Capítulo 46

Floyd Wayne Vishniak entró en el McCormick Place y lanzó un tremendo suspiro de alivio. Una cascada de sudor le caía del pelo y le duchaba la cara. ¡Había superado el detector de metales!

La Fleischacker se había portado como le habían prometido. Era una pistola de plástico cerámico, fabricada en Austria, y no activaba los detectores de metales. Después de cobrar su último cheque de Ogle Data Research, recoger la paga por el descope y empeñar sus otras armas, finalmente había logrado el capital necesario para adquirir la Fleischacker en una tienda de armas de Davenport y para llenar por completo el tanque de gasolina. Cumplida esa parte, había atravesado el norte de Illinois en dos horas justas, pasando como una exhalación sobre el asfalto casi vacío de la 1-88 a una velocidad media de ciento cuarenta kilómetros por hora. Había querido dejarse un colchón de seguridad al llegar a Chicago, porque no estaba seguro de cómo localizar McCormick Place. Pero resultó no haber ningún problema. Tomó la interestatal para llegar a la ciudad y, para su asombro, empezó a ver carteles del puto sitio. Toda una serie de carteles enormes que le llevaron directamente adonde quería ir.

Esas cosas no le sucedían muy a menudo a Floyd Wayne Vishniak, porque normalmente iba a lugares adonde nadie más quería ir: campos de maíz a los que había que hacer descope, bares de río y fábricas muertas. A lo largo de los años había tenido que desarrollar ciertas habilidades navegantes. Había dado por supuesto que una vez que entrase en Chicago, emplearía, como siempre, una cantidad de tiempo considerable en parar en las cunetas y en los aparcamientos de las tiendas repasando su colección de mapas de Chicago.

Pero no fue así. No tuvo más que pagar los peajes y seguir los carteles. Y mientras lo hacía, se dio cuenta de que resultaba natural y lógico, porque si lo entendía correctamente, una convención era un lugar donde mucha gente se reunía simultáneamente para cierto propósito. Y eso significaba que continuamente muchísima gente tendría que encontrar el camino a McCormick Place, durante todo el día.

Como la mayoría de las ideas nuevas que entraban en la cabeza de Floyd Wayne Vishniak, ésta le llegó en forma de punzada de amargo resentimiento. Y le dio directamente entre los ojos, le hizo rechinar los dientes y murmurar insultos informes.

El mundo entero estaba montado para beneficio de los ricos. Esa interestatal, cuatro hermosos carriles de asfalto atravesando directamente el estado de Illinois, había sido creada con el propósito de enviar a los ricos y privilegiados hacia Chicago, para que pudiesen asistir a las convenciones, reunirse con otros como ellos y tramar nuevas conspiraciones para mantener a la gente normal en su sitio: en el fondo de la sociedad. Esa gente no tenía que encontrar el camino a McCormick Place. Oh, no, esa gente estaba demasiado ocupada y era demasiado digna e importante para comprar un mapa y encontrar el camino. No, ellos merecían carteles especiales.

Fue muy fácil llegar hasta el centro de convenciones, pero difícil aparcar cerca; los aparcamientos estaban hasta los topes. Dificultando aún más las cosas estaba el extremo nerviosismo de Vishniak. Tenía miedo de reducir la velocidad, así que se limitaba a orbitar la zona escogida como un indio dando vueltas alrededor de una diligencia. Dejó atrás espacios perfectamente adecuados. McCormick Place era el extremo sur de toda una cadena de grandes proyectos cívicos, incluyendo Soldier Field, algunos museos y el parque Grant, y había aparcamientos durante varios kilómetros de orilla del lago. Vishniak acabó aparcando muy lejos, en las cercanías del parque Grant, y luego tuvo que caminar durante media hora, lo que estaba bien porque le ayudó a quemar adrenalina.

El parque Grant, comprendió, debía de tener ese nombre por el general Grant. Como en Grant y Sherman. Vishniak lo había aprendido todo sobre esos tipos viendo la tele. Uno era un borracho y el otro estaba loco, nunca podía recordar cuál de los dos, pero lo importante era que los dos patearon muchos culos por su país. Cuando estalló la guerra, Grant vivía en Galena, que se encontraba a unos pocos kilómetros río arriba de la residencia de Vishniak. Y trabajaba en un establo, lo que era el equivalente a trabajar hoy en día en un servicio de lavado de coches, o en el descope.

