Capítulo 29

Eleanor cometió el error de dar su nombre completo. Dado que su nombre aparecía en la guía telefónica, ahora cualquiera podía dar con ella, en cualquier momento. Tenía la impresión de que habían pintado su número con dígitos de diez pies de alto en la pared de todas las barriadas del gran Denver. Y de alguna forma todos sabían que Eleanor Richmond era una dama agradable que te ayudaba con tus problemas.

Empezó a recibir en medio de la noche llamadas de votantes. Cuando una madre en paro con tres hijos la llamó a la una de la noche y le pidió un préstamo personal de cien dólares, Eleanor recuperó el sentido común y decidió que debía pararlo. No podía ser la madre oficiosa de todo Denver. Pronto adquirió la costumbre de desconectar el timbre del teléfono al irse a la cama.

Era un paso difícil para una madre de dos adolescentes, porque una vez que desconectaba el timbre, sabía que sus hijos no podrían despertarla en medio de la noche y pedirle consejo, o ayuda, o disculparse, o simplemente llorar cuando se metían en una Situación. Y aunque los hijos de Eleanor eran razonablemente inteligentes y responsables y algo prudentes, seguían teniendo un talento asombroso para meterse en Situaciones.

Pero en este punto de su carrera como madre, Eleanor había visto Situaciones suficientes como para empezar a sospechar que sus hijos tenían más tendencia a meterse en ellas cuando sabían que mamá estaría al otro lado del teléfono para salvarles. Y efectivamente, cuando adoptó la costumbre de desconectar el teléfono por las noches, la incidencia de Situaciones se redujo. O quizá simplemente ya no se enteraba de que pasaban. En cualquier caso, a ella le parecía bien.

Pero no le ayudó a dormir. Desconectar el timbre impedía que el teléfono sonase, pero seguía oyendo las partes mecánicas del contestador moviéndose y girando durante toda la noche, recibiendo los mensajes que la gente le dejaba. Colocó el contestador en la esquina más alejada de la caravana y lo enterró bajo una almohada, pero no sirvió de nada. Seguía permaneciendo despierta por la noche, preguntándose: ¿por qué me llama toda esa gente?

Ella nunca había llamado a nadie. Ni siquiera se le había pasado por la cabeza, cuando estaba arruinada, su marido había partido a la otra vida, su madre se ensuciaba en medio de la noche y Clarice y Harmon, Jr., andaban por ahí metiéndose en Situaciones, coger el teléfono y hablar con la oficina del senador. No se le habría pasado por la cabeza ni en un millón de años.

¿De dónde había sacado esa gente la curiosa idea de que el gobierno iba a resolver sus problemas?

La respuesta era muy simple: el gobierno se lo había dicho. Y ellos habían sido tan tontos como para creerlo. Cuando resultó ser mentira (o al menos, una tremenda exageración) no decidieron ayudarse a sí mismos. En su lugar, se cocían en sus propios problemas, se indignaban y empezaban a llamar a Eleanor Richmond a altas horas de la madrugada para manifestar su indignación.

Debía dejar de pensar de esa forma. Estaba pensando exactamente igual que Earl Strong. Acusando de todo a las madres de beneficencia. Como si las madres de beneficencia hubiesen provocado la crisis de las cajas de ahorro, el déficit presupuestario, el declive de las escuelas y El Niño todo simultáneamente.

Se quedaba despierta de noche durante horas, sintiendo el golpeteo distante del contestador bajo la almohada en la habitación de al lado, y repasaba esas ideas una y otra vez, como una rata en una rueda, agotándose pero sin llegar a ninguna parte.

Una mañana en medio de abril se levantó, conectó la cafetera, quitó la almohada del contestador y reprodujo los mensajes, como hacía cada mañana. Sólo había cuatro. La gente que tenía el número de Eleanor escrito en las paredes de sus caravanas y pisos de protección oficial iba aprendiendo que jamás respondía a los mensajes y, poco a poco, empezaba a no molestarse en llamar.

