Capítulo 34

Eleanor Richmond alquiló una casa en el vecindario Rosemont en Alexandria. Había sido parte de D.C. en cierto momento, y en 1846 se lo habían devuelto al estado de Virginia, por lo que podía defender sin mucha convicción que volvía a vivir en su ciudad natal.

Ninguno de sus parientes del distrito prestaba atención al argumento histórico. Se habían mostrado encantados cuando anunció que regresaba a casa y luego se habían mostrado dolidos y furiosos cuando decidió vivir en Virginia. Pero Eleanor ya había visto cómo disparaban a su hijo por la espalda, y en lo que a ella se refería, D.C. no podía ofrecer nada a sus hijos excepto algunos museos y un buen montón de formas de que les disparasen.

Se hallaba en un agradable vecindario multirracial cercano al paseo marítimo del siglo XVIII de Alexandria. Si iba colina arriba, llegaba a un vecindario aristocrático de grandes mansiones. Si iba colina abajo, hacia el Potomac, en unos minutos llegaba al proverbial otro lado de las vías. Cabalgando el límite, en las mismas vías, estaba la estación de metro de Braddock, con la que podía llegar a D.C. en diez minutos. El modesto aparcamiento de Braddock estaba rodeado de bonitos condominios nuevos y yuppies, tiendas y oficinas. Más allá estaba la llanura entre río y vías, llena de casas sórdidas y barriadas, limitada por los bordes del Aeropuerto Nacional al norte y el empedrado ostentoso de la Ciudad Vieja al sur. Comparado con las partes malas de D.C., no merecía la descripción de gueto; no era más que un vecindario de clase media y baja. Era una zona a la que Eleanor podía señalar cuando sus parientes de D.C. hacían comentarios maliciosos a propósito de que se había vendido y había huido al suburbio blanco.

Todavía no se había acostumbrado a volver a ser respetable. Cuando buscaba propiedades, esperaba continuamente que la gente la mirase con severidad y suspicacia diciendo:

—¿No fuiste indigente?

Pero no tenía más que decir que pertenecía al personal del Senado y se le abrían todas las puertas: un bonito apartamento nuevo, cuentas de gastos en Pentagon Plaza, préstamos para un coche. Se quedó asombrada cuando entró en un concesionario Toyota y salió una hora más tarde con un Camry nuevo.

Harmon, Jr., y Clarice se quedaron en Denver el tiempo justo para acabar el año escolar y luego la siguieron a Alexandria. En el otoño asistirían al instituto T.C. Williams, a uno o dos kilómetros calle arriba. Mientras tanto, durante el verano, podían hacer muchas cosas. La estación de metro cercana significaba que podían moverse con facilidad por la ciudad (cosa que les gustaba) y con seguridad (cosa que a Eleanor le gustaba). Y, después de buscar un poco, Eleanor encontró una agradable instalación de cuidado extendido (lo que antes se llamaba un asilo de ancianos) para alojar a su madre.

Madre no tenía ni idea de que había vuelto a casa, pero mirando por la ventanilla del coche desde el aeropuerto y oliendo la primavera tardía de Virginia, Eleanor imaginó que a cierto nivel, ella sabía que lo estaba, y que se alegraba de volver adonde pertenecía, no allá en medio de Colorado compartiendo cuarto con la viuda de un ranchero. Supiese o no Madre lo que pasaba, llevarla hasta allí hacía bien al corazón de Eleanor y le hacía sentir que hacía bien a su mamá.

Cuando Eleanor se presentó para su primer día de trabajo, una semana antes del Día de los Caídos, no tenía ni idea de qué hacía; el senador Marshall todavía no había definido sus responsabilidades y ni siquiera le había dado un nombre a su trabajo. Estaba simultáneamente muy ilusionada y muy intrigada. A las siete fue caminando hasta la estación de metro Braddock. Las aceras de su vecindario estaban repletas de trabajadores que iban a la estación de metro. Al entrar en ese flujo de profesionales con trajes y corbatas, leyendo sus periódicos, cargando con su perfecto maletín, ella calzada con sus Reeboks y sosteniendo su ejemplar del Washington Post, se sintió como una espía probando su nueva identidad secreta.