Fue al sur dejando atrás Soldier Field, donde William A. Cozzano había logrado la gloria en días de antaño, y luego aprovechó un paso para peatones sobre Lakeshore Drive para llegar al extremo norte de los aparcamientos de McCormick Place. Lo primero que encontró fue una línea de baños portátiles. Siguiendo la teoría de que uno nunca debe dejar pasar la oportunidad de soltar agua o beber agua, entró en uno, limpió el asiento con un poco de papel higiénico y se sentó. Sólo tenía que mear —la serie de cafés de treinta y dos onzas que había ido recogiendo en varios 7-Eleven de las tierras de Chicago estaba provocando su efecto—, pero ya que estaba allí se abrió la cazadora y le dio un buen vistazo a la Fleischacker. Separó el cargador de la culata, lo comprobó, lo volvió a meter.

Alguien golpeó la puerta de fibra de vidrio.

—¿Hay alguien?

—Que te jodan —dijo Floyd Wayne Vishniak por reflejo. Le martilleaba el corazón; tenía miedo de que fuese un poli. Pero no lo era. No era más que otro partidario de Cozzano. Vishniak se volvió a guardar el arma bajo la cazadora y empezó a recuperar la calma, preguntándose si esa persona descortés tendría amigos, si era grande, si valdría la pena pelearse con él. Pero cuando salió comprobó que no era más que un hombrecito vestido con traje, acompañado de un niño que se sostenía la entrepierna y daba saltos de arriba abajo.

Que le jodiesen igualmente, se dijo Vishniak. Había abandonado su caravana y había tomado la carretera con un poco de efectivo, una camioneta y una pistola de plástico. Tenía que acostumbrarse a la idea de que ahora se había convertido en un tipo de hombre diferente, un hombre que se había alzado de entre los seres comunes, que no podía estar preocupándose por los líos sin sentido del acceso al retrete.

McCormick Place era una enorme forma negra con una lámina negra en el tejado que sobresalía bastante por los lados. Mientras Vishniak atravesaba el aparcamiento, Lakeshore Drive quedaba a la derecha y un poco del lago Michigan a la izquierda; más allá había una península con un aeropuerto privado, pequeños aviones despegando, aterrizando y desplazándose. Los yates de los ricos y poderosos estaban anclados en el agua a sólo unos metros de los aviones privados de los todavía más ricos y poderosos, y Vishniak comprendió claramente que si eras del tipo de persona adecuada, no tenías que malgastar el tiempo con aparcamientos, o con los coches.

Desde el parque Grant hacia el sur, el tráfico de peatones se había estado haciendo más intenso. En el extremo sur del aparcamiento, toda la gente quedaba comprimida por una escalera ancha para llegar a la entrada subterránea de McCormick Place. El suelo estaba un poco atestado, la multitud se estrujaba más que fluía por las escaleras. Descendiendo lentamente los escalones, Vishniak pudo ver bien los detectores de metales flanqueando las puertas.

De inmediato se cagó de miedo. Su corazón le iba tan rápido que era más bien una vibración, como un motor de camión en punto muerto, un latido, y sudaba como un cerdo. Pero se trataba de una cálida noche húmeda y él llevaba una cazadora, así que tenía una buena excusa para sudar.

Alzando la vista, podía ver la parte inferior del enorme y plano techo colgante de McCormick Place, que estaba sostenido por un enrejado de vigas negras. Entretejida con las vigas había una red apenas perceptible de delgadas líneas rojas, un sistema de tuberías para llevar agua a los sistemas de extintores. Mientras Vishniak descendía los escalones, llevado por los ansiosos partidarios de Cozzano, se preguntó si alguien se tomaba alguna vez la molestia de mirar al aire y ver esas cosas, esas conexiones y redes ocultas que se entretejían imperceptiblemente a través de la estructura del mundo.

A continuación allí estaba, enfrentado con el detector de metales, gente empujándole desde atrás, y sólo pudo rendirse a la fuerza de la multitud, a la presión de la historia, y atravesarlo.

No pasó nada. Al seguir caminando con la multitud, ahora entrando en el piso principal del Encuentro Ciudadano Nacional de William A. Cozzano, convirtiéndose en invisible y anónimo, quedó cubierto por el alivio, que se manifestó como un verde claro en los monitores del Ojo de Cy y la sede de ODR en Pentagon City.

