Capítulo 22

William A. Cozzano era un paciente terrible. Mary Catherine no lo había comprendido hasta no convertirse ella misma en médico, y adoptar la costumbre de juzgar a la gente por su habilidad para recibir tratamiento médico.

Los buenos pacientes se parecían bastante a las ratas de laboratorio. Eran dóciles, sumisos, cooperativos y no excesivamente inteligentes. Los inteligentes eran los que te causaban problemas porque siempre estaban haciendo preguntas. Sabían perfectamente que eran tan inteligentes como el médico. Que si quisiesen, podrían matricularse en la facultad de Medicina y a los pocos años sabrían tanto como el médico.

William A. Cozzano era uno de esos pacientes que discutía todo lo que le decía el médico. Se olvidaba de tomarse la medicina… aposta. Colocaba el calendario de recuperación en el reino de lo absurdo. En parte era un resto de la guerra, cuando tenía que seguir en marcha cuando estaba herido, y en parte se debía al deporte, donde el tratamiento estándar para los huesos rotos era un poco de cinta adhesiva deportiva.

Para él la apoplejía había sido un infierno porque le impedía discutir con los médicos. Mary Catherine se lo había visto en la cara. Un médico venía y le decía que apagase la CNN y descansase, porque tenía que dormir. Papá ponía cierta cara, la expresión que indicaba el comienzo de un combate intelectual, la expresión que adoptaba cuando ordenaba sus argumentos y se preparaba para aplastar a su oponente. A continuación abría la boca y lo que salía era un galimatías. El médico apagaba la tele y las luces, y se iba dejándole en la oscuridad.

Había sido más o menos igual durante su estancia de cuatro días en el Instituto Radhakrishnan de California. Pero allí la situación no había sido tan grave. Se trataba de un cruce entre instituto de investigación y hospital privado. Desde el primer contacto que los Cozzano tuvieron con el Instituto, les dejaron claro que allí el paciente no era sólo una rata de laboratorio. Allí, el paciente era un asociado en su propio tratamiento y recuperación. Se le pedía opinión en muchas decisiones importantes. Estaba presente en las reuniones donde se discutía la estrategia de recuperación. Esa gente no tenía miedo a los pacientes que hacían preguntas inteligentes. Les encantaban. Los preferían.

—La neurología es una ciencia fascinante, llena de acertijos y misterios —había dicho el doctor Radhakrishnan durante la primera reunión, en la sala de conferencias en el alto risco sobre el océano Pacífico.

Mary Catherine había contenido una sonrisa. Radhakrishnan era neurocirujano y, en un gesto muy poco habitual, comentaba lo maravillosa que era la neurología. Se preguntó si el comentario tendría alguna relación con que la hija del paciente fuese neuróloga.

—En su terapia —siguió diciendo Radhakrishnan—, exploraremos regiones en las que jamás ha entrado nadie. Observaremos los datos que fluyan de su biochip como los astrónomos observando las imágenes enviadas por la sonda Voyager en su viaje a los planetas exteriores. Cada día y cada hora veremos cosas novedosas e inesperadas. Reuniremos datos suficientes para escribir un millar de artículos y un centenar de tesis doctorales.

»Pero la información que recibimos del biochip implantado nos llegará a través de un cuello de botella estrecho. Usted, el paciente, tendrá acceso a un espectro mucho mayor de información y experiencias. Es por eso que agradecemos la oportunidad de realizar esta terapia con un paciente muy inteligente y perceptivo. Precisamos de su ayuda, gobernador Cozzano. Precisamos de su cooperación en esta empresa científica.

Papá no había dicho ni una palabra, limitándose a mirar por los grandes ventanales hacia las olas que chocaban. Pero Mary Catherine sabía que había prestado atención y había comprendido hasta la última palabra. Sabía exactamente qué pasaba. Y ella también sabía que estaba entusiasmado. Dos meses de que Patricia le tratase como un niño le habían dejado ansioso de algo así.

Mary Catherine había recorrido hasta el último centímetro del Instituto Radhakrishnan. Había repasado los registros de los experimentos con mandriles y el trabajo realizado con el camionero indio llamado Mohinder Singh, quien se había recuperado milagrosamente empleando la misma terapia. Había visto muchas horas de vídeo de Singh, grabadas antes del implante y durante el tratamiento posterior. Los resultados hubiesen sido impresionantes para cualquiera; para una neuróloga profesional eran misteriosos.