Uno de los mensajes era de alguien que hablaba una lengua que Eleanor nunca bahía oído antes. Parloteó hasta que la máquina le cortó. Luego un par de votantes enfurecidos. Y luego una voz que reconoció como uno de los ayudantes políticos del senador Marshall, llamando desde Washington.

—Hola, soy Roger de D.C., a las nueve de la mañana, hora local.

Eleanor miró la hora. Eran las 7:15. El mensaje había llegado mientras se duchaba.

—Tenemos un problema importante que es tu especialidad. Por favor, llámame.

Eleanor cogió el teléfono y empezó a marcar. Contactó con Roger en D.C. Durante el mes que llevaba trabajando para el senador Marshall en una ocasión había hablado brevemente con el individuo, y había visto su nombre en muchos memorandos.

Los senadores eran demasiado importantes para hacer nada personalmente. Eran como sultanes a los que llevaban por ahí en silla de mano, sin que sus pies llegasen a tocar el suelo. Aparecían en el Capitolio para dar discursos y votar, y realizaban muchas apariciones sociales esenciales, pero la mayor parte del trabajo duro se delegaba a algunos pocos ayudantes importantes. Este tipo Roger era uno de ellos. Era del tipo sensible y muy consciente de la prensa que pasaba mucho tiempo preocupándose por la imagen del senador Marshall entre la gente de su distrito. Cuando un grupo de un instituto viajaba a Washington, D.C., era Roger quien se aseguraba de que visitasen el despacho del senador para la fotografía y una charla breve.

—Hola, Eleanor, me alegra que hayas llamado —dijo—. Mira, esta mañana recibí una llamada de Roberto Cuahtemoc del Centro Aztlan en Rosslyn.

Rosslyn formaba parte de Arlington, Virginia, al otro lado del puente desde el lugar natal de Eleanor. Aztlan era un grupo de defensa de hispanos. Roberto Cuahtemoc había sido Roberto alguna-otra-cosa y en la universidad se había cambiado a un apellido náhuatl. Era una figura poco conocida entre los hispanos del nordeste, pero se le reverenciaba en el sudoeste.

Naturalmente, él y el senador Marshall se odiaban. Al menos, en público. En privado, aparentemente habían alcanzado algún acuerdo. Cuando Roberto Cuahtemoc telefoneaba al senador a primera hora de la mañana probablemente significase que estaba cabreado por algo.

—Está realmente cabreado —dijo Roger—. Esta mañana a las siete, nuestra hora, recibió una llamada de Ray del Valle, lo que significa que nuestro colega Ray estaba despierto a las cinco de la mañana en Denver.

Ray del Valle era un activista y protegido de Cuahtemoc en Denver. Era joven, inteligente y, teniendo en cuenta la intensidad de sus convicciones, a Eleanor le resultaba de trato fácil.

—¿Qué le pasa a Ray? —dijo ella.

—Está convencido que el centro médico Arapahoe Highlands está jugándosela a una familia de inmigrantes. Hay un niño pequeño implicado. Es el tipo de asunto con el que podría hacernos mucho daño en la prensa, y créeme, si alguien comprende ese hecho, es Ray. Por tanto, antes de hacer que el senador parezca el puto Francisco Pizarro o similar, por favor, ve allí, muestra la bandera y haz saber a todos lo preocupado que está el senador. ¿Estás preparada para apuntar la dirección?

—Dispara —dijo.

