Aaron Green puso los pies sobre su mesa en Green Biophysical Systems en Lexington, Massachusetts, disfrutando del primer recalmón de la acción desde su trascendental conversación con Cy Ogle en enero. Habían resuelto todos los problemas que se les ocurrían relacionados con el proyecto de miniaturización PIPER. La responsabilidad había pasado a los hombros de la gente de Pacific Netware. Aaron se había traído un New York Times y un Boston Globe, y leía los asombrosos resultados de las primarias de Illinois, que se habían celebrado el día antes.
Varios miembros del partido en el poder habían desafiado al presidente titular. Habitualmente, esos esfuerzos eran puramente simbólicos, pero la política presidencial sobre la deuda nacional había ofrecido en esta ocasión material más sólido para un desafío en serio, y esos candidatos habían logrado números sorprendentemente altos.
La situación en el otro partido era aún más interesante. Habían anunciado a dos candidatos, tres, si contabas al reverendo William Joseph Sweigel, cosa que casi nadie hacía. Todo el mundo sabía, y lo había sabido desde el Supermartes, que la carrera de verdad se daba entre Tip McLane y Norman Fowler, Jr., el chico multimillonario de Grosse Pointe.
Pero aparentemente, en las semanas anteriores a las primarias de Illinois, personas sin identificar habían iniciado una campaña para anotar en las papeletas el nombre de William A. Cozzano, el gobernador de Illinois, que se encontraba en el hospital recuperándose de una apoplejía. Parecía tratarse de un movimiento popular espontáneo y genuino. La gente empezaba a presentarse en las tiendas de camisetas pidiendo que les imprimiesen COZZANO en las camisetas y las gorras.
En buzones y parabrisas habían empezado a aparecer pósteres toscamente fotocopiados de Cozzano.
En las primarias del día anterior, muchísima gente había escrito el nombre del gobernador. Muchísima gente. Tanta, que se había retrasado el recuento de las papeletas. Pero los resultados disponibles en la medianoche anterior, cuando se cerraron las ediciones de los periódicos, daban a entender que Cozzano había ganado en muchos distritos electorales, se había situado en buena posición general y podría acabar segundo tras Norman Fowler, Jr. De hecho, tal había sido el ímpetu que había obtenido varios votos espontáneos en las primarias del otro partido.
Cuando Aaron vio los números preliminares impresos en el periódico, encendió la tele de su despacho para ver si había cifras más actuales. Antes jamás prestaba atención a esas cosas, pero desde que trataba con Ogle se había vuelto muy consciente de las elecciones.
Las cadenas de noticias estaban repletas de Cozzano. Cozzano en Vietnam. Cozzano portado a hombros de sus compañeros de equipo en los Bears. Cozzano rastrillando las hojas en su gran casa en algún pueblo perdido de Illinois. Cozzano saludando desde la ventana de su habitación de hospital en Champaign. Y el nombre COZZANO, toscamente impreso en camisetas y pancartas hechas en casa.
Se sobresaltó al darse cuenta de que había alguien en la puerta de su despacho. Era Marina, la administradora, genio del procesador de texto y la autoedición, resuelve problemas, diplomática, lo que hiciese falta. Parecía algo ida. Si estuviese en un dibujo animado de la Warner Brothers, hubiese tenido pajarillos y estrellitas dándole vueltas a la cabeza.
—Acabo de recibir la llamada de teléfono más insólita del mundo —dijo.
—Cuéntame —dijo Aaron.
—Llamó un tipo. Un tipo con acento sureño. Creo que es el tipo con el que has estado tratando en California.
—Cy Ogle.
—Sí.
—Bien, ¿qué tenía que decir el señor Ogle?
—Que estaba despedida.
—¿Cómo?
—Que estaba despedida. Que la corporación iba a reestructurarse y que más adelante podía volver a solicitar ser contratada.
Aaron se sentía más perplejo que furioso. Tenía que ser cosa del extraño sentido del humor de Ogle.
—Bien, ¿quién coño es Ogle para decir algo así?
—Justo lo que le pregunté. Dijo que era el presidente del consejo de administración.
