Capítulo 36

—Hemos llegado, cariño —dijo Cyrus Rutherford Ogle sentado en la enorme silla y agitando los joysticks—. Éste es el despegue a la luna. Tiempo menos media hora y contando. —Eso es lo que vio Aaron Green al subirse a la parte de atrás del enorme camión GODS aparcado en la parte de atrás del centro cívico Decatur en Decatur, Illinois. Eran las 7:30 p.m. del Día de la Bandera.

—Dios mío —dijo Aaron. Es todo lo que pudo decir durante varios minutos.

Parecía un semirremolque con plataforma cargado con un contenedor de carga en la parte de atrás. El contenedor de carga, una caja de acero del tamaño de un hogar móvil, era completamente nuevo y estaba exquisitamente pintado con el logo en tres colores de Sistema Global y Omnipresente de Envío. En esos días, cuando el servicio postal de Estados Unidos seguía los pasos de Greyhound, el logotipo se había vuelto tan ubicuo como los buzones. La mayoría de la gente no miraría dos veces ese camión a menos que lo tuviesen aparcado en la misma entrada de su casa. En la parte de atrás del centro cívico Decatur, encajado entre un camión de entrega de comida y una unidad móvil de Televisión Norteamérica, era totalmente invisible. Lo único que indicaba que cargaba con algo más que correo era el zumbido bajo que emitía y los vórtices de ondas de calor que surgían de una pequeña abertura en la parte superior. Poseía su propia planta de energía.

Aaron entró por una puerta en la parte de atrás, llegando directamente a un pasillo estrecho, de unos tres metros de largo, entre estantes de equipos electrónicos y material pesado que iban del suelo al techo. Los submarinos nucleares deben de ser así, pensó Aaron, mientras miraba el equipo, reconociendo formas y logotipos familiares de varios sistemas informáticos de alto nivel de Pacific Netware.

El pasillo se abría al final en una especie de oficina y centro de comunicaciones. Había encimeras en ambas paredes durante varios metros y en medio había un par de mesas. Esas superficies estaban cubiertas de teléfonos, post-its garabateados, grapadoras, portátiles, una fotocopiadora en miniatura. Más alto, al nivel de la cabeza, había estantes pesados en las paredes, cargados con equipos de vídeo: reproductores de cintas de tres cuartos de pulgada y media pulgada, monitores y otros aparatos que Aaron reconoció como parte de un equipo de edición de televisión.

El tercio delantero del tráiler pertenecía a Cy Ogle. Tenía un aspecto totalmente diferente. Las otras zonas estaban bien, llenas de artículos caros de alta tecnología, pero ni siquiera habían empezado a gastar dinero hasta llegar a esa parte.

El tráiler tenía dos metros y medio de ancho. Habían construido una esfera hueca de dos metros y medio de ancho y habían encajado la enorme silla de Cy en el centro, y luego habían recubierto la superficie interior de la esfera con monitores. Cada monitor tenía aproximadamente el tamaño de los empleados en los portátiles. Eran a todo color y con buena definición. Lo único que rompía esta serie de pequeños monitores en color era una pantalla de televisión de doce pulgadas justo en el centro, en medio de todo.

—Bienvenido al Ojo —dijo Ogle—. Bienvenido al Ojo de Cy.

Ahora que lo decía, sí, efectivamente daba la impresión de que Cy Ogle estaba sentado en el centro de un globo ocular de dos metros y medio, recubierto de monitores, con la televisión en medio actuando de pupila.

Aaron ya conocía la respuesta, pero igualmente tuvo que hacerlo: empezó a contar los monitores. Había exactamente cien. Cada uno de los monitores mostraba el software que Aaron Green había desarrollado durante el último par de meses. Toda la experiencia que habían adquirido con esos grupos de opinión de Pentagon Towers —todos esos falsos tiroteos, alarmas de incendios, fragmentos de películas, conserjes jorobados, disputas maritales y cualquier otro escenario que surgiese de la imaginación calenturienta de Shane Schram— había sido destilada en forma de gráficos animados, tablas y barras de colores en esas cien pantallas.

Examinando esos gráficos detalladamente, Ogle podía valorar la situación emocional de cualquiera de los 100 PIPER. Pero ofrecían más detalles de los que Ogle podía manejar durante el estrés en tiempo real de un acto de campaña. Así que Aaron había inventado un esquema simple y general de codificación por color. El color del fondo de cada pantalla fluctuaba según el estado emocional general del sujeto. Rojo indicaba miedo, estrés, furia, ansiedad. Azul indicaba emociones negativas centradas en las zonas superiores del cerebro: desacuerdo, hostilidad, una falta general de receptividad. Y verde indicaba que al sujeto le gustaba lo que veía. El verde era bueno. Independientemente del color, el brillo variaba con la intensidad de la emoción.

