—Ésta es nuestra oficina —dijo Schram—, y les estamos pagando con nuestro dinero. Pero este tiempo es totalmente de ustedes. No han oído hablar de nosotros. Pero somos una empresa de investigación de opinión pública con un montón de grandes clientes en la política y la industria. Muchas personas prestan atención a lo que decimos sobre la opinión de Estados Unidos. Y lo descubrimos hablando con gente como ustedes. Y por eso digo que este tiempo es totalmente para ustedes… porque la idea es que se descarguen. Que nos cuenten exactamente qué piensan. Quiero que sean brutalmente sinceros y francos. En esta sala pueden decir lo que quieran, porque soy de Nueva York y no pueden herir mis sentimientos. Y si no me desvelan sus verdaderas opiniones, entonces no podré decirles a mis clientes lo que pasa por la mente de Estados Unidos.
Aaron no estaba en la sala. Estaba en la habitación de al lado, viéndolo por televisión. O más bien, oyéndolo. Ninguna de las cámaras apuntaba a Schram. Tenían media docena de cámaras en esa sala, cada una apuntando a un sujeto. Sus rostros aparecían en media docena de monitores de vídeo, alineados en fila, y bajo cada monitor había un ordenador siguiendo las entradas del prototipo PIPER fijado a la silla.
Las lecturas PIPER estaban compuestas por varias ventanas dispuestas en una pantalla de ordenador, cada ventana conteniendo un gráfico animado o diagrama. Ahora mismo, todos estaban muertos o inactivos. A Schram se le podía oír explicándoles a los sujetos que se pusiesen las pulseras: que se subiesen la manga, que se quitasen joyas, etcétera.
Uno de los laceadores, una joven llamada Theresa, entró en el cuarto de monitores. Traía un mazo de tarjetas, una por cada sujeto. Se sentó tras la mesa, desde donde podía ver los monitores, y comenzó a disponer las tarjetas.
—Hoy tenemos un grupo muy diverso, teniendo en cuenta la situación —murmuró. Rebuscó entre las tarjetas, sacó una, la colocó a la izquierda de la mesa, mirando el monitor de televisión más a la izquierda. El monitor mostraba a una mujer de unos cincuenta años, pelo rubio cubierto de laca con peinado complicado, grandes joyas, lápiz de labios reluciente, cejas muy marcadas con el lápiz—. Una CCFCC clásica, de las que hay demasiadas en este centro comercial.
—¿CCFCC?
—Concubina corporativa frecuentadora del centro comercial —murmuró Theresa—. Aunque para encontrarlas en su aspecto más puro hay que ir a un sitio como Stamford, Connecticut. Aquí en realidad no son corporativas, pertenecen más al gobierno. Esposas de generales.
—Oh.
Theresa colocó otra tarjeta sobre la mesa. Ésta aparentemente pertenecía a la persona del segundo monitor de televisión, un hombre algo corpulento de unos treinta y tantos años, con pelo en retroceso y una pose algo nerviosa.
—Este tipo es un esclavo asalariado acosado por las deudas. En su forma más pura —dijo.
—¿Es muy común?
—Oh, sí. Hay millones de esclavos asalariados acosados por las deudas. —Theresa depositó una tercera tarjeta. El tercer monitor de televisión mostraba a una mujer negra mayor, pelo gris en un moño, gafas de gruesa montura, con una mirada de cautela—. Mono de porche agitabiblia.
Número cuatro, otra mujer negra, en esta ocasión de casi cuarenta años, vestida con el uniforme de comandante del ejército del aire:
—Negra suburbial de primera generación.
Número cinco, una mujer blanca de mediana edad agradablemente rolliza con un peinado enorme, que parecía excitada por la situación, dispuesta a satisfacer:
—Esa dama es ahora mismo una recortacupones de pelo lacado. Con los años, dependiendo de la economía, probablemente se convierta en una apilalatas acorralada por la depresión o en una reina de las chucherías del centro del país.
