El Encuentro Ciudadano Nacional de William A. Cozzano, que se celebró en Chicago en agosto, fue el equivalente de una convención política. Pero al tratarse de un acto puramente mediático, sin tontos procedimientos para empañar los trabajos, fue mucho más entretenido.
El acto inicial se celebró en el parque Grant, una franja verde que corría por entre el centro elevado de Chicago y el lago. A costa de alienar permanentemente a los votantes partidarios de los derechos de los animales y a los contrarios a los combustibles fósiles, los directores de campaña de Cozzano montaron una enorme barbacoa el domingo por la noche. Los diez mil participantes en el Encuentro Ciudadano llevaban toda la semana llegando a Chicago, registrándose en los hoteles del centro e instalándose en las habitaciones donde pasarían la siguiente semana. La barbacoa del parque Grant era un método informal para que todos se reuniesen e hicieran el tonto antes de que empezasen los actos el lunes por la mañana en el centro de convenciones.
Desde el balcón de su suite en el Congress Plaza, que miraba al corazón del parque Grant, Mary Catherine pudo presenciar el desarrollo de la barbacoa durante casi todo el día. Como a las cinco de la tarde, cuando el calor empezaba a ceder, el humo que se alzaba de todas esas barbacoas empezó a resultarle apetecible, y por tanto se puso un vestido de tirantes. Era bastante remilgado para los estándares de una ciudad playera en un día caluroso de verano, pero bastante atrevido para los estándares de las esposas e hijas de candidatos. Más aún, era tan ligero y suelto que podría jugar al softbol, aunque deslizarse hasta la base no era una opción. Desde su demostración de precisión bateadora en Tuscola el Cuatro de Julio, ser osada y atlética era parte de su trabajo.
Bajó en el ascensor y recorrió el parque. Ahora Mary Catherine podía pasear por cualquier lugar de Chicago, vestida como le diese la gana, en cualquier momento de la noche o el día, porque siempre la seguían agentes del servicio secreto. Había llegado a la conclusión de que los guardias armados eran una maravilla y que todas las chicas deberían tenerlos.
La barbacoa no podía ser una barbacoa normal y corriente. Había que montarla alrededor de algún concepto mediático central. En este caso, la idea era que todas las diversas regiones de Estados Unidos competían por ver dónde se preparaban las mejores barbacoas. Mary Catherine pasó junto a los puestos de Tejas, Carolina del Norte, Kansas y decidió que aparte de ofrecer una rápida cena para llevar, las barbacoas comparativas no le resultaban muy interesantes.
Bandadas de pájaros negros, iguales a los que Mel le había mostrado, volaban alrededor de las zonas de hierba comiéndose los extremos de las patatas fritas. Una de las bandas de rock favoritas de papá, de los años sesenta, tocaba en la zona de bandas del norte, pero a ella sus canciones le parecían apenas mejores que la música de ascensor. Al sur, en Hutchinson Field, se estaban celebrando varios partidos improvisados: fútbol de contacto, frisbi, softbol, voleibol. En ese momento no le apetecía sudar, y se quedó cerca de los senderos, que estaban bordeados por filas dobles de árboles.
Al otro lado de Lakeshore Drive, siguiendo el borde de la cuenca, las cosas estaban más tranquilas y varios grados más frías. La cuenca estaba salpicada con boyas numeradas, blancas y azules, donde podían atarse los botes de recreo. Allí no había playa, sólo un rompeolas de piedra con una o dos plataformas más hundidas donde los botes podían recoger y dejar pasajeros. Un par de grandes barcos de paseo circulaban entre esos puntos y el lago abierto, llevando gratis a la gente para que pudiese apreciar el esplendor del centro histórico de Chicago visto desde el lago Michigan. Parecía agradable y relajante, así que Mary Catherine subió a uno de los barcos, se sentó en una silla de cubierta y retiró el envoltorio a una hamburguesa recién sacada de la barbacoa. Ella y los agentes del servicio secreto fueron las últimas personas en recorrer la pasarela; unos momentos después el barco navegó por una avenida ancha entre las boyas blancas, dirigiéndose a un hueco en el rompeolas.
Mientras terminaba de dar cuenta de la hamburguesa, una mujer se apartó de la multitud que ocupaba la barandilla y se le acercó, era de raza negra, vestía con elegancia, y probablemente tuviese unos cuarenta años pero poseía la capacidad de parecer más joven. Se movió con extraña confianza por entre la valla de agentes secretos dispersos, dedicando a cada guardia una sonrisa de complicidad y un asentimiento. Poseía un rostro agradable y una bonita sonrisa.
—Hola —dijo, señalando una silla vacía junto a Mary Catherine—. ¿Está ocupada?
—Adelante —dijo Mary Catherine—. No es usted de por aquí, ¿verdad?
La mujer rió.
—Eleanor Richmond. Encantada de conocerla, señorita Cozzano —dijo, alargando la mano.
—Encantada de conocerla —dijo Mary Catherine, aceptándola—. Lamento no haberla reconocido de inmediato… la he visto varias veces por la tele.
—Varias veces. Bien, es usted una espectadora atenta. No he salido tantas veces.
—Veo regularmente el programa del doctor Lawrence —dijo Mary Catherine—, y a él parece caerle bien.
—Me odia —dijo Eleanor—, pero soy una bendición para sus índices de audiencia. Y, sospecho, para su vida de fantasía.
—Lamenté saber lo del senador Marshall —dijo Mary Catherine.
—Gracias —dijo Eleanor con amabilidad.
Durante la tercera semana de julio, Caleb Roosevelt Marshall había vuelto a su rancho del sudeste de Colorado «para limpiar la maleza». Los doctores, ayudantes y guardaespaldas que viajaban siempre con él se levantaron muy temprano para encontrar su cama vacía. Finalmente le encontraron en lo alto de una mesa rocosa. Había ido hasta allí antes del amanecer, había contemplado cómo se alzaba el sol sobre la llanura y luego se había volado el corazón con una escopeta de dos cañones.
Dejó cartas dirigidas a varias personas: su personal, varios senadores, viejos amigos, viejos enemigos y el presidente. La mayor parte de esas cartas no se hicieron públicas, en parte por ser privadas y en parte porque no se podían imprimir. El presidente leyó su carta —dos líneas garabateadas sobre el papel de carta del senador— la lanzó al fuego y pidió un whisky doble al bar de la Casa Blanca.
La nota de Eleanor decía: «Sabes lo que debes hacer. Caleb. P.S. Toma precauciones.»
Llevaron su cuerpo en avión de vuelta a Rotunda, donde permaneció veinticuatro horas en la capilla ardiente, y luego le llevaron de vuelta a Colorado, donde fue incinerado y sus cenizas esparcidas por su rancho. Siguiendo las instrucciones escritas de Marshall, Eleanor dirigió su oficina durante las siguientes dos semanas, mientras el gobernador de Colorado decidía a quién nombrar para reemplazar a Marshall.
Acabó nombrándose a sí mismo. Las encuestas indicaban que muchos habitantes de Colorado no valoraron bien ese acto, considerándolo una forma clara de oportunismo. Pero su primer acto oficial fue despedir a Eleanor Richmond. Ese anuncio hizo subir por las nubes la valoración del nuevo senador.
—Espero que consiga un buen trabajo —dijo Mary Catherine—, se lo merece.
—Gracias —dijo Eleanor—. Tengo varias ofertas provisionales. No se preocupe por mí.