Desde la plataforma elevada de la estación de metro miró por encima de las viviendas protegidas hacia el Aeropuerto Nacional, los 727 entrando a intervalos de cuarenta segundos, y al otro lado del Potomac hacia D.C. El agradable aire oloroso de primavera seguía frío, y mientras miraba a través de la neblina, podía ver las estructuras monumentales que ahora formaban parte de su mundo. El metro entró deslizándose en la estación, sobrenaturalmente limpio y de alta tecnología comparado con El Viaje. Se subió, encontró un lugar en el que plantarse para mirar por la ventanilla y observó la progresión a través de Crystal City, Pentagon City, Pentágono y luego a la luz del día a través del Potomac. Vio la Catedral Nacional atrapando la luz del sol, miró a Thomas Jefferson y llegó hasta L’Enfant Plaza, donde se cambió a la línea naranja para dos paradas hasta el Capitolio. Como le sobraban un par de minutos, decidió ser una turista, y atravesó el Capitolio de camino al edificio Russell de oficinas del Senado.

Un joven muy bien parecido, de raza negra, perteneciente a la seguridad del Senado, la recibió en la entrada del edificio Russell.

—Si me acompaña, señora Richmond, arreglaremos lo de sus credenciales.

Eleanor era todavía tan novata que se sorprendía cuando la gente la reconocía.

—Gracias —dijo—. No esperaba que nadie me recibiese en la puerta. Pensaba que me pasaría el día haciendo colas.

—Cuando el senador Marshall habla, nosotros nos ponemos en marcha —dijo el hombre—. Se nos enseña que todos los senadores son iguales, pero adoramos al senador Marshall. No es una de esas maravillas repeinadas, si me comprende.

Subieron dos pisos en ascensor y entraron en una oficina donde fotografiaron a Eleanor, le tomaron las huellas digitales, le pidieron que firmase con su firma oficial y luego le hicieron jurar como empleada de Estados Unidos. Una mujer pequeña, de unos sesenta años, leyó el juramento.

Pasó al siguiente despacho y le entregaron su credencial holográfica, completa con innumerables códigos implantados en la banda magnética colocada en la parte posterior de la credencial. Se pregunto qué iba a hacer con un permiso de seguridad Alfa de alto secreto.

—Esto es todo —dijo el guía—. Ahora tiene usted a un senador muy excéntrico deseando ponerla a trabajar.

El Russell era el más antiguo y prestigioso de los tres edificios de oficinas del Senado. Poseía un aura de madera antigua y de calidad, penetrada por décadas de buen humo de tabaco. Era el edificio a elegir y Marshall poseía el despacho a elegir, con una vista impresionante del Capitolio en una ventana y el Mall abajo y Constitution Avenue por la otra. Al entrar en el despacho, a Eleanor le sorprendió la profusión de arte nativo norteamericano, decoración de misiones y muchas acuarelas que Marshall había pintado antes de que la artritis le hubiese hecho imposible sostener el pincel. Su secretaria desde hacía treinta años, Patty McCormick, se volvió y dijo:

—Hola, cariño, bienvenida a la última frontera.

Al otro lado de la esquina una voz familiar gritó:

—Maldita sea, Patty, no me la asustes. Pasa, Eleanor.

Eleanor entró en el despacho del senador y se lo encontró dando cuenta de un desayuno enviado por la cafetería.

—Toma asiento —dijo, indicando una de las pesadas sillas de piel.

—Buenos días, senador, ¿cómo se encuentra?

—Una mierda, como siempre, pero eso no es nada nuevo. Que me maten si voy a tomar medicación para el dolor. No me quedan muchas células en el cerebro y quiero tenerlas a todas trabajando.

Charlaron un poquito sobre el traslado a Alexandria. Caleb parecía sinceramente no tener prisa; raro para ser un senador. Eleanor se preguntaba cuándo iría a decirle para qué la había contratado. Al final se decidió a preguntar.

—¿No deberíamos hablar sobre lo que quiere que haga?

—Claro, por qué no. ¿Qué quieres hacer?

—No sé, todavía me impresiona un poco estar aquí.

—¿Te gustaría ser mi portavoz?

Eleanor no pudo evitar reír. Al principio fue una risita amable porque daba por supuesto que era un chiste. Luego con fuerza por el shock, al darse cuenta de que iba en serio.

—Senador, es usted un tonto demente.