Quince minutos más tarde ya estaba allí. Fue un viaje directo. Había empleado el primer cheque de su paga en arreglar el Volvo. Llegó despacio hasta el borde de la autopista 2, miró a ambos lados y pisó el acelerador, lanzando polvo y piedras a Commerce Vista, dando un tremendo giro a la izquierda para entrar en la autopista, y se dirigió al sudoeste hacia Denver. Se fue abriendo paso a través de un intenso tráfico de camiones, dejando atrás un parque de caravanas tras otro, para llegar finalmente a la densa zona industrial al sur de Commerce City, todo lo que Harmon había evitado cuando había dado el primer vistazo a Commerce Vista. Dejando atrás la zona de la refinería, por encima y por debajo de autopistas y líneas de ferrocarril, entró en una zona llana de almacenes al norte de Denver que se dedicaba exclusivamente a los camiones largos y a los hombres que los conducían. Uno de los aparcamientos había sido transformado en estación improvisada de buses donde se podía pillar uno que te llevase directamente a Chihuahua. Finalmente pasó bajo la interestatal 70 y llegó a la zona que buscaba.

Su destino era un diminuto bungaló de ladrillo en un vecindario de diminutos bungalós de ladrillo. El vecindario era totalmente mexicano-estadounidense y parecía como si el 90 por ciento de la población estuviese concentrado alrededor de esa casa en concreto. Tuvo que aparcar el coche a un par de manzanas y abrirse paso a base de disculpas a través de la multitud hasta llegar al epicentro.

El centro de atención no era la casa en sí; era una camioneta aparcada en el camino de entrada. Una camioneta amarilla Chevy, de al menos veinte años, oxidada en muchos puntos, con una capota de fibra de vidrio blanca colocada en la parte de atrás, y sujeta a la estructura por medio de cuatro abrazaderas. El portón trasero de la camioneta y la ventanilla trasera de la capota estaban completamente abiertos como un par de mandíbulas y permitían ver el interior: un par de abultadas bolsas de basura llenas de ropa, y un saco de dormir de franela, abierto por completo para mostrar su forro colorista (ánades volando sobre un pantano del norte) y extendido para suavizar las ondulaciones del suelo de acero oxidado. En las esquinas había un par de almohadas y algunas sábanas y mantas enrolladas.

También había muchas flores. Habían lanzado varios ramos sobre el saco de dormir. Había más ramos apoyados contra el lateral de la camioneta o encima de la capota de fibra de vidrio.

En el mismo centro de la acción había dos hombres que Eleanor reconoció. Uno de ellos era alto, bien parecido, joven, vestido con vaqueros y chaqueta. Con esa coleta negra podría haber pasado por apache de pura sangre. Era Ray del Valle. Hablaba con un reportero local que se encargaba de las noticias relacionadas con los chicanos.

Eleanor no les prestó demasiada atención. Se limitó a atravesar la multitud, intentando contener las náuseas que se elevaban gradualmente por su garganta. Se acercó tanto como para encontrarse prácticamente de pie entre los dos hombres, mirando directamente a las fauces de la camioneta.

La noche anterior, los cuatro niños de Carlos y Anna Ramírez se habían tendido en el saco para dormir mientras sus padres, sentados en la parte delantera, conducían a través de las altas planicies al sudeste de Denver. Se habían dormido con rapidez, y durmieron bien, no porque estuviesen cómodos, sino porque la parte posterior de la camioneta estaba llena de monóxido de carbono proveniente de una fuga en el tubo de escape. Tres de los niños habían muerto. Una niña permanecía en el hospital en estado grave, con daños cerebrales irreparables. Carlos y Anna Ramírez no se habían dado cuenta de lo que pasaba hasta llegar allí, a primera hora de la mañana, hasta la casa de la hermana de Anna.

Sabía todo eso por la conversación telefónica con Roger. Le había relatado la historia con rapidez y concisión, y ella había escuchado básicamente con el mismo espíritu, considerándolo un problema político a resolver. Pero ahora que se encontraba en medio de una multitud lloriqueando y gimiendo, mirando la cama en la que habían muerto los inocentes, el impacto emocional le golpeó con la potencia de un camión. Eleanor se llevó la mano a la boca, cerró los ojos e intentó suprimir el impulso de ponerse enferma.

