Lo primero que aprendió a mover fue el pulgar derecho. Tampoco fue un accidente. Era algo en lo que William Cozzano trabajaba constantemente desde que se despertó por primera vez tras la implantación.
Un día después, en ocasiones era capaz de agitar el pulgar espasmódicamente. Para cuando le subieron al avión y le llevaron de vuelta a Tuscola, dos días después de la implantación, podía agitarlo cuando le daba la gana.
Luego aprendió a moverlo en los dos sentidos, enderezando el pulgar y luego metiéndolo en la palma de la mano. Una vez que lo tuvo pillado, lo repitió varios miles de veces, durante dieciséis horas al día, hasta que le daban un sedante para hacerle dormir. Ocho horas más tarde, despertaba y volvía ejercitar el pulgar.
Durante los primeros días, ni Mary Catherine ni nadie más sabía por qué se concentraba en el pulgar. Habían dado por supuesto que querría concentrarse en la capacidad del habla. Y así lo hacía, de vez en cuando; una semana después de la operación, era posible ver cómo ejercitaba los músculos de la cara. La mandíbula inferior se agitaba mientras movía la lengua en el interior de la boca, y sus labios se movían, a ambos lados, primero a trompicones y luego con mayor suavidad. A los cinco días había aprendido a estrechar los labios para poder darle un beso a Mary Catherine cuando ésta le ofrecía la mejilla.
Pero mientras hacía todo eso, el pulgar seguía activo. Se convirtió en una preocupación para el equipo de terapia de Cozzano, la media docena de terapeutas físicos, neurólogos e informáticos que se habían mudado a algunos de los dormitorios sin usar en la casa de Tuscola para seguir de cerca la recuperación del gobernador. Mantenían reuniones sobre el pulgar. Les preocupaba si el movimiento era voluntario o involuntario, discutían la idea de fijarlo para que no se desgastase y se volviese artrítico con el paso del tiempo.
Todo quedó claro la primera vez que le pusieron el mando de la tele en la mano. Para entonces, los dedos habían desarrollado coordinación suficiente para agarrar la parte inferior del control y sostenerlo, ofreciéndole al pulgar, a estas alturas muy coordinado, la libertad de moverse como quisiese sobre la superficie superior, pulsando botones. Cambiando de canal. Subiendo y bajando el volumen. Activando el vídeo para grabar ciertos programas, para reproducirlos luego.
Decidieron hacerle una prueba. Prepararon una cena para el jueves por la tarde a las siete, sabiendo perfectamente que interferiría en el programa favorito de Cozzano, unos dibujos animados satíricos. Pasó la prueba con sobresaliente; sin que el equipo de terapia tuviese que decirle nada, usó el pulgar para programar el vídeo.
—Todavía sabe cómo se hace —dijo el jefe de informática, Peter Zeldovich, Zeldo. Estaba impresionado—. Es decir, escribí la mitad del sistema operativo Calyx. Pero no sé programar el vídeo.
—Parece tener bien la memoria —dijo Mary Catherine. Había venido desde Chicago para asistir a la cena, luego salió al pasillo delante del dormitorio principal para ver a papá rebobinar la cinta y ver su programa favorito.
Los otros dormitorios se habían convertido en lugares maravillosos de alta tecnología. Zeldo llenó el antiguo dormitorio de Mary Catherine con ordenadores y el de James, con equipos de comunicación. El cuarto de costura de mamá estaba repleto de material médico. Los dos dormitorios de invitados estaban ocupados con literas y colchones en el suelo de forma que las enfermeras y los terapeutas pudiesen alternar entre dormir y trabajar sin tener que abandonar la casa.
Ahora todo lo que papá hacía —hasta el más mínimo movimiento del pulgar, todo estremecimiento de los labios— tenía enormes ramificaciones de información que Zeldo podía representar y mostrar en las pantallas de ordenador. Habían crecido miles de conexiones entre las neuronas de papá y el biochip, y cientos de nuevas se creaban cada día. Todos los impulsos nerviosos que salían de su cerebro, llegaban al cuerpo y volvían lo hacían atravesando esas conexiones y el biochip podía seguirlas. Incluso cuando papá dormía, resultaba ser un flujo de información aplastante, como el de todas las llamadas telefónicas de Manhattan en un momento dado.
