Capítulo 31

Eleanor se encontraba en medio del proceso de limpiar su despacho. No representaba demasiado trabajo, ya que apenas se había instalado y las cajas vacías seguían convenientemente apiladas en una esquina. Inclinada con ambas manos metidas en un archivador, no se dio cuenta de que Caleb Roosevelt Marshall había entrado en el despacho hasta que no lanzó un llavero a la mesa vacía.

—Me la voy a llevar de paseo, señora —dijo él.

Ella se envaró, sorprendida al encontrárselo de pie justo delante de ella, vestido con una camisa de trabajo azul y pantalones cómodos, apoyándose en un bastón.

—Mantengo mis mejores conversaciones cuando conduzco hacia las montañas —dijo, haciendo un gesto en dirección al llavero. Eleanor lo recogió; era el juego de llaves de un Cadillac alquilado—. Pero ahora estoy demasiado viejo para conducir. Ni siquiera puedo ver el puto adorno del capó.

—Entonces, deje que lo haga yo —dijo Eleanor.

Era un bonito Cadillac, un descapotable, aparcado en el espacio privado del senador en la parte posterior del Álamo. Aparentemente el senador le había dicho a su equipo de seguridad que se fuese, así que Eleanor le ofreció el brazo y le ayudó a salir del edificio y llegar hasta el asiento del pasajero. Luego subió ella y lo arrancó. El coche disponía de un buen sistema de sonido con reproductor de cinta, y aunque el senador se quejó de que quería ponerse en marcha, Eleanor decidió rebuscar en el apoyabrazos hueco en busca de una de las cintas del senador.

—¿Qué vas a poner? ¿Rap? —dijo él cuando ella sacó una cinta y la metió en el aparato.

—Sinfonía Resurrección —dijo Eleanor, mientras las primeras notas surgían de los altavoces ocultos por todo el coche.

—Bien —dijo Marshall—. La he estado escuchando mucho. Supuse que sería mejor convertirme en experto en el tema. Ahora, pongámonos en marcha, maldita sea.

El senador tenía una ruta, muy específica y concreta, que quería seguir a través de Denver y hasta las montañas. Evitó las tonterías novedosas de las autopistas a favor de una ruta tortuosa que les llevó por callejones, a través de parques, por calles residenciales sinuosas. Durante un tiempo, mientras seguía sus instrucciones ladradas y aparentemente improvisadas, temió que se hubiese vuelto completamente loco y fuesen a acabar perdidos. Pero nunca se quedaron atrapados en un semáforo lento, nunca tuvieron que realizar un giro imposible a la izquierda y con el tiempo la ciudad comenzó a extenderse y a ondular mientras el paisaje despertaba del sopor de mil kilómetros de la llanura.

—Gracias por salvarme el culo —dijo el senador Marshall, cuando no guiaba.

Ella sonrió.

—Me preguntaba si lo vería usted de esa forma.

—Claro que sí. No estoy senil —dijo—. Tarde o temprano un senador depende de alguien como tú.

—¿Cómo es eso?

—Un senador tiene mucho personal. Debe tenerlo, para poder realizar las funciones básicas de su puesto y para ser reelegido. La gente normal no busca esos trabajos. Si pudiese contratar a gente de la calle, lo haría. Así es como te contraté a ti. Pero normalmente tengo que contratar al tipo de gente que maniobra y trama para conseguir esos puestos, lo que significa alimañas como Shad Elarper. Y casi en cuanto ocupan su silla, empiezan a buscar el beneficio propio. Algunos saben lo que hacen y otros son gilipollas integrales. Y cuando los gilipollas se meten en problemas, como hizo Shad, entonces un senador debe tener una forma de librarse de ellos sin destruir su propia carrera. Y tú serviste admirablemente a ese propósito en el caso de Shad Elarper.

—¿Recibió mi carta?

—¿Qué carta? ¿La renuncia?

—Sí.

—Sí, recibí la puta carta. No acepto tu renuncia. Quiero que trabajes para mí. Demonios, mujer, eres como un pit bull entrenado para atacar a los hombres blancos. Te quiero de mi lado.

Eleanor rió.

—Yo no ataco a nadie.

—Bien, pues dejas un buen montón de cadáveres a tu paso.

La sonrisa desapareció del rostro de Eleanor y condujo en silencio durante un rato.

Eleanor y Harmon no habían pasado demasiado tiempo conduciendo por las montañas. A ella realmente no le gustaban las montañas. Le parecían peligrosas. Durante años se había sentido atrapada, en cierta forma, entre la pared de montañas a un lado y la planicie interminable al otro. El demonio y el mar azul profundo. Ahora que se acercaban a la primera cordillera real, una cresta de piedra roja que se alzaba limpiamente desde la hierba y se cortaba irregularmente a cientos de metros sobre sus cabezas, empezaba a recordar que las montañas tenían sus atractivos, que eran mucho más interesantes cuando te acercabas que cuando las observabas a través de kilómetros de espeso smog de Denver.

—Lo siento —dijo Caleb—, fue un comentario realmente estúpido por mi parte. —Estaba claro que el senador no era un hombre que se disculpase muy a menudo y le resultaba difícil.

—No hay problema —dijo ella—. Sé a qué se refería.

—Si tuviese la intención de presentarme de nuevo, tendría que despedirte —dijo, después de que se acercasen a la base de la primera cresta y girasen para seguirla en paralelo por una carretera ondulante y serpenteante. Ya estaban definitivamente en el campo.

—No me diga.

—Cuando una de mis empleadas se sitúa frente a la mayor concentración de periodistas jamás reunida en Denver y anuncia al mundo que el estado de Colorado es una reina de la beneficencia, para mí las cosas se ponen un poco incómodas.