—Yo soy el presidente —dijo Aaron.
—Ya lo sé.
Apareció otra persona en el pasillo, colocándose junto a Marina. Era Greg. Compañero de universidad de Aaron. Cofundador de la corporación. Biólogo en jefe.
—También acaban de informarme de mi despido —dijo—. Pero quizá no esté tan mal, ya que nuestras acciones se venden hoy por el doble de su precio normal. Así que valgo dos veces más.
—Genial —dijo Marina—, entonces yo también. —Marina también poseía muchas acciones.
—¿Vender? —dijo Aaron—. Hace meses que nuestras acciones no cambian de manos.
—Ponte al día —dijo Greg—. El cincuenta y cinco por ciento de las acciones cambiaron de mano a las 9:05 de esta mañana.
—Lo que quieres decir es que nuestros inversores nos vendieron a alguien.
—Viene a ser eso, sí.
—Y Cy Ogle afirma ser ese alguien —dijo Marina.
El teléfono de la mesa de Aaron comenzó a ronronear. Aaron descolgó, indicando con un gesto de la mano que Greg y Marina podían quedarse.
—Probablemente estés cabreado porque acabo de despedir a la mitad de tu empresa —dijo Ogle—. Lo que es comprensible. Es difícil mantener la nave en buena forma guiándose por las emociones y las lealtades personales. Jodidamente difícil.
—¿Ahora quién? ¿Yo?
—No. Tú te quedas, junto con los dos chicos de electrónica. Podemos sacarles partido. Todos los demás ya han cumplido con su propósito.
—¿Cómo se supone que voy a dirigir la oficina sin Marina?
—Ya no tienes que preocuparte de llevar una oficina. Tenemos sitio de sobra aquí, en Falls Church.
—Pero yo no vivo en Falls Church, Virginia. Vivo en Arlington, Massachusetts.
—Entonces será mejor que te acostumbres a unos jodidos viajes de ida y vuelta cada día —dijo Ogle—, porque dentro de cinco minutos un camión de mudanzas se presentará en la puerta de tu oficina para recoger todo tu equipo y traerlo aquí.
—Un momento, espera un segundo —dijo Aaron al fin. Había estado resistiéndose al impulso de cabrearse desde que había empezado toda esa locura—. Es totalmente inaceptable. No puedes arrancar nuestras vidas. Demonios, ¡ni siquiera sé con seguridad que seas el verdadero presidente!
—Lo soy —dijo Ogle—, pero no tiene sentido cabrearse conmigo.
—Sí que lo tiene —dijo Aaron—, si eres el presidente.
—Soy el presidente de Green Biophysical Systems desde las 9:05 a.m. —dijo Ogle—, pero a las 9:03 a.m. ya no era el presidente de Ogle Data Research.
—¿Eh?
—También me compraron.
—¿Quién?
—Mucha gente. MacIntyre Engineering. El Fondo Coover. Gale Aerospace. Pacific Netware. Ahora son mis dueños. Y lo primero que hicieron fue decirme que te comprase. Así que lo hice. Y luego me dijeron que iniciase un programa radical de reducción. Así que lo hice. Y una parte de ese plan es cerrar la oficina de Lexington y trasladarse a Falls Church.
—Y todo eso pasó durante los primeros cinco minutos de un día laborable.
—Sí.
—Vaya —dijo Aaron—, uno podría tener la impresión de que los trabajos preliminares se han estado realizando con bastante tiempo de antelación.
—Saca tus propias conclusiones. Ten un berrinche. Insúltame. Pero no llegues tarde a la reunión.
Aaron puso los ojos en blanco.
—¿De qué reunión estamos hablando?
—Reunión de emergencia del consejo de Ogle Data Research, a la que se te ha invitado a asistir como observador, seguida de una reunión de emergencia del consejo de Green Biophysics.
—¿Cuándo y dónde?
—Aquí mismo en Seven Corners, a las dos en punto de esta tarde. Eso te da tiempo de pillar un par de vuelos. Oh, Aaron…
—¿Sí?