—¿Sabe?, me educaron como católica y por tanto tengo que ver el suicidio con malos ojos —dijo Mary Catherine—, pero creo que el acto del senador fue increíblemente noble. Es difícil imaginar a alguien en Washington con tanta entereza.
Eleanor sonrió.
—Caleb opinaba lo mismo. Y aparentemente lo dijo en algunas de las cartas que dejó.
Mary Catherine echó la cabeza atrás y rió.
—¿Está de broma? Se mofó de algunos…
—… por no tener el valor de suicidarse —dijo Eleanor—, lo que, para más de uno, sería la única forma decente de salir de D.C.
—¿Está aquí de observadora —dijo Mary Catherine— o como participante?
—Todo esto es tan perfecto que no estoy segura de que haya alguna diferencia —dijo Eleanor.
—Cierto —dijo Mary Catherine.
—Pero para responder a su pregunta, se me invitó para el debate.
—¿Debate?
—Sí. El jueves por la noche. Después de Los Simpson y antes de La ley de Los Ángeles. Todos los segundos en potencia van a luchar ahí.
—¿Le están considerando como posible segundo? —preguntó Mary Catherine. Le avergonzaba sentirse tan sorprendida. Eleanor la miraba con complicidad y con indulgencia—. Es decir, no se confunda, lo haría genial —dijo Mary Catherine—. Estaría usted fantástica. Pero no había oído nada.
—Cariño, recuerde cómo va esto —dijo Eleanor—. Ni su padre ni ningún otro candidato va a escoger a una mujer negra como segunda de a bordo… y si lo hiciese, nunca me escogería a mí. Pero ganan algunos puntos por incluirme en la lista. Es por eso que me invitaron.
—Bien, me apetece ver ese debate.
—¿Qué pasa con usted? ¿Cuál es su papel en todo esto? —dijo Eleanor, señalando con la mano el panorama humeante de las barbacoas.
Mary Catherine contempló el panorama y consideró la pregunta. Ahora comprendía por qué había decidido hacer el trayecto en barco: para alejarse, para retroceder, para mirar su vida desde la distancia. Probablemente a muchos de los que estaban a bordo les hubiese dominado el mismo impulso. La conversación con Eleanor era precisamente lo que había estado buscando.
Instintivamente confiaba en Eleanor y quería contarle la verdad: que algo iba mal con su padre. Que durante los últimos dos meses había vigilado todos sus gestos, prestado atención a todas sus palabras, que había empleado hasta su último conocimiento neurológico para montar el puzzle de lo que sucedía en el interior de su cerebro. Que pasaba un par de horas al día con él, en una terapia privada e intensiva, intentando recuperarle. Y cuanto más avanzaba, más sola se sentía, más miedo tenía.
Pero no podía contarlo todavía. Así que tendría que hacerse la tonta.
—¿Quién demonios sabe? —dijo.
Eleanor se llevó una mano a la boca, en un gesto simultáneamente incongruente y encantador en una mujer de mediana edad, y se rió.
Mary Catherine siguió hablando:
—Mi papel consiste en estar guapa, pero no demasiado; en ser inteligente, pero no demasiado; atlética, pero no demasiado. Creo que realmente querían a una buena chica de universidad. Ya sabes, el tipo de chica que va a los campus universitarios con vaqueros y sudadera, se sienta con las piernas cruzadas en el suelo de los dormitorios y canta con sus amigos. En su lugar, tienen a una neuróloga. Y hay un número limitado de bebés con sida a los que puedo besar antes de que el truco pierda efectividad. Así que mi vida está en suspenso mientras las cosas se resuelven.
—Bien, todos pasamos por transiciones —dijo Eleanor—. Este tipo de cosas, una campaña importante, es el tipo de trastorno que puede ser útil.
—¿Útil en qué sentido?
—Lo revuelve todo. Durante un momento todo está en estado de flujo, tienes la posibilidad de cambiar de dirección, de arreglar los viejos problemas de tu vida. Créeme, lo sé.
Mary Catherine sonrió.
—Te creo —dijo.
Desde el comienzo del Encuentro Ciudadano Nacional de William A. Cozzano, el reloj de alta tecnología fijado al brazo de Floyd Wayne Vishniak se había puesto en marcha varias veces al día, enfrentándole a imágenes en directo de los actos que se celebraban a sólo un par de cientos de kilómetros de su casa. Agradecía el entretenimiento gratuito, que le ayudaba a apartar la mente del trabajo estúpido que realizaba.
Llevaba ya bastante tiempo viviendo con un escaso cheque del paro, y hacía tiempo que había renunciado a intentar encontrar trabajo. Pero ahora, Floyd Wayne Vishniak, gracias al reloj PIPER de su brazo, se había convertido, a todos los efectos, en consejero personal del gobernador Cozzano. Era una pesada responsabilidad. No se iba a quedar sentado en su caravana bebiendo cerveza y actuando como un bufón. Iba a educarse. Iba a empezar a prestar atención a la campaña y a aprender sobre los otros candidatos y los temas importantes.
Una semana o dos después de ponerse por primera vez el reloj PIPER, en junio, Vishniak se encontraba en el centro de Davenport para ocuparse de un asuntillo, y había visto un montón de máquinas de periódicos en una esquina. Además de los periódicos de las Quad Cities y The Des Moines Register, estaban el Chicago Tribune, USA Today, The New York Times y The Wall Street Journal. Por casualidad, resultó que tenía los bolsillos cargados de monedas de un cuarto de dólar, así que compró un ejemplar de cada, gastándose dos dólares y medio. Se los llevó de vuelta a la caravana y los leyó. Encontró cosas interesantes.
Desde entonces, se había convertido en costumbre. Dos dólares y medio al día, seis días a la semana, eran quince dólares, más cinco dólares adicionales el domingo hacían veinte dólares a la semana. Ochenta dólares al mes. Dado el presupuesto de Floyd Wayne Vishniak, era mucha pasta. Tuvo que recortar el consumo de cerveza, y, a medida que avanzaba el verano y el maíz maduraba, consiguió un trabajo realizando el descope.
El descope era una práctica habitual en Iowa; la castración masiva de las plantas de maíz. La operación la realizaban a mano individuos que recorrían las filas de arriba abajo, sin parar, bajo el caluroso sol de agosto.
Floyd Wayne Vishniak iba a los campos cada mañana y trabajaba un par de horas antes de que el sol cascase de verdad, regresaba a Davenport para meter monedas de un cuarto de dólar en las máquinas de periódicos, leía los periódicos y bebía Mountain Dew durante todo el día, luego regresaba a los campos al fresco de últimas horas de la tarde para seguir trabajando. Durante las primeras dos semanas el turno de tarde/noche había sido bastante aburrido, pero luego la cosa mejoró cuando arrancó el Encuentro Ciudadano Nacional de Cozzano y empezó a recibir imágenes dos o tres horas al día.
El Encuentro Ciudadano le había parecido un poco cutre cuando lo anunciaron, pero en la práctica resultó ser muy impresionante. Por allí pasaban algunas personas muy importantes. Cada noche tenían a un par de las llamadas apariciones sorpresa: estrellas de cine, héroes del fútbol americano, magnates de la industria, e incluso algunos políticos renegados empezaron a aparecer por el Encuentro para demostrar su apoyo a Cozzano.