El Encuentro Ciudadano Nacional era una convención política en todos los aspectos menos el nombre, y se regía por muchos de los mismos protocolos. Uno era la jerarquía de presentaciones. No estaría bien que el candidato entrase en el escenario y empezase a hablar. Alguien tenía que presentarle. Preferiblemente alguien muy, muy importante. Y cualquiera lo suficientemente importante para hacer esa presentación era, a su vez, demasiado importante para situarse frente a un público frío y empezar a hablar. Alguien debía presentarle a él. Esa persona tenía que ser lo suficientemente importante para que su papel de presentador no pareciese menospreciar la altura del presentado…

Baste decir que la primera persona en colocarse ante el micrófono esa noche era tan anónima como se puede ser. Su trabajo era captar la atención de la multitud. Cortar todas las conversaciones que se habían iniciado entre las personas situadas hombro con hombro en el centro de convenciones. Luego presentó a un edil, quien a su vez introdujo al antiguo alcalde de Chicago, quien presentó al antiguo gobernador de Nueva York, quien presentó a una estrella de cine, quien presentó al antiguo secretario de Estado, quien presentó al gobernador William A. Cozzano. A cada paso de la jerarquía, el rugido romo de la conversación aburrida fue reduciéndose y la emoción de la multitud fue creciendo.

Allí había veinte mil personas. La lista original del Encuentro Ciudadano Nacional había sido de diez mil, pero esas personas no eran más que abstracciones estadísticas que habían sido arrancadas de las calles y transportadas a la ciudad para manifestar sus opiniones y representar a sus grupos demográficos. Muchas de esas personas apoyaban a Cozzano, muchas no, y las que lo hacían, lo hacían de la misma forma moderada y razonable en que la mayoría de la gente media apoyaba a los candidatos políticos. Es decir, que a pesar de estar dispuestas a votar por Cozzano, no estaban dispuestas a pintarse su nombre en la frente y saltar dando gritos cada vez que se le mencionase.

En consecuencia, Cy Ogle había traído a otras diez mil personas para cumplir exactamente esa función. Tendían a estar cerca de la tarima, obligando a que los participantes en el Encuentro Ciudadano Nacional tuviesen que quedarse atrás. El hecho de que esos partidarios enfervorizados no fuesen los mismos que los diez mil norteamericanos medios que llevaban toda la semana saliendo por la tele no se explicaba, por supuesto, al público nacional de televisión, que lo seguía todo por no menos de ocho grandes cadenas.

Lo que estaba bien para Floyd Wayne Vishniak, porque, hasta esa noche, le hubiese resultado imposible entrar en el centro de convenciones sin una identificación con fotografía del Encuentro Ciudadano Nacional. Vishniak no la tenía. Pero tampoco la tenía ninguno de los diez mil partidarios fanáticos de Cozzano que ocupaban el centro.

Había mesas al fondo, cubiertas con parafernalia de Cozzano: carteles, pegatinas, sombreritos, chapas. Vishniak se hizo con un puñado y se decoró como el partidario total de Cozzano que, efectivamente, era. Incluso rellenó una pequeña pegatina de COZZANO PRESIDENTE con su nombre: HOLA, ME LLAMO Sherman Grant. Se encontraba en medio de los relativamente sosos y taciturnos participantes del Encuentro Ciudadano Nacional que ahora habían sido relegados a las profundidades tenebrosas. A medida que la jerarquía de presentaciones se dirigía a su momento cumbre, se fue abriendo paso, dirigiéndose al estrado central.

Al igual que muchos otros secretarios de Estado, al que presentó a Cozzano no se le había permitido morir de muerte política natural. Había renunciado o le habían obligado a irse, o algo similar, en mitad de su mandato. Todos los implicados aceptaban que fue por una cuestión de principios en la que todas las personas razonables podían estar sinceramente en desacuerdo, lo que daba a ese hombre la imagen de una persona que estaba dispuesta a jugarse el puesto por una cuestión de principios. En esa medida, era el tipo perfecto para presentar a Cozzano.

Ofreció un discurso largo y no del todo apasionante sobre su carrera en la gran política de Washington y lo asqueado que había quedado de su decadencia y corrupción. Habló de la necesidad de cambiar. Finalmente, su voz empezó a ganar en tonalidad, empezó a sacar a la multitud del estado comatoso en el que él mismo la había metido, a traerla de vuelta de las colas de los baños, y para cuando se inclinó para gritar el nombre de William A. Cozzano al micrófono, su voz era completamente inaudible, incluso para él mismo: miles de personas gritaban el nombre.

Cozzano apareció en el escenario, de la mano de Eleanor Richmond. Detrás había cuatro personas más jóvenes: Mary Catherine y James Cozzano, y Clarice y Harmon Richmond, Jr., todos de la mano.

Los gritos y el estruendo de las bocinas de aire parecían lo suficientemente intensos para separar las moléculas del aire cálido del resto del centro de convenciones. Los candidatos y sus familias se encontraban bajo una luz azul de carbono que los separaba de todo lo demás, resto que ahora parecía apagado y amarillento en comparación, como una pantalla de televisión resonando en medio de una sala antigua.

Era igual que cuando los Quad Cities Whiplash ganaban a falta de un segundo en un partido de la fase final, pensó Floyd Wayne Vishniak, justo debajo de la tarima, a un tiro de piedra de William A. Cozzano.