No había forma de comprenderlo al completo. No había forma de seguirlo. Lo mejor que Zeldo podía lograr era más o menos seguir lo que estaba pasando, construyendo una base de datos estadística, quizás obtener alguna indicación de qué conexiones se usaban para el pulgar y cuáles para levantar la ceja. Aun así, era fascinante mirar.
Que todo funcionase no era novedoso. Después de todo, el chip había funcionado en los mandriles y había funcionado en Mohinder Singh. La verdadera pregunta que tenían en mente era: ¿cuánto daño habían causado las apoplejías a otras partes de la mente de Cozzano, como memoria, personalidad o capacidades cognitivas?
El hecho de que todavía quisiese ver el mismo programa de televisión, todavía lo considerase gracioso y todavía supiese programar el vídeo respondía a esas preguntas. Eran buenas noticias en todos los frentes.
Pero en general Cozzano veía las noticias sobre asuntos públicos y la campaña presidencial. Pegaban con alfileres los últimos periódicos y revistas en un soporte colocándoselo delante de la cara para que pudiese leerlos, con sus ojos saltando de las páginas impresas a las noticias en televisión.
Sólo entonces —sólo después de haber recuperado el control de la televisión y haberse puesto al día con los periódicos— se puso a trabajar en el habla.
Le establecieron un programa ambicioso, preocupados de estresarle demasiado y cansarle, y él dejó atrás el programa. A primera hora de la mañana, el terapeuta físico llegaba, primero ayudándole a mover los miembros, más tarde, cuando ya le pilló el tranquillo, dirigiendo los ejercicios. Luego llegaba el terapeuta del habla y le hacía poner lengua y labios en ciertas posiciones, le hacía emitir ciertos sonidos, y luego unir esos sonidos en sílabas y palabras. Tras una siesta por la tarde, el terapeuta físico volvía y trabajaban con las partes del cuerpo que no había ejercitado por la mañana. Por las tardes podía relajarse, ver la tele y leer.
Él ejercitaba el habla durante la terapia física y ejercitaba el cuerpo durante la terapia del habla. También ejercitaba ambos mientras fingía dormir la siesta, y luego los ejercitaba durante toda la tarde, cuando se suponía que se estaba relajando. Incluso se despertaba en medio de la noche para hacer ejercicio.
Levantarse de la silla de ruedas era una meta ambiciosa que no intentaría hasta unas semanas después. Mientras tanto, había algunas cosas de las que no se podía encargar por sí solo, como ir al baño, bañarse, llevar leña a la chimenea o cambiar las cintas del vídeo. Esas cosas se las tenían que hacer enfermeras, asistentes y familiares.
Casi dos semanas después del implante, Mary Catherine pasó para otra visita. Había estado conduciendo tanto que se habían tomado la molestia de alquilar un coche, un Acura Luxury sedán nuevecito, para que pudiese viajar con comodidad y seguridad. La noche de su llegada, conversó con papá.
—Viii… dee… ooo —dijo él.
—Vídeo. ¿Quieres que haga algo con el vídeo?
—Sí.
—Vale. ¿Qué quieres que haga?
Papá apuntó el mando hacia el armario de la tele y le dio al botón de EXPULSAR. La cinta salió.
—¿Quieres que la quite?
—Sí.
—¿Quieres que ponga otra?
—Sí.
El armario de la tele tenía un estante en lo alto con algunas docenas de cintas, en su mayoría viejas cintas familiares o películas preferidas. Mary Catherine fue pasando el dedo por la línea de cintas.
—¡Nueva! —soltó papá.
—¿Quieres una cinta nueva?
—Virgen.
—Quieres una cinta virgen.
—Sí.
Mary Catherine rebuscó por el armario hasta dar con un paquete de seis cintas vírgenes. Papá siempre las compraba a media docena en el supermercado. Siempre lo compraba todo en grandes cantidades voluminosas, muy baratas, en grandes almacenes ventosos como tiendas en medio de la pradera.
Desprecintó una y la metió en la máquina.
—Vale, ¿qué hago con la otra? —preguntó, agitando la cinta que acababa de sacar.
—Etiqueta.
