Había muchos despachos vacíos en los pisos superiores del viejo concesionario Cadillac de Cy Ogle. Al ponerse en marcha el proyecto PIPER, Aaron solicitó algo de espacio para el cuartel general en la Costa Oeste de Green Biophysical Associates. Ogle se limitó a encogerse de hombros, decirle que subiese y que reclamase lo que le diese la gana. Aaron escogió un despacho en la tercera planta. Por lo que podía apreciar, sólo había una persona más en todo el edificio, lo que no dejaba de ser algo sorprendente en año electoral.
Pero él no era el primero en pasar por allí. El edificio poseía el carácter desgastado, por el uso excesivo, de una estación de metro, con depresiones marcadas en umbrales y escalones. Cada vez que Aaron atravesaba una puerta, a través de la suela de las zapatillas deportivas sentía la ligera concavidad del suelo, bruñida a través de varias capas superpuestas de linóleo que marcaban óvalos que parecían líneas de un mapa topográfico.
Los despachos estaban equipados con viejos escritorios y sillas de metal con esos tonos incoloros y acabados poco convincentes en madera que se reservaban para el mobiliario de oficina, pero las paredes estaban virtualmente empapeladas con pósteres y pegatinas de llamativos colores. Gigantescos cables telefónicos multilínea colgaban de agujeros toscos practicados en el yeso. Ogle se encontraba en medio del proceso de informatizar toda su infraestructura, comprando estaciones de trabajo Calyx de alta potencia a Pacific Netware, y esos agujeros poco elegantes en las paredes hacían que la instalación fuese más fácil. El vendedor traía las cajas a una oficina, desempaquetaba los ordenadores y pasaba los cables por los agujeros. Surgían por agujeros desiguales en otros despachos y se conectaban a otras estaciones de trabajo.
Aaron sólo podía identificar así como a un 10 por ciento de los candidatos defendidos en las pegatinas y pósteres que cubrían las paredes, techos, puertas e incluso aseos. La mayoría de ellos parecía pertenecer a contiendas senatoriales y gubernamentales en estados con los que no estaba familiarizado. Muchos parecían ser de otros países. Había algunos en cirílico y otros alfabetos que Aaron ni siquiera podía reconocer, y menos aún leer.
La vida de Aaron en el proyecto PIPER era trepidante pero cómoda. Había descartado toda pretensión de ser un hombre de negocios de verdad y había vuelto a la investigación básica, y le sorprendía descubrir lo feliz que se sentía. Era su forma natural de vivir. Se reunía con la gente de Pacific Netware, ya fuese allí en Oakland o en Marin County, e identificaban un conjunto de problemas en los que trabajar. Volaba a Boston y resolvía esos problemas con sus socios, luego volaba de vuelta y repetía el ciclo. En el primer viaje ya se dejó el traje bueno en Boston y luego regresó a Oakland en el vuelo nocturno, facturando una bolsa llena de camisetas y camisas de franela. Dormía en el suelo de su nueva oficina en Oakland, comía pizza y era feliz.
En muchas ocasiones se encontraba con gente en los pasillos vacíos o en las escaleras igualmente vacías, portando manojos de papel o cintas de vídeo de una oficina vacía a otra. Hasta el momento no había visto dos veces a la misma persona. No conocía a nadie lo suficientemente bien como para decirle hola. Parecía que había mucha gente trabajando para Ogle, pero esas personas no permanecían demasiado tiempo en un mismo sitio. Así que se sobresaltó un poco cuando una tarde Ogle metió de pronto la cabeza por la puerta y dijo:
—¿Quieres ver algo impresionante?
—¿Qué es? —dijo Aaron.
—La primera mujer presidente de Estados Unidos —dijo Ogle.
—No sabía que habían celebrado elecciones.
—Recuerda lo que digo. Apostaré dinero —dijo Ogle—. Vamos.
Aaron se puso en pie y siguió a Ogle escaleras abajo. De todas formas, le hacía falta estirar las piernas.
