Capítulo 23

La primera pista que tuvo Eleanor de que pasaba algo raro la recibió al oír a Doreen, en la caravana de al lado, decir:

—¡Guau! ¡Mirad eso, niños! —Con el falsete cantarín que empleaba para llamar la atención de los niños. Mientras tanto, Eleanor podía oír las ruedas recorriendo y restallando la grávida, junto a su caravana.

Eleanor miró por la ventana. Los hogares móviles, al igual que los aviones a reacción, ofrecían grandes vistas a los lados pero no podías ver lo que había justo delante o detrás. Sólo podía ver un lateral de la caravana de Doreen, y el tremendo peinado de Doreen en una de las ventanas, flanqueado por los rostros de sus tres chicos, con ojos y bocas muy abiertos para aceptar la nueva entrada de datos. Todos miraban algo que pasaba justo delante de la caravana de Eleanor.

Debían de ser los nazis. Venían a por ella. Eleanor corrió a la parte delantera de la caravana, poniendo la cadena de la puerta al pasar. Llegó delante, donde dos diminutas ventanitas miraban hacia fuera, y retiró sólo un poco las persianas.

Era un enorme Lincoln Town Car, azul marino, recién lavado, el coche más bonito y limpio a varios kilómetros a la redonda del parque de caravanas. Podrías aparcarlo en un espacio vacío y hacerlo pasar por un hogar móvil.

Todas las portezuelas estaban abiertas. Bajaban varios hombres. Todos eran jóvenes. Todos llevaban gafas de sol. Al menos dos llevaban walkie-talkies, y los usaban. Y miraban a su alrededor, examinando todos los puntos de la brújula a través de sus lentes oscuras, moviendo las cabezas de un lado a otro como cañones de luz en una torre de vigilancia. Uno de ellos se acercó al Datsun, pegó la cara al vidrio plateado y cerró las manos alrededor de los ojos.

Durante unos momentos, Eleanor estuvo convencida de que eran matones nazis que habían venido a volarla por los aires. Pero no era más que paranoia. Los seguidores de Earl Dudley Strang no eran hombres ricos con trajes y Lincoln Town Cars. Y de querer acabar con ella, vendrían en medio de la noche, como los chacales que eran. No a plena luz del día, en un coche inmenso como ése.

Además, no se comportaban como matones, o al menos no como ella creía que se comportarían los matones. Habían bajado del coche nada más llegar, pero luego se habían detenido. No hacían nada por entrar en la caravana de Eleanor.

Eleanor levantó la persiana un poco más, sintiéndose más valiente, y se dio cuenta de que seguía habiendo un hombre en el interior del Lincoln Town Car. Estaba sentado en medio del asiento trasero y hablaba por teléfono.

Terminó la conversación, colgó y se movió al extremo del asiento. Salió del coche, ayudado por uno de los jóvenes de gafas oscuras, y permaneció en pie sobre la grávida. Entrecerró los ojos al recibir la luz directa del sol, con el rostro llenándose de arrugas, como un arroyo en High Plains.

Eleanor le hubiese reconocido en la cara oculta de la luna: era el senador Caleb Roosevelt Marshall, republicano de Colorado. Era tan viejo que realmente su nombre se debía a Teddy, no a Franklin, Roosevelt. Era tan conservador que, durante los años treinta, cuando muchos de sus jóvenes compañeros idealistas iban a España a luchar en el bando revolucionario, él se ofreció voluntario para luchar en el bando fascista.

Se había opuesto enérgicamente a la participación norteamericana en la Segunda Guerra Mundial. Un partidario sólido del general MacArthur y un defensor a ultranza de «bombardear con nucleares a los malvados chinos» (sus propias palabras) en Corea. Había pasado la mayor parte de los años cincuenta denunciando a simpatizantes comunistas en Washington y en la prensa. Había llamado comunista a Goldwater.

Había considerado que la crisis de Berlín y la crisis de los misiles cubanos eran grandes oportunidades para lanzar un primer ataque nuclear contra la Unión Soviética, y se alineó con Curtis LeMay al recomendar que mandasen a Vietnam del Norte a la edad de piedra.

Se había presentado sin éxito a presidente en cuatro décadas, desde los años cincuenta hasta los ochenta, siempre que consideraba que el principal candidato republicano no era lo suficientemente violento, amenazador y tenebroso. Votaba con firmeza contra la acción afirmativa. Aunque Eleanor conocía la historia de los derechos civiles lo suficientemente bien para saber que había asombrado a todos votando a favor de la Ley de Derechos Civiles en 1964.

Así era él: era tan radical como para balancearse en los límites de un estereotipo unidimensional, pero una o dos veces al año hacía algo extraño y asombroso. Se había ganado el afecto renuente de algunos al odiar consistentemente a Richard Nixon desde el comienzo. Se había puesto del lado de Anita Hill durante la confirmación de Clarence Thomas, y ofreció un largo y profano discurso en su defensa en el Senado, empleando la ocasión para lamentar la implosión total de los valores norteamericanos.