Acercándose un poco más y examinando las pantallas, Aaron podía ver que ochenta o noventa de los 100 PIPER llevaban los relojes, como indicaba el acuerdo con Ogle Data Research. Había algunos retrasados. Casi todos eran mujeres. Uno de los problemas que se habían encontrado en el programa PIPER era que los relojes abultados no quedaban bien en las muñecas de las mujeres, y la mayoría de ellas no quería llevarlos todo el tiempo. Era de esperar que los llevasen en los bolsos, y que se los sacasen para ponérselos tan pronto como empezase el programa.

Si no lo hacían, perderían el resto del dinero y sus relojes pasarían a alguien algo más de fiar. En esa ocasión, la primera prueba de PIPER, una tasa de cumplimiento del 90 por ciento estaría muy bien.

—Bien, ¿cuál es el estado de humor de Estados Unidos? —dijo Aaron. No podía resistirse a preguntar. Avanzó todo lo que pudo y se situó junto a la silla de Ogle, de forma que el panorama de pantallas llenase por completo su visión periférica. El efecto era similar a colgar del espacio exterior, en el centro de una galaxia joven y dinámica: contra un fondo de terciopelo negro, ráfagas de luz de color saltaban impredeciblemente en todas direcciones, en tonos de rojo, verde, azul y varias mezclas.

—Es difícil saberlo, ya que no sabemos a qué reacciona esta gente —dijo Ogle—. He estado prestando atención a este pobre de aquí. —Señaló una pantalla consistentemente roja desde que Aaron había entrado—. Creo que debe de estar en medio de una pelea de bar o algo así.

Aaron se acercó algo más a la pantalla roja y entrecerró los ojos para leer lo que ponía debajo. Decía: CABEZA METÁLICA DE FORMACIÓN PROFESIÓN AL / KENT NISSAN, MT. HOLLY, N.J.

—Tiene la presión arterial por las nubes —dijo Aaron—. Quizá tengas razón.

No pudo evitar comprobar a sus cinco participantes. Floyd Wayne Vishniak parecía encontrarse en estado tranquilo, probablemente tirado en el sofá viendo la tele. Chase Merriam se encontraba de un humor excelente; probablemente le estuviesen lubricando en alguna fiesta de jardín en los Hampton.

—¡Eh, es genial! —exclamó otra voz—. ¡Dios! ¡Mira esto! ¡Es realidad virtual, tío!

Era un hombre alto de treinta y pocos años, con una barba muy bien cortada y coleta: la apariencia de un hippie bajo control. Vestía pantalones cortos, sandalias y una camisa hawaiana, y sobre una de las encimeras dejó un maletín de piel castigado por los elementos.

—Buenas noches, Zeldo —dijo Ogle.

Zeldo miraba fijamente el Ojo de Cy.

—Esta cosa es una caña —dijo—. ¿Funciona?

—Las entradas funcionan —dijo Ogle—, como puedes comprobar tú mismo. Ahora que has llegado, podremos hacer algunas pruebas con las salidas.

—¿Qué salidas? —dijo Aaron.

—Vale, estoy listo —dijo Zeldo. Corrió hasta la estación Calyx más cercana y se identificó—. Acabo de venir del camerino de Argos. Está esperando.

—¿Quién es Argos? —preguntó Aaron.

Un pitido suave llegó desde donde estaba Cy Ogle. Su enorme silla, colocada en medio del Ojo de Cy, tenía un teléfono encajado y Ogle marcaba un número.

—Buenas tardes, le habla Cy Ogle —dijo—. ¿Habría alguna posibilidad de que pudiese hablar con el gobernador? Muchas gracias. —Ogle era capaz de decir algo así como si fuese totalmente en serio.

—Tengo a Argos —dijo Zeldo. La pantalla del sistema Calyx se llenó de múltiples ventanas que mostraban el estado de un sistema increíblemente complicado.

—Buenas noches, gobernador. ¿Le importa si le paso al altavoz?

Una de las ventanas en la pantalla de Zeldo era un gráfico de barras que fluctuaba con rapidez. Había permanecido inmóvil durante un ratito, pero ahora mostraba una ráfaga de actividad colorista.

—Vale —dijo Ogle y le dio a un botón del teléfono.