—Eleanor —dijo Ray del Valle—, vamos, hablemos en otra parte. No quieres quedarte por aquí. —Eleanor sintió el brazo de Ray cerrándose sobre sus hombros. La llevó al otro lado del camión y al patio de atrás, con suavidad pero con firmeza, como un bailarín de salón guiando a su cita por la sala.

Ella aprovechó la oportunidad para descansar la cabeza en su pecho durante un momento. No es que llorase, pero había lágrimas en sus ojos.

—Es un espectáculo muy duro para un padre, ¿verdad? —dijo Ray—. Es tu peor pesadilla que cobra vida. Como una imagen del Holocausto.

Eleanor se alejó medio paso de Ray y respiró profundamente un par de veces.

—¿Los padres están dentro? —dijo.

—Sí. Anna está sedada. Carlos está bebiendo mucho y jurando que va a suicidarse. La familia de Anna intenta mantenerle en equilibrio. Es muy difícil.

—He oído que hubo un problema con el tratamiento médico de la niña superviviente y estoy aquí para informar a la familia Ramírez de que el senador Marshall está a su servicio para lo que puedan necesitar. ¿Crees que podrías transmitirles el mensaje?

Ray bufó con una muestra mínima de diversión y miró la hora.

—El senador lo tiene todo bajo control. Como siempre.

Ray entró en la casa y salió un par de minutos más tarde acompañado de Pilar, la hermana de Anna. En la distancia, Pilar parecía totalmente hierática, pero a un brazo de distancia tenía los ojos hinchados y rojos, y parecía más conmocionada que impasible.

—Le he contado lo que has dicho —dijo Ray—. Me ha autorizado a explicarte la situación médica de la niña.

—Vale.

—Cuando llegaron esta mañana y descubrieron que los cuatro niños no respondían, llamaron a una ambulancia. Tres fueron declarados muertos en el acto. El cuarto, Bianca, de ocho años, todavía tenía pulso. La ambulancia la llevó directamente al centro médico Arapahoe Highlands.

—¿Por qué allí? —Highlands era un hospital privado, bien equipado, que no era el más cercano al bungaló. No era el tipo de lugar en el que acababan los trabajadores emigrantes.

—Era evidente en este caso que el culpable era el envenenamiento por monóxido de carbono. Y Highlands dispone de una cámara de oxígeno hiperbárico. Es el mejor tratamiento. Así que allí fueron. El personal de urgencia del Highlands trató a Bianca pero se negó a ingresarla para un tratamiento de oxígeno hiperbárico. En su lugar, la echaron al Denver, donde está ahora.

—¿Cómo lo justificaron?

Ray se limitó a encogerse de hombros.

—Como decimos en el Tercer Mundo, ¿quién sabe? [9] Una pieza encajó en el fondo de la cabeza de Eleanor. Quizá fuese que empezaba a perder la calma. Cuadró los hombros y bufó.

—¿Harías el favor de venir conmigo, Ray? —dijo.

—Vale. ¿Adonde vamos?

Eleanor se dio cuenta de que ni ella misma lo sabía.

—Vamos a ocuparnos de algunos asuntos, eso es todo.

Los dos subieron al coche de Eleanor y se dirigieron al hospital Denver County, donde Ray conocía a algunos médicos.

—Esto sucede cientos de veces al año —dijo Ray—. Por toda Norteamérica.

—¿El qué?

—Justo esta situación. Recuerda lo que es un emigrante: alguien que emigra. Esa gente cubre mucho territorio y el vehículo preferido es la camioneta. Siempre es igual: los padres van delante y los chicos van tendidos atrás intentando dormir. El gas entra por los agujeros del suelo, o se filtra por las grietas bajo el tubo de escape. Cuando hace calor, abren las ventanillas y sobreviven. Pero si hace un poco de frío, como pasó anoche, las cierran y se ahogan.