Había entrevistado durante horas al doctor Radhakrishnan y a algunos de los más importantes miembros de su equipo, planteando muchas preguntas difíciles sobre lo que podía salir mal y qué medidas habían tomado para evitarlo. Siempre recibía buenas respuestas a sus preguntas. Respuestas que parecían estar preparadas de antemano, como si hubiesen anticipado todas sus ideas.

Pero esa actitud era paranoica. No podía dar con nada que estuviese mal. Lo único negativo que se podía decir del Instituto Radhakrishnan era que habían realizado la transición de mandriles a humanos muy precipitadamente. Se habían arriesgado en extremo. Y si hubiese salido mal, habría indicado que eran unos tontos y unos imprudentes. Pero había salido bien, y por tanto eran brillantes y valientes.

Habría sido mejor —mucho mejor— si hubiesen podido mostrar a una docena o así de Mohinder Singhs, en distintas fases de recuperación. Porque ese chofer punjabí no era una recta. No conformaba una tendencia. Podía ser pura chiripa.

Pero William A. Cozzano había enseñado a su hija a ser una igualitaria escrupulosa, y por tanto en ese punto de la argumentación siempre se contenía. Porque no era justo adoptar esa actitud. La única forma de probar algo así era hacerlo con humanos. Cierto, estaría bien ver a una docena de Mohinder Singhs. Estaría bien para los Cozzano. ¿Pero para el segundo Singh, y para el tercero? Para ellos el riesgo sería considerable sin nada a lo que aferrarse. Y sus vidas valían tanto como la de William Cozzano.

No era justo. Era lo que diría papá. No era justo que otras personas aceptasen todos los riesgos, para que luego tú recogieses todos los beneficios una vez que fuese seguro.

Además, de esa forma era una aventura. Y Mary Catherine sabía que a papá le encantaba esa idea. En el fondo papá era un hombre bravío; siempre estaba deseoso de hacer alguna locura. Pero su posición a la cabeza del clan Cozzano le había obligado a comportarse conservadoramente durante toda su vida. La apoplejía le había librado de esa responsabilidad opresiva. Ahora no tenía nada que perder.

Así que Mary Catherine firmó los papeles. Desde la apoplejía, Mary Catherine tenía el control del cuerpo de su padre. Le había mandado a ese quirófano con muchas dudas sobre la operación, pero totalmente segura de que era lo que él deseaba.

Le afeitaron la cabeza y le metieron en camilla en el quirófano a las 7:45 a.m., la mañana del 25 de marzo, poco más de dos meses después de la apoplejía inicial. Mary Catherine le dio un último beso sobre su cráneo bruñido antes de que le lavasen para la operación. Luego se puso una chaqueta y salió a dar un largo paseo por el borde del risco, dejando que el viento del Pacífico jugase con su pelo. Le habían dicho que podía ver la operación si lo deseaba, pero si resultaba ser fatal, no deseaba que ése fuese el último recuerdo de su padre.

Se encontró un saliente rocoso alto, lo subió y se sentó. Abajo, a media milla, un enorme y hermoso queche atacaba contra el viento. Más allá, apenas podía distinguir la silueta de grandes cargueros subiendo y bajando por la costa de California.

Dios, necesito unas vacaciones, pensó. Y luego: es esto. Estas son mis vacaciones. Así que disfrutó de sus vacaciones durante unos minutos.

Luego, al oír ruidos a su espalda, se dio la vuelta para ver a James acercándose, recién llegado del aeropuerto, con una enorme sonrisa en la cara.

Se le habían acabado las vacaciones. Tratar con James se había convertido en una profesión.

—Tiene razón —le había dicho Cy Ogle por teléfono el día de las primarias de Illinois—. A su hermano se le da fatal el surf.

—¿Cómo lo ha sabido?

—¿Recuerda nuestro almuerzo?

—Claro.

—Hice lo mismo con su hermano. Lo traje en helicóptero desde South Bend. Almorcé con él en el mismo sitio.

—¿Y?

—Se comportó de forma completamente diferente.

—¿En qué sentido?

Ogle rió.

—Usted no se impresionó. No se dejó impresionar por una limusina cualquiera. No le impresionó un buen almuerzo o mi reputación, o la gente vitoreándole porque se apellida Cozzano.

—¿Y él se impresionó?

—Oh, sí. Quedó profundamente impresionado. Se le veía en la cara.

—Alto —dijo—. Ni me lo describa. Sé exactamente qué expresión debía de tener.

—Bien, en cualquier caso, tuvimos una conversación agradable.

—¿De qué hablaron?

Ogle se había reído.