Para la tercera o cuarta noche, empezó a manifestarse un patrón claro en las imágenes. A las siete de la tarde, el reloj PIPER se encendía, con el logotipo y la música familiares. Durante quince minutos más o menos le mostraba una emisión de los actos en el McCormick Place, el gigantesco centro de convenciones junto al lago en Chicago, la sede del Encuentro Ciudadano Nacional. Luego venían quince minutos de análisis por parte de un equipo de tertulianos, algunos a favor de Cozzano, otros en contra. Luego media hora de material grabado, como, por ejemplo, un discurso de Cozzano de primera hora del día. Luego el programa pasaba a una suite de hotel, un ambiente en plan sala de estar, y Cozzano se sentaba con diversos grupos de norteamericanos que querían quejarse de sus problemas: desempleo, falta de cobertura sanitaria, escuelas públicas de mierda y demás. Cozzano permanecía sentado y les oía desahogarse, tomando notas de vez en cuando, preguntando ocasionalmente, y luego pronunciaba una especie de sermón que tenía como propósito tranquilizarles y hacerles creer que le importaban sus problemas y ciertamente haría algo al respecto cuando ocupase la Casa Blanca.
El reloj PIPER mostraba esas pequeñas imágenes mientras él recorría el vasto maizal plano, completamente solo, el único objeto en movimiento en varios kilómetros a la redonda. Sus manos se agitaban rítmicamente de arriba abajo al ir desplazándose por la fila de dos kilómetros, alzando ambos brazos para arrancar, y cuando en la pantalla aparecía algo especialmente interesante —la aparición sorpresa de una estrella importante— se detenía durante un minuto y permanecía inmóvil, mirándose la muñeca. Al comienzo de esos turnos de tarde/noche, las imágenes de la pequeña pantalla eran pálidas y desvaídas, pero a medida que avanzaba por el campo, y el sol se hundía en el horizonte llano, la luz del reloj ganaba en brillo, los colores se hacían más puros, hasta que finalmente salían la luna y las estrellas y Vishniak recorría el campo a oscuras, las imágenes del Encuentro Ciudadano Nacional radiando colores puros e intensos como si el reloj fuese un brazalete de rubíes, esmeraldas y zafiros.
Esa noche, el gobernador Cozzano se reunía con un grupo de personas negras que se habían organizado a partir de la masa uniforme de estadounidenses reunida en el Encuentro Ciudadano Nacional. Se habían reunido y formado su propia pequeña organización que de inmediato se había escindido en grupos más pequeños que se odiaban mutuamente. Ahora, los líderes de las pequeñas facciones se reunían con el gobernador Cozzano durante una agradable cena en la suite del hotel. Comían diminutos pollos en miniatura y bebían vino.
Una de las personas negras empleaba una analogía para explicar por qué la gente negra no se convertía en ejecutivos de éxito en la cantidad suficiente. En el juego del fútbol americano, comentó, a los negros a menudo se les valorada como receptores abiertos y corredores, pero los entrenadores se resistían a convertirlos en quarterbacks. El gobernador William A. Cozzano prestó atención seria y pensativa a esa analogía, masticando un bocado del pollo en miniatura y asintiendo de vez en cuando, sin apartar en ningún momento la vista de la cara del hombre que hablaba. Cuando el hombre hubo terminado, Cozzano se recostó en su silla, dio un sorbo al vino y dio un paseo por la avenida de los recuerdos.
—¿Sabe?, eso de los quarterbacks me ha impactado especialmente. Recuerdo que en 1963 pertenecía al equipo de Illinois y fuimos a Iowa City a jugar contra los Hawkeyes. Tenían un lanzador inicial y otros dos en el banquillo, todos blancos, y también disponían de algunos jugadores negros reclutados en la orilla opuesta del río, aquí en Illinois. En especial, tenían a un joven llamado Lucullus Campbell, que había sido el lanzador inicial de su equipo de instituto en Quincy, Illinois, una ciudad ribereña. Era un puesto que se le había dado de maravilla… un pasador increíble que también podía correr con la pelota. Bien, antes de que el partido empezase, el lanzador inicial de los Hawkeyes quedó fuera por la gripe estomacal. Pusieron al segundo lanzador y en algún momento del segundo cuarto del partido, recibió un golpe grave y cayó con una rodilla lesionada que le sacó del partido. Y por tanto sacaron al tercero.
»Y deje que les diga que ese joven, con todo el respeto para él, no era un buen lanzador. Dejaba caer la pelota. Lanzaba interceptaciones. Intentaba pasar la pelota a personas que no estaban donde él creía. —Cozzano hizo una pausa durante un momento y se tocó la boca con la servilleta mientras la gente alrededor de la mesa reía—. Vale, yo era un jugador ofensivo y, por tanto, cuando la parte ofensiva de su equipo estaba en el terreno de juego, mientras ese pobre tipo cometía todos esos errores, yo me quedaba de lado, mirando directamente al pobre Lucullus Campbell. Él miraba a ese tercer lanzador con incredulidad. Podía ver claramente la frustración manifestándose en su cara. Al fin, se puso en pie, se acercó al entrenador y habló con él. No pude oír lo que le dijo, pero sí que sabía lo que decía. Era una petición universal: «Sáqueme, entrenador. Puedo hacerlo.» ¿Y saben qué? El entrenador ni le miró. Ni siquiera se molestó en mirar a Lucullus Campbell a los ojos. Hizo un gesto de negativa con la cabeza y siguió mirando sus papeles. Y recuerdo haber pensando que era lo más injusto que había visto nunca. Le busqué tras el partido y se lo dije, y me gusta creer que mis palabras le causaron cierto consuelo. —Cozzano había empezado a contar la historia con cierto tono de humor irónico, luego pasó a triste. Pero en este punto se enfureció con el recuerdo, se sentó recto y comenzó a golpear la mesa con el índice. Sus invitados estaban sentados absortos. Cozzano, cabreado, era una presencia formidable—. Desde ese día, me ha resultado angustioso ver a gente negra con talento y ambición, personas capaces y dispuestas a competir en cualquier campo, retenidos por viejos blancos que no quieren darles una oportunidad. Y les prometo que no me convertiré en uno de esos viejos blancos… y tampoco permitiré que ninguno de ellos trabaje para mí.
Los invitados de la cena estallaron en aplausos espontáneos. A Floyd Wayne Vishniak, de pie en un campo de maíz a trescientos kilómetros, a quien no le podían importar menos los negros, se le quedó el corazón en un puño.
Al día siguiente, después de haber comprado todos sus periódicos y haberlos leído junto con una taza de café inagotable en una cafetería, fue a la biblioteca pública y, con algo de ayuda de un bibliotecario, buscó los microfilmes de The Des Moines Register del otoño de 1963. Buscó de la primera a la última página, las páginas fotografiadas pasando por la pantalla del lector de microfilmes, hasta dar con el reportaje sobre el partido Illini-Hawkeye.
Una hora más tarde, estaba con su camioneta en la carretera, dirigiéndose al sur por el río, en dirección a Quincy.
Después de volver de su trabajo nocturno de descope, se sentó a la mesa de la cocina acompañado por una cerveza y una hoja de papel y comunicó los resultados de sus indagaciones al hombre que mejor podía aprovechar esa información.