—Uno pensaría que primero recibirían alguna señal. Que los chicos sufrirían de dolores de cabeza o se marearían.

Ray gruñó.

—Si vas ocho o diez horas en la parte de atrás de un camión, te sientes así sin la ayuda del monóxido de carbono.

En el hospital del condado, Ray localizó al doctor Escobedo, un joven interno que se ocupaba de Bianca. Se sentaron a una mesa en una esquina de la cafetería.

—¿Bianca debería estar aquí o en el Arapahoe Highlands? —dijo Eleanor.

—En el Highlands —dijo el doctor Escobedo sin vacilar y sin rencor.

—¿Por qué?

—Disponen de una cámara de oxígeno hiperbárico.

—¿Y ése es el tratamiento estándar para este caso?

—No exactamente —dijo—. Ése es el problema.

—¿Qué quiere decir con no exactamente?

—Bien, por ejemplo, en el estado de Washington hay muchos trabajadores emigrantes, y estos casos se han dado allí con bastante regularidad. Hay un hospital en Seattle que dispone de una cámara de oxígeno hiperbárico, que básicamente se emplea para la descompresión de los submarinistas. Cuando metes a un paciente de envenenamiento por monóxido de carbono en una de esas cámaras, ayudas a que el oxígeno llegue a los tejidos, que es justo lo que necesita el paciente. Así que allá arriba han aprendido que cuando aparece un niño inconsciente en una camioneta deben enviarlo de inmediato al hospital con la cámara hiperbárica. Pero es un tratamiento algo nuevo y, según algunos, experimental.

—Y eso es lo que opina la gente de Highlands.

—Exacto. Si este tratamiento fuese estándar, no tendrían excusa para no admitir a Bianca. Pero como lo pueden definir como experimental, no la admitirán de ninguna forma. Porque saben que perderán dinero.

—¿Por qué Denver tiene una cámara así? —dijo Ray—. No hay muchos submarinistas por aquí.

—Se emplea con diabéticos y otras personas con mala circulación —dijo Escobedo—. Así que es popular en zonas con grandes poblaciones de personas de mediana edad y ancianos que tengan buenos seguros. Es un tratamiento caro con un gran margen de beneficios para el hospital. Razón por la que no quieren dedicar la cámara a un caso de caridad.

—Vale, entiendo —dijo Eleanor—. Bien, ¿quién está al mando del centro médico Arapahoe Highlands?

—El administrador jefe es el doctor Morgan —dijo Escobedo.

Eleanor se puso en pie y cogió la chaqueta del respaldo de la silla.

—Vamos a darle una patada en su culo blando —dijo.

Ray y Escobedo la miraron con asombro y luego se miraron entre sí, algo nerviosos.

—Sería mejor llamar primero y descubrir dónde está —propuso Ray.

—Estoy segura de que un hombre importante como el doctor Morgan tiene una secretaria a la que se le da muy bien lidiar con gente como yo… por teléfono —dijo Eleanor—. Cuanto antes me plante delante de su cara, antes me ayudará a encontrarle.

—Puede que no sea éste el momento más apropiado para ponerme político —dijo Ray, después de llevar varios minutos conduciendo en silencio, bajando por Broadway hacia los extensos y prósperos suburbios del sur—. Pero el camino es largo y no puedo evitarlo.

—Dispara —dijo Eleanor—. No sería muy propio de ti no ponerte político.

—Vale. Hay una pregunta que se te ha olvidado hacerme sobre todo este asunto.

—¿Qué pregunta?

—¿Por qué los Ramírez se subieron de pronto a una camioneta y hicieron un viaje de seis horas por las praderas en medio de la noche?

Eleanor reflexionó, sintiéndose ligeramente avergonzada.

—Dijiste que eran trabajadores emigrantes. Emigran.

—Son seres humanos —dijo Ray.

