Alas 8 de la mañana del día de toma de posesión, un grupo de agentes del servicio secreto salió como un estallido de lo ascensores y penetró en el vestíbulo del hotel Georgetown Four Seasons, caminando tranquila pero implacablemente sobre los suelos de madera, las alfombras verdes orientales y los adoquines gastados. Al mismo tiempo, un desfile formado por tres coches oscuros salía de un aparcamiento calle abajo. Los coches llegaron al camino de entrada adoquinado justo cuando el grupo de agentes, y los dignatarios ocultos entre ellos, atravesaban las puertas principales. En unos segundos, los coches y la gente habían desaparecido, seguidos por algunos periodistas que habían tenido la rapidez de reflejos para darse cuenta de que el presidente electo se había puesto en movimiento.
Al mismo tiempo, William A. Cozzano en persona salía tranquilamente de un ascensor encajado en un pasillo mal iluminado cerca del restaurante, en el piso de abajo. Le acompañada su hijo, su hija y dos agentes del servicio secreto. Los Cozzano iban de chándal. Descendieron una escalera cubierta de moqueta gris y salieron a un patio adoquinado detrás del hotel, a dos pisos por debajo del nivel de la calle, que llevaba directamente a un sendero en espinapez. Más allá del sendero estaba el canal C&O, una trinchera estrecha de agua estancada bordeada de pesados bloques cubiertos de musgo.
El presidente electo quería dar una maldita carrera con su familia. ¿Era tanto pedir? Sería su última oportunidad de hacerlo como ciudadano corriente. Quería hacerlo en el parque Rock Creek, que era donde normalmente corría cuando estaba en D.C., pero al servicio secreto no le gustó la idea. Se habían puesto definitivamente nerviosos por lo de Floyd Wayne Vishniak, quien seguía suelto. Durante su aventura en Ogle Data Research, Vishniak había demostrado astucia y grandes habilidades como tirador. Seguía enviando manifiestos dementes a varios periódicos y revistas. Todo el mundo sabía que a Cozzano le gustaba correr por el parque Rock Creek, y con su espesa vegetación y las miles de formas de entrar y salir, sería un terreno de caza perfecto para Vishniak.
Cozzano era un tipo exigente. No sólo quería ir a correr a un sitio increíblemente peligroso: también quería intimidad. Quería organizar una distracción y mandar a los periodistas a otro lado para poder correr con su hijo y su hija.
El servicio secreto aceptó un compromiso. Si Cozzano corría en Arlington —una zona que no era tan buena para Floyd— entonces el servicio secreto organizaría la distracción. Por el momento estaba saliendo a la perfección.
A quince metros por delante, el canal pasaba bajo el paseo Rock Creek y se unía con Rock Creek en sí. Había tres coches más del servicio secreto aguardando en ese lado del paseo, subidos a la acera, esperándoles con las puertas abiertas. Esa pequeña caravana los llevaría a Arlington, donde podría correr por la parada perfectamente cuidada de los terrenos del fuerte Myer, junto al Cementerio Nacional, bajo la protección de la policía militar y el servicio secreto.
Mientras bajaban las escaleras, Cozzano había estado hablando de fútbol americano con los agentes secretos. Al atravesar el patio, Mary Catherine se acercó a su hermano y le dijo:
—James, esto es importante. ¿Recuerdas cuando éramos críos? ¿Recuerdas Sigue al Líder?
—Claro —dijo James con alegría, confundiendo la pregunta con nostalgia.
—Estamos a punto de jugar al juego de Sigue al Líder más importante del mundo. No la jodas —dijo Mary Catherine.
—¿Eh?
Llegaban al sendero para footing. Mary Catherine metió la mano por la parte superior abierta de la riñonera y le dio al interruptor del extremo del aparato montado con piezas de RadioShack.
William A. Cozzano se detuvo de inmediato durante un momento y gritó:
—¡Eh!
Miraba al infinito, mirando fijamente algo que no estaba allí.
—¿Papá? —dijo James—. ¿Estás bien?
Cozzano agitó la cabeza y se recuperó. Miró durante un momento a James y a Mary Catherine, pensando en algo. Luego miró a los hombres del servicio secreto como si les viese por primera vez.
—Nada —dijo—. Recordé algo. Déjà vu, supongo.