—¿Alguna vez has visto una de esas estúpidas películas del Oeste de antes en las que los malos entran cabalgando en el pueblo y empiezan a dispararle a todo? Disparan a todas las ventanas, disparan a los barriles de agua, disparan a la gente en los balcones. Siempre me pareció divertido. Bien, me iré pronto de aquí y tengo muchas cosas que decir, y quiero que las diga alguien que cause impresión, no uno de esos representantes de prensa genéricos que le dan vueltas al mensaje hasta dejarlo convertido en una banalidad. Tú y yo, jovencita, vamos a abrir algunos agujeros en esta maldita ciudad antes de que yo termine mi cabalgada.

Mientras hablaban, Marshall era incapaz de ocultar el dolor que sentía. Se puso tan furioso por el dolor y se había metido tanto en la conversación que accidentalmente tiró la taza de café, derramándolo sobre la mesa.

—Maldito hijo de puta —gritó.

Patty metió la cabeza por la esquina y dijo:

—¿Lo ha hecho otra vez, su gracia?

—Zorra —dijo él, lanzándole su ejemplar manchado de café del Washington Times. Luego hizo una mueca, se dobló en la silla y durante un momento dejó descansar la frente sobre la mesa, subiendo y bajando los hombros.

Eleanor, horrorizada, miró a Patty en busca de ayuda. Patty no pareció darse cuenta. Le guiñó el ojo a Eleanor.

—Éste es un despacho muy formal.

Mientras Patty se ocupaba del desastre, Eleanor ayudó a Caleb a ir a una pequeña sala de conferencias adjunta y le dejó caer sobre una silla. Ella se sentó al otro lado de la mesa.

Marshall, hundido en la silla, dijo:

—Con toda seriedad, Eleanor, me he pensado mucho y durante mucho tiempo el nombramiento. Me queda muy poco tiempo. Mi problema no es la artritis. Es un cáncer de huesos desbocado. Me quedan, como máximo, tres meses de actividad útil.

—Oh, Dios, senador, lo lamento…

—Déjalo. Y llámame Caleb.

—¿Hay algo…?

—Sí. Callarte y prestarme atención durante un segundo.

—Vale —dijo Eleanor.

—Estoy atrapado en un partido que antes defendía al individuo y ahora está consagrado a controlar al individuo. Los agitadores de Biblias, los políticos monotemáticos y todos los demás fanáticos del control no tienen ni idea de los fundamentos de Estados Unidos. Y van a ganar. Pero yo haré mi contribución. Y aquí está.

Sobre la mesa había un libro, encuadernado en piel, al estilo del Oeste. Grabado en la portada en pan de oro decía:

 

ÚLTIMA VOLUNTAD Y TESTAMENTO POLÍTICO

SENADOR CALEB ROOSEVELT MARSHALL

Marshall colocó la mano sobre el libro y lo empujó hacia Eleanor. Ella lo atrapó antes de que le cayese sobre el regazo.

—Por supuesto, tengo un secretario de prensa —dijo Marshall—. Y posee a un buen montón de agentes de prensa. Seguiré usándolos para los anuncios normales y los contactos con las cabezas de chorlito locales. En tu caso, quiero que trabajes en esto y que esperes a que suene el teléfono.

—Senador, pensaba que iba a enterrarme en una esquina de su equipo.

—Pues no.

—Pero sus votantes le van a odiar.

—Eleanor, me importa una puta mierda. Ponte a trabajar.

Eleanor se llevó el libro a un despacho adjunto, uno pequeño pero agradable con vistas al Capitolio. Patty ya estaba allí, ordenando algunas cosas. Habían traído las cosas de Eleanor y las habían sacado de las cajas. Todos sus objetos personales parecían humildes y lastimosos en un edificio tan magnífico.

Patty lloriqueaba.

—Amo a ese hombre, Eleanor —dijo—. Es la persona más decente de esta ciudad, y se muere.

—¿Cuánta gente lo sabe?

—Casi todo Washington.

Eleanor se acomodó en una silla de pie tras un inmenso escritorio de madera y miró las paredes, decoradas con arte hopi y navajo. En una esquina de la mesa había una fotografía reciente de sus hijos y en la otra esquina, enviadas por Ray del Valle, una docenas de rosas con la nota: «Noquéales, tigre.» El teléfono sonó antes de poder abrir el libro del senador. Era Patty.