—Eso lo sé —dijo Eleanor, algo irritada. Ray tenía cierta tendencia a ser un pelín demasiado odioso en su corrección política.

—Así que tienen que dormir. Generalmente lo hacen de noche. Y conducen durante el día, como todos los demás.

—Vale. Bien, dime, Ray, ¿por qué los Ramírez se subieron de pronto a una camioneta e hicieron un viaje de seis horas por las praderas en medio de la noche?

—Porque hace un par de meses, tras el discurso del estado de la Unión, se hundió la Bolsa.

Eleanor miró a Ray. Éste le sonreía misteriosamente.

—Voy a picar —dijo.

—Los mercados de capitales se hundieron. La gente vendió sus acciones y buscó otro lugar en el que depositar el dinero. En momentos de incertidumbre económica, la gente tiende a invertir en productos. Por tanto, en el mercado de Chicago, el precio de la carne subió. Criar ganado se convirtió en una buena empresa económica. Pero hace falta tiempo para criar ganado, los bueyes no aparecen de un día para otro. Así que los ganaderos de este estado comenzaron a criar más cabezas de ganado de las habituales.

—Con la esperanza de sacarles más dinero cuando creciesen —dijo Eleanor. No tenía ni idea sobre ranchos, pero la idea parecía tener sentido.

—Exacto. Bien, a estas alturas, los terneros están empezando a crecer y les hace falta más comida… ya sabes cómo son los niños en la edad del crecimiento. En esta parte del país, el ganado pasta… come forraje. Gran parte de la tierra de pasto es propiedad del gobierno federal y a los ganaderos se les permite pastar su ganado en esa tierra.

»Hay una bonita zona de tierra OAT como a unas seis horas de aquí. Está en la cuenca del río Arkansas, así que siempre dispone de mucha hierba verde, pero al contrario que mucha tierra de por aquí, todavía no se ha convertido en terreno de pequeñas granjas.

—Pequeñas granjas… ¿eso son verduras y demás?

—Hay mucho de eso en Arkansas —dijo Ray—. Los inmigrantes trabajan allí, recogiendo verduras para enviarlas a Oklahoma y Tejas.

—Vale. Sigue.

—El año pasado, cuando el precio de la carne era bajo, nadie quería usar esa tierra y por tanto muchos emigrantes, incluyendo a los Ramírez, fueron allí, aparcaron sus camionetas y caravanas y se pusieron a vivir. Establecieron una pequeña comunidad. Plantaron algunos jardines y demás. Esperando a la siguiente cosecha.

»Pero la semana pasada, un ganadero de la zona descubrió que se estaba quedando sin tierras en las que pastar a todas esas cabezas de ganado que comenzó a producir cuando el precio de la carne era alto. Y ahora, en lugar de la comunidad de trabajadores emigrantes que solía ocupar esa tierra, el ganado de ese hombre está allí, comiéndose la exuberante hierba verde.

—Quieres decir que a los Ramírez los echaron.

—A ellos y a todos los demás los desalojaron ayer —dijo Ray—. El lugar más cercano en el que se podían quedar los Ramírez era la casa de la hermana de Anna, aquí en Denver. Así que colocaron a los niños en la parte de atrás de la camioneta y se vinieron.

—Oh.

—Hoy hay cientos de personas en la carretera, por toda la High Plains, porque el ganado tiene hambre —dijo Ray—. Y no me sorprendería nada si hubiese varios casos más de envenenamiento por monóxido de carbono en la parte posterior de camionetas de los que todavía no nos hemos enterado.

—Si soy un ganadero —dijo Eleanor—, y quiero usar una OAT, y resulta que allí viven algunos inmigrantes, ¿cuál es el mecanismo? ¿Cómo hago que se vayan? ¿Llamo a la policía?

—No, no llamas a la policía. Hay varias posibilidades —dijo Ray—, pero si tienes los contactos adecuados, mi primera opción sería llamar al Álamo.