La familia, seguida por los dos agentes, empezó a correr por el sendero, que se alejaba del canal en dirección al borde del paseo. A pocos metros de los coches, Mary Catherine corrió de pronto en ángulo recto hacia la derecha, atravesó algunos arbustos y bajó el montón de piedras que formaba la orilla del arroyuelo. Le seguían su padre y, algo más indeciso, James.
—Señor —dijo uno de los agentes del servicio secreto. Se habían alejado mucho de los Cozzano y les veían abrirse paso hacia la confluencia del canal y Rock Creek.
—Quédense ahí —dijo Cozzano—. Vamos a recoger parte de esta basura. Es una vergüenza nacional.
Toda la familia desapareció bajo el paseo. Los agentes del servicio secreto permanecieron atónitos durante unos momentos, luego corrieron hacia la orilla, incómodos con los trajes, abrigos y zapatos de piel, intentando volver a ver a los Cozzano. Pero sólo vieron el arroyo.
Tres de ellos pasaron bajo el puente, pero dieron con un obstáculo: varios indigentes. A quienes aparentemente los Cozzano habían despertado. Ahora estaban en pie y se sentían juguetones. Esos hombres ocupaban un cuello de botella: una zona rocosa de orilla entre la base del puente y la orilla del arroyo. Había incluso uno de pie en medio, con el agua hasta los muslos.
Hubo palabras duras y empujones. A los hombres del servicio secreto no les fue muy bien en el concurso de empujones, porque, como habían empezado a darse cuenta, todos esos vagabundos eran asombrosamente enormes y, teniendo en cuenta su estilo de vida, inhumanamente fuertes. Para cuando el servicio secreto se decidió a sacar las armas, y los indigentes alzaron las manos disculpándose y les dejaron pasar, habían perdido por completo el rastro de los Cozzano.
Por encima, chillaban las ruedas en el paseo Rock Creek. El ruido lo emitía media docena de coches de alquiler poniéndose de lado, en ambos carriles, bloqueando todo el tráfico.
Los conductores de esos vehículos, un grupo nada raro de hombres de mediana edad razonablemente bien vestidos, debían de ser las personas con menos sangre en las venas de todo Washington. Pasaron de las bocinas y de los insultos provenientes del atasco de tráfico instantáneo que se había creado detrás del bloqueo. Con la tranquila serenidad de un veterano de guerra, cada conductor dio una vuelta a su vehículo y clavó una navaja en cada una de las cuatro ruedas antes de dejar atrás el vehículo tirado y saltar corriendo al parque.
Si cualquiera de los conductores furiosos del atasco se hubiese molestado en mirar el Four Seasons, que se encontraba en la intersección de las calles M con Pennsylvania como piedra angular de todo el vecindario, hubiese visto a Cy Ogle mirándoles desde la ventana de su suite.
Acababa de recibir una llamada telefónica del hombre encargado del camión GODS más cercano, informándole de que una ráfaga súbita de ruido de microondas había roto el enlace con Cozzano y que no podía restablecer el contacto.
—Argos no recibe ninguna entrada —dijo el hombre—. Repito: Argos es independiente.
El canal de la corriente era poco profundo y estaba bordeado por bloques de piedra marrón. Tan pronto como dejaron atrás a los «indigentes», los Cozzano se metieron dentro, levantando las rodillas al correr, al estilo Walter Payton, para mantenerlas alejadas del agua helada, y vadearon Rock Creek. Muy por encima de sus cabezas había otro puente, mucho mayor y más alto: Pennsylvania Avenue. Tan pronto como dejaron atrás los contrafuertes del puente subieron por la orilla oriental, que incluso en invierno estaba cubierta por una mezcla de bambú, hiedra y juncos. Era territorio difícil, pero William y Mary Catherine se habían estado entrenando para eso y no les molestaba mojarse. Mary Catherine había estado empleando las flechas y lanzas de la rivalidad entre hermanos para conseguir que James se pusiese en forma; en realidad no podía mantenerse a la altura, pero contaba con la ventaja menor de encontrarse en estado de shock.
