Apoco menos de un mes del día de las elecciones, se pudo ver a un camión plataforma que llevaba un contenedor GODS abriéndose paso a través del vórtice enloquecedor de la plaza Kenmore en Boston, en los límites occidentales de la Universidad de Boston. El camión finalmente pasó ejerciendo el derecho de todo camión pesado a ir adonde le diese la gana, y entró en el campus.
Esa zona estaba repleta de policías de Boston, policías del campus, hombres vestidos con trajes oscuros y jóvenes agradablemente vestidas llevando chapas de COZZANO PRESIDENTE. Una minoría impresionante portaba walkie-talkies. Esas personas llevaban buena parte del día reclamando espacios para aparcar. Lo hacían según el poder concedido por varias autoridades superiores; por pura fuerza de voluntad; y en ocasiones por el método brutalmente simple de colocar sus cuerpos en dichos espacios y negarse a moverse cuando los conductores intentaban marcarse un farol. Cuando llegó el enorme camión GODS, se encontró que le esperaban nueve espacios consecutivos, lo que en Boston sucedía tan a menudo como un gran alineamiento de los planetas o, ya puestos, una victoria en las series mundiales.
No mucho después, una caravana de coches se abrió paso a través del nudo gordiano de la plaza Kenmore y se situó cerca del auditorio Morse, una sinagoga baja y abovedada convertida en sala de conferencias que ya estaba medio llena de personal de prensa y estudiantes concienciados políticamente.
William A. Cozzano surgió de uno de los coches, saludó alegremente a varios partidarios que se habían reunido al fondo para entrever brevemente al Gran Hombre, y siguió a su vanguardia personal al fondo de la sala. Tras el escenario ya habían delimitado una zona para cambiarse. Se puso una camisa nueva y profesionales habilidosos se ocuparon del pelo y el maquillaje.
Luego fue al escenario. Desde allí podía ver un muro de focos de televisión y, apenas, un auditorio oscuro más allá. El auditorio estaba repleto de estudiantes que le aplaudieron cuando salió. En medio del escenario había dos sillas, ligeramente inclinadas una hacia la otra, una mesa en medio con una jarra de agua y dos vasos.
William A. Cozzano iba a hablar de política con el presidente del departamento de ciencias políticas, una figura del pasado de Washington que había aceptado un puesto académico que le permitía hacer con su tiempo básicamente lo que le diera la gana; a cambio, prestaba prestigio a la universidad. La idea en sí era que la discusión sería libre y sin guión, y Cozzano estaría abierto a preguntas del público (en su mayoría estudiantes) y la prensa local. Era una maniobra atrevida, exactamente el tipo de argucia que Tip McLane no podría ejecutar sin ofender a la mitad de los grupos étnicos de Estados Unidos.
Cozzano fue al escenario unos minutos antes de la hora de inicio, se desabrochó la chaqueta y se sentó. Un técnico le ayudó a fijarse el micrófono al ojal, y le pidió que dijese algunas palabras para ajustar los niveles de sonido. Cozzano citó el soliloquio «Ser o no ser» de Hamlet, lo que provocó el aplauso de algunos estudiantes e incluso de algunas de las personas de televisión.
El anfitrión, con aspecto profesional, se sentó en su silla y realizó su propia comprobación de sonido. Cinco segundos antes de las 20:00, un hombre con auriculares fue contando con los dedos y luego el anfitrión realizó algunos comentarios preparados, leyéndolos del teleprompter. Al terminar, se volvió hacia Cozzano y le hizo una pregunta sobre Oriente Medio.
Era una difícil. La política de la cuestión Israel/Palestina había sido diseccionada y analizada hasta un grado imposible, durante décadas, por personas cuya única función en la vida era saberlo todo sobre ese tema. Cada garabato y sacudida en el contorno de la frontera de Israel tenía sus expertos, que sabían todo lo que había sucedido en ese lugar desde el tiempo de los faraones. Los asentamientos de Cisjordania y la situación de la OLP se habían convertido en temas más arcanos que el concepto de la Trinidad en la Iglesia primitiva: ya se habían expresado todas las ideas concebibles, y se habían desarrollado y analizado todas las ramificaciones. De todos los millones de opiniones posibles que se podían tener sobre ese tema, sólo había unas pocas que un candidato presidencial podía arriesgarse a expresar, e incluso para simplemente explicar esas opiniones el candidato debía dominar un vocabulario nuevo e incluso una nueva forma de lógica que en realidad no se aplicaba a ningún otro tema. La mejor forma de pillar a un gobernador que se presentaba a presidente era plantearle una pregunta aparentemente simple e inocua sobre Oriente Medio y luego esperar a que se colgase con su propia cuerda.