Eleanor reflexionó sobre esa frase durante un minuto.

—Ray, aunque sólo sea eso, acabas de garantizar un puesto en la cámara hiperbárica para Bianca Ramírez —dijo.

Eleanor tenía razón. El doctor Morgan tenía una secretaria muy eficaz. No tenía más que mirarla para saber que conocía su oficio.

—Buenos días, soy Eleanor Richmond y acabo de hablar por teléfono con mi jefe, el senador Marshall —mintió—, y según el resultado de la conversación, creo que puedo prometerle que lo más importante que su jefe el doctor Morgan hará este mes, posiblemente en todo el año, sea hablar conmigo ahora mismo.

Por el rabillo del ojo podía ver cómo Ray y el doctor Escobedo sonreían. Para ellos era como ir al carnaval.

La secretaria del doctor Morgan se mostró muy risueña. Si estaba cabreada, era tan buena que no lo manifestó delante de Eleanor. Localizó al doctor Morgan en el teléfono de su coche; venía de camino.

Quince minutos después, el doctor Morgan, Eleanor, Ray y el doctor Escobedo estaban sentados en la mesa del despacho de Morgan. Charlaron brevemente sobre el tipo de aditivo que querían en su café y el buen día que hacía. Luego silencio, y Eleanor se dio cuenta de que todos la miraban expectantes. Colocó las manos sobre el regazo y se serenó durante un momento.

—Estas cosas no se me dan muy bien —dijo—, así que probablemente la mejor forma de proceder será decir algo.

—Dispare —dijo el doctor Morgan.

—Esto es un ejercicio de fuerza bruta política en estado puro. Le dará a Bianca Ramírez tratamiento en la cámara de oxígeno hiperbárico o el senador, estoy segura, hará que el objetivo de su vida sea convertir este hospital en un agujero humeante.

—Considérelo hecho —dijo el doctor Morgan con alegría—. Doctor Escobedo, ¿preparará el traslado de Bianca?

—Sí.

—Excelente —dijo el doctor Morgan. Parecía encantado y alegre, como si se levantase todas las mañanas para recibir las bofetadas de un senador—. Bien, ¿hay alguna cosa más?

—Dios —dijo Eleanor, una hora más tarde, mientras desayunaba con Ray—. Me pasé de verdad. Estoy tan avergonzada.

Ray se encogió de hombros. Curiosamente, no estaba en desacuerdo.

—No te preocupes —dijo—. Conseguiste lo que queríamos.

Después de dejar a Escobedo en el hospital del condado se les había ocurrido que ninguno de los dos había desayunado. Así que ahora estaban en un pequeño establecimiento familiar no lejos del Álamo. Eleanor tomaba huevos rancheros. Ray disfrutaba de un cuenco humeante de callos.

—Tiendo a olvidar lo poderoso que es un senador —dijo Eleanor—. Probablemente hubiese podido hacer una llamada telefónica y conseguir el mismo resultado. En lugar de eso, ataqué como Rambo. Usé un lanzallamas donde hubiese bastado con un encendedor Bic.

—Eh, al menos ha sido teatralmente genial —dijo Ray—. Ese es tu genio, ya sabes.

—¿Eh?

Ray le examinaba el rostro.

—No lo sabes, ¿verdad? —dijo él—. Lo haces por instinto.

—¿Qué hago por instinto?

Ray agitó la cabeza haciéndose el interesante.

—No quiero que seas consciente y se estropee.

—¿De qué hablas?

—Realmente admiro lo que le hiciste a Earl Strong, ¿sabes? —dijo, cambiando de tema no muy sutilmente.

—Sí, me lo dices cada vez que nos vemos.

—Ahora lo que nos hace falta es conseguir que el lanzallamas apunte al blanco adecuado.

—Ajá —dijo ella—. Las metas ocultas salen a la luz.

—Te dije que invitaba a desayunar. ¿Qué te parece?

