Capítulo 15

Limitarse a abrir un agujero en el cerebro de un hombre y dejar caer un biochip no era suficiente. Sería como asaltar un ordenador usando una sierra y luego dejar caer un puñado de chips de silicio.

Había que conectar el biochip al tejido cerebral de mil millones o un billón de formas diferentes. Todas esas conexiones eran microscópicas y no las podía ejecutar la mano de ningún cirujano. Debían crecer.

Las células del cerebro no crecían. Pero sí lo hacían las conexiones entre ellas. Esa red de uniones cambiaba y se rehacía continuamente siguiendo un proceso que normalmente se describía como «aprendizaje». El doctor Radhakrishnan pasaba de esa terminología porque contenía un juicio de valor. Daba a entender que cada vez que se formaban sinapsis nuevas en el interior de la mente de una persona se debía a que estaba memorizando a Shakespeare o le enseñaban a integrar funciones trascendentes. Evidentemente, en realidad, la mayor parte de los cambios de conexiones en el interior de los cerebros de la gente se producía en respuesta a ver concursos de televisión, recibir una paliza de miembros de la familia, descubrir el lugar donde los cigarrillos salían más baratos y ser condicionados para no mezclar tejidos de rayas con cuadros.

Tan pronto como pareció seguro que los señores Easyrider y Scatflinger iban a vivir algo más, los transfirieron a los Barracones en ambulancias con equipo especial. Los colocaron uno al lado del otro en una habitación separada construida al extremo del Edificio 2. Estaban conectados a un buen montón de máquinas, enchufados a un sistema de soporte. Los dos tenían un polígono rojo en la cabeza, un cardenal en forma de U, con suturas negras, indicando el reborde de la zona retirada durante la cirugía.

En el centro de la zona delimitada por la cicatriz quirúrgica, había un manojo de líneas conectadas a la cabeza del paciente. Atravesaba justo en medio del fragmento de cráneo que el doctor Radhakrishnan había aserrado con todo cuidado. Mientras el doctor Radhakrishnan se había ocupado de implantar el biochip, un cirujano de menor categoría —un técnico, más bien— había practicado algunos agujeros en el trozo de cráneo incorpóreo y había implantado un conector de plástico. El conector tenía más o menos el tamaño de una moneda de diez centavos y era en realidad un racimo de pequeñas conexiones: media docena de tubos diminutos para meter y sacar fluidos, y un conector eléctrico en miniatura de cincuenta contactos, una versión casi microscópica del puerto de salida en la parte posterior de un ordenador. Como se suponía que gran parte de la comunicación entre el biochip y el mundo exterior se realizaría por radio, sólo unos pocos de esos cincuenta conectores estaban a su vez unidos al biochip. La mayoría estaban conectados a sensores que comprobaban el estado del paciente y al sistema de electroestímulo que se suponía debía alentar el crecimiento de nuevas conexiones entre el biochip y el cerebro.

Al terminar la operación, ese conector sobresalía a través de la piel, de forma similar a un enchufe de pared. Ahora los investigadores podían conectarse con el paciente encajando el conector apropiado; cuando se conectaba adecuadamente, todas las conexiones eléctricas y de fluido se realizaban instantáneamente. Había tantos tubos y cables ocupando ese cuello de botella que parecían estallar de un lado de la cabeza del paciente. Algunas de las conexiones iban directamente a varias máquinas que comprobaban la presión en el interior del cráneo, enviaban medicación o ayudaban a oxigenar el tejido cerebral del biochip. Había otras montadas en la cabecera de la cama, de donde corrían hasta la pared más cercana, atravesaban la pared por un agujero y recorrían un conductor que conectaba los dos edificios.

La gente del Edificio 1 consideraba a los señores Easyrider y Scatflinger como entidades médicas, nada más. No había olores ni fluidos, sólo imágenes en un monitor de televisión, líneas en los osciloscopios, gráficos en las estaciones Calyx y ocasionalmente algún sonido incorpóreo que surgía de los altavoces. Lo que, en opinión del doctor Radhakrishnan, hacía que fuese más fácil tratarlos con objetividad.