Floyd Wayne Vishniak
R.R. 6 Box 895
Davenport, Iowa
Aarón Green
Ogle Data Research
Pentagon Towers
Arlington, Virginia
Estimado señor Green:
Ayer noche, su amigo y el mío, el gobernador Cozzano contó una interesante historia durante la cena, sobre el partido Illini-Hawkeye del año 1963 y un tal Lucullus Campbell. Esa historia me llegó al corazón, por lo que me dirigí a la biblioteca pública para saber más sobre el asunto, como a menudo nos animan a hacer al final de los programas importantes de televisión.
Imagine mi sorpresa al descubrir que el joven William A. Cozzano ni siquiera participó en el partido de 1963 porque sufría una gripe estomacal. Ese día ni siquiera pisó Iowa city.
Quizá se equivocase de año. Vale, comprobé 1962, 1961 y 1960. En 1960 y 1962 el partido se celebró en Champaign. En 1961 fue en Iowa City. Cozzano estaba allí, efectivamente, pero según el Des Moines Register, el lanzador inicial jugó durante todo el partido.
¿Quizá pasó en Champaign? Bien, en 1960 el lanzador inicial de los Hawkeye se lesionó y el segundo lanzador jugó muy bien durante todo el partido. Y en 1963 el lanzador inicial jugó todo el partido.
Ningún Lucullus Campbell ha jugado jamás para Iowa.
Me di un paseo hasta Quincyy descubrí que hubo un Lucullus Campbell que jugó para el equipo de su instituto y que participó en el equipo All-Star de Illinois en 1959. Fue el mismo año en que Cozzano estuvo en el All-Star. Era halfback. Nunca jugó un partido universitario porque murió en un accidente de coche la noche de su graduación del instituto.
Así que alguien podría tener la idea de que William A. Cozzano se inventa mentiras. Que es un político fraudulento como cualquier otro.
Pero yo no estoy de acuerdo porque creo en Cozzano y en su rostro pude ver las emociones al contar la historia. Sin duda, él cree en la sinceridad de sus propias palabras.
Entonces, ¿cómo explicarlo? ¿Cozzano está loco?
No, no lo creo. Pero es un hecho sobradamente conocido que Cozzano sufrió una apoplejía a principios de año y que su abogado judío lo tapó y secretamente dirigió el estado de Illinois durante un tiempo.
Luego Cozzano se hizo una operación especial de alta tecnología y mejoró. O ESO DICEN. Pero quizá las cosas no estén del todo bien dentro de su cabeza. Quizá los bancos de memoria de su cerebro estén alterados. ¡Quizás ese nuevo chip o lo que sea que usaron para arreglar su cerebro esté trasteando con su memoria!
Confío en que transmita esta información al gobernador Cozzano lo antes posible para que pueda hacer que corrijan el problema antes de que se convierta en presidente y empiece a dirigir el país con su cerebro defectuoso. Es una cuestión muy importante.
Ya no puedo dormir.
Estoy seguro de que pronto tendrán más noticias mías.
Sinceramente,
FLOYD WAYNE VISHNIAK
Chase Merriam, el dominador mundial de metabolismo acelerado y abogado de Briarcliff Manor, Nueva York, conocía a gente que creía sinceramente que la forma de acabar con el problema del crimen en Nueva York era conducir un coche viejo y destartalado. La mayor parte de esa gente equivocada era muy joven, chicos que habían crecido en los ochenta y poseían mucho ingenio pero poca inteligencia de verdad, en lo que se refería a dinero. En cierto punto de sus curvas de ingresos rápidamente crecientes habían ido y se habían comprado BMW o su equivalente. No un BMW de los mejores, sino de los mediocres. Sedanes deportivos. E inevitablemente, un par de semanas después, alguien rompía una de las ventanillas, la alarma saltaba y tenían que salir en medio de la noche, barrer el vidrio y llamar al seguro, el ritual completo.
Luego se ponían a pontificar. Era muy fácil comprender la psicología del proceso: toda esa gente era todavía tan joven como para pensar que la vida estaba repleta de sentido, que cada acontecimiento tenía su papel en la trama perfecta del universo. Su suponía que aprendías de esas situaciones. La ventanilla se rompía, atronaba la alarma del coche, y luego el yuppie salía de su casa de ladrillos, se llevaba la mano a la barbilla y meditaba profundamente. Siempre llegaban a la misma conclusión, al comprar un coche bonito, de alguna forma habían ofendido a Dios con su sucio materialismo, y ahora recibían el justo castigo. Como si los colonos de los basureros que recorrían las calles a las tres de la madrugada rompiendo ventanillas y robando el cambio de los peajes para comprarse crack fuesen ángeles justos enviados por un Dios vengador.
Chase Merriam conducía un Mercedes-Benz del tamaño de un portaaviones y no se disculpaba. Disponía de un sistema de alarma integrado, pero no tenía ni idea de cómo funcionaba. Nunca lo usaba. Es más, jamás se molestaba siquiera en quitar las llaves del contacto o cerrar las puertas, porque jamás lo aparcaba a más de quince metros de un buen hombre con un arma. Su espacio de aparcamiento en Manhattan costaba más que un apartamento de tres dormitorios en el medio oeste y probablemente fuese mejor inversión.
Un coche realmente caro, caro de verdad, emitía un potente campo de fuerza psicológico. Romper la ventanilla del conductor de un BMW 535i era un gesto rutinario e insignificante en Nueva York, a la altura de saltarse la barrera del metro. El propio Chase Merriam se había sentido tentado muy a menudo. Envolverse la chaqueta alrededor del puño y golpear el vidrio para ver esa lluvia de diminutos diamantes azules. Pero la gente seguía sintiendo respeto por los grandes Mercedes, los Rolls Royce o los Ferrari. Intuitivamente respetaban esos objetos. Quizás en el fondo de sus corazones tuviesen miedo de que esos coches fuesen propiedad de capos de la Mafia o traficantes colombianos. Pero a Chase Merriam le gustaba pensar que no se trataba sólo del miedo a las consecuencias. Le gustaba pensar que en el fondo de sus corazones castigados y ennegrecidos, la gente seguía sintiendo respeto por la Calidad.
Merriam había visto en acción el simulador de impacto lateral de Mercedes-Benz. El concesionario Mercedes le había pasado la cinta promocional. Se trataba de un chasis desnudo de automóvil con un enorme bloque de cemento sobresaliendo de un lateral, pintado con bandas diagonales negras y amarillas de peligro. Al igual que una bala de rifle, un globo estallando o las alas de un colibrí, era algo que el ojo desnudo no había visto nunca; sólo era visible en filmaciones de alta velocidad, apareciendo por un lado con claridad fantasmal, totalmente en silencio, aparentemente moviéndose a ritmo de caracol. Pero cuando llegaba al lateral del gran sedán Mercedes-Benz, como una nube deslizándose por el cielo de verano, el lateral del coche cedía y la cabeza del muñeco saltaba de lado y comprendías, por primera vez, lo rápido que se movía ese leviatán negro y amarillo.
Esos impactos laterales podían ser terribles. No hacía falta mirar muchas veces el vídeo para darse cuenta. El lateral de tu cabeza siempre chocaba contra algo. Y ahí es donde estaba todo lo bueno. La parte delantera de tu cabeza contenía tu personalidad, y si el borde del volante la golpeaba a cien kilómetros por hora, lo peor que podías esperar quizá sería un divorcio y luego tirar todas las corbatas y comprártelas nuevas. No pasaba nada. Un cambio de personalidad, después de tantos años con la misma, sería hasta interesante. Pero el lateral de tu cabeza contenía todo lo bueno. Ahí pensabas. El lateral izquierdo, el que corría riesgo durante un impacto lateral, contenía tus capacidades lógicas, racionales y espaciales, y si un trozo de portezuela se te clavaba ahí, te quedabas sin trabajo. Tendrías que empezar a asistir a clases de cerámica.