—Os compramos al doble del valor nominal.
—Eso he oído.
—Volveremos a duplicar esa cifra si cualquiera de los accionistas actuales quiere vender. Pero tendrá que ser hoy.
—Lo comentaré.
—Te veo a las dos.
Aaron colgó su teléfono. El teléfono de Cy Ogle. El teléfono de MacIntyre, de Gale, de Coover y de Tice.
—La mala noticia es que nos ha atacado el equivalente financiero de Tormenta del Desierto —dijo—, y hemos perdido. La buena noticia es que hemos cuadruplicado nuestro valor.
Marina rió, casi histérica.
—No está mal para una hora de trabajo —dijo Greg, mirando la hora. Era las diez en punto.
Un agradable y enorme primer plano de la cabeza del gobernador William A. Cozzano apareció en la pantalla de televisión. Un rugido se oyó en el altavoz, el sonido de una multitud que vitoreaba.
Aaron vendió sus acciones. No tenía sentido aferrarse a ellas cuando sabía que se reducirían a un cuarto de su valor al final del día. Cogió un taxi a Logan, voló hasta La Guardia, atravesó la sala de espera y cogió otro avión hasta el aeropuerto nacional en Washington.
Mientras el avión giraba sobre el Potomac inferior, Aaron miró por la ventanilla y vio el monumento a Washington, el Malí, que parecía prematuramente verde para una persona acostumbraba a los inviernos de Nueva Inglaterra, y la cúpula del Capitolio. Se dio cuenta, con algo de asombro personal, de que era la primera vez que estaba en Washington, D.C., desde el viaje de la banda del instituto quince años antes.
Allí hacía mucho más calor, húmedo, verde, con flores por todas partes. La primavera, que en Boston ni siquiera había empezado, era allí un recuerdo. Le provocó sensación de estar fuera de sitio, de estar retrasado en el tiempo. Se subió a un pequeño bus que avanzó centímetro a centímetro a través del flujo de tráfico patéticamente limitado del aeropuerto y que al final le dejó frente a la ventanilla de Avis. Allí, se subió a un Taurus nuevecito de color azul marino. En el interior del coche hacía como cincuenta grados, y los controles del aire acondicionado ya estaban fijados en el máximo.
Iba a hacer falta acostumbrarse a D.C. Su coche de Boston ni siquiera tenía aire acondicionado. Iba a tener que comprarse un puto coche nuevo.
Salió directamente y se perdió de inmediato. No había problema, tenía tiempo de sobra, y le apetecía conducir perdido durante un rato. Finalmente aparcó frente a un 7-Eleven y compró un desmesurado atlas callejero del norte de Virginia y localizó Falls Church: a sólo unas millas al oeste de D.C. Justo en medio había un lugar llamado Seven Corners, donde convergían un buen montón de carreteras. Era difícil no verlo. Dado su nombre popular, Aaron esperaba una especie de cruce antiguo y arbolado.
No lo era. Era un lugar donde siete guetos de franquicias diferentes convergían y apilaban sus congestiones unos sobre otros, un universo de aparcamientos de asfalto cociéndose bajo el sol de Virginia. Y gran parte tenía un par de décadas de antigüedad, y se notaba el tiempo. Había quedado superado por competidores mejores y más recientes más alejados del centro de la metrópoli.
Y como Aaron Green había aprendido a apreciar el estilo de Cyrus Rutherford Ogle, sabía dónde mirar. Acabó encontrando el camino por el vasto y en su mayoría vacío aparcamiento de un enorme y viejo centro comercial en el corazón de Seven Corners. Era un centro comercial fantasma. La tienda principal, el monstruo en el centro muerto del centro comercial, era un monolito sin ventanas, recubierto de una especie de sustancia formada por grávida blanca que probablemente en los años cincuenta estuviese centelleante y limpia pero que ahora se había puesto de un gris apagado y había quedado manchada por largas vetas verticales de óxido. Una constelación de remaches oxidados y decapitados sobresalían de la pared hasta muy arriba, y Aaron tenía claro que en su día había sido una tienda importante. Pero ahora el cartel estaba roto y la fila de escaparates y puertas dobles que se extendía por toda la fachada del edificio dando a la acera había quedado reemplazada por tableros de aglomerado, pintados de negro. Aaron entró sin vacilar.