Cozzano maniobró la pregunta a la perfección, ofreciendo una respuesta aparentemente erudita; que usaba todas las palabras clave que evitarían que las organizaciones judías le vilipendiasen; y sin embargo era tan vaga e imprecisa que en la práctica no decía nada. Como una figura obligatoria en una competición de patinaje sobre hielo, carecía de contenido y no era muy agradable de ver, pero para el iniciado era una demostración muy impresionante de habilidad técnica.
Para cuando terminó, era hora de pasar a publicidad. El anfitrión hizo un comentario ingenioso burlándose él mismo de lo aburrido que había sido el programa hasta ese momento y prometió que el resto sería más animado. Los estudiantes aplaudieron. El director, mirando un monitor, se giró hacia ellos y dijo:
—Estamos fuera.
Cozzano se volvió hacia el agua y se sirvió medio vaso. Estaba a punto de charlar con el anfitrión cuando una voz surgió de la oscuridad tras los focos de televisión.
—Gobernador Cozzano, Frank Boyle de The Boston Globe. Lamento ser yo el que se lo diga, pero acabo de recibir una llamada en mi móvil de nuestro corresponsal que sigue a su hija en Minnesota. Llamó desde el vestíbulo de su hotel en Minneapolis. Aparentemente, Mary Catherine no llegó a una aparición en Macalester College. Toda la prensa regresó al hotel, y el piso de su habitación estaba lleno de policías y detectives. Nuestro corresponsal habló con uno de esos detectives, y le contó que aparentemente Floyd Wayne Vishniak la atacó en el pasillo. Consiguió burlar la escolta del servicio secreto y le disparó en la cabeza. Mary Catherine murió desangrada en el pasillo.
A treinta metros, Cy Ogle, colgado en el Ojo de Cy, se sentó y vio que las lecturas de William A. Cozzano saltaban por los aires.
El monitor de televisión del Ojo de Cy estaba conectado a la fuente de las cámaras en el auditorio, y Ogle no podía evitar mirarlo. El rostro de Cozzano había empalidecido por completo mientras Frank Boyle del Globe contaba su historia, y ahora había enrojecido. Sus ojos también se habían puestos rojos y relucían. Y Ogle podía ver en los biomonitores que el ritmo cardiaco de Cozzano había alcanzado los 172, casi tres veces lo normal. La tensión sanguínea era explosivamente alta.
—¡Dios bendito —dio Ogle en voz alta—, esto sólo puede ser obra de Jeremiah Freel!
Volvió a mirar el monitor de televisión, pero Cozzano ya no estaba allí. Sólo había una silla vacía. Luego la cámara giró, dejando atrás al anfitrión, focos, cámaras, técnicos y todo lo demás que se suponía que nunca salía por la tele. Finalmente el cámara se centró en la espalda de William A. Cozzano, quien se dirigió a grandes pasos hacia la multitud de personal de televisión, periodistas, ayudantes de campaña y agentes del servicio secreto que ocupaban el espacio entre el escenario y la primera fila de asientos. La mayoría de esa gente se limitó a apartarse instintivamente. Pero algunos hombres con traje, demostrando un valor físico considerable, se plantaron delante de Cozzano y le impidieron cargar contra el público.
De fondo, una alteración recorría el pasillo: un hombre dirigiéndose a la salida. Aparentemente se trataba de Frank Boyle del Globe. Cozzano había ido a por él, y por tanto había decidido salir del edificio.
Durante toda la campaña, Ogle se había enorgullecido de estar preparado para todo. Pero no había estado preparado para el regreso de Freel. Ogle respiró hondo, intentó calmar su propio corazón y luego colocó las manos sobre el panel de control y se dispuso a calmar a Cozzano.