La gente de Mercedes era lo suficientemente inteligente para darse cuenta y por tanto habían lanzado su enorme trozo de cemento blanco y amarillo contra algunos millones de dólares en vehículos, habían repasado las horripilantes películas mudas y a cámara lenta y habían hecho algunos cambios. Lo que venía a significar que el hemisferio izquierdo de la corteza cerebral de Chase Merriam estaba todo lo seguro que se podía estar en el interior de un coche en movimiento.
La combinación de esos factores —el aparcamiento con guardia; su refugio seguro en Westchester, donde el crimen seguía siendo ilegal; el misterioso campo de fuerza psicológico; y las películas de alta velocidad— daba a Chase Merriam la sensación de invulnerabilidad. Lo que estaba bien, porque le gustaba trabajar hasta tarde, mucho después de la hora de la cena, en su oficina en Manhattan. Y no podría haberlo hecho si condujese un Subaru y aparcase en la calle. Habría estado demasiado aterrorizado como para aventurarse en la oscuridad, habría dormido en el sofá de cuero de su despacho y habría salido al amanecer para encontrarse el Subaru convertido en una estructura pelada.
El trabajo se le daba mejor muy de noche. Lo que, en un buen mes, pagaba con creces el coste del coche grande. El único problema de trabajar hasta tarde era que, últimamente, su maldito reloj le interrumpía continuamente. Pero en cierta forma no le importaba en absoluto. Disfrutaba manteniéndose al día de la política. La cosa de su muñeca sólo cobraba vida una o dos veces al día, y siempre era con algo importante. Era como disponer de un asistente personal que no hacía otra cosa sino mirar la información política, haciéndole saber lo que debía ver.
El Encuentro Ciudadano Nacional de Cozzano iba por la mitad de su duración de una semana cuando Chase Merriam trabajó una noche hasta bastante tarde, miró las noticias de las once lo justo para enterarse de los resultados del béisbol y luego se dirigió al aparcamiento donde esperaba su Mercedes-Benz, con las llaves en el contacto, reluciente bajo la brillante luz asustagamberros de su planta privada de aparcamiento. Los guardias lavaban y daban cera a los coches durante el día. No tenían mucho más que hacer.
A Chase Merriam le dio la impresión de que esa noche el coche parecía especialmente limpio y bonito, y por tanto le pasó algunos billetes al guardia mientras éste le abría la portezuela. Se sentó en el asiento ergonómico de piel, giró la llave y la aguja del tacómetro se lanzó y se acomodó en una posición adecuada. Aparte de ponerte de cuatro patas detrás del coche y meter la lengua en el tubo de escape, ésa era la única forma de saber que el motor estaba en marcha. Casi instantáneamente se encontró en la autopista West Side, en dirección norte.
La autopista West Side no era realmente gran cosa como autopista hasta que no llegabas un poco al norte y se convertía en una carretera adecuadamente limitada con sus rampas de entrada y demás. A esa hora siempre estaba sorprendentemente libre de tráfico. La única gente conduciendo por la noche eran algunos taxistas nocturnos y uno o dos vehículos con aspecto del tercer mundo, muy cargados —la sangre de la Nueva Economía— haciendo recados.
El centro médico Columbia Presbyterian se alzaba sobre la autopista sobre contrafuertes de cemento, como un proyecto hidroeléctrico construido accidentalmente en el lugar equivocado, horrorosamente enorme. Chase Merriam se metió por algunas rampas y calles complicadas bajo el puente George Washington, ya casi fuera de Manhattan, se detuvo tras una furgoneta desvencijada, sin ventanillas, gris y oxidada, saltando sobre malos neumáticos y amortiguadores difuntos, con un buen montón de mierda apilada sobre el techo. El conductor estaba terriblemente confundido por todos los carriles, dividiéndose y convergiendo inexplicablemente bajo las luces molestas del imponente puente. Chase Merriam hubiese podido adelantarlo por cualquier lado, pero el conductor del furgón continuamente cambiaba de opinión sobre qué carril ocupar, realizando cambios bruscos en su rumbo, y cada vez que le daba al volante para ir a ese carril o al otro, la furgoneta, la parte superior cargada con metal de desguace, se agitaba peligrosamente sobre la suspensión destrozada.
Los focos rompedores de la oscuridad del Mercedes-Benz iluminaban la defensa trasera del furgón, un trabajo manual formado por placas de acero soldadas. El dueño, quien evidentemente se dedicaba al negocio del desguace, se había fabricado la defensa él solito. Era apenas menos imponente que el ariete negro y amarillo del simulador de impacto lateral, y por tanto Chase Merriam decidió mantener bien lejos la reluciente perfección de su Mercedes.
El hacedor, tras haber completado la parte estructural de la defensa, había empleado el soldador con propósitos decorativos. Había depositado una gruesa gota de hierro fundido sobre la superficie posterior del parachoques, grabando el siguiente mensaje en cursivas fluidas y heavy-metal: SÓLO DIOS SABE HACIA DÓNDE VOY. [12]
Chase Merriam, que no hablaba español pero había desarrollado ciertas habilidades básicas con las lenguas romances durante sus años de preparatorio, traducía mentalmente esa frase (SÓLO DIOS SABE algo…) cuando una impecable llanta de aleación de aluminio, recién retirada de un desdichado Acura Legend en alguna calle de la ciudad desnuda, cayó del techo de la furgoneta, rebotó una vez en el asfalto y atravesó directamente su parabrisas, dándole de frente.
En el instante en que la llanta había dado su bote fatal, reluciendo en los focos como un meteoro, el mundo entero se convirtió en un laboratorio de impactos de Mercedes-Benz. Chase Merriam, evidentemente, era el muñeco. Pero lo experimentó con la extraña claridad de ingenieros teutónicos de batas blancas protegidos en la cabina de observación, repasando las cintas silenciosas. Todo sucedió en silencio y muy, muy lentamente, y cuando el coche, en algún punto varios minutos después del impacto, golpeó algún objeto monumental —no estaba seguro exactamente de qué era, pero tenía la sensación de que en ese momento estaba a bastante distancia de la carretera en sí y que hacía rato, mucho rato, que el coche no estaba adecuadamente horizontal— vio cómo el airbag se inflaba delante de él, agitándose como una bandera blanca izada en un huracán.
Durante un buen rato el coche siguió patinando, rodando y estrellándose a través de cosas, cambiando repetidamente de dirección, como la Bala Mágica serpenteando entre Kennedy y Connally. Cada rasguño e impacto secundario probablemente provocase cinco mil dólares en daños adicionales. Después de un rato, casi se volvió aburrido; debía de estar dejando un rastro de tierra levantada y señales de tráfico aplastadas hasta el mismísimo Yonkers. Finalmente, se detuvo. Su oído interno seguía indicándole que todavía iba en la montaña rusa, pero ahora su brazo izquierdo había caído hacia delante, a través del punto donde se suponía que debía haber un parabrisas reforzado, y descansaba flácido sobre una superficie —tierra bien densa e inorgánica de Nueva York— y esa superficie no se movía.