—Odio estos altavoces de teléfono —dijo una voz profunda. Al hablar, el gráfico de barras de la pantalla de Zeldo se agitó.

»Me hacen sentir como si estuviese atrapado en una caja —siguió diciendo la voz. Aaron la reconoció al fin: era la voz del gobernador William A. Cozzano.

—Queremos probar nuestro enlace de comunicaciones —dijo Ogle.

—Eso es lo que me dijo Zeldo —dijo Cozzano—. Adelante y haced algo.

Los apoyabrazos de la silla de Ogle eran enormes, como la silla del capitán en el puente de la Enterprise. El derecho estaba recubierto de pequeñas teclas, como un teclado de ordenador. Cada tecla tenía pequeñas letras.

El apoyabrazos derecho contenía una fila de varios joysticks o deslizadores que se podían mover de un lado a otro individualmente, de derecha a izquierda, entre dos extremos. Aaron avanzó, se inclinó sobre el hombro de Ogle y leyó las etiquetas.

LIBERAL

12345678910

CONSERVADOR

LIBERTARIO

12345678910

AUTORITARIO

POPULISTA

12345678910

ELITISTA

GENERAL

12345678910

ESPECÍFICO

LAICO

12345678910

RELIGIOSO

MATERIAL

12345678910

ETÉREO

AMABLE/TRANQUILO

12345678910

BELIGERANTE

En ese momento, todos los joysticks estaban cerca del punto medio, excepto el GENERAL/ESPECÍFICO que estaba en 1 (GENERAL) y un trozo de cinta adhesiva lo mantenía en ese lugar.

Ogle le dio a un botón del brazo.

—Balas pasando junto a mi cabeza —dijo Cozzano.

—Correcto —dice Ogle—. Eso significa que le están atacando y que será mejor que se proteja y se defienda.

—Vale —dijo Cozzano—. Otro.

Ogle pulsó otro botón.

—Pastel de manzana —dijo Cozzano—. Lo que significa valores estadounidenses.

Ogle le dio a otro botón.

—Cubitos de hielo. Lo que significa que debería calmarme.

Ogle pulsó otro botón.

—Un B-52. Incremento de defensa nacional.

Siguieron de la misma forma durante varios minutos. Ogle tenía varias docenas de botones en el brazo.

—Argos es Cozzano —dijo Aaron.

—Exacto —dijo Zeldo—. Argos era una figura mitológica con cien ojos. Con ayuda de Ogle, y con los 100 PIPER enviando sus emociones, Cozzano se ha convertido en el nuevo Argos.

Al principio, Floyd Wayne Vishniak no sabía qué era: una ráfaga de musiquita con una especie de tono patriótico. No salía de la tele, que mostraba un programa de pesca. Finalmente, un destello de rojo, blanco y azul le llamó la atención. Venía de su muñeca. Del enorme y complejo reloj que le pagaban por llevar. Mostraba un logotipo, una imagen informática de la bandera de Estados Unidos.

Al fin hacían algo. Lo llevaba desde hacía dos semanas y todavía no había visto nada excepto algunas imágenes de prueba ocasionales. Apagó la tele —de todas formas, parecía que los peces no picaban—, abrió una cerveza y se sentó a mirar.

Chase Merriam estaba en el jardín de su cuñado en East Hampton, Long Island, saboreando un julepe de menta y disfrutando del fresco aire nocturno, cuando el reloj cobró vida. No le importó demasiado, porque la fiesta estaba resultando muy aburrida. El sonido de la música llamó la atención de varios asistentes más, y para cuando comenzó el programa, era el centro de media docena de personas, de pie y de puntillas, mirando fascinados su muñeca.

—Esto es ridículo —dijo—. Podríamos verlo en C-SPAN.

El doctor Hunter P. Lawrence, experto extraordinario, moderador de Silla Caliente de Washington, y némesis de Eleanor Richmond, era un veterano de los días de gloria de Kennedy. Había venido desde Flarvard para servir como subsecretario de Estado de asuntos culturales, «coordinador» con la USIA de Ed Murrow. Después de tres años, había regresado a Harvard para ocupar un puesto doble en la facultad de Ciencias Políticas y como administrador de la Escuela Kennedy. Poseía una elegancia harapienta profesional de Savile Row, con cierto toque de caspa en los hombros de su traje gris oscuro de raya diplomática. Su pelo gris, largo por la parte de atrás para compensar la retirada gradual en el frente, desafiaba todos los esfuerzos de geles y spray por dejarlo abajo, y las luces traseras del estudio lo convertían en arañazos plateados contra el fondo azul oscuro. A medida que el espacio se llenaba y los consultores mediáticos acicalaban a sus candidatos y los técnicos corrían por ahí gritándole a los micrófonos, él permaneció sentado en la silla, con las piernas cruzadas, pasando apáticamente algunos papeles.