Ogle tenía un estudio de edición de vídeo en la primera planta, justo detrás del «Despacho Oval» y los demás decorados. Había media docena de pequeños monitores en color de buena calidad montados en estantes, cada uno conectado a un vídeo diferente, y todas las máquinas estaban conectadas entre sí y a una estación de trabajo Calyx por medio de una red incomprensible de gruesos cables negros.
Había dos hombres y una mujer en la habitación, acomodados de tal forma que sugería que llevaban allí bastante tiempo. Aaron había visto a un par de ellos, aquí y allá, por el edificio.
Ogle era un loco. Era tan desinhibido que a mucha gente le parecía claramente demente. Pasaba mucho tiempo mirando al vacío con su boquita retorcida en una especie de sonrisa incrédula y burlona. Pero también era un sureño, y de pronto podía activar una potente etiqueta señorial cuando era lo apropiado. Por tanto, al entrar con Aaron en la habitación, hizo una pirueta y lanzó una mano para indicar a las tres personas, y luego las presentó adecuadamente.
—Éste es Aaron Green de Green Biophysical Systems, nuestro genio jefe en PIPER —dijo—. Aaron, me gustaría presentarte a Tricia Gordon, la compradora de espacio publicitario con más talento de la Tierra; se encargó de la compra de anuncios durante la campaña de Coca-Cola del año pasado.
Aaron no entendía nada de lo que Ogle decía. Le sonrió a Tricia Gordon, ella le ofreció la mano, él la aceptó. La mujer vestía un vestido azul a medida y relativamente formal, joyas abstractas y alargadas, y tenía un pelo rojo que estaba recogido en un estilo bastante ambicioso. Estaba segura de sí misma y resultaba agradable.
—Y éste es Shane Schram, psicólogo clínico de Duke pasando por Harvard. Se encarga de nuestros grupos de opinión, ¡y vaya si puede escarbar bajo la superficie de un grupo de opinión!
Aaron seguía sin saber de qué iba todo. Le dio la mano a Shane Schram, quien no se puso en pie ni dijo nada, limitándose a dejar los palillos con los que comía mientras le ofrecía la mano a Aaron. Era ancho de hombros, con calvicie prematura, despeinado y elegante.
Ogle seguía riéndose de Shane Schram.
—Cuando los miembros de los grupos de opinión salen de esta habitación, se sienten como si los hubiesen torturado. Shane es el Savonarola de los grupos de opinión.
—Comprendo, genial —murmuró Aaron.
—Y éste es mi viejo amigo Myron Morris, quien dijo en una ocasión que el cambio político más importante del último cuarto de siglo fue la invención de la lente zoom. Myron es cineasta, en caso de que no lo hayas adivinado. Se encargó de esos anuncios de los daños por inundación al estilo cinema vérité para el congresista Dixon, allá en Tejas.
Aaron le dio la mano a Myron Morris, un hombre de rostro ancho, un tipo alegre pero cínico de cincuenta y pocos años, vestido con las piezas de un traje bastante bueno.
—Acabo de ver esto en la CNN —dijo Ogle, agitando en el aire una cinta de vídeo de tres cuartos de pulgada—, y pensé que os gustaría verlo.
—¿Salió en horario de máxima audiencia? —dijo Tricia Gordon.
—Efectivamente —dijo Ogle, metiendo la cinta en una enorme grabadora de vídeo profesional. El aparato golpeteó con fuerza, como un enorme camión cambiando de marcha, y una imagen se materializó en la pantalla que tenía arriba.
El presentador daba paso a un segmento; sobre su hombro se veía la pequeña cabeza de Earl Strong, el populista temible que había estado causando conmoción en Colorado. Aaron no podía oír mucho, porque el sonido estaba muy bajo. Pasaron a una toma de un centro comercial con las palabras DENVER, COLORADO superpuestas en la parte de abajo.
Todos se rieron, excepto Aaron.
—Una elección de lugar muy original —dijo Myron Morris, aparentemente burlón.
Angulo inverso: visto desde cerca de la entrada, una limusina blanca se detiene, decorada con banderas y eslóganes, y bajan ciertas personas, incluyendo a Earl Strong.
—Dios, vaya un pringado —dijo Myron Morris—. Está desierto. Qué desperdicio.