La cinta virgen venía con un montón de etiquetas en blanco. Despegó algunas y las pegó en el cascarón negro de la cinta. Luego sacó del bolso un pequeño bolígrafo.
—¿Qué le pongo?
Papá puso los ojos en blanco para indicar que no era importante, que se acordaría de lo que era. Mary Catherine sonrió y le miró a los ojos, con el bolígrafo sobre la cinta, desafiándole.
Él la miró directamente a los ojos.
—Ee… lecc… son.
—Elección.
—Uno —dijo papá. Los dedos de la mano se estremecían y se agitaban inseguros. Al fin, el índice se extendió, mientras los otros formaban un puño desigual y tembloroso.
—Elección uno —repitió Mary Catherine, apuntándolo en lo alto y el lateral de la cinta—. ¿Eso implica que será la primera de una serie?
Papá volvió a poner mirada de exasperación.
Más tarde, después de que papá se hubiese ido a dormir, Mary Catherine se recostó en el sofá del salón con una bolsa de palomitas de microondas, rebobinó «Elección uno» y la vio.
Eran tomas de noticias relacionadas con las elecciones de la última semana o semana y media, desde que el pulgar de papá había sido capaz de controlar la máquina. En su mayoría mostraban los patrones de comportamientos peculiares y estereotípicos de hombres compitiendo en las elecciones primarias de un estado. Era un buen entrenamiento para un neurólogo. Horas y horas de hombres caminando bajo luces brillantes, moviéndose con el paso espasmódico de los candidatos. Un candidato caminaba sobre dos piernas como un hombre normal, pero en cuanto sentía que se encontraba en una posición que resultaría en una buena fotografía, se detenía y se quedaba quieto durante un momento como si sufriese un leve ataque, y se giraba hacia la batería de cámaras más cercana. Ningún candidato entraba en un vehículo o en un edificio sin detenerse durante un momento y mostrar el pulgar. Todos los apretones de manos duraban una eternidad, y los candidatos nunca miraban a la persona a la que daban la mano; miraban al público.
Supermartes, Illinois y Nueva York eran historia. Faltaban semanas para California. Pero en ese punto de la campaña lo normal era que las candidaturas ya estuviesen decididas. Pero ese año no había nada decidido. Los dos partidos tenían varios candidatos. Los inútiles, los pobres y los débiles habían sido eliminados hacía tiempo. El resto de los contendientes fuertes llevaban dándose mamporros desde entonces. Para cuando comenzase la campaña de verdad, el Día del Trabajador, a ninguno de los dos candidatos supervivientes le quedaría una reputación intacta.
Quizás el GOP intentase reclutar a Cozzano. Pero ella debía preguntar —papá debería preguntarse a sí mismo— ¿qué sentido tenían los partidos? No hacían más que entrometerse. Ogle tenía razón.
El equipo de filmación se presentó en Tuscola días más tarde. Estaba compuesto por un productor, un cámara y una encargada de sonido. Alquilaron un par de habitaciones en el motel Super 8 en el límite del pueblo, cerca de la 1-57, a muy poca distancia de la residencia Cozzano.
El productor se llamaba Myron Morris. Venía con la recomendación personal de Cyrus Rutherford Ogle, que de vez en cuando seguía llamando a Mary Catherine al trabajo, sólo para mantener el contacto. Habían mantenido una serie de conversaciones: Ogle en un avión, en un coche o en una habitación de hotel en algún lugar, y Mary Catherine de pie en el pasillo del hospital, normalmente en el ala de neurología, cuando las idas y venidas de diversos pacientes paralizados, epilépticos, seniles, psicóticos o dementes ofrecían una conveniente dosis de realidad.
Ogle había propuesto por primera vez la idea del equipo de filmación sólo unos días tras el implante. Lo había hecho con su habitual estilo diplomático, en una ronda posterior de la conversación, después de los saludos, la charla intrascendente, comentarios sobre política y alguna pregunta gentil sobre el estado del gobernador.
—Es como un bebé que aprende a caminar: sólo va a suceder una vez —indicó—. Y en consecuencia, va a querer grabarlo. Puede que ahora parezca una idea extraña, pero créame, tarde o temprano, quizá dentro de diez años, usted y el gobernador van a querer poder retroceder en el tiempo y verle decir sus primeras palabras y dar sus primeros pasos.
