Arreglar el embrollo del permiso temporal de Mary Catherine de su residencia y preparar el viaje a las distintas y lejanas instalaciones del Instituto Radhakrishnan llevó unas semanas. El viaje en sí duró semana y media. Cuando Mary Catherine regresó a casa desde California, Mel llevó su coche deportivo, un Mercedes 500 SL, desde Chicago y la recogió en el aeropuerto de Champaign-Urbana. Desde allí tomó la U.S. 45; pasaba a dos manzanas de la casa de los Cozzano y servía casi como autopista privada conectando a la familia con el mundo exterior. Mel prefería las carreteras con dos carriles y un montón de camiones pesados, porque así tenía algo que adelantar.
Mel intentó mantener una charla insustancial mientras corrían por entre campos de maíz cubiertos de nieve. Mary Catherine estaba preocupada y pasó la mayor parte del tiempo mirando por la ventanilla. La maquinaria agrícola lanzaba al aire chorros de diésel negro, visibles a millas de distancia. De vez en cuando las ruedas del Mercedes se quejaban al pasar sobre una zona donde un tractor había dejado lodo y plantas sobre el pavimento, que luego se habían congelado. Al sur de Pesotum ya fue posible ver las torres de PACM alzándose desde el horizonte lineal, emitiendo burbujas plateadas de vapor que se disolvían en las nubes.
—¿Te preocupa algo? —preguntó.
—Sólo que fueron muchas impresiones en poco tiempo —dijo ella, negando con la cabeza—. Quiero ser coherente cuando hable con papá.
Mel sonrió, sólo un poquito. Así que era eso. Incluso en su estado actual, papá seguía provocando pánico en Mary Catherine.
—Sólo ofrece tu opinión profesional —dijo Mel—. Después de todo, somos adultos.
Redujo la velocidad del Mercedes y salió de la autopista. Las ruedas empezaron a zumbar al recorrer las calles de ladrillo. Un cartel de madera señalaba la entrada del pueblo:
BIENVENIDO A TUSCOLA
VAYA A NUESTRAS IGLESIAS
—Es pequeño en lo que a personal se refiere. Es absolutamente gigantesco en recursos. Todo lo que poseen parece ser completamente nuevo —dijo Mary Catherine.
Estaba sentada en el sofá del cuarto de estar. Papá estaba sentado enfrente, al otro lado de la mesita de café, mirándola a la cara. Mel estaba a un lado. Patricia se movía por ahí, lanzando troncos al fuego, preparando café.
—Si aceptas sus principios científicos básicos, esos tipos están preparados para ponerlos en práctica —añadió Mary Catherine—. Tienen dinero a espuertas.
—¿Tú los aceptas? —dijo Mel.
—Funciona con los mandriles. Hace que los mandriles paralizados puedan moverse e incluso caminar. Eso lo han demostrado, creo, sin duda.
—¿Funciona con femelhebbers? —preguntó Cozzano, usando su nueva palabra para la gente.
—Les planteé esa pregunta en muchas ocasiones —dijo Mary Catherine—, y yo bien podría estarles diciendo «femelhebbers» considerando la información que recibí.
Cozzano rió y agitó la cabeza rudamente.
—Era escéptica al empezar. Pero lo que están haciendo es extremadamente impresionante, y me parece a mí que si pudiesen presentar una persona con buena salud que hubiese superado el tratamiento, entonces podrían tener algo.
—Cuéntanos tus impresiones detalladas —dijo Mel.
—El instituto en sí fue lo último que vi… esta misma mañana. Ellos prepararon todo el itinerario, así que no tuve mucha flexibilidad.
—¿Te pareció una visita a la aldea Potemkin? —preguntó Mel.
—Sí. Pero eso es normal.
—Cierto —dijo Mel.
—El primer lugar que visité fue Genomics, en Seattle. Está al sur del centro, cerca del Kingdome, en un enorme y viejo almacén que vaciaron y rehicieron. Todo muy nuevo y limpio, como esperarías. La mayor parte del espacio se emplea para tareas que no tienen relación con este proyecto. Tienen una suite en el piso superior donde realizan trabajos neurológicos para Radhakrishnan. Cuando estuve allí tenían varios proyectos de cultivo de células. Es un laboratorio típico con pequeños contenedores de vidrio por todas partes, con etiquetas escritas a mano, y leyéndolas pude saber los nombres de algunos de los sujetos con los que trabajaban. Los nombres que vi eran… —Mary Catherine repasó un momento las notas—: Margaret Thatcher, Earl Strong, Easyrider, Scatflinger y Mohinder Singh.