Número seis, un caballero blanco de edad avanzada con rostro demacrado, muy alerta y escéptico.
—Activista alimentador. Estos tíos son realmente importantes. Los hay a millones y votan como locos.
—¿Cuántas categorías tenéis? —dijo Aaron.
—Muchas. Cientos. Pero no las usamos todas a la vez —dijo Theresa—. Ajustamos la lista al trabajo. Es decir, si intentamos vender zapatos atléticos, no prestamos atención a los alimentadores, monos de porche, jockey de caravana o apilalatas. Por otra parte, si estudiamos elecciones, podemos pasar de los grupos que no suelen votar, como cabeza metálica de formación profesional y chico urbano hierático.
—Comprendo.
—Y hay mucha superposición entre grupos, lo que en ocasiones hace que las estadísticas sean un poco grumosas.
—¿Estadísticas grumosas?
—Sí, es difícil interpretar las estadísticas porque las situaciones se confunden. Como cuando tienes un bebedor de Fanta de 180 kilos. Es un adjetivo, referido a su estilo de vida. Podrías tratar a los bebedores de Fanta de 180 kilos como un grupo en sí mismo. O podrías afinar buscando a los que no tienen habilidades profesionales que valgan la pena. En ese caso, tienes un nuevo grupo llamado bebedores de Fanta de 180 kilos muertos para el mercado laboral.
—¿De qué iba a servirte algo así?
—Digamos que pretendes vender una nueva dieta realmente barata. Decides venderla dirigida a los individuos gordos sin trabajo. Se te ocurre una estrategia de marketing que dice que perder peso mejora tus posibilidades laborales. Luego te concentras en los bebedores de Fanta de 180 kilos muertos para el mercado laboral y se lo vendes todo lo directamente que te sea posible.
Al colocarse las pulseras los miembros del grupo de opinión, las pantallas de los ordenadores se llenaron de datos. Las ventanas en los monitores, que se habían mostrado vacías a inertes, cobraron vida con coloristas gráficos que fluctuaban con rapidez. Las pulseras contenían sensores que medían varias respuestas corporales y las enviaban por el cable a los prototipos; ahí, la información que venía de la pulsera se convertía en digital y se transmitía hasta una estación receptora en el cuarto.
Aaron había pasado buena parte del mes pasado escribiendo software para ejecutarse en una estación de trabajo Calyx. El software analizaba el flujo entrante de datos y lo presentaba en forma gráfica para que Ogle, o cualquier otra persona, pudiese mirar la pantalla del ordenador y obtener una imagen inmediata de lo que sentía el sujeto.
En varias ocasiones, Aaron había estado a punto de preguntar por qué era necesario un análisis tan rápido. No podía entender a qué venía tanta prisa. Pero antes de plantear la pregunta, siempre recordaba lo que Ogle le había dicho durante el encuentro en Oakland: Tú no puedes entenderlo todo. Sólo yo, Cyrus Rutherford Ogle, puedo comprenderlo todo.
La voz de Shane Schram seguía sonando por el altavoz. Al saludar a esa gente mientras salía del ascensor, se había mostrado vital y exuberante. Pero ahora que estaban unidos a las sillas, había vuelto a hablar en el tono de vuelta de todo de Nueva York. Todo lo que decía lo decía como si estuviese resignado a ese hecho, cansado de ello, como si fuese totalmente evidente para alguien que no fuese un estúpido. Si prestabas atención el tiempo suficiente, empezabas a pensar que tú y Schram compartíais varios secretos que los bobos normales no conocían.
—Bien, el tema de nuestra encantadora reunión de hoy es el maravilloso mundo de la política.
En las pantallas de televisión, seis rostros asintieron y parpadearon con complicidad. Podías obtener una respuesta aprobadora de casi cualquiera refiriéndote a la política en ese tono de voz.