Justo cuando su imagen estaba a punto de ser rehabilitada, hacía algo reaccionario. Durante los últimos años, había celebrado el día de los derechos de los animales yendo al rancho de su familia en el sudoeste de Colorado y marcando algunas cabezas delante de las cámaras de televisión. Le ganó toneladas de publicidad, reforzó su imagen de cavernícola, y le convirtió en inmensamente popular entre granjeros y cualquiera que se ganase la vida a costa de los animales. El hombre sabía ganarse las contribuciones a la campaña.

Ahora ese gnomo viejo, imperecedero e inexplicable estaba de pie delante de su caravana, rodeado de hombres que, comprendía ahora, eran agentes del servicio secreto. No sabía si debía salir corriendo para ocultarse o darle la bienvenida.

Pronto se lo encontró llamando a la puerta y tuvo que decidirse. Se echó el pelo atrás y se lo ató en una cola, fue a la puerta y la abrió. Pero seguía con la cadena y sólo se abrió unos centímetros. Se encontró mirando por la rendija a Caleb Roosevelt Marshall. Tenían más o menos la misma altura.

—Tranquilícese, mujer —dijo él, mirando la cadena—. No he venido a quemar una cruz en su maldito jardín.

Ella cerró la puerta, retiró la cadena y la abrió por completo.

—¿Senador Marshall? —dijo ella.

—¿Eleanor Boxwood Richmond?

—Sí.

—¿Liquidadora de Erwin Dudley Strang?

—Bien…

—¿La lengua más rápida del Oeste?

Eleanor rió.

—Si me invita a pasar, podría discutir algunas cosas con usted.

—Pasen.

—No tiene que invitar a ninguno de éstos —dijo Marshall. Se dio la vuelta y cerró la puerta en la cara de los agentes.

—¿Le apetece beber algo? —dijo ella.

—Estoy en animación suspendida. Sólo se me permite beber extrañas mezclas preparadas por un farmacéutico. No se las podría permitir, y yo sólo me las puedo permitir aceptando pagos extra —dijo. Hablaba como alguien acostumbrado a que un millón de personas oyesen su voz.

—Bien, en ese caso, siéntese donde le apetezca.

—Siempre que me siento o me reclino, se me pasa por la cabeza la idea de que no volveré a ponerme en pie —dijo—. Para un hombre de mi edad, incluso sentarse resulta morboso. Por lo tanto, espero no hacerla sentir incómoda si me quedo de pie.

—En absoluto. —Eleanor acercó un taburete alto, uno de los artefactos que habían salvado del naufragio de su estilo de vida de clase media, y se sentó sin perder altitud. De esa forma todavía podrían hablar cara a cara.

—Sé que esta conversación ya ha empezado con mal pie porque usted cree que soy un viejo malvado y maligno que odia a las personas de su raza —dijo el senador Marshall.

—Se me ha ocurrido, sí.

—Pero de hecho, sólo odio la mierda. Odio la mierda porque crecí en un rancho y pasé las primeras tres décadas de mi vida paleándola. Me metí en política principalmente porque era un trabajo de despacho y naturalmente pensaba que en un trabajo de despacho no tendría que palear más mierda. Evidentemente, nada podría estar más lejos de la realidad. Por tanto, comprenderá que llevo toda la vida enterrado en mierda hasta la nariz y en consecuencia sé más sobre ella, y la odio más, que cualquier otra persona sobre la tierra.

»Bien, la razón por la que muchos negros creen que les odio es simple: hay un buen montón de mierda en la política racial, incluso más que en otros aspectos de la política, y cuando reacciono contra esa mierda, creen que reacciono contra ellos. Pero no es así. Sólo reacciono contra su mierda política. Como la acción afirmativa. Eso es una mierda. Pero los derechos civiles no son una mierda. Y voté a favor.

—Sé que lo hizo.

—Y todos esos términos diferentes: de color, negro, afroamericano… eso también es mierda. Siempre están dispuestos a inventar nuevos términos para negros, pero nunca a hacer algo que les ayude en realidad, y eso es mierda. La cuestión básica es que a todos deberían tratarlos de la misma forma, como especifica la maldita Constitución, y todo lo demás es mierda.

—Bien, senador, soy consciente de que usted no es una persona totalmente unidimensional, y por tanto estoy dispuesta a ofrecerle el beneficio de la duda mientras sea usted un invitado en mi casa.

—Eso pensé. Muchos negros me odian y se ponen a dar saltos y a organizar marchas de protesta en cuanto aparezco por el horizonte, pero supuse que usted vería las cosas con algo más de claridad. ¿Sabe por qué?

—¿Por qué?

—Porque usted tiene un detector de mierda tan bueno como el mío, y eso es una cualidad muy poco común.

—Bien, gracias, senador.

—Y no teme usarlo.

—Bien, no fue una reacción muy habitual por mi parte. Estaba muy disgustada en ese momento y no pensaba con claridad.

El senador Marshall se mostró molesto y contrariado.

—¡Una mierda! Estaba usted pensando tan claramente como puede pensar una mente humana. ¿Qué quiere decir con que no estaba pensando con claridad?

—Quiero decir que me educaron para tener buenos modales y ser diplomática, y que no hubiese violado esos estándares de no haberme encontrado tan agotada emocionalmente.