Una risa incómoda recorrió la mesita.
—Sé quiénes son los dos primeros… —dijo Mel.
—Eso pensé yo. Pero más tarde, cuando fui a Elton, descubrí que Margaret Thatcher y Earl Strong son dos de sus mandriles. A todos los mandriles les ponen nombres de personalidades políticas.
—¿También viste mandriles llamados Easyrider y Scatflinger? —dijo Mel—. A mí me suenan a nombres de animales.
—No. Y tampoco sé nada sobre Mohinder Singh.
—Mohinder Singh podría ser un mandril —concluyó Mel—, al que Radhakrishnan le ha puesto el nombre de algún hindú que no le cae bien. Pero también es posible que Mohinder Singh sea un ser humano.
—Hablan continuamente de instalaciones en la India —dijo Mary Catherine—. Podría ser una persona con la que estuviesen experimentando. Con la que estuviesen trabajando, debería decir.
—Bien, sigue —dijo Mel.
—De Seattle fui hasta Nuevo México durante un par de días. Allí tenían instalaciones que estaban bastante bien… el Pabellón Coover de Biotecnología.
Mel y Cozzano intercambiaron miradas.
—Una vez más, es evidente que saben lo que hacen. Pasé mucho tiempo examinando los registros de todos los mandriles con los que han trabajado. Está claro que han aprendido mucho durante años. Los primeros sujetos sufrieron problemas de rechazo, o los biochips no se ajustaban, etcétera. Con el tiempo han resuelto esos problemas. Ahora es casi rutina.
»Luego fui a San Francisco y hablé con la gente que se encarga de los chips en Pacific Netware. Son realmente buenos; los mejores. Eran los únicos dispuestos a hablar del elemento humano.
—¿Qué quieres decir? —dijo Mel.
—Todos los biólogos se muestran turbados ante la idea de hacerlo con seres humanos. Es imposible hacerles hablar. Está claro que hay algunos problemas éticos en potencia que les han enseñado a evitar. Pero los cabezachip no tienen esas inhibiciones culturales. Probablemente se ofrecerían voluntarios para que se los implantasen.
—¿Por qué? ¿Sufren daños cerebrales?
—No más que cualquiera que trabaje con ordenadores para ganarse la vida. Pero para ellos, comprende, no es tanto una terapia como una forma de mejorar la mente humana. Eso es lo que les emociona.
—Estás de coña —dijo Cozzano.
—Los biólogos ni siquiera se permiten pensar en ponérselo a las personas… incluso en el caso de voluntarios con graves daños cerebrales. Los informáticos han superado ampliamente ese punto. La mitad de los tipos con los que hablé creía firmemente que en diez o veinte años andaría por ahí con superordenadores encajados en la cabeza.
—Esto se está volviendo raro —dijo Mel.
—No quiero bañar a un pato —dijo Cozzano—. Sólo quiero guardar los pantalones.
—Comprendo —dijo Mary Catherine—, pero he venido a hablar de la credibilidad del proceso. Lo que intento decir es que es extremadamente creíble al menos en lo que se refiere a la gente de Pacific Netware.
—Vale, eso lo entendemos —dijo Mel—. Háblanos del instituto.
—Una zona preciosa en la costa de California. Muy aislado. Tiene aeropuerto privado. Muchos espacios abiertos para la diversión.
Una vez más, Mel Meyer y el gobernador intercambiaban miradas.
—Alguien, incluso alguien famoso, ¿podría entrar y salir sin que nadie se diese cuenta?
—Mel, podrías ir volando, recorrer la carretera al instituto, tomar el sol en el patio, nadar en la playa y nadie te vería.
—Léeme los planos —dijo Cozzano.
—¿Quieres información sobre el edificio? —fue la suposición de Mary Catherine.
—Sí.
—El edificio es bonito y es nuevo, como todo. Algunas partes ni siquiera están terminadas. Hay un quirófano increíble, que parecía terminado, pero no hay forma de saberlo sin ir allí e intentar operar un cerebro. Y las habitaciones son lujosas. Todas privadas. Grandes ventanas con balcones que dan al océano. Los pacientes se relajan en los balcones, ven la tele, escuchan CD o lo que sea.