Hasta ese momento no había experimentado ni la más mínima muestra de dolor físico, pero había algo a propósito del coche que no estaba bien. Como sus ojos se habían llenado de sangre y luego se habían hinchado con rapidez, tuvo que descubrir qué era empleando otras entradas sensoriales. Pero parecía ser que su Mercedes-Benz estaba boca abajo y él colgado por el cinturón de seguridad y el agarre del hombro, con las piernas apoyadas en el volante, con los indicadores pinchándole incómodamente en las rodillas.
El teléfono estaba justo ahí, podía encontrarlo al tacto, sabía qué botón lo activaba. No tenía más que teclear el número de emergencias. Pero no podía ver los números. Pulsó uno de marcación rápida, el que llamaba a su casa. Le diría a Elizabeth que llamase a la policía de Nueva York. Pero ya eran más de las once y media y Elizabeth había desconectado el sonido del teléfono y se había ido a la cama; le respondió su propio contestador.
Meditó si dictar un último mensaje al mundo. El día siguiente Elizabeth se encontraría la luz de la máquina parpadeando y lo escucharía; llamaría a la policía de Nueva York y al fin le encontrarían, muerto por aburrimiento. Reproducirían la cinta en su funeral. Sería un mensaje escueto, tranquilo, ingenioso, noble y valiente.
Pero siempre podría llamar más tarde y dejarlo. Así que colgó para pensar en sus opciones. Todos los otros números predeterminados eran de empresa. Nadie respondería a esa hora de la noche. Marcar 911, el número de emergencias, era más difícil de lo que parecía, porque el teléfono tenía demasiados botones y al tacto todos eran iguales.
—¿Estás bien? —dijo una voz. Una voz de hombre.
—¿Hola? —dijo Chase Merriam.
—Mierda, tío, es increíble —dijo el hombre—. No puedo creer que estés vivo. ¡Es un coche impresionante, tío!
No parecía que pudiese mover el brazo izquierdo, que todavía estaba en el suelo. Pasó el brazo derecho al otro lado del cuerpo y sacó el teléfono por la ventana.
—¿Me haría el favor de marcar el 911?
—Claro —dijo el hombre. Chase Merriam le oyó girar el teléfono en la mano, decidiendo cómo se orientaba y luego oyó los tres pitidos electrónicos.
—Hola, agente —dijo el hombre—. Me gustaría informar de un accidente de coche en el parque Fort Washington. Junto al río. El coche saltó la protección de la autopista y ahora está boca abajo. Y creo que será mejor que se den prisa de verdad, porque el tipo está encajado en el coche, y la zona es realmente mala. Está llena de criminales peligrosos, personas que le arrancarían el corazón a este tipo por un dólar, y ahora mismo todos están rodeando el vehículo, como chacales alrededor de una bestia herida, esperando el momento de atacar. ¿Eh? No, lo lamento, no voy a darle mi nombre. Vale. Chao.
—Gracias —dijo Merriam.
—No hay problema.
—Eso de los chacales… no iba en serio, ¿verdad?
—Mierda, tío, ¿dónde crees que estás? ¿En el cabo May? —dijo el tipo—. Estamos como a un par de manzanas del mayor refugio de indigentes de la ciudad de Nueva York. Los que estamos aquí somos los que no dejaron entrar porque éramos demasiado grandes, malos y dábamos miedo.
—Coja lo que quiera —dijo Chase Merriam—. No me importa.
—Vale. Empezaremos con el reloj —dijo el hombre. Agarró el brazo de Merriam, que empezó a dolerle de inmediato, y después de trastear un poco, descubrió cómo soltar el reloj—. ¿Qué clase de reloj es éste? Parece una mierda digital barata.
—Es una larga historia.
—Bien, si un tipo fuese a buscar tu cartera…
—Ni idea —dijo Chase Merriam—. Debo dar por supuesto que se cayó.
El hombre metió la mano por la ventana y tocó a Merriam, sin encontrar carteras en los lugares habituales.
—¿Esta cosa tiene luz? —preguntó.
—Creo que una luz es estándar en los grandes Mercedes. Probablemente esté rota.
—Sí —dijo el tipo, abatido—. Supongo que tendré que buscar por ahí.
Cogió el brazo izquierdo de Merriam y lo apartó, con delicadeza pero con firmeza. Luego se tendió y avanzó, metiendo brazos, cabeza y hombros por la ventanilla deformada, empujando a Merriam, y empezó a palpar por el techo del coche y luego por el suelo.
—¡Maldición! —dijo—. No está por ninguna parte. ¿Estás seguro de que tenías cartera?
—Completamente seguro. Quizá saltó del coche.
—¡Mierda! —dijo el tipo. Se metió aún más en el coche, hasta la cintura, la masa de su cuerpo empujaba aún más a Merriam. A juzgar por su aliento, hacía ya varias décadas que el tipo no usaba hilo dental.
Los interiores de los párpados de Chase Merriam relucieron con un cálido color entre rosa y naranja.
—¡Mierda! —repitió el tipo, y empezó a agitarse con fuerza, intentando salir del coche. En el proceso causó algunos daños más a Chase Merriam, pero a esas alturas ya eran superfluos—. ¡Nunca vienen tan rápido!
—¡Alto! —gritó una voz cercana que sólo podía pertenecer a un poli—. ¡Está arrestado!
Después todo fueron pasos. El hombre corrió. Un poli le siguió; chocaron con algunos arbustos y luego se perdieron en la distancia. Y luego otro conjunto de pasos se acercó al coche volcado. Lentamente, con tranquilidad.
—Bonito coche —dijo el poli—. No sabía que estas monadas fuesen cuatro por cuatro.
El debate iba a empezar en menos de cinco minutos. Además del cavernoso espacio de exposición donde se desarrollaba la mayor parte del Encuentro Ciudadano, McCormick Place poseía su propio teatro, que en esos momentos se llenaba con miembros del público escogidos aleatoriamente entre los diez mil norteamericanos típicos de Ogle.
Eleanor Richmond, sentada en la sala de maquillaje entre bambalinas, dejando que un profesional del maquillaje le arreglase la cara, se sorprendió al darse cuenta de que no estaba nada nerviosa.
No dejaba de ser extraño, porque estaba a punto de aparecer en la televisión nacional. Recientemente había aparecido mucho en la televisión nacional, pero en esta ocasión se iba a enfrentar a un combate verbal contra tres personas a las que esas cosas se les daban mejor que a ella. ¿Ya se había vuelto tan indiferente que ni siquiera le importaba?
Alguien llamó a la puerta y la abrió antes de que Eleanor le pudiese decir que no molestase. Era Mary Catherine Cozzano. Entró rápidamente, mirando nerviosamente a su espalda, y se apoyó contra la puerta, cerrándola. Traía un ramo de flores.
—Lo lamento, no quería que me viesen entrar —dijo—. La gente diría que tengo favoritos.
—¿Te las dio un novio o un intrigante político? —dijo Eleanor, mirando las flores—. Son bonitas.
—Me las dio una florista —dijo Mary Catherine—. Son para ti.
—¡Bien, qué agradable! ¡Gracias!
—Las pedí azules, para simbolizar la verdad —dijo Mary Catherine—, porque siempre dices la verdad.
—Bien, no siempre —dijo Eleanor—, pero tan a menudo que la gente se pone nerviosa.
