Eleanor fue directamente a su habitación de hotel tras el debate, habló con los chicos en Alexandria, vio algo la tele, se fue a la cama y durmió hasta las diez de la mañana del viernes. Cuando abrió los ojos, supo, sin mirar el reloj, que había perdido el control y había dormido de más. La luz roja de su teléfono parpadeaba como un coche patrulla, las cortinas de la habitación de hotel estaban bordeabas con la luz blanca, histérica y cálida del mediodía. Se sentía arrugada, deshidratada y con dolor de cabeza.
Abrió las cortinas como quince centímetros, dejando que entrase una lámina de luz, pidió al servicio de habitaciones (yogur, un zumo grande y mucho café) y se duchó. El yogur llegó con un buen montón de mensajes escritos de varios periodistas, la mayoría de los cuales tenía titulares que ya habían expirado. Todavía seguía sentada en la cama del hotel, con la bata puesta, intentando meter café en el cuerpo todo lo rápido que le fuese posible, ordenando los mensajes en montones, cuando alguien llamó a la puerta. Llueve sobre mojado.
Era su amiga Mary Catherine Cozzano, ataviada con un conjunto azul marino fantásticamente profesional. Esa mañana Mary Catherine sonreía de veras, dándole buen uso a los hoyuelos.
—No soy digna —dijo Eleanor, llevándose una mano al pecho de su bata de felpa.
—Mi disfraz de hija —le explicó Mary Catherine.
—Bien, sabía que había dormido de más —dijo Eleanor, haciéndola pasar a la habitación—, pero mirándote tengo la sensación de estar muy retrasada.
—No sabes la razón que tienes —dijo Mary Catherine provocadora. Buscó un cordón de cortina y tiró de él con decisión, anegando la habitación de luz. Luego se volvió y se sentó en la cama sin hacer, contemplando a Eleanor, quien miraba a través de los dedos.
—Tienes expresión de estar en posesión de importantes secretos de estado que te mueres por contar —dijo Eleanor—. Deja que te asegure que tengo un permiso de seguridad alto secreto Alfa. ¿Café?
—No, gracias —dijo Mary Catherine—. Desayuné hace cuatro horas.
Eleanor rió y fingió estar avergonzada de sí misma.
—En Alexandria, el perro de mi vecino empieza a ladrar a las cinco en punto —dijo—, así que nunca tengo la oportunidad de dormir de más.
—Bien —dijo Mary Catherine—. Creo que descubrirás que las instalaciones son mucho más tranquilas en los terrenos del Observatorio Naval.
—¿Observatorio Naval?
—Sí —dijo Mary Catherine inocentemente.
El Observatorio Naval era una zona circular en Massachusetts Avenue, al noroeste del centro de D.C., en una parte de la ciudad que Eleanor había visitado sólo ocasionalmente mientras vivía allí de niña. Su función era ofrecer bonitas casas para algunos tipos importantes de la marina que precisaban acceso rápido a la Casa Blanca. Y también contenía la residencia oficial del vicepresidente de Estados Unidos.
Tomó aire con fuerza y miró a Mary Catherine a la cara. Mary Catherine se mordía las mejillas, intentando no reír.
—¿Me van a hacer almirante? —dijo Eleanor.
Mary Catherine negó con la cabeza.
La idea era demasiado alucinante. Eleanor no podía hablar. No podía ser.
Si Cozzano fuese un candidato sin posibilidades, lo comprendería. Una candidatura puramente simbólica, como la libertaria o la socialista, podría escoger de segundo a alguien como ella. Pero Cozzano no era uno de esos candidatos.
Demonios, Cozzano era el líder. Todas las encuestas le situaban por delante. Era imposible.
—Juegas conmigo, niña —dijo Eleanor.
Mary Catherine se limitó a negar de nuevo. Se tapó la mano con la boca, intentando contenerse.
Ese gesto fue el que finalmente convenció a Eleanor. Después de todo, ésa no era una joven agradable cualquiera de la que se había hecho amiga en una convención. Era la hija del candidato en persona. Y por cómo iba vestida…
—Viniste aquí oficialmente —dijo Eleanor.
Mary Catherine asintió.
—¡Viniste a NOTIFICÁRMELO! —dijo Eleanor, y finalmente ya no pudo sostenerse más; se cayó de la silla, quedó de rodillas, se llevó ambas manos a la cara y empezó a gritar. Mary Catherine, riéndose como una histérica, rodeó a Eleanor con los brazos y la sostuvo con fuerza.