—El doctor Hunter P. Lawrence para ti, Eleanor.

—Vale, pásalo.

A Eleanor el Profesor le caía profundamente mal. Era miembro de la nueva hornada de presentadores que había convertido programas civilizados como Contacto con la Prensa en el equivalente intelectual de un combate de lucha libre. El formato del programa de Lawrence era simple: se invitaba a una víctima a sentarse en una silla en el centro y luego dos comentaristas supuestamente de izquierdas y dos supuestamente de derecha la insultaban. Si no resultaban lo suficientemente insultantes, el profesor intervenía y agitaba la cosa. Obtenía unos magníficos índices de audiencia.

—¿Hola? —dijo.

—Señora Richmond, le habla el doctor Lawrence de Silla Caliente de Washington. Bienvenida a la ciudad.

Le resultaba extraño oír esa voz tan famosa surgiendo de su teléfono. Se sentía como si le conociese, aunque no era así.

—Gracias, doctor Lawrence. ¿En qué puedo ayudarle?

—Me gustaría que viniese al programa la próxima semana —dijo con alegría.

—Oh, es muy halagador, pero estoy segura de que no resultaría muy interesante.

—Oh, al contrario. Ganó mucha notoriedad cuando destrozó a ese neonazi. Su defensa de los hispanos también fue impresionante. Su relación con ese troglodita de Marshall también es motivo de conversación. Y seamos claros, no hay muchas mujeres negras tan visibles. Estamos cansados de los sospechosos habituales.

Eleanor había ido a trabajar sumida en un estado de euforia por el nuevo empleo. Si el doctor Lawrence la hubiese llamado unos minutos antes, era posible que no se hubiese ofendido. Pero saber lo del cáncer de huesos le había cambiado el humor. Todavía no había tenido tiempo de procesar la mala noticia; se sentía nerviosa y desquiciada.

—¿Qué pasa, doctor Lawrence? ¿La tía Jemima se echó atrás en el último minuto?

Un largo silencio.

—¿Eh…?

—Si lo único que desea es una mujer negra, ¿por qué una vez en su vida no va al este de Rock Creek Park y elige a una de la calle? Algunas de esas chicas limpian de maravilla.

—Realmente no queremos a cualquiera.

—Podría recomendarle a algunas monjas de mi antigua escuela que le darían algunos consejos sobre cómo tratar a la gente con una mínima cortesía. Una vez que lo haya hecho, por qué no vuelve a llamar a mi culo de mujer negra genérica y hablamos. —Eleanor colgó con tal fuerza que el teléfono dio un salto.

Marshall, en la sala de conferencias, aulló y gimió muriéndose de risa.

—¿Tienes algún problema, Caleb? —gritó Eleanor.

—Eres un genio de las relaciones públicas —gritó—. Incluso te llamó personalmente… normalmente hace que uno de sus elfos lo haga por él.

—Me pusiste de mal humor.

—Fue perfecto. La historia circulará por toda la ciudad y te llamarán todavía más que ahora. No podrías haberlo hecho mejor.

—¿Con quién debería ser amable?

Marshall ululó.

—Con ninguno de esos hijos de puta chupapollas de sangre fría. Producen esos programas de entrevistas como si fuesen salchichas podridas. Todas las noches tienen que rellenar la emisión. Tienen las agendas llenas de nombres de blancos y todo el mundo se mete con ellos por eso. Si te sacasen por la tele, entonces podrían señalar hacia ti y demostrar lo radicalmente diversos que son.

—Oh. Pensaba que se debía a mi convincente capacidad de análisis.

—Eso también —dijo el senador Marshall.

El teléfono volvió a sonar unos minutos después. En esta ocasión era Anita Ross de la sección de Estilo del Post.

—Señora Richmond, hemos oído cómo le dio plantón al doctor Lawrence. Nos gustaría que apareciese en la sección de Estilo.

Marshall seguía sentado donde podía oírla, sin aparentemente nada mejor que hacer con su tiempo, así que Eleanor pulsó el botón de silencio y gritó:

—Es el Post.

—Que les den.

—Señora Ross —dijo Eleanor—, ¿por qué no me llama dentro de un par de semanas? Cuando haya tenido la oportunidad de instalarme. Vaya, la tinta de mi identificación apenas se ha secado.