—Tienes un aspecto genial —dijo Mary Catherine—. Espero que los derrotes a todos.
Eleanor no se dio cuenta de la verdadera razón para su falta de nerviosismo hasta salir y sentarse en el escenario. Fue la última en llegar. Los otros eran un hombre blanco, un hispano algo anglicanizado y una mujer de mediana edad, rubia y de ojos azules. Todos ellos eran perfectos. Eran atractivos, con rasgos grandes y marcados que quedaban bien en televisión. Estaban colocados, peinados, maquillados, vestidos, acicalados. Se sintió como si hubiese entrado por error en la ceremonia de los Oscar.
Estaba allí de muestra. Nada más. No tenía ninguna oportunidad de convertirse en la candidata a vicepresidente de William A. Cozzano, por mucho que ella y Mary Catherine se admirasen mutuamente. Por eso no estaba nerviosa.
A menos de cien metros del escenario del debate, Cyrus Rutherford Ogle se acomodaba en la confortable silla giratoria en el centro del Ojo de Cy. Para los propósitos del Encuentro Ciudadano Nacional, el contenedor de GODS se había instalado en el mismo corazón de McCormick Place y todo lo demás se había construido a su alrededor; la plataforma donde Cozzano y sus invitados se reunían cada noche estaba situada directamente sobre su cabeza.
Esa noche el cumplimiento era bueno. Noventa y ocho de las cien pantallas estaban encendidas. Los 100 PIPER habían empezado como un grupo algo desorganizado y no muy de fiar y, con la práctica, ahora era cumplidor y disciplinado.
Lo que resultaba un consuelo, porque Cy Ogle estaba asustado. Lo del vicepresidente era lo más difícil de todo. Prácticamente todo el mundo la cagaba en ese punto. Durante la pasada semana, Ogle no había podido cerrar los ojos por la noche sin ver los rostros fantasmales delante de él. Nixon, Agnew, Eagleton, Bush, Quayle, Stockdale.
Lo mejor que podía hacer era reunir a las cuatro mejores personas que conocía —es decir, las cuatro personas que causaban la mejor impresión en televisión—, ponerlas en la tele, juntas, y comprobar cómo reaccionaba la gente. Evidentemente, habría que traer a un moderador para que plantease algunas preguntas. Las preguntas en sí no importaban. Tampoco las respuestas. Lo importante era que los rostros saliesen por la tele, que se oyesen sus voces. Lo difícil era interpretar los datos. Porque cuanto más se metía en faena, más ángulos extraños iba encontrando en las mentes de los 100 PIPER.
Mae Hunter estaba sentada no muy lejos de las orillas del Hudson, poniéndose lápiz de labios y viendo cómo el sol descendía sobre Nueva Jersey. Había descubierto el lápiz de labios ese mismo día, en una papelera del baño de señoras de la Biblioteca Pública de Nueva York y decidió que era un tono que le sentaría bien. Era muy bonito y también nuevo; alguna compradora voluble debió de adquirirlo en una de las bonitas tiendas de la Quinta Avenida, se metió en la biblioteca para usarlo y decidió que bajo esa luz no le sentaba tan bien.
Mae Hunter admiraba esa capacidad de decisión, la capacidad de lanzar una barra de labios totalmente nueva a la papelera porque no le gustaba el tono. La mayoría de las mujeres se la hubiesen llevado a casa y la hubiesen colocado en sus vestidores para dejarla allí durante los próximos veinte años. Pero allí en Nueva York había gente para todo. La gente tenía estándares más altos. No toleraban tan fácilmente la imperfección. Evidentemente era una mujer de clase quien había tirado esa barra de labios.
Había encontrado muchas cosas interesantes en los baños de la Biblioteca Pública de Nueva York. No te dejaban entrar comida en el edificio, por lo que las papeleras estaban más limpias. Casi todo era papel. Las mercancías, como la barra de labios, destacaban.
Mae Hunter pasaba mucho tiempo en la biblioteca porque no tenía trabajo, familia u hogar que la distrajesen de su verdadera misión en la vida, que era mejorar su mente. Durante los últimos meses se había estado abriendo paso por Declive y caída del Imperio Romano de Gibbons. Iba por la mitad del quinto de siete volúmenes.
Para ella leer era lo más importante de la vida. Había descubierto, en el año y medio tras la muerte de su esposo, que podía dormir a la intemperie y conseguir comida entre la basura. Podía lidiar con la incertidumbre y el miedo. La habían violado dos veces; e incluso eso lo podía aguantar. Pero lo que la volvía loca era la ignorancia. Veía a toda esa gente a su alrededor, durmiendo en los parques, pidiendo en la Autoridad Portuaria, metiéndose en esos horribles asilos para indigentes, y ninguno de ellos hacía el más mínimo esfuerzo por mejorar su mente. En la ciudad de Nueva York apenas podías dar diez pasos sin dar con un ejemplar tirado de The New York Times, el mejor periódico del mundo, pero ninguna de esas personas se dignaba cogerlo. Como antigua profesora de escuela, le resultaba insoportable. Todos esos cerebros malgastados.
Algo más que le molestaba era la incapacidad de la gente para cuidar de sí misma, razón por la que estaba poniendo un cuidado exquisito en aplicarse el lápiz de labios. Completada esa labor, encontró un lugar agradable y se acomodó contra la base de un pequeño terraplén donde crecían algunos arbustos.
Dio un salto cuando sonó música cerca. Alguien estaba oyendo un transistor a su espalda, entre los arbustos.
—¿Hola? —dijo—. ¿Hay alguien ahí? —No respondieron.
Apenas había luz suficiente para ver. Se puso en pie y miró los arbustos.
—¿Hola?
La música desapareció y quedó sustituida por el sonido de un presentador.
—Desde el Encuentro Ciudadano Nacional, cuatro candidatos a la Vicepresidencia debaten los temas…
Estaba casi segura de que allí no había nadie. Fue de un lado a otro delante de los arbustos, mirando por los huecos entre las hojas, intentando ver. Allí había algo que relucía. Parecía un aparato de televisión. No había nadie cerca. Encontró un hueco en el matorral por donde parecía que había pasado alguien, aplastando las ramas. Siguió por allí y recogió la fuente del sonido y la luz: un reloj Dick Tracy.
Consideró si cogerlo. Era evidentemente robado y el criminal que lo había dejado allí podría volver más tarde para recuperarlo.
Miró la pantalla. Mostraba un programa de televisión: un debate entre cuatro personas que querían ser el vicepresidente de William Cozzano. Uno a uno, el presentador los fue mostrando y ellos saludaron.
—Brandon F. Doyle, antiguo congresista de Massachusetts, ahora mismo profesor de la universidad de Georgetown… —Era un hombre de aspecto juvenil y guapo, probablemente de unos cuarenta y muchos años pero de aspecto muy juvenil para su edad. Sonrió ligeramente a la cámara y asintió. No le gustó.
»Marco Gutiérrez, alcalde de Brownsville, Tejas, y miembro fundador del grupo ecologista internacional Fronteras Tóxicas… —Era un latino corpulento con bigote y grandes ojos intensos. Estaba recostado en la silla, frotándose el bigote con una mano. Apartó la mano de la cara cuando dijeron su nombre y saludó a la cámara.
Mae Hunter se colocó el reloj Dick Tracy en la muñeca. Al menos quería ver ese programa.