—De nada remotamente similar a lo que hablamos usted y yo. Verá, usted está interesada en las relaciones. A James le interesa el poder. Así que durante un rato hablamos sobre el poder.

Lo que había dejado a Mary Catherine con una ligera náusea, porque sabía que Ogle tenía toda la razón.

Tenía que ver con la testosterona. Sabía que era así. Papá había suprimido a James. James era pequeño, débil, tenía un umbral bajo de dolor, no podía lanzar o recibir una pelota, no le gustaba ensuciarse. Papá había sido lo suficiente buen padre como para tragarse su decepción. Pero todos sabían que allí estaba, bajo la superficie. James simplemente no se había desarrollado. Y tan pronto como papá desapareció de escena, toda esas hormonas acumuladas habían salido en torrente y James había empezado a desarrollarse demasiado rápido. Desarrollándose en la dirección incorrecta, sin la guía de papá.

Le hacía falta una espaldera a la que aferrarse para crecer. La precisaba ahora, antes de que causase más problemas a la familia. Pero Mary Catherine sabía que no había nada que ella pudiese hacer; en el estado actual de acelerón por testosterona de James, era incapaz de aceptar guía, o incluso consejos, de su hermana mayor.

Mel tampoco podía hacerlo. Mel y James jamás habían tenido mucho que decirse, nunca habían desarrollado la simpatía que tenían Mel y Mary Catherine. Mel era un luchador de las calles y James era un niño mimado e ingenuo, a pesar de los esfuerzos de papá por endurecerle. Los dos no podían conectar a ningún nivel.

Un ejemplo. Papá había entrado en el quirófano hacía hora y media. James debería haber estado allí para darle un beso de despedida. Mary Catherine sabía perfectamente que la gente moría bajo el bisturí y que tenías que estar presente cuando alguien entraba, porque era posible que el paciente jamás volviese a abrir los ojos. Y ella personalmente se lo había explicado a James. Le había recalcado, una y otra vez, la importancia de estar allí antes de la operación. Y había llegado tarde.

—Hola, hermanita. ¿Cómo estás?

Ni siquiera comprendía que la había cagado. Eso era lo que daba más miedo. No era consciente.

—Llegas tarde —dijo.

Él quedó conmocionado, conmocionado al descubrir que ella estaba enfadada con él. Se encogió de hombros y alzó las palmas.

—El vuelo se retrasó. Ya sabes cómo va O’Hare.

—Tú también —dijo Mary Catherine—, y un doctorando de Notre Dame debería tener cerebro suficiente para tenerlo en cuenta.

—Dios —dijo, ahora totalmente herido—, todo este asunto te ha convertido en la dama dragón.

—Puedes decir «zorra» si te apetece.

—Como prefieras.

Ella se apartó y volvió a mirar el océano, observando cómo maniobraba el enorme queche. El botalón se agitó sobre cubierta, sus foques quedaron flácidos y se agitaron durante un momento, luego se volvieron a inflar y se tensaron al adoptar el barco un nuevo rumbo.

A ella no le molestaba en absoluto. En ese momento estaban tratando con problemas muy graves. Y de pronto comprendía muchas cosas sobre papá que no había entendido antes. Por qué era un tipo tan resistente. Por qué podía ser tan calculador.

—Sobran los vuelos. Pensé que a lo mejor venías anoche —dijo Mary Catherine, intentando no sonar tan dura.

—Estaba ocupado. Tuve que ocuparme de un negocio.

Esas palabras la aterrorizaron. Le miró a la cara.

—¿Qué tipo de negocio?

—Con calma, con calma —dijo, tranquilizador—. No voy por ahí haciendo nada sin consultarte.

—Nunca te he acusado de hacerlo —respondió—. Es la primera vez que me ha surgido la idea.

James enrojeció, poniéndose realmente patoso durante unos segundos.

—Bien, éste es un asunto propio —dijo—. No tiene nada que ver con la familia.

—¿Qué asunto?

—Tengo trabajo —dijo, sonriendo con orgullo.

—Bien, es genial, ¿pero no va a interferir en tu trabajo en la tesis?

—No, eso es lo bueno —dijo—. Es parte de mi trabajo en la tesis. Cobraré doble. Me pagan por este trabajo y seguiré recibiendo mi estipendio normal como estudiante graduado, y probablemente también consiga un contrato para un libro. —James tenía una expresión maquiavélica en la cara, como si acabase de superar en inteligencia al mismísimo Satanás.

—¡Bien, James, es maravilloso! ¿Qué trabajo es?