Cozzano estaba delante del escenario manteniendo una conversación con los agentes del servicio secreto. Todos hablaban a los puños de las camisas y mantenían las manos sobre los auriculares, intentando oírse por encima del murmullo de los estudiantes conmocionados y asustados.
Una mujer con una credencial de prensa se colocó junto a Cozzano.
—¿Gobernador? Soy del Globe. Y no tenemos a nadie llamado Frank Boyle.
El jefe de los agentes, escuchando por el auricular, agitó la cabeza concluyentemente y miró a Cozzano a los ojos.
—Fue una invención —dijo—. Mary Catherine se presentó en el Macalester College y sigue hablando en este mismo momento.
Cozzano, de pronto, se mostró tranquilo y sereno. Agitó la cabeza, pareció olvidar que hubiese pasado nada y regresó a su asiento.
—Le gustaría retrasarlo… —dijo el anfitrión, mientras el técnico de sonido arreglaba el micrófono de Cozzano.
—No —dijo Cozzano—. Sigamos como estaba planeado.
—¿Está seguro? Debe de estar muy disgustado.
—Estoy bien —dijo Cozzano—. ¿Por qué debería estar disgustado?
El titular de la edición del día siguiente del New York Post decía:
«¿POR QUÉ DEBERÍA ESTAR DISGUSTADO?»
A COZZANO NO LE AFECTA EL «ASESINATO» DE SU PROPIA HIJA
El presidente, comentando improvisadamente en el pasillo del Air Force One, manifestó su conmoción y disgusto por el impostor que había dado la falsa noticia a Cozzano.
Pero al mismo tiempo, no podía evitar que le resultase un poco extraño e incluso algo inquietante que un hombre que, aparentemente, acaba de perder a su hija, aceptase continuar con lo que no era, después de todo, más que un acto de campaña, que tenía como único propósito ganar algunos votos más. Tenía claro, dijo, que había límites a respetar por pura decencia.
Nimrod T. Tip McLane realizó una aparición sorpresa en un bar de hotel donde se habían reunido varios periodistas, no sólo para beber, sino porque habían recibido el aviso del personal de McLane de que Tip podría tener sed como a las once en punto.
Por pura coincidencia, en ese momento las noticias de la noche aparecían en el gran proyector de televisión del bar. Hasta unos minutos antes se había visto un partido de fútbol americano, pero se había producido un intercambio de dinero entre Marcus Drasher y el barman, y ahora se veían las noticias, para disgusto de varios hinchas repartidos por todo el bar que no habían traído ni de lejos tanto dinero como Drasher.
McLane y los periodistas se pusieron a bromear amistosamente, pero todos se volvieron hacia la pantalla de televisión cuando la imagen de William A. Cozzano apareció en pantalla. Las cámaras lo habían registrado todo y las imágenes habían recorrido el país. Vieron la conmoción de Cozzano al oír la noticia falsa de la muerte de su hija. Le vieron saltar de la silla ciego de furia, y luego le vieron volver a sentarse un minuto después, tranquilo y sereno. El contenido real de la discusión de dos horas no recibió ninguna mención.
Todos los periodistas miraron a McLane. McLane apartó la vista de la tele y adoptó una expresión de indiferencia. Finalmente, un periodista le preguntó qué opinaba de todo eso.
—Bien, la verdad es que no quiero hablar de ello —dijo—. Todo el episodio es bastante desagradable. Pero compruebo que la prensa se ha centrado en eso, como hace habitualmente, buscando el sensacionalismo y sin prestar atención al contenido… y puedo ver que la prensa intenta tomar ese evento y convertirlo en una especie de prueba de la capacidad psicológica de Cozzano para ser presidente.
—¿Cree que resultó presidencial? —preguntó un periodista de una revista católica furibundamente conservadora.
McLane se encogió de hombros.
—La gente dice que yo soy un exaltado —dijo—. La gente dice que estoy fuera de control y que no puedo soportar la presión de una campaña. Así que quizá no sea el más adecuado para hablar, pero he aprendido que el mundo está lleno de chiflados que te gritarán locuras. Es decir, andan por todas partes. Y no puedes dejar que te afecten. Si vas a atacar físicamente a cualquier lunático que te diga una tontería, entonces no vas a ser gran cosa como presidente… y si así es como tratas con los locos, entonces ¿qué vas a hacer con los líderes extranjeros?