En alguna zona remota y profunda de su alma, Eleanor sabía que actuaba igual que una de las ganadoras de los concursos que solía ver cuando estaba en el paro. Pero no le importaba. Ahora que lo pensaba, la analogía no era mala. Había participado en el mayor concurso del mundo y había ganado el segundo premio.
Los resultados eran tan extraños y sin embargo tan importantes que Cyrus Rutherford Ogle ejecutó una prueba más, poco antes del anuncio. Empezaban la emisión con una mesa redonda entre los cuatro metatertulianos que Ogle había escogido a mano en Central Casting.
Uno de ellos era un anciano brusco, con aspecto de abuelo, que proyectaba los tradicionales valores familiares estadounidenses. Se había ganado la vida cómodamente interpretando a varios patriarcas en diversas películas del Oeste y a un almirante en Star Trek: la nueva generación. El otro era un académico de pana (un seudocientífico con bata de laboratorio en varios anuncios de medicinas). Luego estaba la profesional de mediana edad que tenía como papel pinchar los egos de los dos hombres (abogada ocasional en La ley de Los Ángeles). Finalmente, tenía a una joven negra con mucho estilo de apellido hispano y opiniones políticas básicamente progresistas (compañera de cuarto, o mejor amiga, en varias películas, de actrices más conocidas). Los cuatro metatertulianos se reunían cada noche y discutían animadamente los temas políticos que habían aparecido en los actos del día en el Encuentro Ciudadano Nacional. Los cuatro, en algún momento, habían trabajado en culebrones y poseían la capacidad de memorizar diálogos con rapidez, lo que resultaba conveniente cuando Ogle y su equipo escribían sus frases.
Durante la discusión de esa noche, el metatertuliano académico de pana ofreció una bomba varios minutos después del comienzo del programa, anunciando que poco antes del programa había hablado con un operativo de alto nivel de Cozzano y que esa persona le había confirmado que Eleanor Richmond sería la candidata a la Vicepresidencia.
Cy Ogle estaba encajado en el Ojo de Cy en el momento en que se pronunció esa frase, y el resultado fue intenso y abrumador. Había algunas discrepancias entre la nueva información y los resultados del debate de la noche anterior, pero no eran grandes discrepancias. Richmond poseía un núcleo de apoyo que nunca cambiaría. También había un pequeño pero intenso segmento anti-Richmond, liderado por Byron Jeffcote (Nazi de Caravana, Ocala, Florida) y algunos otros como Comesalsa Post-Confederado y Quemalibros de Orange County.
Pero la reacción entre los conservadores blancos más moderados no era mala. Y la gran sorpresa seguía allí: a Chase Merriam le encantaba Eleanor Richmond. Cy Ogle descolgó el teléfono y habló con su secretario de prensa.
—Hazlo y anúncialo —dijo—. Los datos demográficos son perfectos.
—¿Richmond? —dijo el secretario, todavía un poco inseguro de esa idea.
—Eleanor Richmond —dijo Ogle.
Al otro extremo de la línea oyó los golpes sobre un teclado. En ese preciso momento se enviaba la nota de prensa a los servicios de noticias y también se enviaba por fax a todos los centros de prensa del mundo occidental. Los directores de campaña estatales y locales de Cozzano recibían un paquete de información sobre Eleanor Richmond: fotografías, vídeos y frases que pudiesen lanzar a los medios locales. Todo eso sucedió en un instante.
—Ya está —dijo el secretario de prensa.
—Bien —dijo Ogle—. Casa Blanca, allá vamos. Tengo que dejarte —concluyó—. Tengo una llamada por la otra línea.
No era cualquier línea. Era una línea especial que Ogle había aceptado mantener libre. La única persona que tenía ese número de teléfono era Buckminster Salvador. El jefe de Cy Ogle. Del que rara vez se sabía, al que rara vez se veía, pero que siempre estaba allí.
—Ogle —dijo Ogle.
—¡Páralo todo! —dijo la voz del señor Salvador que apenas era reconocible; tenía la garganta tensa hasta el punto de la estrangulación—. ¡No hagas nada! ¡No pulses ningún botón, no hagas ninguna llamada y no dejes que lo haga nadie!
—Estoy solo. Estoy solo e indefenso —dijo Ogle—. Tienes toda mi atención.