—Como no podemos traer aquí a ningún político, vamos a mostrárselos en televisión. Sólo les pido que miren este programa de televisión, durará como un cuarto de hora, y luego nos sentaremos a hablar de él.
En el pasillo, fuera del cuarto de monitores, Aaron oyó un ruido de arrastre. Luego un estruendo metálico. Luego otra vez el ruido de arrastre. Luego otro estruendo metálico.
—Estoy pulsando el botón que dice PLAY —dijo Schram, empujando un botón del vídeo—, pero no pasa nada. Otro maravilloso producto de nuestros arteros amiguitos japoneses.
Movimientos y colores florecieron en los seis monitores. La pulla a los japoneses había provocado la respuesta emocional más intensa de todo lo que se había dicho hoy.
El único problema era traducir los datos físicos que llegaban por los cables en información sobre el estado emocional. Seguía siendo una ciencia inexacta. Al percibir la intensa respuesta en los monitores, Aaron miró los televisores, intentando leer los rostros.
En mayor o menor medida, todos se reían del chistecito de Schram. Pero la mayoría no parecía muy sincera. Sabían que había hecho un comentario racista a costa de los japoneses, y sabían que se suponía que debería resultarles gracioso, pero a ninguno de ellos les divertía sinceramente. Estaban fingiendo.
Lo que seguía sin indicarle a Aaron qué pensaban realmente. ¿Les enfurecía la muestra de racismo de Schram? ¿Se sentían humillados al recordar el éxito económico de Japón?
—Oh, claro —dijo Schram—, no hay cinta en la máquina. Mi secretaria debió de llevársela. Esa zorra de mierda.
Otro estallido de color y actividad en los monitores de ordenador. Los rostros parecían conmocionados y nerviosos. Pero no todos respondían de la misma forma. En particular, las mujeres respondían de forma completamente diferente a los hombres.
Schram abandonó la sala, dejando a los sujetos a solas.
Una vez más, Aaron oyó el arrastre y el estruendo en el pasillo. Sacó la cabeza por la puerta. Era un conserje vaciando papeleras metálicas en un carrito con ruedas. El conserje tenía algo de monstruo de feria: tenía joroba y arrastraba una pierna al caminar, y había algo no del todo bien con su piel.
—Dios —murmuró Aaron.
El conserje se volvió para mirarle. Debía haber sufrido una quemadura. Tenía la piel escabrosa, manchada, estriada, como una pizza. No tenía cuello; la barbilla parecía soldada directamente al pecho por una larga lámina de piel que se había contraído al sanar.
Entró en la sala donde estaban sentados los sujetos, arrastrando el carro de basura detrás de él. Aaron volvió a meterse en el cuarto de monitores para ver cómo las pantallas de ordenador se volvían locas. Los seis rostros reaccionaron casi al unísono: alzaron la vista, con los ojos bien abiertos, se quedaron boquiabiertos mirando fijamente durante un momento, luego los modales recuperaron el control y fingieron no darse cuenta. Pero Aaron podía ver que el impacto emocional del espectáculo seguía burbujeando bajo la superficie. Casi podía ver las miradas rápidas y furtivas hacia el conserje, para luego apartarse, avergonzadas de su curiosidad.
En unos segundos, el conserje terminó de vaciar las papeleras y avanzó pasillo abajo. Los sujetos se quedaron sentados en silencio, mirándose unos a otros, desafiándose a decir algo.
Schram volvió a entrar.
—Bien, la puta de mi secretaria se ha tomado un descanso no autorizado. Es evidente que cree que puede usar el baño cada vez que le da la gana.
Lo que provocó mucha actividad interesante en las pantallas de ordenador, especialmente entre las mujeres.
—Pero rebusqué en su mesa y encontré la cinta en el fondo de la gaveta superior. No tiene etiqueta, pero creo que es la correcta.
