Una limusina blanca entró en el aparcamiento del centro comercial, dejó atrás la línea de buses que esperaban y se detuvo delante de la entrada principal. La limusina distaba de ser elegante; era una valla publicitaria móvil para Vehículos de Segunda Mano y Remanufacturados Inc. De Ty Buckaroo Steele. Sólo salía del garaje durante los desfiles, cuando Buckaroo en persona la conducía calle abajo con alguna reina de la belleza local sobresaliendo del techo solar para saludar a la multitud y lanzar caramelos a los jóvenes.
Pero ahora Buckaroo le había encontrado otro uso. Las portezuelas se abrieron y de ella bajaron varios hombres vestidos con trajes oscuros, que caminaron, en grupo, hacia la entrada del centro comercial. En medio del grupo pudo distinguir claramente el rostro de segunda mano y remanufacturado de Earl Strong, a quien invariablemente conocían por allí como «el próximo senador de Colorado».
Unos momentos después de que entrase en el centro comercial, se oyeron vítores del interior. Estaban celebrando algún acto de campaña.
Agitó la cabeza, mirando al inmenso póster PISANDO FUERTE pegado al lateral del autobús que tenía justo delante.
Todavía faltaba media hora para la salida de su bus. Realmente no tenía ninguna razón para estar sentada fuera cuando podía entrar en el centro comercial y matar el tiempo. Sólo que se sentía tan sucia, paseando por un bonito centro comercial vestida de esa forma, con ropas arrugadas por haber dormido con ellas puestas, y con el pelo revuelto, cargando con los grandes paquetes de comida sin marca que había conseguido gratis.
Justo a su lado había una enorme papelera de falso adobe, casi desbordada, y descansando en la capa superior, cuidadosamente doblada y desechada, había una gruesa y lustrosa bolsa de Nordstrom.
Eleanor cogió la bolsa y la desdobló. Era nueva y estaba limpia.
Metió el queso y la avena dentro de la bolsa Nordstrom, se levantó y fue hasta la entrada del centro comercial. Quería ver qué tramaba Erwin Dudley Strang.
Al aproximarse a la entrada vio su reflejo en las puertas de vidrio. Había creído que ocultar el queso de beneficencia en la bolsa Nordstrom era un truco ingenioso, pero cuando se vio, reconoció algo en su silueta, una forma que había visto en muchas ciudades, en muchos bancos de parque, y comprendió.
Se había convertido en una indigente.
Una lanza le atravesó el corazón. Le falló el paso y se detuvo por completo. Las lágrimas anegaron incontrolablemente sus ojos y comenzó a moquear. Aspiró, parpadeó, tragó y se resistió.
Los partidarios de Earl Strong maniobraban a su alrededor, volviéndose para mirarla a la cara. No podía quedarse allí. Recuperó el paso y atravesó las puertas de vidrio, y al hacerlo dejó de ser una indigente y se convirtió en una clienta.
En la zona central del centro comercial, Earl Strong estaba de pie sobre un estrado elevado, pisando fuerte.
—Gracias a todos por venir. Quería celebrar este acto en enero, pero el centro comercial no me permitió hacerlo porque decían que era el día de Martin Luther King, Jr. y yo dije que ciertamente no quería asociar mi nombre con un hombre que plagió su tesis y se acostaba con mujeres con las que no estaba casado.
Risas nerviosas pero exultantes recorriendo la multitud: un montón de fornidos hombres blancos de mediana edad alzándose las cejas unos a otros para ver si se atrevían a reírse de Martin Luther King. Lo hicieron.
—Entonces quise hacerlo en febrero, pero me dijeron que era el día del presidente. Y yo dije que me gustaba cómo sonaba, pero que yo me presentaba al Senado y la Presidencia tendría que esperar algunos años más.
El comentario provocó un estallido de aplausos y una lenta repetición de «¡Preséntate! ¡Preséntate! ¡Preséntate!». Earl Strong, totalmente encantado, dejó que el cántico creciese durante unos segundos, lo justo para que las cámaras de televisión lo recogiesen, para luego fingir acallarlo agitando las manos.
—Eso dejaba marzo y abril. Pero en abril tenemos la Pascua, cuando Cristo se alzó de entre los muertos, y eso queda un poco lejos de mis habilidades. Así que me decidí por marzo. Marzo es un mes sencillo y normal, claro y honrado, sin fiestas elegantes, y decidí que se ajustaba mejor a mi estilo. Y hay otro detalle sobre el mes de marzo: ¡pisa fuerte!
Lo que provocó un estallido de vítores y cánticos que duró varios minutos.
Abajo, Eleanor vagó por entre la multitud cargando con la bolsa, observando a los partidarios de Strong vitorear, saltar y agitar los puños al aire. Era totalmente invisible. Sólo miraban a Strong. Los pocos que notaron su presencia mostraban la misma mirada de conmoción que Erwin Dudley Strong años atrás, cuando vio por primera vez a una mujer negra en la puerta de una casa suburbana. Luego apartaban la vista. Con culpabilidad.