Ogle debió de darse cuenta de la mirada de confusión de Aaron.
—Probablemente tenga un millón de partidarios en el interior, pero ninguno situado en la puerta para recibirle. Así que parece un don nadie —explicó Ogle.
—Deberían haber colocado un bus o algo como fondo. Cualquier cosa. Lo que fuese —dijo Morris.
—Mira, el aparcamiento está lleno de reflejos —explicó Ogle—. Reflejos en los parabrisas y demás. Pero la entrada del centro comercial está en sombras. Así que no podemos ver la cara del tipo…
—¡Mira! Va a desaparecer —dijo Morris.
En el televisor, Earl Strong entró en la sombra del centro comercial y se convirtió en una silueta informe. La cámara hizo zoom a su cara, intentando compensar el alto contraste entre el reflejo exterior del aparcamiento y la poca luz del rostro de Strong, pero el resultado seguía siendo fatal.
—Lo intentó —dijo Ogle.
—¿Quién? —preguntó Aaron.
—El cámara —respondió Morris.
En el televisor, Earl Strong se acercó a las puertas del centro comercial y luego un corte. Aaron seguía sin poder oír nada, pero parecía que el reportero estaba narrando.
—La raza superior ataviada con sombreritos de paja —dijo Morris.
Como si fuese una señal, la pantalla se llenó con un par de señoras de media edad y raza blanca vestidas con camisetas de PISANDO FUERTE y sombreritos de paja que decían EARL STRONG, entrechocando las manos siguiendo el ritmo de una canción de campaña.
—Buen ritmo para arios —dijo Shane Schram.
—Los ovnis me devoraron el cerebro —dijo Tricia Gordon.
—Ahora algunos chistes —dijo Morris.
Una vez más, siguiendo perfectamente las indicaciones, Earl Strong apareció en pantalla, ofreciendo comentarios precocinados.
—¿Ya lo habías visto antes? —le preguntó Aaron a Morris.
—Acaba de una vez —dijo Morris.
—Bonita luz, ¿eh? —dijo Tricia Gordon.
—Me encanta —dijo Morris.
Earl Strong estaba de pie sobre una plataforma. La cámara que grababa estaba debajo, apuntando hacia arriba de tal forma que, de fondo, Earl tenía en general el techo del centro comercial. Pero parte del techo estaba formado por tragaluces, y donde no había tragaluces, había brillantes lámparas de vapor de mercurio. Los tragaluces provocaban grandes zonas deslumbrantes y las lámparas provocaban largas líneas onduladas sobre el rostro de Earl Strong.
—Dios. Habría que prohibir las cámaras de televisión en las regiones con sol —dijo Morris—. Sólo película. ¿Cuántas veces tengo que repetirlo?
Todos los presentes se reían de Morris. Pero Morris sólo tenía ojos para el televisor.
—¡Un momento! ¡Un momento! ¡Alto ahí! ¡Tenemos drama electoral en directo!
Todos guardaron de pronto silencio, acercándose a la pantalla.
La cámara ahora apuntaba a una mujer de raza negra que se encontraba aparentemente justo debajo de Earl Strong. Era esbelta, con pómulos altos, y la primera impresión es que todavía no había cumplido los treinta. Pero al reflexionar, los cuarenta y pocos eran más probables. Para ser una mujer de cuarenta y pocos años, era una belleza. No de una forma excesivamente sexual. Tenía un rostro bonito, con grandes ojos. Vestía un abrigo demasiado grande, pero su volumen contrastaba bien con su constitución relativamente fuerte y esbelta, y el color azul marino le iba bien a los tonos de la piel. De fondo tenía una pared de simpatizantes de Earl Strong vestidos con camisetas llamativas y que se apartaban de ella a toda prisa; se encontraba de pie en el centro de una arena de arios gordos e intensos, todos mirando hacia dentro, destacando su importancia. Al hablar, inclinaba la cara hacia la luz uniforme y omnidireccional que venía desde arriba; la misma luz que hundía en las sombras a Earl Strong a ella le servía de iluminación perfecta.
—La coreografía me deja sin habla —dijo Ogle.