El cuarto de monitores de Aaron contenía una séptima pantalla de televisión que le mostraba el mismo programa que veían los sujetos. Hasta ahora sólo había mostrado estática. En ese punto, una imagen en movimiento reemplazó a la estática.
Era un vídeo de una mujer chupando el pene de un hombre.
—Uf —dijo Schram—. ¿Cómo se para esto?
La imagen cambió. Ahora era una mujer encajada entre dos hombres sobre una enorme cama de agua en forma de corazón, realizando simultáneamente sexo vaginal y anal.
—Maldito vídeo nuevo. No me he hecho con los controles —dijo Schram—. Esperen un segundo. Creo que oigo a mi secretaria de vuelta. Ella sabe manejar esta cosa. Lamento mucho lo que está pasando.
Schram abandonó la sala durante un minuto más o menos, tiempo suficiente para que la mujer de la cama en forma de corazón alcanzase un clímax eléctrico. Sus dos amantes se retiraron y alcanzaron un orgasmo simultáneo en pantalla. Luego comenzó la nueva secuencia: un hombre atado a una tubería del techo al que una mujer vestida de cuero negro daba latigazos.
Entonces volvió Schram con su secretaria.
—Oh, Dios —dijo la secretaria—, ¿de dónde lo ha sacado? ¿De dónde ha salido? Apáguelo.
La pornografía se detuvo y fue reemplazada por estática. Aaron oyó cómo la cinta salía expulsada del aparato.
—La encontré en su mesa —dijo Schram—. Intentaba localizar los anuncios políticos, que ha perdido tan brillantemente.
—Oh. ¿Y eso le da derecho a rebuscar entre mis cosas?
—Eh. Lo que haga en sus ratos libres es su problema. Si estas cosas la excitan, puede tenerlas en su casa. Pero cuando las trae al trabajo…
—¡Cabrón! —gritó la secretaria—. ¡Cabrón! ¡Sólo porque no pudiste hacerlo conmigo! ¡Por eso lo has hecho! —Luego se echó a llorar y salió corriendo, gritando de humillación.
—¡No se me levantaba contigo porque eres una zorra frígida! —gritó Schram por el pasillo.
Aaron hacía tiempo que había dejado de prestar atención a los monitores. Se limitaba a mirar a la pared, prestando atención al altavoz, como si se tratase de un programa de radio muy dramático.
—Lo lamento mucho, gente —dijo Schram—. Para serles sincero, siempre tuve la sospecha de que era una de esas estilo Anita Hill. Ya saben, vienen todas sexy y luego diez años más tarde dicen que tú las acosabas.
En el pasillo, Aaron podía oír los tacones altos de la secretaria golpeando el suelo al volver. Sacó la cabeza por la puerta.
Entraba enfurecida en la sala de entrevistas, el rostro convertido en una máscara demoníaca de rímel corrido. Y llevaba una pistola. Aaron retiró la cabeza y cerró la puerta.
—¡Esto es lo que te mereces, hijo de puta! —gritó, y luego tres explosiones rápidas sobrecargaron el altavoz.
»¡Debería mataros porque sois testigos! —dijo la secretaria—. ¡Que nadie se mueva de su silla!
Ahora Aaron no podía por menos de mirar los monitores de televisión. Los rostros de los sujetos se habían convertido en máscaras retorcidas y sudorosas de miedo. Tenían los ojos muy abiertos, moviéndose rápidamente de un lado a otro, parpadeando con rapidez, estremeciendo las barbillas, varios tenían las manos sobre la cara, intentando no gritar.
Uno de ellos —el esclavo asalariado acosado por las deudas— de pronto se colocó ambas manos delante de la cara y giró la cabeza a un lado, preparándose para el impacto de una bala.
En el altavoz se oyó un chasquido metálico.
—¡Mierda! —dijo la secretaria—. Se me han acabado las balas.
La revelación desató un estallido de emociones en las pantallas de ordenador. Emociones más intensas que cualquiera vista hasta ahora.