La imagen de televisión pasó a una rubia de ojos azules con uno de esos peinados profesionales que Mae siempre veía en las jóvenes del centro. Miró directamente, y casi con frialdad, a la cámara.
—Laura Thibodeaux-Green, fundadora y presidenta de Santa Fe Software, quien, hace dos años, se quedó a mil votos de ser elegida senadora por Nuevo México.
Finalmente, para sorpresa y deleite de Mae Hunter, ¡apareció ella!
—Y Eleanor Richmond de Alexandria, Virginia, ayudante del fallecido senador Caleb Marshall.
Esa mujer era tan genial. Ni siquiera miró la cámara, ni siquiera reaccionó a la presentación. Miraba unos papeles que tenía en el regazo. Luego alzó la vista y miró un poco a su alrededor, tranquila, alerta, pero sin prestar atención al presentador o a las cámaras de televisión. Era como una princesa.
¡Qué presentación tan mala! No hacía justicia para nada a la vida y época de Eleanor Richmond. Mae Hunter lo sabía todo sobre ella, había seguido su carrera en las hojas tiradas de The New York Times. Era una heroína moderna. Mae se abrió paso entre los matorrales y fue a la amplia orilla abierta del Hudson a ver a su amiga Eleanor.
El moderador era Marcus Hale, un antiguo presentador curtido que había llegado al punto de su carrera en que podía redactar él mismo la descripción de su puesto de trabajo. Ahora trabajaba mucho en TV Norteamérica, porque allí no se tenía que detener en medio de un párrafo para vender remedios contra las hemorroides al público norteamericano. Y ahora que la candidatura de William A. Cozzano se había convertido en un Fenómeno Importante certificado por la prensa, había estado más que dispuesto a servir como moderador en el enfrentamiento por la Vicepresidencia. Abrió el debate, con el estilo típico de Marcus Hale, con un largo editorial, aunque probablemente él hubiese preferido llamarlo análisis. Con el tiempo acabó haciendo una pregunta.
Y fue única.
—Todos ustedes son jóvenes, con unos cuarenta años. Lo más probable es que duren al menos veinticinco años más. Es posible incluso que en ese periodo uno o dos de ustedes se conviertan en presidentes. Para entonces, las personas que nazcan hoy estarán entrando en el mercado de trabajo adulto, y sus éxitos en ese mercado dependerán en gran parte de las iniciativas económicas y educativas que se tomen durante la próxima década. Será sobre todo importante para los más pobres, que hoy se enfrentan a las oportunidades más restringidas. Y siendo francos, ustedes saben y yo sé que realmente hablo de los negros de las ciudades. Mi pregunta es: dentro de veinticinco años, ¿cómo estarán las cosas para esa gente, y qué habrán hecho ustedes para que esa vida sea mejor?
Brandon F. Doyle de Massachusetts fue el primero, y parecía asustado. Era fácil para un viejo como Marcus Hale sacar a la luz esos temas terroríficos y difíciles. Era mucho más difícil para alguien como Doyle lidiar con las consecuencias, especialmente teniendo en cuenta que estaba sentado con una persona negra que podría derribarle en cuanto quisiese.
—Bien, primero de todo, Marcus, déjame decir que las oportunidades, para todo el mundo, blancos o negros, van en función de la educación. Es un mensaje que siempre hemos tenido presente en Massachusetts, que tiene una larga tradición de brillantes instituciones de educación superior. Mi esperanza, y mi intención, es que dentro de veinticinco años mucha de la gente de la que hablas esté accediendo a los ciclos universitarios superiores, como derecho o medicina, y que lo hará con el completo apoyo de un gobierno que se toma estos temas con la mayor seriedad. Lo que no significa apoyar grandes programas de gastos gubernamentales. Prefiero pensar que la educación es una inversión, no un gasto.
A continuación fue Marco Gutiérrez, quien provocaba una impresión de impasibilidad y tranquilidad. Eso, y su pelo y ropas, habían sido desarrollados para hacerle parecer un norteamericano guay, no el mexicano nervioso y emocional que temían los votantes de ojos azules de Duluth.
—Bien, apoyaría mucho de lo que mi amigo Brandon ha dicho, pero no estaríamos de acuerdo en el final. Mire. El gobierno tiene el deber moral de educar a sus hijos. Sin que importe el coste. Decir que la educación es una buena inversión no aporta nada. Incluso si nos cuesta hasta el último penique del tesoro, deberíamos educar a nuestros hijos lo mejor que podamos, porque eso es lo correcto.
Le tocó el turno a Laura Thibodeaux-Green.
—Los niños pasan siete horas al día delante de la tele. Siete horas al día. Piénsalo un segundo. Eso es mucho más de lo que pasan en el aula. Bien, en mi opinión, la televisión no tiene que ser basura que pudra el cerebro. Tiene la capacidad de educar. Y la televisión digital de alta definición que empieza a entrar en los hogares de Estados Unidos puede ser la herramienta educativa más importante jamás inventada. Defiendo un programa colosal para desarrollar software educativo que pueda ejecutarse en esos aparatos de televisión del futuro, de forma que esas siete horas delante de la tele puedan convertir a nuestros hijos en pequeños Shakespeare y Einstein, en lugar de analfabetos.
Finalmente, Eleanor Richmond tuvo su oportunidad.
—Mire —dijo—, Abe Lincoln aprendía sus lecciones escribiendo en la parte posterior de una pala. Durante la esclavitud, muchos negros aprendieron a leer y a escribir a pesar de que no se les permitía ir a la escuela. Y hoy en día, a los niños refugiados de Indochina se les da bien la escuela a pesar de que no tienen nada de dinero y sus padres no hablan inglés. El hecho de que muchos negros de hoy no reciban educación no tiene nada que ver con la cantidad de dinero que invirtamos en las escuelas. Gastar más dinero no servirá de nada. Tampoco escribir software educativo para ejecutarlo en el televisor. Es únicamente cuestión de valores. Si tu familia considera muy importante recibir una educación, tendrás educación, incluso si tienes que hacer los deberes en la parte posterior de una pala. Y si a tu familia no le importa nada desarrollar tu mente, crecerás estúpido e ignorante incluso si vas a la mejor escuela privada de Estados Unidos.
»Bien, desgraciadamente, no puedo darte un programa para ayudar a desarrollar los valores personales. La verdad, empiezo a pensar que cuantos menos programas tengamos, mejor estaremos.
Por primera vez, el público en directo estalló en aplausos.
—Amén —gritó Mae Hunter, su voz resonando por el gris Hudson. Un par de personas que pasaban haciendo footing la miraron, luego apartaron la vista con rapidez y fingieron no haber visto a la loca.
Cy Ogle vio por el rabillo del ojo que una pantalla se ponía de un verde brillante y se volvió para mirar. El nombre al pie de la pantalla decía CHASE MERRIAM.
Era asombroso. De todos los candidatos, el favorito claro de Merriam, hasta ahora, era Eleanor Richmond. Entre la gente pobre y las minorías al fondo, y las mujeres y hombres como Chase Merriam en lo alto, Eleanor Richmond gustaba a un número asombroso de personas.
Pero pensándolo bien, reflexionó Ogle, quizá tampoco fuese tan sorprendente. Meses antes, cuando se enfrentó a Earl Strong en un centro comercial, él había señalado con el dedo la imagen de la pantalla y la había declarado la primera mujer presidente de Estados Unidos.