—Me encanta —dijo Tricia Gordon—. Y la iluminación le sienta bien.
—Está diciendo la verdad —dijo Schram—. Sea lo que sea que esté diciendo, yo la creo.
—El dramatismo es irreal —dijo Myron Morris—. Una mujer sola, de pie, y todos esos nazis de caravana alejándose de ella como ratas.
De vuelta a Earl Strong, ahora mirándola directamente, de forma que su rostro estaba completamente oscurecido por una sombra siniestra.
¡Myron Morris se volvió loco de pronto! Se dejó caer de la silla, hincándose de rodillas bajo el televisor y unió las manos como si estuviese rezando.
—¡Haz zoom! ¡Haz zoom! ¡Haz zoom y su carrera se ha acabado! —gritó.
La cámara empezó a hacer zoom. El rostro de Earl Strong comenzó a crecer hasta llenar la pantalla, hasta convertirse en un primer plano devastador.
—¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! —gritaba Morris—. ¡Córtale el cuello a ese cabrón!
Una vez que la luz posterior fue eliminada por el zoom, la electrónica de la cámara pudo apreciar con detalle clínico todos los gestos del rostro de Earl Strong. Una tormenta de sudor había atravesado el polvo y el maquillaje de la frente; algunas gotas individuales habían empezado a correr. Una de ellas fue en línea recta hasta el rabillo del ojo y ese ojo comenzó a parpadear espasmódicamente. Earl Strong tenía la boca medio abierta y la lengua había surgido, medio sobresaliendo de la boca mientras intentaba pensar en qué hacer a continuación. Una enorme mancha caucásica apareció en la parte inferior del encuadre: su mano, apartando el sudor del ojo afectado, deteniéndose al bajar para meter un pulgar en la nariz y sacar algo que le había estado molestando.
Morris se puso en pie de pronto y lanzó un dedo acusador directamente al rostro de Earl Strong en pantalla.
—¡Sí! ¡Estás muerto! ¡Estás muerto! ¡Estás muerto! ¡Estás muerto y enterrado, mierdecilla endogámica que te sacas los mocos! ¡Debemos localizar al cámara y darle una medalla!
—Y un trabajo decente —dijo Ogle.
De vuelta a la mujer, todavía de pie. Tenía el rostro alerta, la mandíbula en su sitio, los ojos convertidos en llamas, pero siguió sólida e inmóvil, un sujeto perfecto para la cámara. La cámara hizo un poco de zoom, pero siguió sin encontrar imperfecciones. Había algunas arrugas alrededor de los ojos. Sólo conseguían hacerla parecer aún más sabia, comparada con Earl Strong.
—Ronald Reagan, muérete de envidia —dijo Shane Schram.
—También hay algo en ese rostro —dijo Ogle.
—Ha pasado por momentos muy malos, es evidente. Una Piedad americana —dijo Tricia Gordon.
—Vayamos allí a representarla —dijo Shane Schram.
—¿A qué se presenta? —dijo Morris.
—A nada. Es una indigente —dijo Ogle.
Una expresión de satisfacción extática apareció en el rostro de Morris.
—¡No! —dijo.
—Sí —dijo Ogle.
—No puede ser. Demasiado perfecto —dijo Morris—. Es demasiado jodidamente ideal.
—Es una indigente, y según nuestras encuestas, hoy le quitó veinticinco puntos a Earl Strong.
Morris alzó los brazos.
—Dimito —dijo—. No soy necesario. La vida real es demasiado buena.
—Tenemos que presentarla a algo —dijo Tricia Gordon, mirando fijamente el televisor.
—Disculpad —dijo Aaron—, ¿pero no estáis olvidando una cosa?
—¿El qué? —dijo Ogle. Todos le miraban, en silencio.
—No hemos oído nada de lo que dijo la mujer —dijo Aaron—. Es decir, podría estar loca de atar.
Todos emitieron sonidos de burla y desdén.
—Eso no importa nada —dijo Shane Schram—. Mira su cara. Es de fiar.
—Que le den a las palabras —dijo Morris—. Para eso están los que escriben discursos.