En un debate normal, las entradas habrían sido distribuidas equitativamente entre los tres candidatos. Pero William A. Cozzano no era técnicamente un candidato, a pesar de que el movimiento popular espontáneo había colocado su nombre en la papeleta de cuarenta y dos estados. El presidente de Estados Unidos seguía con su estrategia Rose Garden y no asistiría esa noche, aunque algunos de sus encargados ya recorrían la sala de prensa, abordando a los periodistas y dando su versión del acto. El único candidato «real» era Nimrod T. Tip McLane. Por tanto, a la campaña de McLane se le había entregado un número razonable de entradas. Aparte de eso, la asistencia era libre; pero dado que el acto se celebraba a cincuenta kilómetros de Tuscola, estaba dominado por partidarios de Cozzano. Tip McLane se internaba esa noche en la guarida del león, exactamente el tipo de situación que mejor se le daba.

La mayor parte de los políticos eran instrumentos sin alma, muñecos de cuerda; pero esos dos tipos, Cozzano y McLane, podían defenderse de sobra en un combate intelectual. Iba a ser una confrontación feroz y el doctor Hunter P. Lawrence era el hombre perfecto para actuar de maestro de ceremonias y domador de leones.

Mientras el doctor Lawrence estaba ocupado con esta serie bastante satisfactoria de reflexiones, la voz del director resonó en su auricular.

—Un minuto para empezar.

Lawrence dejó los papeles, bebió algo de agua, comprobó la flema y caminó sin prisa hasta los dos participantes, a quienes dio la mano con calidez y firmeza. En momentos como ese, tenía que resistirse conscientemente a su tendencia normal de aplicar lo que un colega excesivamente sincero había llamado su apretón de manos «besar al pez».

El tema musical de «Campaña 96» surgió del auricular, sin que el público lo oyese, y en los monitores podía ver el bonito gráfico informático en el que el globo pasó a Estados Unidos y éste a su vez pasó a la bandera que a su vez se combinó con una vista bastante buena del centro cívico Decatur, todavía brillantemente iluminado por el sol tardío de mitad del verano. El edificio estaba rodeado de buses y coches. La gente entraba a marejadas. La mayor parte eran estudiantes traídos desde las universidades e institutos locales.

Había algunos créditos superpuestos a la imagen. Los logotipos de varias organizaciones patrocinadoras se fueron mostrando mientras la voz divina del presentador, grabada semanas antes en Nueva York, entonaba:

—El debate de esta noche les llega por cortesía de MacIntyre Engineering, llevando la excelencia tecnológica estadounidense al mundo. Sistema Global y Omnipresente de Envío, el líder mundial en tecnología de comunicación física. Pacific Netware, creadores del sistema informático Calyx, líder de la industria. Gale Aerospace, ofreciendo nuevas soluciones para un mundo cambiante. Y el Fondo Coover, invirtiendo en Estados Unidos para un futuro próspero.

»Esta noche, desde Decatur, Illinois, el foro ciudadano presidencial. Junto a nuestro moderador doctor Hunter P. Lawrence tendremos al congresista Nimrod T. Tip McLane de California y al gobernador William A. Cozzano de Illinois.

El doctor Lawrence era tan consciente de ser un excéntrico aburrido que se había tomado la molestia de buscarse un martillo de juez. Había empezado a darle al comenzar a hablar la voz. Los miembros del público fueron a sus asientos y las nubes de asistentes y animadores que habían rodeado a los participantes se empezaron a dispersar. El nivel de ruido se redujo y las luces de la sala se atenuaron, dejando a los tres hombres bajo un chorro de luz halógena brillante, buena para la televisión. De fondo tenían carteles altos que iban del suelo al techo, imágenes coloreadas de políticos del cambio de siglo: Teddy Roosevelt, William Jennings Bryan y William McKinley.

El doctor Lawrence adoraba ese momento, adoraba el hecho de que millones de personas estuviesen mirando, adoraba el hecho de que, al contrario que otra mucha gente, él lo hacía sin notas o teleprompter, en resumen, adoraba su propia labia; lo que correr por el campo era para Barry Sanders de los Lions, los comentarios extemporáneos e ingeniosos lo eran para el Profesor. Era su oportunidad de decir «aquí estoy yo» a las masas con la lengua paralizada. Era tan agradable como follarse por primera vez a una nueva estudiante graduada.