—Tenemos una cámara guardada en el garaje —dijo Mary Catherine—. La recuperaré.
—Es una idea excelente —dijo Ogle animándola—, y una vez que termine, recuerde romper ese trocito de plástico de las cintas para que no graben encima.
—Lo haré —dijo Mary Catherine, intentando ocultar la sonrisa en su voz.
Una semana más tarde, volvieron a hablar. Fue la misma rutina: intrascendencias, política y el resto.
—¿Recuperó la cámara largo tiempo perdida? —dijo Ogle con intención.
—Sí —dijo Mary Catherine.
—Pero no funciona.
—¿Cómo lo sabe?
—Las viejas nunca funcionan —dijo Ogle—. La primera vez que la metes en el garaje pierdes la mitad de las piezas.
—Hay una cajita negra que se supone carga la batería —dijo Mary Catherine—. No la encuentro por ningún lado. Papá sabe dónde está, pero ahora mismo no me lo puede decir. Así que a lo mejor compro una nueva.
—No lo haga —dijo Ogle—. Hay demasiadas cámaras de vídeo sin usar por el mundo para gastar dinero en una nueva.
—Me da la impresión de que tiene un plan.
—Como es habitual, tiene razón. Conozco a gente. Gente a la que se le da muy bien trabajar con película y vídeos. Gente que estaría encantada de ir a Tuscola y pasar un tiempo grabando la recuperación de su padre.
—¿En serio?
—Sí. Podríamos enviar un equipo de tres personas tan pronto nos dé usted su autorización.
Mary Catherine rió.
—Bien, debo decir que es una oferta sumamente generosa. Pensar que tres personas que presumiblemente tienen trabajos y familias pudiesen ir hasta Tuscola y donar su tiempo y pericia para realizar algunas películas caseras para la familia Cozzano.
—¿No es digno de elogio? —dijo Ogle.
—Comprenda que este proceso de recuperación durará semanas. Incluso meses.
—Sí, lo sé.
—¿Esa gente no tiene nada mejor que hacer durante esta parte de sus vidas?
—No. No lo tienen —dijo Ogle.
Mary Catherine hizo una larga pausa.
—¿Qué pasa aquí?
—Se lo contaré —dijo Ogle—. Su padre va a mejorar. Lo sé.
—Agradezco la confianza.
—En ese momento, será un hombre de mediana edad, saludable y fuerte con una cantidad enorme de popularidad, en Illinois y en el resto del país. Y a juzgar por su comportamiento anterior, tengo la sensación de que todavía no está preparado para retirarse.
—No sabría decirle.
—Y no sé lo que decidirá hacer con el resto de los mejores años de su vida. Pero creo que sería justo decir que no hay que descartar que pueda continuar con su actual carrera política.
—¿Quién sabe?
—Bien, si sigue en política… incluso si sólo aspira a presentarse a alcalde de Tuscola… me encantaría servir como consejero de medios de comunicación.
—Estoy mirando el reloj —dijo Mary Catherine—, y miro la hora. Creo que acaba de establecer un nuevo récord.
—¿Qué récord?
—El de irse por las ramas. Llevaba un mes hablando conmigo y creo que es la primera vez que lo ha dicho.
—Bien, odio ser directo —dijo Ogle—. Simplemente soy así.
—Por favor, siga. —Mary Catherine suspiró.
—Si él escogiese, y me contratase, me gustaría hacer anuncios de campaña explicando a los votantes quién es William A. Cozzano y por qué estaría bien votar por él. Y como hombre que entiende los medios de comunicación, no se me ocurre nada que transmitiese a los votantes más sobre el carácter de su padre que alguna grabación, discreta y digna, mostrando su lenta y difícil recuperación de esa tragedia tan terrible que se le vino encima. Y, dado que mi trabajo consiste en pensar por adelantado, se me ha ocurrido que, si todo eso llegase a pasar, no podría hacer esos anuncios a menos que tuviese las grabaciones.
—Así que está dispuesto a gastar, cuánto, decenas de miles de dólares para enviar un equipo de filmación a Tuscola a tiempo completo, sólo por la posibilidad de que llegue a recuperarse por completo, siga con su carrera política y decida contratarle como su consultor de medios de comunicación.