—¿Viste pacientes? —dijo Mel.
—Sí. Pero debido a las condiciones de intimidad no podía ir a sus habitaciones o hablar con ellos. Vi a uno o dos, en la distancia, en los balcones, en sus sillas de ruedas, leyendo el periódico o mirando el horizonte.
—Viste pacientes. Lo que significa que han realizado las operaciones en seres humanos —dijo Mel.
—Supongo que ésa es la conclusión a la que nos guían —dijo Mary Catherine.
—Bien dicho. Bien dicho —dijo Mel.
—¿Crees que nos intentan colar una conclusión falsa? —dijo incrédula Mary Catherine.
—No hay forma de saberlo, ¿verdad?
—Hay un par de detalles —dijo algo insegura.
—Cuéntanoslo todo —dijo Mel—. Nosotros decidiremos qué es detalle y qué no lo es.
—En cierto momento fui al baño y me lavé las manos. Y cuando abrí el grifo, como que tosió.
—¿Tosió?
—Sí. Falló durante unos segundos. Como si hubiese aire atrapado en las cañerías. Eso solía pasar cuando papá se ponía a trabajar con la fontanería.
Al principio, Mel agitó la cabeza sin comprender. Luego abrió los ojos por el asombro. Luego los entrecerró por la fascinación.
—Fuiste la primera persona en usar el grifo del baño de señoras —dijo Mel.
—¡Maldición! Creo que te equivocas —le dijo Cozzano a Mel.
—Como ciertas partes del edificio todavía se están construyendo, es posible que tuviesen que modificar algunas de las tuberías después de que el lavabo llevase un tiempo en uso —dijo Mary Catherine—, y fue eso lo que provocó las burbujas.
—Por favor, sigue —dijo Mel. Ahora actuaba como un abogado en el tribunal, interrogando a una testigo neutral.
—Vagué un poco por los terrenos. Es un bonito lugar para dar un paseo. Y en el risco, mirando al mar, a unos cientos de metros del edificio, tras una elevación, encontré los restos de un fuego. Alguien había apilado paja y la había quemado.
—¿Paja? —dijo Mel.
Cozzano asintió.
—Hace que el patio esté resbaladizo.
—Cuando vertíamos cemento en la granja, lo cubríamos con paja húmeda. Hay que mantener el cemento húmedo durante varios días, preferiblemente semanas, mientras fragua —dijo Mary Catherine—. Así que no tiene nada de sorprendente que tuviesen un montón de paja allí donde estaban construyendo un enorme edificio de cemento reforzado. Hay muchos ranchos en las proximidades, por lo que se trata de un material abundante. Cuando regresé del lugar del fuego, vi muchas briznas de paja en el sotobosque, y muchas estaban manchadas con cemento. Algunas seguían húmedas.
—Por tanto, cuando acabaron, se libraron de la paja llevándola hasta ese lugar y quemándola —dijo Mel.
—Sí. La quemaron la noche antes —dijo Mary Catherine.
—¿Cómo lo sabes? —dijo Cozzano.
Mary Catherine levantó el meñique de la derecha. Tenía la punta enrojecida.
—Cometí el error de meter el dedo en las cenizas.
Mel dijo:
—Se libraron de la paja antes de que llegases.
—Estaba por ahí tirada después de que terminasen el edificio —dijo Mary Catherine—. Sabían que yo iba de camino y querían darle buen aspecto, así que la quemaron.
—¿Qué hay de los malditos pacientes? ¿Qué hay de los otros contribuyentes potenciales? ¿No querrían que también tuviesen buen aspecto para esas personas? —dijo Mel—. ¿Qué tienes tú de especial?
—Creo que fue una coincidencia —dijo Cozzano.
—Creo que terminaron el edificio el día anterior a tu llegada —dijo Mel.
Todos menos Mel se echaron a reír nerviosos.
—Gilipolleces —dijo Cozzano.
—Mel me mostró una fotografía del edificio hace dos semanas y media o tres —dijo Mary Catherine. Lo dijo un poco de broma. Sabía lo que pretendía Mel. Era muy propio de él expresar las cosas de la forma más exagerada y desmesurada posible, sólo para despabilar a los demás.
—La fotografía era curiosa. Demasiado buena. Creo que era falsa —dijo Mel.
