
Y por favor, no se equivoquen en esto: yo —Floyd— lo hice TODO SOLO. Nadie me ayudó, no hay conspiradores, ni gobiernos extranjeros, ni grupos terroristas ni nadie más.
Sí, es difícil comprender para los cabrones complacientes de la Costa Este que un paleto sea capaz de hacer algo por SÍ SOLO.
Les veré en el infierno, donde podremos mantener múltiples e interesantes conversaciones.
Sinceramente
FLOYD WAYNE VISHNIAK
Para cuando cruzó el puente había decidido que era una buena carta. Giró a la derecha bajo el cartel de neón de Dixie Liquors y se dirigió al centro de Washington.
En el límite sudeste de la colina del Capitolio, justo al otro lado de la frontera entre la zona yuppie y el gueto, un bus turístico dio un giro difícil para entrar en un callejón estrecho que atravesaba el centro de la manzana. Mirando al callejón había un único edificio largo y bajo de ladrillo de ceniza, una antigua planta para imprimir cajas. El bus frenó y se detuvo en el callejón. Se abrió la puerta y empezaron a bajar hombres. Pasaron en fila india por delante del bus y entraron en el edificio a través de una amplia puerta de metal, que estaba flanqueada ambos lados por hombres de mediana edad con armas bajo el brazo.
La mayoría de los hombres, pero no todos, eran enormes. Tenían entre treinta y cincuenta y tantos años. Algunos ya llevaban trajes oscuros y algunos traían bolsas con ropa. Se dispusieron en el interior del edifico, que era una enorme sala. Estaba casi vacía; el suelo de cemento tenía cicatrices allí donde habían arrancado las enormes máquinas y se las habían llevado. Los tragaluces ofrecían la mayor parte de la iluminación. Pero cuando entraron todos los hombres, cerraron la puerta y se encendieron más luces.
En el interior ya había otro cargamento de más hombres que se ajustaban a la misma descripción general, bebiendo café sacado de un par de cafeteras industriales colocadas sobre una mesa plegable, tragando grandes cantidades de rosquillas. Muchos de esos hombres ya se conocían y por tanto en cierta medida la atmósfera era la de una reunión de instituto. Pero en general se mostraban callados y serios. Lo que era especialmente cierto en el caso de los hombres que no eran grandes.
Los grandes eran antiguos jugadores profesionales de fútbol americano. Los otros eran veteranos de Vietnam. Instintivamente formaron dos grupos disjuntos, a lados opuestos del espacio. Los veteranos de Vietnam habían servido con Cozzano en los sesenta y, en general, eran de mayor edad que los jugadores y provenían de estratos económicos más diversos: este grupo incluía presidentes de corporaciones, abogados bien pagados, conserjes, mecánicos de coche e indigentes. Pero entonces estaban vestidos todos más o menos igual, y se saludaban sin palabras, con abrazos y con largos e intensos apretones de dos manos.
Unos minutos después de la llegada del segundo bus, uno de los veteranos, un hombre de raza negra, corpulento, de cabeza y hombros redondeados, se dirigió al centro, silbando por entre los dedos y gritando:
—¡Escuchad!
La conversación se redujo de inmediato. Todos los hombres se desplazaron a los bordes de la estancia, mirando al interior.
—Me llamo Rufus Bell. El día de hoy, podéis llamarme sargento —dijo el hombre—. Tengo que presentar a tres personas. Primero de todo, a la mujer que en una hora y media se convertirá en nuestra nueva vicepresidenta: Eleanor Richmond.
Había estado de pie junto a la mesa del café. Caminó al centro. Se iniciaron unos aplausos dispersos que rápidamente se convirtieron en ovación. Rutus Bell volvió a silbar.
—¡Callad! —gritó—. No queremos molestar a los vecinos.
—Gracias a todos —dijo Eleanor.
Bell siguió hablando:
—También me gustaría presentar a Mel Meyer, que será el fiscal general en funciones de Estados Unidos.