—Gracias a Dios que te he localizado a tiempo —dijo Salvador—. Sabía que algo iba mal con eso de Eleanor Richmond.
—¿A qué te refieres?
Salvador pasaba la mayor parte de su tiempo en los cuarteles generales falsos de ODR en la torre de oficinas sobre Pentagon Plaza, para poder seguir los datos de los 100 PIPER al mismo tiempo que Ogle. Y lo hacía constantemente, como había descubierto Ogle; apenas se producía un acto de campaña en el que Bucky Salvador no le telefonease a la mitad y le ofreciese su comentario sobre la reacción de los 100 PIPER. Se consideraba una especie de experto. Y, como aficionado que era, no había comprendido en absoluto las ventajas mediáticas de Eleanor Richmond.
—Chase Merriam me llamó hace unos minutos. Acaba de salir del hospital.
Ogle rió.
—Ja, ja, ja, no me digas. Pasó por una operación. Durante el debate le habían puesto gas de la risa o algo así.
—Peor aún. Tuvo un accidente de tráfico. La noche del miércoles. Un vagabundo le robó el reloj. ¡No tenemos ni idea de quién lo lleva!
—Una indigente de raza negra, de mediana edad, con buena educación y valores tradicionales —dijo Ogle.
Pilló a Salvador con la guardia baja.
—Oh. Entonces, ¿has encontrado el reloj?
—No —dijo Ogle—, no es más que una suposición razonable.
—Bien —dijo Salvador—. Bien.
—¿Bien qué?
—¡Esto lo cambia todo! —dijo Salvador, conmocionado por la aparente indiferencia de Ogle—. ¡Las estadísticas están totalmente trastocadas!
—Si todos los 100 PIPER se reuniesen e intercambiasen relojes, eso trastocaría las estadísticas —dijo Ogle—. Una persona no las altera tanto.
En lo más profundo de su corazón, Ogle sabía que Salvador tenía parte de razón. Pero no quería dársela. La verdad es que no se llevaba demasiado bien con Salvador.
—¡Eso es ridículo! —dijo Salvador—. Tú mismo me dijiste anoche que el aspecto más importante a favor de Richmond era el hecho de que Chase Merriam la adoraba. Dijiste que fue un factor clave a la hora de tomar tu decisión.
—Eh —dijo Ogle—, intenta mantener la perspectiva. Hablamos de la puta Vicepresidencia. Simplemente no importa.
—Así que admites que Richmond no es la elección correcta —dijo Salvador triunfante.
—Desde ahora mismo, es la elección correcta. Es una elección brillante. Un golpe maestro, atrevido y decisivo de liderazgo por parte de Cozzano —dijo Ogle—, porque es una elección que ya hemos tomado.
—No es cierto —dijo Salvador—, falta una hora para el anuncio formal.
—El anuncio formal no significa nada —dijo Ogle—. Ya hemos soltado la cascada. Se han enviado las historias. Demonios —dijo Ogle, agarrando un mando y pasando canales en un televisor cercano—. Ahora mismo tengo a Koppel en pantalla con una fotografía de Eleanor Richmond sobre el hombro. Y cuando Eleanor mira por encima del hombro de Ted Koppel en la televisión nacional, y Koppel tiene esa expresión de chulo sabelotodo, es demasiado tarde.
—Buen Dios —susurró Salvador, sonando a derrota—. Cuando me metí en esto no comprendía lo complicado que iba a ser.
—Alégrate —dijo Ogle, devolviendo su atención al Ojo de Cy—. Mira las pantallas. Esta noche veo una generalidad de verde. El electorado está sereno y satisfecho. Si Richmond resulta ser mala elección, simplemente la enviaremos a besar bebés en Guam.
—Veo un caso de sarampión —dijo Salvador—. Veo un montón de pantallas rojas. ¡Mira a Gato Atropellado por la Economía! Gato Atropellado por la Economía es un bloque clave. Y esta noche, Gato Atropellado por la Economía está asustado.
Ogle miró a la pantalla identificada como FLOYD WAYNE VISHNIAK. Como había señalado Salvador, estaba de un rojo brillante.
—No es nada —dijo Ogle—. Lo hace continuamente. Está metido en otra pelea de bar.
De pronto, la pantalla de Vishniak cambió a un verde brillante. Ogle y Salvador rieron.
—¡Ja ja! —dijo Salvador—. Apuesto a que su oponente está inconsciente en el suelo de un bar en Davenport, Iowa.