—¡Alto! —gritó una voz profunda de hombre—. ¡Que no se mueva nadie! Deje el arma en el suelo, señora.
Aaron no podía ver lo que pasaba, pero podía ver las expresiones de alivio en las caras de los sujetos, podía ver la respuesta emocional en los monitores de ordenador. En el altavoz, oyó la letanía de los arrestos en las series de policías:
—Échese al suelo sobre el estómago y una los dedos de las manos detrás de la cabeza. No se mueva y nadie saldrá herido.
Sonaba seguro. Aaron decidió salir y ver qué pasaba. Recorrió el pasillo hasta la sala de entrevistas.
La secretaria estaba tendida en el suelo. Un enorme policía negro la esposaba. Schram estaba medio sentado, medio tendido en el suelo, tirado contra la pared, cubierto de sangre. Grandes chorros de sangre habían saltado a la pared por efecto de las balas y lo que parecía como cinco litros de sangre había fluido de las heridas y había formado un charco en el suelo.
—Dios mío —dijo Aaron—. Llamaré a una ambulancia.
—Ya lo he hecho —dijo el poli—. Vaya al ascensor y espere allí.
Aaron así lo hizo. Y no tuvo que esperar mucho tiempo; el grupo llegó con asombrosa velocidad, cuatro hombres empujando una enorme camilla y cargando con su equipo en bolsas y cajas. No le hicieron mucho a Schram, limitándose a colocarlo directamente sobre la camilla y sacarle de la sala. Y llevarlo pasillo abajo. Pasillo abajo hasta el baño.
¿El baño? Aaron les siguió.
Schram ya se había puesto en pie y se encontraba en proceso de quitarse las prendas manchadas de sangre. Bajo la camisa llevaba varios paquetes pequeños pegados al cuerpo, con cables eléctricos conectándolos. Todo estaba empapado en sangre y parecían haberse abierto desde dentro. Mientras Aaron miraba, Schram se los arrancó del cuerpo, dejando al descubierto carne limpia e inmaculada, y los tiró a la basura.
—Efectos especiales —dijo—. ¿Crees que se lo han tragado?
Aaron seguía allí de pie, con la mandíbula abierta como el capó de un coche abandonado.
—Tú te lo tragaste, es evidente —dijo Schram—, así que ellos probablemente también. Por qué no vuelves allí y nos vemos en un par de minutos, después de limpiarme. —Schram se quitó la última prenda y entró, completamente desnudo, en una ducha, dejando un rastro de pisadas sanguinolentas sobre el exquisito suelo de mármol blanco.
A la secretaria se la habían llevado esposada. Habían llegado varios «polis» más y habían empezado a interrogar a los seis testigos. Uno de los polis era gritón y matón y parecía estar tratando a los seis como si todos fuesen sospechosos potenciales del crimen. Otro se mostraba tranquilizador y comprensivo. Al turnarse para hablar con los seis sujetos, las lecturas de las pantallas fluctuaban de un extremo al otro.
Tras un minuto o dos, Schram se unió a Aaron en el cuarto de monitores, vestido con ropas limpias.
—¿No te meterás en problemas por hacerlo? —dijo Aaron. Sabía que era una ingenuidad incluso mientras lo decía. Pero no pudo evitarlo.
—¿Por hacer qué? —preguntó Schram, sonando perfectamente inocente.
—Por… por lo que acabas de hacer.
—¿Qué acabo de hacer? —dijo Schram.
—Yo… no sé, asustaste a esa gente.
—¿Y?
—Bien, ¿no es excederse un poco?
—La vida es así —dijo Schram.
—¿Pero no es ilegal hacer algo así?
—Todos firmaron un consentimiento. ¿Por qué crees que les pagamos?
—¡Los consentimientos te daban permiso para hacer algo así! —Los consentimientos indicaban que esas personas tomaban parte voluntariamente en un experimento psicológico —dijo Schram—, lo que ciertamente es el caso.