Cozzano agitó la cabeza y se enroscó un dedo alrededor de la oreja. No tenía sentido discutir con Mel cuando pasaba a modo de combate total.
—Ahora pueden falsificar esas cosas —insistió Mel.
—¿Y los pacientes que vi?
—Actores.
—¿Qué pretendes, Mel? —dijo Mary Catherine. Lo dijo mirando a papá con un ojo; intentaba anticipar lo que diría su padre si pudiese—. No se me ocurre ninguna explicación lógica para lo que dices.
—Yo sí. Es así: Coover se encuentra con ese tipo de Pacific Netware. Kevin Tice. Se conocen jugando al golf o algo así. Y Coover le habla a Tice de ese tipo Radhakrishnan y sus investigaciones con mandriles. Coover es un viejo cansado con un punto débil, simplemente lo considera una forma de ayudar a las víctimas de apoplejía. Pero Tice es un hombre de grandes ideas, lee demasiada ciencia ficción, no se conforma con ser multimillonario, también quiere tener un superordenador en la cabeza. Porque si lo que cuentas es cierto, entonces este proceso para meter chips en las cabezas de la gente algún día será muy importante. Es el tipo de tecnología en la que Tice tiene que embarcarse ahora mismo para dentro de un par de décadas poder convertirse en el primer trillonario del mundo.
»Así que Tice empieza a bombear dinero para cumplir su propósito. Siguen trabajando con mandriles, quizás incluso recogiendo a algunos intocables en Calcuta o sitio similar y operándolos para aprender a hacérselo a humanos. Y luego, de pronto, el gobernador Cozzano sufre una apoplejía. Y Tice y Coover ven una gran oportunidad. Arreglando el cerebro de alguien poderoso y famoso pueden darle un gran empujón a su nueva industria. Así que van y construyen ese edificio en California. Apuesto a que ya lo estaban construyendo y que aceleraron un poco el proceso. Lo acabaron justo ayer, a tiempo de impresionar a la doctora Mary Catherine Cozzano, aquí presente. Pero ella se fija un poco de más.
—Gilipolleces —dijo Cozzano.
—Si lo que dices es cierto —dijo Mary Catherine—, entonces lo peor que podemos pensar es que quieren a papá como cliente, y han acelerado las cosas sólo para causarle buena impresión.
Mel lo consideró durante un momento. Cozzano, divirtiéndose claramente, observaba el rostro de Mel.
—No me gusta la idea de que empleen a Willy como conejillo de Indias —dijo Mel.
—Caray —dijo Cozzano—. Es mejor ser pionero muerto que feeb vivo.
—¿Quieres hacerlo? —dijo Mary Catherine.
—Sí, maldita sea —dijo Cozzano.
Mel se limitó a cerrar los ojos y a agitar la cabeza con incredulidad.
—Ahora podemos dar un paso, sin comprometernos —dijo Mary Catherine—. No sé si me gusta. Pero tengo que darte toda la información. Y como dijiste, Mel, somos adultos.
—¿Qué es? —dijo Mel con cautela.
—Papá tiene que ir a Champaign, al hospital Burke, mañana, para una revisión de rutina. Mientras esté allí, podríamos realizar una biopsia.
—¿De qué?
—Células cerebrales.
—¿Por qué?
—Podríamos enviarlas a Genomics. Podrían guardarlas allí. De esa forma, si papá decide aceptar el implante, podrán cultivar las células y preparar el biochip en cualquier momento.
—Hazlo —dijo Cozzano.
—Oh, mierda —dijo Mel.
—¿La biopsia? —dijo Mary Catherine—. ¿Mañana?
Cozzano se limitó a mirarla a los ojos y asentir. Los ojos le brillaban un poco más. Le sonrió a Mary Catherine con el lado bueno de la boca, y del otro lado le cayó un delgado hilillo de baba.
—Estoy cansado de esto —dijo Cozzano, limpiándose la baba con la mano buena—. Esto es malo.
—Sí, es malo —dijo Mel—, pero…
—Quiero ser el Milhous —dijo Cozzano.
—Y algún día lo serás —dijo Mel—, pero…
—¡Calla, maldita sea! —aulló Cozzano. De pronto se arrancó la manta del regazo usando la mano buena. Luego se echó hacia delante en la silla de ruedas con tal fuerza que parecía estar cayéndose.