En esta ocasión Eleanor no rió. Sonrió, pero era una sonrisa más bien abochornada. Era lunes por la mañana. Había pasado el día anterior leyendo editoriales mordaces y refutaciones en las secciones editoriales de los periódicos. Decir que había tocado nervios no hacía justicia al nivel de indignación.

—¿Cuántas amenazas de muerte has recibido? —preguntó el senador Marshall.

—Dejé de escuchar mis mensajes después de la tercera —dijo Eleanor.

—¿Las dejaron grabadas en cinta? Debían de estar realmente cabreados.

—Sí.

—Haré que el servicio secreto las investigue.

—A mí me suena a un montón de rancheros desahogándose —dijo ella.

—No es sólo Colorado. Eres la mujer más odiada del Oeste —dijo el senador Marshall—. Un pararrayos.

—Lo sé.

—La gente no se mostraría tan vehemente si tus palabras no fuesen en general ciertas —dijo el senador Marshall.

Ella le dedicó una mirada penetrante.

—¿Qué opina usted?

El senador hizo un rictus, como si deseara que no le hubiese planteado la pregunta. Durante un rato miró por la ventanilla, horrorizado.

—Bien, por supuesto que tienes razón —dijo al fin—. La economía de toda esta región está cimentada sobre subsidios y programas federales. Pero la gente se niega a admitirlo porque prefiere creer en el mito del cowboy. Que sus antepasados llegaron hasta aquí e hicieron florecer el desierto exclusivamente con trabajo duro y valor.

»Cierto, eran valientes y trabajaron duro. Pero en otros lugares hay mucha gente valiente y trabajadora que aun así se ha ido por el retrete simplemente porque estaban persiguiendo una quimera, económicamente hablando. La gente que vino aquí básicamente tuvo la suerte de caer en una situación de socialismo de cowboy. Sin programas federales se arruinarían… por duro que trabajen.

—Programas federales que los senadores mantienen en marcha.

—Sí. Colorado es un estado pequeño en lo que se refiere a población. Nuestra delegación en el congreso no puede hacer nada. Pero en el Senado todos los estados son iguales. Cuando un senador, como yo, consigue algo de antigüedad, se cuela en las presidencias de algunos comités clave, y entonces algunos estados resultan ser más iguales que otros. Mi trabajo, mi raison d’être, es mantener con vida ciertos programas federales que impiden que esta región vuelva a convertirse en la granja de búfalos que Dios quería.

»Es un bucle de retroalimentación. Es jerga de alta tecnología que pillé en los sesenta cuando un maldito ecologista despotricaba contra mí. Yo mantengo los programas con vida. La economía prospera. La gente se muda a Colorado y vota por mí. El ciclo comienza de nuevo.

»Y mientras esos programas sigan existiendo, nadie los nota. Son parte del paisaje. Son fuerzas de la naturaleza, como el viento y la lluvia. La gente que vive de ellos, como Sam Wyatt, ha llegado a considerarlos naturales y decretados por Dios. Para ellos, vivir de la generosidad federal no es diferente en principio de, digamos, pescar salmones en el golfo de Alaska, o sacar sirope de arce de los árboles de Maine. Por tanto, cuando alguien como tú se planta delante de las cámaras de televisión y expresa lo evidente, que esas personas en principio no son diferentes a las personas que viven de los cheques de beneficencia, se vuelven locos. Es un golpe al corazón de lo que son.

Eleanor escuchó consternada. No podía creer que el senador Marshall estuviese pronunciando esas palabras.

—Entonces, ¿por qué no va a aceptar mi renuncia? —dijo.

—Durante toda mi carrera he estado haciendo cosas porque debía hacerlas. Ahora que estoy en mi último mandato, puedo hacer todas las cosas que siempre he deseado hacer pero temía hacer.

—Bien, a la prensa le va a encantar.

—La prensa puede ir a que se la folien. Ahora puedo decirlo. Ahora a la derecha.

Eleanor giró a la derecha para llegar a una carretera que iba hacia el oeste, atravesando directamente las montañas. Al fin comprendió lo que Caleb había estado haciendo: dirigiéndolos hacia un corte a través del muro de montañas, el único lugar en kilómetros por el que se podía pasar. Verlo le hizo desear ir más rápido, así que pisó el acelerador y se lanzó hacia allí. Era un espacio estrecho con lados casi verticales que mostraba una sección transversal de la cresta, normalmente oculta bajo hierba y verdín, sus estratos rosados, melocotón, salmón y granate reluciendo bajo el sol de la tarde.

—Deben de estar presionándole para que me despida.

—A la mierda con ellos. Se les olvidará en una semana, créeme. Lo que haré será transferirte a otro puesto.

—Oh. ¿Así que tengo trabajo nuevo?

—Sí. Tienes trabajo nuevo. Te saco de Colorado antes de que alguien te linche. O me linche a mí.

—Oh, Dios mío.

—Exacto. Vas a Washington, D.C., señora. De regreso a tu ciudad natal. Y si creías que Denver era un nido de víboras, espera y verás.

Los dos callaron durante un momento mientras atravesaban el hueco. Caleb movió la mano izquierda y subió el volumen de la sinfonía Resurrección hasta el punto de que era demasiado incluso para sus orejas correosas, salieron al otro lado y de pronto se encontraron en el corazón de las montañas Rocosas. Una vez que abandonabas el hueco, la carretera se dividía en tres o cuatro direcciones, y para Eleanor ninguno de los carteles tenía sentido.

—¿Qué camino sigo ahora? —dijo.

—Te he traído hasta aquí —dijo Caleb—. Ahora es cosa tuya.