—Qué puedo decir —dijo Ogle—. Soy un optimista.
Ogle tramaba algo. Eso no era sorprendente. Mary Catherine no se dedicaba profesionalmente a la política, pero tampoco era una idealista total y había sabido desde el principio que Ogle buscaba algo.
Su primera reacción fue no confiar en él, no enredarse en nada. Es decir, ir sobre seguro. No había dicho nada cuando Ogle sugirió que papá podría querer continuar con su carrera política. El hecho era, claro, que papá deseaba de veras continuar. Su obligación de hija era ayudarle. No cerrarle ninguna opción que él desease mantener abierta. Y si no aceptaba la sugerencia de Ogle, estaría rechazando una oportunidad. Comportándose como una hija sobreprotectora.
Además, aceptando seguía sin comprometer a los Cozzano a nada. No haría ningún daño que algunas personas rondasen por ahí y grabasen a papá. Más tarde, cuando se hubiera recuperado algo más, él podría tomar la decisión ejecutiva. Si no le caía bien Ogle, esa gente saldría de allí de inmediato.
A Mel no le encantaba la idea. Pero había cambiado de táctica. Ya no desafiaba a Mary Catherine en cada detalle, limitándose a refunfuñar y a enfadarse de fondo. Para darle algo que hacer, le hizo tratar con los abogados de Ogle. Redactaron un acuerdo que daba a los Cozzano control absoluto, permanente e inequívoco sobre cualquier película, vídeo, grabación de audio o cualquier otro formato que la gente de Ogle pudiese crear en la propiedad Cozzano. Mel era bueno. Mel sabía cómo redactar un acuerdo hermético, y para cuando Myron Morris y sus dos ayudantes llegaron a Tuscola en el cuatro por cuatro Suburban, Mel estaba todo lo satisfecho que se puede estar de que la operación estaba controlada. No había forma de que hiciesen nada artero.
Mary Catherine se asombró la primera vez que vio al equipo en marcha. Myron Morris no estaba allí; había estado muy presente el primer día o el segundo, para luego excusarse. Eso dejaba al cámara y a la encargada de sonido. La encargada de sonido cargaba con equipo bastante pesado: una enorme máquina de cinta colgada al hombro, con varios micrófonos. Pero el cámara llevaba una basura barata: una cámara VHS casera no muy diferente a la que se oxidaba en el garaje de los Cozzano.
—¿Por qué usas una cámara casera? —le preguntó Mary Catherine, cuando no estaba grabando a papá.
Se encogió de hombros.
—Es lo que Myron me dijo que debía usar. Yo tampoco lo entiendo.
—¿Dónde está Myron?
—Buscando.
—¿Buscando?
—Localizaciones. Busca por la zona.
—¿Por qué? ¿Planea producir una película en Tuscola?
El cámara se encogió de hombros.
—Sólo repito lo que dijo.
Le encontró en las afueras del pueblo, en la vieja granja Cozzano. El gigantesco Suburban estaba aparcado en el arcén de la carretera comarcal, con aspecto de estar a punto de caer a la cuneta. Morris había saltado una cerca para llegar a un maizal y recorría una de las filas recién arada, hundiendo los zapatos en la esponjosa tierra negra. Cada pocos pasos dejaba de caminar y se giraba hacia la casa, que papá y sus primos habían reconstruido después de que un tornado la destruyese a principios de los cincuenta. Alzaba un telescopio corto al ojo y miraba durante unos segundos. Tenía dos o tres de esos dispositivos colgándole de una cuerda alrededor del cuello, chocando entre sí mientras caminaba.
Mary Catherine aparcó tras el Suburban, atravesó la cuneta y saltó la cerca. Saltar cercas era algo que sabía hacer, como una experta, desde que era una niña; en la familia extendida Cozzano, los niños que no sabían saltar cercas se quedaban atrás y no se divertían nunca. Vestida con elegantes ropas de adulto resultaba un poco más complicado, pero hoy en día disponía de la ventaja de la altura. A un kilómetro podía ver a su primo segundo Tim arando el campo subido en uno de los viejos tractores.