Era igual que el concesionario Cadillac, sólo que más grande. Y, en ese momento, era más ruidoso y atestado de lo que solían ser las instalaciones de Ogle cuando se encontraba entre campañas. Más variado, también. En ese momento había mucha gente trabajando, en su mayoría jóvenes, en su mayoría mujeres, en su mayoría de raza negra. La mayoría vestía camisetas recién estrenadas. Y todas las camisetas tenían impresa la palabra COZZANO. Manejaban máquinas de estampar camisetas. Estampando aún más.
Pero no eran elegantes. La insignia impresa en las camisetas (y gorras, sudaderas y cazadoras) no era un logo chulo, como el que se usaría en una campaña nacional. Todo se escribía con sencillas mayúsculas, sin gráficos. Era exactamente lo que conseguirías si entrases en una tienda de camisetas de mala muerte en medio de una feria y les pidieses que imprimiesen la palabra COZZANO en una camiseta.
Lo mismo valía para los toscos pósteres de campaña de 22 por 28 que salían flotando de la fotocopiadora, y las pancartas, montadas a partir de estacas de verjas y cajas de neveras, y escritas a mano por mujeres que vestían más camisetas baratas de COZZANO.
Una esquina estaba dedicada a una mesa plegable que sostenía muchos teléfonos. Había jóvenes tras la mesa hablando por teléfono. También había una docena de mesas con personas de más edad, gente vestida con traje, allí sentadas, y también hablaban por teléfono. En la pared de atrás había un enorme mapa de los cincuenta estados, casi oscurecido por alfileres de colores, banderines, banderas y notas amarillas.
—Esto de aquí —dijo la voz familiar de Cy Ogle— es el departamento de movimiento popular espontáneo.
Aaron pasó de él. Ogle se movió hasta situarse en la visión periférica de Aaron. Se había puesto una camiseta COZZANO amarillo chillón sobre la camisa del traje y también llevaba un sombrerito de paja de Cozzano.
—Verás, el problema de los movimientos populares espontáneos es que son tremendamente desorganizados —dijo Ogle—. Y con eso no basta, porque las reglas de las papeletas en los distintos estados son increíblemente complicadas. Por ejemplo, en Nueva York…
—Ahórratelo —dijo Aaron—. Ahórratelo.
—En cualquier caso, bienvenido a la metacampaña —dijo Ogle.
—Vale, voy a picar. ¿Qué es una metacampaña?
—¿Viste cómo, después de las primarias de New Hampshire, los comentaristas siempre se concentraban en el segundo? No parece importarles una mierda quién haya ganado. Sólo quieren hablar del que queda en segundo lugar. Quien tiene impulso. Impulso del bueno. Eso es la metacampaña. La lucha por el corazón y la mente de la prensa, y de los grandes donativos.
Cuando Aaron entró por primera vez en las oficinas Pentagon Towers de Ogle Data Research, con media docena de prototipos PIPER en una caja, sabía que Ogle iba en serio con algún asunto, porque nunca había visto a su nuevo jefe poseer, alquilar o siquiera acercarse a un inmueble tan civilizado.
Ese edificio de oficinas en concreto, nuevo y bonito, estaba enraizado en un enorme centro comercial llamado Pentagon Plaza. Era uno de los centros comerciales más agradables del área metropolitana de D.C., lo que ya era decir mucho. Era una metrópoli autocontenida; además del centro comercial tenía un aparcamiento en varias plantas, cines, un Westin, una estación de metro y espacio de oficinas. Desde la suite alquilada por Ogle, en el piso once, podías contemplar la vasta geometría del Pentágono, al otro lado del Potomac, y Washington en sí. O, si girabas en el otro sentido, podías mirar directamente a través del espectacular tejado de cristal del centro comercial, hasta el atrio, hasta la zona de comida, medio llena de compradores cansados, medio llena de jefes del Pentágono almorzando.