Todos dieron un salto y convergieron hacia él. Pero no se caía. Estaba intentando ponerse en pie. El impulso de la parte superior del cuerpo le llevó a medio camino y aprovechó el potente soporte del brazo bueno para sostenerse sobre una pierna. Luego casi se derrumbó, pero Mary Catherine ya había dado la vuelta a la mesa de café y pasó el hombro bajo la axila de su padre, soportando la mayor parte del peso.
Aunque nadie excepto Mary Catherine llegaría a saberlo, el acto había exigido mucho valor por su parte, porque su impulso inicial había sido apartarse. De pronto de nuevo en pie, su padre era pesado, tenebroso y alto. El amor que Mary Catherine sentía por su padre siempre había estado mezclado con una medida juiciosa de miedo, o quizá respeto fuese una palabra más bonita. Él jamás le había pegado o la había amenazado, pero jamás había tenido que hacerlo. La fuerza de tornado de su personalidad hacía que la gente se encogiese o se apresurase, sobre todo cuando se ponía furioso, y ahora mismo estaba realmente cabreado. Durante un momento dejó caer todo su peso sobre el cuerpo de Mary Catherine, haciendo que se le doblasen las rodillas, y finalmente consiguió apoyar el peso sobre la pierna buena.
Y luego empezó a saltar. Iba a algún sitio. Había fijado una mirada penetrante y oscura en la pared opuesta del estudio, y al darse cuenta, Mary Catherine intentó ayudarle. Se movieron juntos salto a salto, atravesando la moqueta tupida y entrando en el estudio. Mel les siguió.
Cozzano se dirigía a una fotografía enmarcada que colgaba de la pared. Era una fotografía de Cozzano dando la mano a George Bush en el jardín sur unos años antes. Bárbara Bush se encontraba a un lado, con las manos unidas, sonriendo su apoyo. Detrás se alzaban las columnas de la Casa Blanca.
Cozzano atravesó directamente el suelo y cayó, aplastando a Mary Catherine contra la pared con el hombro malo y atrapándola. Cruzó el cuerpo con la mano buena y golpeó el extremo del índice contra la fotografía enmarcada con tal fuerza que golpeó la pared y un par de grietas aparecieron en el vidrio.
No se señalaba a sí mismo o a los Bush. Señalaba la Casa Blanca.
—Es mía —dijo—. Es mi granero. —Golpeó el índice contra la Casa Blanca un par de veces más para darle énfasis—. Debería haberlo hecho antes.
—Primero tendrás que ponerte bien —dijo Mary Catherine con voz ahogada.
—Bien, supongo que será mejor que haga imprimir un montón de pegatinas para parachoques —dijo Mel malhumorado—. Femelhebbers por Cozzano.
Mary Catherine no dijo nada. Sentía cómo se le erizaba el vello de la nuca.
Su padre iba a presentarse a presidente. Su padre iba a presentarse a presidente. Presidente de Estados Unidos. Hacía que ella misma olvidase la apoplejía, olvidase el hecho de que no había forma de que pudiese salir elegido en su estado actual.
Quería hablar con su madre. Deseaba que mamá estuviese presente. Ese era un buen momento para tener madre.
Pero mamá no estaba allí. Se obligó a abrir los ojos y mirarle.
Él la miraba con esa mirada espantosa y penetrante hasta el alma que hacía que la gente desease abandonar la habitación donde él estuviera.
Luego desapareció y quedó reemplazada por una sonrisa idiota. Mary Catherine había visto esa sonrisa un millón de veces mientras reconocía a pacientes de neurología, y la había visto en la cara de papá en algunas ocasiones desde la apoplejía, normalmente cuando parecía que iba a rendirse. Era la sonrisa de payaso, llena de baba, de borrego, de alguien que estaba cerca de ser un vegetal. Era mucho más aterradora que su mirada penetrante.
—Ahora tú eres mi lanzador, cariño —le dijo. Puso los ojos en blanco y quedó completamente flácido, como si los huesos se le hubiesen convertido en agua. Mary Catherine le depositó en el suelo con todo el cuidado posible; Mel avanzó para sostenerle la cabeza.
—Acaba de sufrir otra apoplejía —dijo Mary Catherine—. Olvídate del teléfono, Tuscola no tiene servicio de emergencias. Vamos a subirlo a ese cochecito rápido que tienes. Y luego tendrás que conducir como si te persiguiese el demonio.