Desde allí podía disparar sin problemas. Pero dispararle a él no era realmente parte del plan. La idea no era hacerle daño a Cozzano, sino protegerle.

Cozzano era un gran hombre. Un héroe. El único político honrado de Estados Unidos. Pero incluso un gran hombre podía ser desviado por las fuerzas del mal, y Vishniak se había visto obligado a aceptar la conclusión de que eso le sucedía a Cozzano.

¿Por qué no se daba cuenta nadie más? Era evidente. Todos eran estúpidos. El mundo estaba lleno de idiotas. En todos Estados Unidos, sólo unos pocos podían ver la verdad.

Ellos lo sabían, evidentemente. La gente que manipulaba a Cozzano tenía acceso a todo tipo de archivos secretos del FBI y la CIA. Podía emplear sus ordenadores y satélites para espiar en los informes escolares, los registros policiales y las cuentas bancarias de los demás. Habían descubierto que Floyd Wayne Vishniak y algunas otras personas por todo el país eran capaces de ver más allá de la farsa y eran por tanto una amenaza para la conspiración.

No podían mandar a un asesino a matar a Vishniak. No, eso sería un poco demasiado obvio. En su lugar lo hacían con más sutileza. Mientras recorría Illinois, Vishniak se había estado riendo de sí mismo. ¡Pensar que realmente se había creído esa historia que el pequeño judío le había contado! «Estamos haciendo un estudio de opinión pública y queremos que lleve este reloj DickTracy.»

Más bien investigar las ondas cerebrales de Floyd Wayne Vishniak. Estaban vigilándole. Esperando a que descubriese la conspiración y actuase. Y él lo había hecho tal como pretendían. Había llevado el reloj. Incluso les había enviado cartas, explicándoles detalladamente sus opiniones, y en esas cartas había cometido el error increíblemente estúpido de dar a entender que tenía sospechas.

Podría haberse quitado el reloj y haberse liberado, pero era un poco más listo. A esas alturas, quitarse el reloj probablemente significase una muerte segura. Enviarían un asesino a por él.

A la mierda con el asesino. Probablemente el reloj llevase una trampa. Probablemente contuviese una aguja recubierta con toxina de marisco, y si intentaba quitárselo ahora, la aguja se activaría por orden del cuartel general de ODR, le pincharía en la parte de debajo de la muñeca y metería el veneno directamente en la vena. Pero mientras siguiese llevando el reloj, ellos pensarían que seguía engañado. Podría seguir con su operación de reconocimiento de la campaña de Cozzano.

Ése era el primer paso: acercarse a Cozzano, dar un buen vistazo a las medidas de seguridad, y así memorizar los rostros de la gente que le rodeaba. No las personas obvias como Eleanor Richmond o Mary Catherine —también eran peones—, sino los hombres trajeados que flotaban en los límites, justo un paso más allá del borde arcoíris del arco de luz.

La plataforma era enorme, tan grande como el escenario de un importante concierto de rock, y estaba hueca, y todos los hombres misteriosos y trajeados tenían acceso especial a las puertas y escaleras astutamente ocultas que llevaban abajo. Todas las puertas estaban protegidas por polis uniformados que sólo permitían el paso de ciertas personas; debías llevar un pase especial alrededor del cuello. Pero de vez en cuando, cuando alguien importante entraba o salía, una puerta se abría durante unos segundos, ofreciendo a Vishniak una visión del mundo oculto a los pies de Cozzano. Lo que vio confirmó todo lo que había estado pensando: gruesos cables negros serpenteando por todas partes, bancos de monitores de televisión, hombres con auriculares hablando por teléfono y tecleando en ordenadores. Y en el centro de todo eso, difícil de ver entre la confusión de técnicos, cables y vigas de soporte, ocupando el mismo centro de la red, había un semirremolque, uno completamente nuevo. No podía ver lo suficiente para leer las palabras que llevaba a un lado, pero no tenía que hacerlo, se le podía reconocer por los colores; era un camión GODS.

Cuando se abrían las puertas echaba un buen vistazo a las personas bajo la plataforma. Esos eran los que controlaban la mente de Cozzano. Los que, en algún momento entre ese punto y el día de las elecciones, iban a recibir balas de nueve milímetros entre los ojos, disparadas desde la pistola de plástico de Floyd Wayne Vishniak.

Vishniak saltó y gritó junto con la multitud.

—¡Yo le salvaré, gobernador Cozzano! ¡Le sacaré de esta conspiración o moriré intentándolo! —Pero sus palabras de ánimo se perdieron en el tumulto.