Cuando eras madre, era fácil comprender a la gente. Eleanor veía su sentimiento de culpa a un kilómetro de distancia, los veía intentar engañarse a sí mismos, como niños que creían que podían hacer desaparecer todo lo desagradable simplemente deseándolo.
Lo único que les hacía falta, comprendía, era una buena charla. Cosa que Earl Strong jamás podría darles.
Finalmente los vítores se acallaron y Earl Strong dejó de agitar las manos unidas sobre la cabeza y regresó al atril, se tiró de los puños, se ajustó el cuello un poquito. Eleanor se le había acercado bastante y ahora le miraba a menos de un metro. Tenía la cara completamente cubierta de maquillaje para televisión. Con su traje perfecto y rígido, y su peinado moldeado a inyección y su espeso maquillaje, parecía tal cual una figura recortada en cartón.
—Bien, podríais preguntaros por qué me tomé tanto trabajo y esperé tanto tiempo para tener la oportunidad de hablaros en el Boulevard. Después de todo, hay lugares mejores para un acto de campaña. Pero este centro comercial tiene algo que no pueden ofrecer esos otros lugares. En los cruces de este hermoso centro comercial puedo mirar en todas direcciones y ver cómo actúa la prosperidad económica.
Aplauso.
—No veo gente haciendo cola para recibir una limosna. No veo a la gente en los tribunales demandando a los demás por lo que creen que el mundo les debe. No veo a la gente entrando en las casas de los demás y robando. Veo a la gente trabajando duro en sus honrados negocios, negocios pequeños, y para mí eso es lo que convierte a Estados Unidos en la nación más grandiosa de la Tierra.
Aplauso.
—Y siento un respeto especial por los pequeños empresarios, hombre o mujer… ¡no olvidemos a las liberadoras de la mujer! —risas—… que levantan estos negocios, porque durante años, yo mismo fui un pequeño empresario, dueño y operario de mi propia empresa como contratista independiente.
Eleanor no pudo contenerse; al encontrarse ya en la base del estrado, habló:
—¡Disculpe! ¡Disculpe!
Earl Strong bajó la vista con una mirada fija y ausente. Se dio cuenta de que era negra. Una vez más, esa expresión en la cara.
Pero ahora era más viejo y, aunque no fuese más sabio, al menos era más listo. No se dejó alterar. Eleanor podía ver los engranajes girando tras su rostro artificial. Pudo verle recibir una inspiración, tomando una rápida decisión ejecutiva.
—Normalmente no acepto preguntas del público en este momento del discurso —dijo—, pero algunos repiten que sólo atraigo a cierto sector del público, y me alegra ver hoy aquí a un grupo racialmente diverso, y veo que una de esas personas quiere hacer un comentario, y siento mucho interés por oír lo que tenga que decir. ¿Señora?
Los encargados de sonido de la televisión movieron los grandes micrófonos como si fuesen pescadores en un muelle agitando cebos grotescos, compitiendo por llamar la atención del único pez.
—Decía que había sido empresario —dijo, y de pronto su voz sonó atronadora a través de los amplificadores y se dio cuenta de que ya no tenía que gritar.
—Así fue —dijo Strong. Pero su voz no se oyó; Eleanor tenía el micrófono.
—Usted instalaba televisión por cable —dijo ella, con tono normal. Sonaba bien. Todos le repetían que tenía una bonita voz por teléfono.
—Sí, señora, así era —dijo Strong, ahora gritando hacia el micrófono, con voz aguda y forzada.
—Bien, un instalador de televisión por cable no es tanto un empresario como un ladrón con pretensiones.
La mayor parte de la multitud quedó boquiabierta. Pero muchos rieron. No la risa forzada y potente con la que habían respondido a los chistes manidos de Earl Strong. Era una risita disimulada y nerviosa, ahogada en medio, casi histérica.
Earl Strong permaneció impasible. Era bueno. La sonrisa de la cara apenas cambió. Permaneció en silencio, calculando durante unos momentos, esperando a que muriesen las risas, buscando de un lado a otro con los ojos.
—Bien —dijo él—, debo decir que es una actitud muy irrespetuosa para una mujer que lleva en la bolsa un trozo de queso pagado con mis impuestos.
Algunas risas con ganas y aplausos dispersos. La mayor parte de la gente permaneció en silencio, comprendiendo nerviosamente que Earl Strong se acercaba a terreno peligroso. Y en las proximidades de Eleanor se produjeron agitados desplazamientos en la multitud. Los partidarios más fanáticos de Earl Strong se alejaban de ella como si fuese a contagiarles el sida, y los equipos de televisión y los fotógrafos de los periódicos convergían hacia ella como si Eleanor fuese a hacerles famosos.