—Un estudio sobre la campaña presidencial. Todos los líos políticos que se han producido durante la temporada de primarias. Centrándome en la estrategia con los medios de comunicación. Y si juego bien mis cartas, estoy seguro de que podría convertirse en un libro.

—Es genial. ¿Cómo llegaste a esa idea?

—Se me ocurrió el otro día. Estaba hablando con un tipo. Es un importante consultor de campaña. Puede que no hayas oído hablar de él.

—¿Cómo se llama?

—Cy. Cyrus Rutherford Ogle.

—Oh. ¿Cómo conectaste con él?

—Me invitó a almorzar —dijo James despreocupadamente—. No tengo muy claro el porqué. Pero creo que, evidentemente, por mis relaciones familiares, combinado con mi experiencia en ciencias políticas, creyó que yo podría ser una persona a la que debía conocer.

—Sí, evidentemente —dijo Mary Catherine, pareciendo terriblemente impresionada.

—Durante un rato charlamos sobre nada, sin ser específicos. Luego empezó a hacerme muchas preguntas sobre mi tesis. El tema parecía fascinarle.

—Seguro que sí.

—Yo le preguntaba por su trabajo y se me ocurrió que, dado que él parecía tan interesado en mi trabajo, un acuerdo de colaboración mutua podría ser posible, así que lo acordamos todo, allí mismo, en la mesa del almuerzo. Me va a dar acceso a varias campañas, tiene amigos y protegidos trabajando virtualmente en todas las campañas importantes. Así que yo obtendré mucho material al que normalmente no tendría acceso.

—Bien —dijo Mary Catherine—, parece que has realizado una brillante jugada. —Hacía lo posible por no sonreír delante de su hermano. James tenía la misma expresión de orgullo, la misma sonrisa, que cuando a los seis años había atrapado un sapo en el jardín de atrás.

James se encogió de hombros.

—Sí. Pero Dios, es un montón de trabajo.

—¿Lo es?

—Oh, sí. De pronto tengo un montón de contactos. Docenas de fuentes importantes. Toda esa gente a la que seguir. He pasado los últimos días sólo hablando por teléfono, montando una base de datos para ordenar toda la información que he estado recibiendo. Voy a ir al máximo hasta el día de las elecciones.

—¡Ajá!

—Pero si he aprendido algo de papá, es que cuando ves una oportunidad tienes que ir a por ella.

—Bien —dijo Mary Catherine—, espero que no estés mordiendo demasiado.

Era manipulación de la forma más pura. Para James hubiese sido paternalista haber recibido una felicitación. Era mejor preocuparse e inquietarse por ese gran trabajo masculino en el que James se embarcaba.

—¿Qué se supone que significa eso? —dijo él. Estaba molesto, y cada vez más, acumulando un estupendo crescendo de furia engreída—. ¿Crees que no puedo ocuparme de un trabajo importante?

Mary Catherine se encogió de hombros.

—Te tengo mucho respeto, James —dijo sin comprometerse.

—No, no es así. Sigues creyendo que soy un niño. Pero no lo soy. Soy un adulto. Y quizá no desees admitirlo, ahora que te has nombrado a ti misma la jefa de hecho de la familia y crees saber lo que es mejor para todos.

—Vale. Tú eliges —dijo ella.

—Ya antes he hecho cosas importantes. Y ésta la voy a completar. Voy a triunfar.

—Eso está bien. Te deseo toda la suerte del mundo.

James guardó silencio durante un momento, tranquilizándose.

—Ha sido duro ser el hijo de un Gran Hombre.

—Sé que lo ha sido —dijo ella—. Sé que ha sido muy difícil.

—Ha habido muchos momentos en que me he sentido como el hijo idiota, ya sabes. Muchos de los viejos amigos de papá me tratan como a un niño.

Con eso, sabía Mary Catherine, se refería a Mel.

—Pero Cy es totalmente diferente —añadió—. Me trató con respeto. Como a un igual. No tenía ninguna duda de que podría hacer ese trabajo. Y se lo agradezco.

Yo también, pensó Mary Catherine.

—Deberías conocerle —dijo James.

—Quizá debería, sí.

A Mary Catherine se le había ocurrido una idea interesante. Quizá Cy Ogle la hubiese manipulado a ella tan brillantemente como había manipulado a James.

O quizá no. Ella le había ofrecido algo parecido a un quid pro quo: ayúdame con James, ese cañón suelto en la cubierta de la nao Cozzano, y luego volveremos a hablar. Y había cumplido. Lo había hecho en menos de una semana. Les había solucionado un enorme problema.

Cy Ogle podría ser una persona a la que podrían recurrir.