Myron Morris la vio acercarse. Se detuvo, saludó y permaneció allí unos momentos, con las manos en los bolsillos, observando cómo se le acercaba. Luego cogió uno de los telescopios cortos y achaparrados y lo usó para mirarla. Luego lo dejó caer y la miró con otro. Luego otro.
—¿Qué son esas cosas? —le preguntó al acercarse.
—Simulan lo que vería a través del visor de una cámara equipada con una lente concreta. No es más que un dispositivo visual que facilita preparar la toma, para decidir dónde colocar la cámara.
—Te he estado siguiendo por el pueblo —dijo ella—. La gente dice que te ha visto en el parque, el campo del instituto, la antigua estación de trenes.
—No vengo a Tuscola muy a menudo —dijo—. Así que ya que estaba aquí, pensé que podría echarte un vistazo.
—¿No crees que te estás adelantando un poco? Papá está en casa.
—No voy a engañarte —dijo—. Cy Ogle quiere trabajar para tu padre. Para él esto es muy importante. Si pasa algo, tendremos que saber cuáles son los mejores lugares para rodar. Y eso es lo que estoy buscando. ¿Está bien?
Mary Catherine hizo un gesto hacia los pequeños telescopios.
—¿Funcionan con una cámara de vídeo?
—No. Éstos son para cámaras profesionales con película.
—Estoy confundida —dijo—. En algunos aspectos, os estáis tomando todo esto excesivamente en serio. En otros, estáis jugando.
—Quieres saber por qué estamos usando una cámara de supermercado para grabar al gobernador.
—Sí.
—La idea es que se supone que deben ser películas caseras. Si el gobernador decide no usar nuestros servicios, entonces tendrá películas caseras en un formato que podrá usar. Pero si nos contrata, podemos convertirlas en anuncios.
—Anuncios que tendrán el aspecto de películas caseras cutres.
—¡Ajá! —dijo Myron Morris, alzando un dedo—. Esperabas algo más elegante.
—Si hay un adjetivo que se emplea a menudo en relación con Cy Ogle es elegante —dijo Mary Catherine.
—Razón por la que aspiramos a lo opuesto de elegante.
—No entiendo.
—Imagina. Un anuncio de televisión mostrando grandes momentos en la vida de William Anthony Cozzano. Le vemos por esta misma granja cuando era niño. Anotando un ensayo en el Rose Bowl. Le vemos en Vietnam. Le vemos jugar con los Bears. Criando a sus hijos. Todo eso estará en película barata, granulosa y anticuada. Material de películas caseras. Y luego vemos su recuperación de la apoplejía, algunos momentos privados en casa, y de pronto todo tiene un aspecto perfecto. Está rodado en 35 milímetros, la iluminación es perfecta, lleva maquillaje, y de pronto parece el maldito Lawrence de Arabia. ¿No crees que la gente se daría cuenta?
Mary Catherine no tenía respuesta.
—Puede que los norteamericanos sean ignorantes, vagos y desorganizados, pero hay una cosa que se les da mejor que a cualquier otro habitante de la tierra, y eso es ver la tele. El norteamericano medio de ocho años ha absorbido más sobre los medios que un maldito estudiante de cine en la mayoría del resto de los países. Puedes contarles una mentira y no se darán ni cuenta. Pero si intentas mentirles con la cámara, te crucificarán. Razón por la cual, cuando grabamos películas caseras de tu padre, empleamos exactamente la misma cámara que un norteamericano cualquiera emplea cuando manda una cinta de su dálmata danzarín a Los vídeos domésticos más graciosos de Estados Unidos. Y para ser sincero, es posible que tengamos que procesar la cinta para que tenga peor aspecto que ahora.
—¿Estás seguro?
—Reagan lo hizo en los 80. Tengo entendido que le fue bien.
—Pero todo el mundo sabrá que Ogle trabaja para papá.
Myron agitó la cabeza rechazando la idea.
—Eso es una declaración verbal. A nadie le importa una mierda, siempre que los anuncios no parezcan elegantes. Créeme, mientras nos ciñamos a las cintas de vídeo de media pulgada, y mientras podamos evitar lanzar una imagen de tu padre de pie con el brazo alrededor de Cy Ogle, nadie que nos importe pensará jamás que alguna vez ha estado cerca de un elegante encargado de medios.