—Bien —dijo Eleanor—, yo diría que incluso mostrarse en público es bastante descarado cuando uno no es más que un cobarde imitador de Hitler con una cara comprada en el supermercado.
En esta ocasión, silencio total, excepto por algunas aspiraciones súbitas.
Earl Strong se había puesto totalmente rojo baja la capa de maquillaje.
—Además —añadió ella—, este queso no salió de sus impuestos. Lo compró un feligrés que entrega dinero para apoyar el banco de comida público. ¿Ha asistido alguna vez a la iglesia, señor Strong? Es decir, antes de presentarse a algo.
—Soy cristiano conservador —dijo—. No tengo problemas en decirlo.
—No tiene problemas en decir lo que sea que le valga ser elegido.
Más risas nerviosas de la multitud. Pero más lejos, en los bordes, se oyeron vítores; los clientes se habían reunido, atraídos por el ruido, y ahora la vitoreaban.
—Le vi llegar hace un rato en esa limusina cutre. La mayor parte de la gente que va en ella son vendedores de coches usados o reinas de belleza siliconadas. ¿Qué es usted? —dijo ella.
—Me ofende que dé a entender que hay algo de malo en el negocio de los coches usados.
—No es exactamente una referencia de buen carácter para usted, Erwin Dudley Strang o como se llame.
—Me llamo Earl Strong. Y es un negocio honrado como cualquier otro.
—Oooh, Erwin Dudley Strang me da lecciones de honradez —dijo Eleanor—. Sé que cree que todos los negros somos deshonestos. Bien, lo único deshonesto que he hecho en mi vida fue convencerme a mí misma de que lograría sobrevivir en la sociedad blanca.
—Ahí lo tienen —dijo Strong, dirigiéndose de nuevo a la multitud—. La actitud derrotista que está destruyendo nuestra economía y lava el cerebro de muchos miembros de las minorías haciéndoles creer que los programas de acción afirmativa son necesarios para triunfar. Es un ejemplo clásico del problema de actitud que impide triunfar a muchas personas negras, incluso cuando no existe ningún impedimento real.
—No tengo coche —dijo Eleanor—. Es un verdadero impedimento. No tengo trabajo. Mi marido ha muerto. ¿Cuántos impedimentos más me hacen falta?
—Ninguno en absoluto —dijo Strong—. Ésos son más que suficientes. ¿Por qué no se calla?
—No voy a callarme, porque le estoy haciendo daño en televisión, y usted no tiene ni el cerebro ni los cojones para pararme.
Un gran ¡buuu! de los compradores.
Strong rió.
—Señora, represento en este país a un movimiento político ciudadano que es más poderoso de lo que puede imaginar. Y no hay nada que usted pueda hacer, en televisión o no, que pueda dañarme. Sólo consigue molestarme.
—Sé que eso es lo que cree. Desde que se aplicó la pulidora a la cara cree ser la reencarnación de Ronald Reagan. Cree estar recubierto de teflón. Bien, hace falta algo más que una mente simple y una sonrisa sintética para ser Ronald Reagan. También hace falta ser simpático. Y usted no es más simpático ahora de lo que era cuando se presentó ante mi puerta a las 4:54 p.m. e instaló el cable como si fuese un mono amaestrado.
—Oh, así que es eso —dijo—. Es una especie de venganza. —Strong miró a la multitud, volviendo a colocar su rostro a la luz—. Esta mujer está molesta porque recibe estática en sus culebrones.
—No —dijo Eleanor, volviéndose para mirar a la multitud—. Estoy molesta porque acaban de disparar por la espalda a mi hijo por usar una cabina. Y Earl Strong, este delincuente juvenil con un corte de pelo de cincuenta dólares, se envara precioso él diciéndome que todo se debe a que no tengo valores. Bien, puede que esté durmiendo en un coche y comiendo queso del gobierno pero al menos no he caído tan bajo como para convertirme en político que alimenta a los niños hambrientos con mentiras felices.
—Soy exactamente el tipo opuesto de político —dijo Earl Strong—. Soy un hombre del pueblo. Un populista.
—¿Un populista? Para usted, un populista es alguien popular… para usted, la reina del baile es populista. Para mí, un populista es alguien que se dedica a las necesidades de la población. Y lo único que ha hecho usted por la población es presentarse tarde, agujerear sus casas y entregarle una factura exorbitante. Que es exactamente lo que predigo que hará en el Senado.
Alrededor de la multitud, de entre el grupo de compradores, predominantemente femenino y que había crecido en número hasta superar al de simpatizantes de Strong, se alzó un alarido de potente entusiasmo. Hicieron resonar las bolsas, agitaron los puños al aire y golpearon el suelo con sus elegantes zapatillas.