—Bien, usted y yo tenemos interpretaciones diferentes. Mierda, creo que llevo agotado emocionalmente desde los cinco años.

—Se ha comentado mucho —dijo Eleanor.

—Estaba usted perfectamente justificada para decir todo lo que dijo —dijo el senador Marshall—. ¿Comprende que es posible que Earl Strong jamás se recupere, políticamente, de lo que usted le hizo?

—Creo que está usted siendo muy optimista.

—Mierda. Es su educación amable la que habla, ¿no?

—Posiblemente.

—Tengo un montón de encuestas de dos centímetros de grosor. Lo hemos estado siguiendo. Demonios, quise venir a felicitarla esa misma noche. Pero en su lugar, esperé unos días a tener los resultados. Y señora, vapuleó usted a ese hijo de puta. Le arrancó la cabeza a ese imbécil. Merece una medalla.

Eleanor rió.

—¿Una medalla? Preferiría tener trabajo.

El senador Marshall alargó la mano derecha y miró expectante a Eleanor.

No sabía qué hacer. El tipo era tan raro. Era raro, y él mismo sabía que era raro, sabía que ella lo sabía, y no le importaba.

Al fin la amabilidad ganó y le estrechó la mano. Él agarró la suya, no con el apretón a la ligera de un político, sino con la fuerza de un hombre que tenía que luchar para salir de las camas y las sillas. No la soltó.

—Hecho —le dijo—. Está contratada.

Eleanor rió con histeria.

—¡Está loco! —dijo—, ¿de qué habla?

—No sé.

—Así que está de broma.

—Oh, no. Estoy completamente seguro de no estar bromeando. La he contratado. Simplemente todavía no he podido apartar toda la mierda.

—¿La mierda?

—Puesto de trabajo, nivel profesional, qué escritorio le ponemos, qué puta foto colgamos de la pared de su despacho. Verá, una de las cosas que se aprende, al contratar a mucha gente, y despedir a la mayoría, es que cuando encuentras a alguien que vale la pena, lo contratas de inmediato y luego te ocupas de los detalles. Y yo acabo de contratarla.

—Sólo porque le dije algunas cosas desagradables a Earl Strong.

—Le dijo algunas verdades —dijo Caleb Roosevelt Marshall—, una hazaña que muy pocas personas en Washington pueden lograr. Y las dijo bien, lo que resulta igual de raro.

Todavía no le había soltado la mano.

—Yo hubiese esperado que Earl Strong le cayese bien.

—¡Ja! Cree que daría mi apoyo a alguien que viniese y defendiese algunas posturas similares a las mías. ¿Qué cree que soy, un viejo idiota y senil?

—¿No son así las cosas?

—Las posturas cambian. La gente no. Earl Strong puede o no ser siempre un llamado populista conservador. Pero definitivamente siempre será un cobarde imitador de Hitler con una cara comprada en el supermercado, como le definió usted. No quiero tenerle en el Senado. Y es muy posible que me haya salvado usted de ese destino. Así que le debo un trabajo.

—Bien, yo no estoy segura de querer trabajar con usted.

—Eleanor Boxwood Richmond —dijo—, usted y yo tenemos las mismas posiciones políticas. Sólo que usted no lo sabe todavía.

—¿Cómo puede decir algo así? He sido demócrata liberal toda la vida.

Todavía agarrándole la mano, el senador Marshall agitó la cabeza con desdén.

—Todo eso de republicanos y demócratas es pura mierda —dijo— en cuanto a liberales contra conservadores, bien, la gente es muy promiscua con el uso que dan a esas palabras. Realmente no significan nada. Dentro de esos dos grupos hay muchas divisiones. Y entre esos dos grupos, hay más solapamientos de los que cree. Es mierda que no importa en realidad. Sólo importan los valores.

—¿Los valores?

—Los valores. Yo los tengo. Usted los tiene. Earl Strong no los tiene. Eso significa que usted y yo estamos del mismo bando. Debemos estar juntos, usted y yo.

—Y eso significa que va a darme trabajo.

—Ya lo tengo decidido. Me llevó unos minutos, pero ya lo tengo. Necesito una coordinadora de salud y servicios humanos para mi oficina de Denver. Puede empezar el lunes. Trabajará muchas horas y ganará cuarenta y cinco mil, más seguro médico completo. ¿Le interesa?

—¿Qué puedo decir? —Efectivamente, ¿qué podía decir?—. Claro. Lo acepto. ¿Qué tengo que hacer?

—Contestar llamadas telefónicas furiosas de los parásitos que quieren saber qué pasó con sus cheques de beneficencia.

—Vale. Eso puedo hacerlo.

—Genial —dijo el senador, y finalmente le soltó la mano.

—Una pregunta.

—¿Sí?

—¿Espera que me deshaga de esa gente o que la ayude? Porque si alguien llama deseando encontrar su cheque de beneficencia, tengo la intención de ayudarle.

—Ninguna de esas personas vota —dijo el senador—, por lo que se pueden ir al infierno por lo que a mí respecta. Puede responder como le parezca más conveniente.