—¿Pero no vas a contarles que todo era mentira?
—Claro que lo haré. Claro que se lo diré —dijo Schram—. ¿Cómo si no íbamos a cabrearlos?
—¿Quieres que se cabreen?
—Antes de que salgan de esa sala —dijo Schram—, quiero que pasen por todas las emociones del mundo.
—Oh. Bien, ¿qué emoción están experimentando ahora?
—Aburrimiento. Lo que va a llevar un buen rato. Y mientras tanto, quiero repasar nuestros resultados hasta ahora.
Todo lo sucedido hasta ese momento —las seis señales de las cámaras de vídeo, el audio del altavoz y los flujos de datos de los prototipos PIPER— había quedado registrado por los ordenadores. Introduciendo algunas órdenes en el sistema Calyx que lo controlaba todo, pudieron volver atrás y reproducir porciones del experimento, viéndolo todo, en la docena más o menos de pantallas, igual que Aaron lo había visto la primera vez que había sucedido.
La puerta se abrió y el conserje jorobado entró en el cuarto. Miró a Schram con el ojo bueno, se le acercó arrastrándose y golpearon las manos.
—Una interpretación digna de un Oscar —dijo el conserje.
—Tú te llevas mejor actor secundario, Cy —dijo Schram.
—No, es todo efectos especiales —dijo Ogle, alzando la mano para agarrar la cortina de carne torturada que le iba desde la mandíbula hasta el pecho. Tiró de ella, y en su mayoría salió en un único trozo, dejando algunas tiras y fragmentos de piel que parecía quemada pegados a la cara y el cuello. Con algunos minutos adicionales de tirar y frotar, Ogle consiguió quitarse gran parte de su maquillaje, aunque le quedaron algunos fragmentos pegados por aquí y por allá, como trocitos de papel higiénico pegados sobre los cortes del afeitado, y las partes del rostro que no habían estado cubiertas todavía tenían maquillaje. A Ogle no le importaba; estaba demasiado ocupado mirando a los monitores.
Estaba encantado. Los ojos casi se le salían de las órbitas. Tenía la boca completamente abierta y fija en una expresión de alegría juvenil, como un chico de granja que visita Disneyworld por primera vez. Los ojos pasaban de una pantalla a la otra; no podía decidirse por una.
—Días. Semanas —dijo Ogle—. Lo voy a estar mirando durante semanas.
—Mira la expresión de esa apilalatas cuando metiste el culo en la sala —dijo Schram.
—No es una apilalatas —dijo Aaron—, es una recortacupones.
Lo vieron completo un par de veces. El ordenador les permitía repasarlo como si fuese una cinta de vídeo, avanzando rápido, rebobinando, congelando. Mientras lo repasaban, Schram fue apuntando en un bloc de notas. Finalmente cambiaron las pantallas de vuelta a una visión en tiempo real de lo que sucedía, en ese momento, en la sala de entrevistas.
No pasaba nada. Los seis rostros eran la expresión perfecta del aburrimiento. El poli bueno y el poli malo se habían ido, reemplazados por una voz monótona y pesada que hablaba y hablaba en una especie de jerga seudolegal.
—Es un actor que afirma ser un abogado de Ogle Data Research —explicó Ogle—. Lleva hablándoles más de media hora mientras nosotros nos ocupábamos de esto.
—Vamos a ver el aspecto de la indignación engreída —dijo Schram, poniéndose en pie y dirigiéndose a la sala de entrevistas.
—Vale —dijo Ogle.
Schram entró en la sala de entrevistas un momento más tarde y los monitores se pusieron en órbita. Ogle aulló como un perro.
—Todos igual —dijo—, todos reaccionan igual. El jorobado, el tiroteo, la pornografía, y todos reaccionan de forma diferente. Pero cuando están cabreados, todos tienen el mismo aspecto. Por eso el engreimiento es la fuerza más importante en la política.