—Un desayuno excelente —murmuró, masticando el primer bocado. Comieron en silencio durante un minuto. Los dos estaban muertos de hambre. Las emociones queman calorías.

—Hablé con Jane Osborne —dijo Ray—. Estaba dispuesto a cabrearme con ella, pero es agradable.

—En este momento pregunto quién es Jane Osborne.

—Es guardia forestal en La Junta.

—¿Una guardia forestal? ¿En la llanura?

—Curioso, es justo lo que dijo cuando le asignaron el puesto —dijo Ray—. Le gustan los bosques. Entró en el Servicio Forestal pensando que acabaría en un bosque.

—Muy lógico.

—No tuvo en cuenta que el Servicio Forestal posee muchos prados. Incluyendo el terreno en el que los Ramírez vivían hasta ayer. Y que necesitan muchas personas que cuiden de esa tierra. A esas personas las llaman guardias forestales. Visten gorra del oso Smokey y todo lo demás. Así que Jane Osborne está atrapada ahí fuera, sin árboles, y menos aún un bosque, a cientos de kilómetros a la redonda, en ese puesto de mierda de nivel GS-12, conduciendo una camioneta y persiguiendo a los motoristas de montaña y reemplazando los carteles que los intelectuales locales han volado con sus escopetas.

—Debe de ser una decepción.

—Sí. Pero no tanto como lo que viene a continuación.

—¿Y qué es?

—Está a punto de acabar el día cuando recibe una llamada de Arriba ordenándole que desaloje personalmente a cientos de trabajadores inmigrantes que viven en esa zona de pasto.

—¿Cómo hace eso una mujer sola?

—Llamó a algunos otros guardias y trajo también a algunos agentes federales, como demostración de fuerza.

—¿Quién dio la orden?

—Su jefe. Quien la recibió de Denver. Y la recibieron de Washington. Estoy seguro.

—Corrígeme si me equivoco —dijo Eleanor—, pero estoy segura de que no era la única zona de tierras federales de Colorado con okupas.

Ray sonrió.

—Exacto.

—¿Han desalojado a las otras comunidades?

Ray negó.

—Sólo a ésta —dijo Eleanor.

—Sólo a ésta.

—Así que no era una orden genérica desde Washington. Se refería específicamente a esa tierra.

—Esa impresión da.

—¿Y por qué —dijo Eleanor— crees que un burócrata de D.C. se iba a interesar de pronto por esa parcela?

Ray se encogió de hombros.

—Sólo puedo elucubrar.

—Por favor, adelante.

—Ese burócrata probablemente fue a la facultad de Derecho con uno de los ayudantes del senador Marshall. O era su compañero de cuarto en la universidad. O sus hijos van a la misma guardería. Algo así.

Eleanor agitó un dedo en dirección a Ray.

—Eso son suposiciones. ¿Cómo sabes que hay una conexión con Caleb Roosevelt Marshall?

—La tierra en cuestión está junto al rancho Lazy Z —dijo Ray—, y el ganado que allí pasta está marcado con el hierro Lazy Z.

—No digas más —dijo Eleanor—. Tú ganas.

El rancho Lazy Z era propiedad de Sam Wyatt. Sam Wyatt era el principal donador privado de Caleb Roosevelt Marshall. Y el presidente del comité de acción política del senador Marshall. Sam Wyatt era uno de los doce votantes, más o menos, que podían localizar al senador por teléfono cuando les daba la gana.

Pero en ese caso, probablemente no lo hubiese hecho. Era un asunto demasiado sucio para mezclar personalmente al senador. Probablemente hubiese llamado a uno de los ayudantes del senador. Probablemente hubiese hablado con Shad Harper, el hijo de puta adolescente que tenía despacho frente al de Eleanor.

Ray la observaba fascinado.

—Tienes una expresión en la cara como si estuvieses planeando un asesinato —bromeó.

—Algo así —dijo ella.