Rock Creek ahora corría entre ellos y el paseo. Ese lado del parque estaba más poblado de árboles y no había carreteras y caminos para bicicletas, sólo un sendero paralelo a la orilla. Todos seguían corriendo todo lo que podían, Mary Catherine de líder, James de cola, todavía intentando plantear preguntas cuando no estaba recuperando el aliento. Su confusión no hizo más que aumentar cuando se dio cuenta de que su padre y su hermana habían empezado a arrancarse las ropas mientras corrían, dejando atrás un reguero de chándales y camisetas. Mary Catherine miró por encima del hombro James supo que se suponía que tenía que hacer lo mismo. De todas formas el mundo se había vuelto loco, ¿por qué no correr por Washington, D.C., totalmente desnudos?
Hicieron una pausa, en algún punto entre las calles N y P. Mary Catherine y William se habían quedado en pantalones cortos y zapatillas deportivas, y James consiguió ponerse a su altura en cuanto dejaron de correr.
William descendió la orilla. Había un cubo sólido de cemento sobresaliendo de la orilla y que daba a la corriente, portando un desagüe de más de medio metro de diámetro. William A. Cozzano, hasta los muslos en agua helada, metió en él la mano y el hombro izquierdos y sacó un par de bolsas de basura lastradas con piedras. Las lanzó orilla arriba y luego trepó tras ellas.
Mary Catherine ya estaba completamente desnuda. Abrió una de las bolsas para mostrar prendas verde oscuro y un par de zapatillas deportivas. Los zapatos venían etiquetados: WILLY, M.C. y JAMES. Les pasó los pares correctos a James y a William, y luego la ropa: tres chándales idénticos.
El cambio de ropa se completó en treinta segundos y luego volvieron a correr por el sendero. Mary Catherine portaba una pequeña caja negra en la mano; la luz roja de un extremo subía y bajaba a medida que agitaba el brazo. Había adoptado un ritmo más lento y sostenible. Pasaron por debajo de varios puentes más, en una ocasión cruzando otra vez el arroyuelo, para dejarlo entre ellos y el paseo.
El sendero acababa en la verja del cementerio Oak Hill, que iba colina abajo desde Georgetown y llegaba hasta el borde del arroyo. Fueron a la izquierda y corrieron en paralelo a la verja, siguiendo un sendero en la tierra roja y rocosa, marcada con innumerables raíces expuestas. Algunas lápidas inclinadas sobresalían de la alfombra de hiedra.
Las puertas del cementerio se alzaron a la izquierda y volvieron a salir a la ciudad. Se encontraban en el parque Montrose. Tenía dos manzanas de largo y menos de cien metros de ancho, limitado a un lado por el bosque y al otro por un callejón que corría tras una fila de viejos edificios de apartamentos de cuatro pisos. Era una mala zona de pavimento, trozos asfaltados sobre otros trozos, cubierto de lodo, hojas y coches aparcados con la mezcla habitual de matrículas propia de D.C. Un furgón de reparto, pintado con el logotipo de una empresa local y ubicua de pañales, se encontraba allí con el motor en marcha.
Mary Catherine corrió hasta él, abrió las portezuelas traseras y les indicó a James y William que subiesen. Subieron a la parte de atrás y ella les siguió, cerrando las puertas. Se dejaron caer, incapaces de hacer nada más excepto tomar oxígeno. Pero Mary Catherine reía, James petardeaba y empezaba a hacer preguntas y la cabeza de William estaba en otra parte.
Mary Catherine pensaba que independientemente de lo que pasase, habían hecho una vigorosa carrera, como solían hacer antes, y que se habían mojado, ensuciado y divertido. Ahora, estaba lista para que se desatase el infierno. Miró durante un momento a su padre a los ojos y comprendió que él pensaba lo mismo.
Se movieron durante quince o veinte minutos, sin saber realmente dónde estaban, y luego la camioneta se detuvo y oyeron que una puerta de garaje se cerraba.
Subieron y se encontraron en una vieja casa con ventanas cubiertas de contrachapado. Había colchones y algo de mobiliario basura. Pero tenía algunos detalles que les hicieron sentirse como en casa: una cafetera en el suelo, la luz roja encendida alegremente y una bolsa de bollos junto a un montón de platos de papel, y, sentado en el suelo en medio de la habitación, mordisqueando un bollo y leyendo unos papeles, un tal Mel Meyer.
—Willy, si puedes oírme, arrastra tu mano izquierda hasta aquí y agarra esta pluma. Tienes un buen montón de papeles para firmar antes de vestirte —dijo Mel.
—James —dijo Mary Catherine—, sirve algo de café. Tengo algunas cosas que contarte.