—Voy a ser claro: este país está al borde del desastre.

Eso estaba bien; eso les cerraría la boca. El doctor Lawrence se aclaró innecesariamente la garganta y tomó un sorbo de agua.

—Ésta podría ser nuestra última elección presidencial libre. Realizo una afirmación tan alarmante por las siguientes razones.

«Nuestra deuda nacional ya ha alcanzado el nivel de los diez billones de dólares, la señal más clara de una sociedad en desequilibrio, incluso en caída libre.

»Los líderes políticos de las últimas décadas no han demostrado ninguna capacidad para corregir los problemas a los que se enfrenta nuestra vieja democracia debilitada.

»El liderazgo federal sólo actúa en respuesta a los sondeos y los formadores de opinión; la mediocridad absoluta del brazo ejecutivo, legislativo y judicial ha desalentado a los funcionarios con más talento.

»La única muestra de vitalidad se encuentra en los gobiernos estatales, y esos representantes están cargados hasta el punto de la parálisis por el peso del albatros de Washington.

»Los valores que convirtieron a este país en lo que una vez fue, trabajo duro y sinceridad, o como dijo Emerson, «autosuficiencia», se han ido, como nuestras finanzas, por el retrete.

El doctor Lawrence hizo una pausa para dejar que sus palabras causasen efecto.

—¿Algún miembro del público está convencido de que el futuro no es totalmente terrible? Lamento ser tan directo, pero una vida dedicada al estudio y el amor por este país me obliga a iniciar este debate con estas ideas.

»Hace un siglo, un candidato repasando los acontecimientos de la década anterior hubiese visto una actividad febril en los campos de la tecnología, el arte y la política. Durante ese periodo, hombres llamados Diesel, Benz y Ford habían estado muy ocupados perfeccionando un dispositivo nuevo llamado automóvil. Se había instalado la primera centralita telefónica, en Boston se estaba construyendo el primer metro, y Thomas Edison había abierto algo llamado una sala de cinetoscopio… el primer cine. El gramófono, el cohete, la radio y los rayos X se habían inventado ya. Y, por si esas invenciones no fuesen lo suficientemente importantes, el primer partido profesional de fútbol americano se jugó en Latrobe, Pennsylvania.

Un murmullo recorrió la multitud y gradualmente se convirtió en risa. Cozzano y el doctor Lawrence intercambiaron sonrisas. Era típico del doctor Lawrence, una mofa sutil que podría interpretarse como una pulla o un halago. Cozzano se decidió por lo segundo.

—Pero a pesar de ese rápido progreso tecnológico, la situación política de hace cien años estaba lejos de ser color de rosa. Intereses extranjeros controlaban nuestra economía; negocios sin sentimientos explotaban brutalmente a la gente de Estados Unidos; la estructura política de este país estaba sometida a la forma más asombrosa de corrupción de arriba abajo; la división era la característica de la relación entre diversas zonas del país, y entre razas; los extranjeros que llegaban para trabajar sufrían ataques por el simple hecho de querer venir a esta bendita tierra para mejorar. Empezando a finales de la década de 1880, los granjeros y trabajadores más pobres del Oeste y el Sur se unieron para formar el movimiento populista. No consiguieron llegar a la clase media y a las ciudades; su mensaje se volvió estridente. Pero de ese movimiento surgió el movimiento progresista, uno de cuyos portavoces más elocuentes fue William Jennings Bryan, que hace algo más de un siglo habló en esta misma ciudad. Su mensaje era simple: el gobierno es para el pueblo. El efecto fue profundo. El movimiento progresista se extendió por esta parte del país con la velocidad y la furia de un fuego en la pradera. El progresismo combinó las habilidades de lo mejor de este país con las ambiciones del 70 por ciento, la clase media, para rehacer el sistema y permitir a este país superar el siglo veinte.

»Precisamos de un nuevo populismo y un nuevo progresismo y una forma nueva de rehacer el sistema de forma que los valores de la honradez y el trabajo duro puedan volver a tener un entorno nutriente en el que crecer, y la autosuficiencia pueda una vez más ocupar su lugar.

»Esta noche, hablaremos de estos problemas desde muchos puntos de vista diferentes. Pero me gustaría empezar discutiendo un tema en concreto: el desequilibrio comercial.

»Es enero del próximo año y usted ha jurado su nuevo cargo. La economía sigue en estado incierto. Parece que el liderazgo de los japoneses en el sector automovilístico es insuperable. ¿Cómo haría usted, como presidente, para resolver ese problema? ¿Representante McLane?