La oficina la había decorado profesionalmente alguien que realmente apreciaba las líneas elegantes. Eran líneas elegantes de arriba abajo, y de un extremo al otro, el tipo de lugar donde un hombre que no llevase el pelo bien peinado hacia atrás se sentiría como un paleto apestoso. Una elegante recepcionista se sentaba detrás del ciclorama de granito pulido que era la recepción, encajada bajo el logotipo de ODR, contestando al teléfono y enviando las llamadas a la cutre tienda de Falls Church o al concesionario cutre en Oakland. Detrás de ella todo eran ventanas, cromo y vidrio, bonitos despachos que no usaba nadie excepto, aparentemente, cuando tenían una reunión importante con alguien tan fatuo como para sentirse impresionado por algo así. Lo que probablemente incluía al 99% de los políticos.
Pero Ogle no había escogido el edificio por ser nuevo, elegante o conveniente. Como le dijo repetidamente a Aaron, le gustaba por una razón y sólo una: llegabas a él atravesando un centro comercial. Le gustaba el simbolismo. Enraizado en un puto centro comercial. El símbolo definitivo de la clase media norteamericana. Era la gente con la que Ogle ganaba dinero y con la que empeñaba su reputación.
También resultaba práctico en momentos como ése, cuando Ogle deseaba hacer lo que se conocía como entrevistas de grupos de opinión. La idea de una EGO era reunir a algunas personas que representasen una sección transversal de Estados Unidos y entrevistarlas, quizá mostrándoles algunos anuncios posibles para la campaña, y obtener su reacción.
En Pentagon Plaza era muy fácil encontrar una sección transversal de Estados Unidos. Coge el ascensor hasta el centro comercial, espera a que abran las puertas, echa la red y habrás recogido todo un grupo de opinión entero antes incluso de que se diesen cuenta de lo que pasaba.
A la gente que reunía los grupos de opinión para Ogle se le daba de fábula recorrer el centro comercial, valorando a la gente. Observando la ropa, peinado, joyas y forma de andar de una persona, lo que miraban, las tiendas que les fascinaban y las tiendas de las que pasaban, el tipo de comida que escogían y cómo la comían, esos observadores podían deducir el nivel de ingresos de una persona con un margen de diez mil dólares y hacer algunas suposiciones bastante acertadas sobre su lugar de origen, si eran de una gran ciudad o de pueblo, e incluso las ideas políticas que era más probable que tuviesen.
Esos empleados de Ogle se conocían oficialmente como analistas de grupos de opinión, pero en la jerga corporativa simplemente se les llamaba laceadores. Los laceadores tenían una jerga propia, un sistema para clasificar a la población. Era un campo vasto y Aaron no tenía ni la más remota idea de cómo funcionaba. No le hacía falta. Ellos reunían los grupos de opinión. Aaron hacía funcionar el equipo.
Fijaron media docena de prototipos PIPER a los respaldos de las sillas. Cada uno tenía colgando una pulsera. Las sillas estaban dispuestas en un agradable semicírculo en una pequeña y agradable sala en una oficina agradable y de verdad en las oficinas Pentagon Towers.
Una vez que tuvieron la salita totalmente preparada con los prototipos y los vídeos, Shane Schram, el psicólogo tipo duro, fornido, de traje arrugado, prematuramente calvo, se materializó desde alguna otra parte del país y mandó a un par de laceadores al centro comercial. En unos minutos, las muestras de norteamericanos comenzaron a llegar por el ascensor.
Schram los recibía directamente delante del ascensor con un cordial hola y un gracias por haber aceptado participar. La recepcionista los guiaba hasta la sala de entrevistas, donde rellenaban una tarjeta de información, bebían café y comían donuts. Pronto, tuvieron la media docena completa. Schram entró en la sala, cerró la puerta, les dio las gracias una vez más, e inició su discurso.
A cada uno de los seis se le pagaban cien dólares. Ogle gastaba un total de seiscientos dólares para probar un sistema que costaba millones. Era un negocio bueno de verdad.