Mel aceptó la introducción quitándose momentáneamente el puro de la boca.
—Finalmente —dijo Bell—, el jefe de la policía del Distrito de Columbia, que os tomará juramento.
El jefe estaba impresionante con su uniforme completo. Caminó al centro y no recibió ningún aplauso; su apariencia, y su porte, radiaban una autoridad práctica. Giró la cara hacia los hombres al fondo de la estancia y los examinó de cerca durante unos instantes, mirándolos a los ojos uno a uno.
—Esto es algo muy importante —dijo el jefe—, no es ninguna alegre excursión. Si no estáis dispuestos a arriesgar vuestra vida en defensa de la Constitución de Estados Unidos, ahora mismo, entonces os quedaréis en este edificio durante las próximas tres horas y estaréis a salvo.
Se detuvo durante un segundo para dejar que comprendiesen, y volvió a examinar los rostros. Todos le miraban fijamente, como estatuas. Un par de ellos no pudo soportar la mirada y apartó la vista.
—Si estáis dispuestos a aceptar el riesgo —dijo el jefe—, entonces repetid conmigo. —Alzó la mano derecha, con la palma mirando hacia fuera.
Todos los presentes hicieron lo mismo. A continuación el jefe les guió por el juramento para convertirlos en ayudantes del Departamento de Policía del Distrito de Columbia.
Mientras tanto, Mel se había llevado a Eleanor a un lado y le hablaba en una esquina.
—¿Alguna vez has comprado una casa? —le preguntó.
—Un par de veces —dijo ella, sorprendida y algo divertida.
—¿Recuerdas todo esos putos documentos que te hicieron firmar?
—Los recuerdo bien.
—Eso no es nada comparado con lo que vamos a hacer hoy —dijo. Abrió una cartera de piel que ya había visto muchos años y que estaba en el suelo—. Tengo dos juegos de documentos —dijo—, dependiendo de lo que pase. He pasado los últimos meses encerrado en medio de ninguna parte acompañado por un procesador de textos, una impresora láser y un buen montón de textos legales, preparándolos. Algunos tendrás que firmarlos tú. Otros ya los ha firmado Willy. Todo está organizado.
Mel sacó un sobre grande de la cartera.
—Esto es en caso de que tengamos suerte —dijo—. En ese caso, no tienes mucho que hacer… la mayor parte de tus deberes se relaciona con tu papel de presidenta del Senado.
Mel metió la mano en la cartera y sacó un sobre negro. Era de los que se expandían, con pliegues en los lados. Tenía cinco centímetros de grosor.
—Y éste —dijo—, es por si no tenemos tanta suerte.
—Comprendo —dijo Eleanor—. Blanco es bueno y negro es malo.
—No —dijo Mel—. Blanco es Willy y negro es Eleanor.
El jefe había terminado con la jura y Rufus Bell comenzaba a recorrer la sala, repasando una lista de nombres, dando órdenes, formándolos en varios grupos de distinto tamaño.
Eleanor abrió los sobres, sacó una pluma negra (SKILCRAFT GOBIERNO DE ESTADOS UNIDOS) del bolso y empezó a firmar los documentos. Todos los documentos del sobre blanco decían:
ELEANOR RICHMOND
VICEPRESIDENTA DE LOS ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA.
Todos los documentos del sobre negro decían:
ELEANOR RICHMOND
PRESIDENTA
Rufus Bell y Mel Meyers arrastraban cajas de cartón por el suelo y las empujaban sobre el cemento en dirección a los diversos pelotones organizados por Bell. Los hombres empezaron a abrir las cajas y a sacar las camisetas. Todas eran negras, algodón 100%, extra grandes. En la parte delantera había una estrella blanca y las palabras AYUDANTE-POLICÍA D.C. Y en la parte de atrás de cada camiseta decía:
DPTO. DE
JUSTICIA