—Debe saber que al enfrentarse al Profesor podría convertirse en una heroína cultural instantánea. Pero sólo si la historia se publica.

—¿Heroína cultural en cinco minutos? No está mal.

—Algunos han aparecido y desaparecido en quince minutos —dijo Ross con mordacidad.

—Bien, ha sido agradable hablar con usted —dijo Eleanor—. Llame dentro de veinte minutos y compruebe si sigo por aquí.

—Muy bien hecho —dijo Marshall—. ¿Qué opinas de mis ideas?

Eleanor se dio cuenta de que Marshall esperaba a que mirase el libro.

—No sabría decir, todavía no he tenido oportunidad de mirarlo.

Marshall entró en su despacho, claramente rechinando los dientes por el dolor.

—Adelante, dale un vistazo, yo me tenderé en este sofá.

Eleanor cogió el libro y lo abrió. La primera página estaba en blanco, y la segunda, y la tercera. Pasó las páginas. Todas estaban en blanco.

—Senador, ¿qué es esto?

—Es mi tabula rasa. Una obra en marcha. Tú vas a escribirla para mí. Como dice la vieja canción, «Escritores fantasmas en el cielo».

—¿Qué quiere que escriba?

—No me molestes con los detalles, mujer. No me queda mucho tiempo.

—Pero no puedo limitarme a escribir.

—Escúchame. Cuando diste tu discurso de «Colorado es una reina de la beneficencia» me hiciste pensar. Yo soy tan parte del problema como Jesse o Ted Kennedy, o incluso ese pobre hijo de puta de Shad Harper al que crucificaste en Denver. Ya sabes, amo a este país. Nunca he tenido muchos problemas de dinero porque mi madre me dejó un montón de propiedades y disfruté del privilegio de ser un inconformista. De lo único que me he dado cuenta en cuarenta y ocho años de servicio público, cuarenta y cuatro aquí, es que lo más escaso en esta vida es una persona que dice la verdad. Lo más peligroso de esta vida es alguien que menciona constantemente los «valores». Es decir, si yo escribiese mi testamento, eso es lo que pondría. Ninguno de nosotros tiene derecho a decirle a los demás cómo vivir. Ninguno de nosotros tiene derecho a reprimir a nadie por ninguna razón: raza, religión, ingresos o lo que sea. El resto de la vida es un campo abierto, una ruleta. El papel del gobierno consiste en hacer que la ruleta gire igual para todos. No es muy profundo, pero es muy efectivo.

—Entonces, ¿qué quiere que haga?

—Si te sientes capaz de ceñirte al mensaje general que acabo de ofrecerte…

—Sí.

—Busca tu camino a través de este laberinto de relaciones públicas, sal ahí fuera y represéntame en televisión, y escribe tus mejores ideas en ese maldito libro. Representa a la libertad y a la honradez… vaya, ya he vuelto a hablar de valores.

—Realmente cree que yo soy la persona adecuada para representar a un miembro con carné de la estructura de poder, como usted.

—Tienes toda la puta razón. Ningún grupo llegó a controlarme jamás. A ti nadie va a lograr controlarte nunca. Y en esta ciudad autoerótica en la que hace falta habilidad para aguantar, ésa es una gran ventaja.

—Cuando hable en público, ¿cómo debo identificarme?

—Vamos, como Eleanor Richmond. Si quieres. Señora, es usted mi último regalo a este país.

Al final del día, el calendario de Eleanor había quedado lleno durante todo el verano. Un importante programa de entrevistas por semana y dos periodistas de medios impresos a la semana. Su primera entrevista sería con la Alexandria Gazette el viernes. Incluso el doctor Lawrence volvió a llamar, todo contrición por su insensibilidad, e intentó concertar una cita para llevarla a la Maison Blanche. Eleanor se convirtió en tema de moda durante el resto de mayo y junio.

No le llevó mucho tiempo darse cuenta de por qué: era íntima del senador Marshall, y todos habían oído rumores de que el senador Marshall se moría. De formas más o menos sutiles intentaban sacarle información sobre el senador. Ella desviaba esas preguntas y luego hablaba de lo que le apetecía, que de todas formas era lo que la gente de Washington siempre hacía con la prensa.