Los primeros días no hubo mucho que hacer. Las células cerebrales del biochip no habían tenido tiempo de conectarse al cerebro del paciente, así que el chip era neurológicamente inerte, como un trozo de metralla encajado en la cabeza. Luego, una mañana a las tres en punto, las pantallas de ordenador del Edificio 1 se encendieron de pronto cuando una neurona en el cerebro del señor Scatflinger se conectó con una neurona del biochip.

Tan pronto como el doctor Radhakrishnan llegó hasta allí, hicieron saltar los corchos de algunas botellas de champán y luego se quedaron ante el monitor durante un rato, viendo cómo llegaban los datos. Zeldo tecleó algo en su estación de trabajo e hizo aparecer una nueva ventana en la pantalla, que mostraba una gráfica en directo de la actividad cerebral.

—Que alguien vaya a ponerle una luz en los ojos —dijo el doctor Radhakrishnan.

—¡Sí, doctor! —dijo uno de los estudiantes graduados indios. Salió corriendo del edificio mientras se sacaba una linternita del bolsillo. Unos momentos más tarde apareció en el monitor de circuito cerrado que había estado mostrando imágenes en directo del señor Scatflinger en el Edificio 2. Todos los ojos comenzaron a pasar del monitor de vigilancia al monitor del ordenador, mientras el estudiante graduado se inclinaba sobre el durmiente señor Scatflinger, levantaba uno de los párpados usando el pulgar e iluminaba el ojo con la linterna.

La gráfica dio un salto. La multitud se volvió loca.

—Bien hecho, doctor —dijo alguien. Era el señor Salvador, dándole la mano, ofreciéndole un puro—. Un triunfo notable, sobre todo teniendo en cuenta las circunstancias. Hacia las nueve apareció un flujo de actividad en el hasta ese momento apagado monitor del señor Easyrider. Pero incluso por el rabillo del ojo el doctor Radhakrishnan veía que algo iba mal. Las señales que llegaban desde el biochip no mostraban ningún patrón claro en intensidad o duración.

—Yerros —dijo el doctor Radhakrishnan.

—Pero un buen montón de yerros —dijo Zeldo.

—Yerrorama —dijo uno de los otros norteamericanos. El doctor Radhakrishnan se mordió el labio, sabiendo que durante el resto de su carrera, este fenómeno, cuando se diese, sería conocido como Yerrorama.

Un movimiento rápido captó su atención. Miró al monitor de circuito cerrado del señor Easyrider y vio, en lugar del paciente, las espaldas de varias enfermeras que le rodeaban, trabajando frenéticamente.

Para cuando el doctor Radhakrishnan llegó al Edificio 2, el señor Easyrider estaba muerto. Había dejado de latirle el corazón. Trajeron un desfibrilador y lo usaron un par de veces, intentando recuperar un ritmo estable, pero en última instancia sólo lograron ritmos irregulares y al final nada.

Una vez que estuvieron seguros de que estaba muerto, cuando le cerraron los ojos, se llevaron el desfibrilador y se lavaron las manos, el doctor Radhakrishnan cogió el intercomunicador con el Edificio 1.

—¿Recibes señal del chip? —dijo. Planteó la pregunta por puro interés académico; supuestamente había algo de actividad cerebral aleatoria tras la muerte.

—Lleva muerto un par de minutos —dijo Zeldo.

—¿Completamente muerto?

—Completamente muerto. No se nos ocurrió incluir un protector de sobretensión.

—¿Protector de sobretensión?

—Sí. Para proteger al chip de chispas o rayos, ya sabes.

—No he visto ningún rayo.

—Tenías el rayo en tus manos. Le diste una descarga, tío. Las descargas del desfibrilador mandaron al chip al otro barrio.

Básicamente, allí mismo realizaron una autopsia. Para realizar una autopsia no hacía falta ningún ambiente estéril, así que dividieron una esquina de la habitación para evitar que otros pacientes viesen lo que pasaba, y el doctor Radhakrishnan desmontó al señor Easyrider, trozo a trozo, prestando especial atención a la cabeza.

El Edificio 2 era un entorno de trabajo molesto porque estaba lleno de cabezas locas, los viejos muriendo de causas naturales y los nuevos llegando continuamente en silla de ruedas, venidos de todo el subcontinente. Las lesiones cerebrales a veces convertían a la gente en vegetales, pero en algunos casos podían provocar comportamientos extraños, y durante el breve recorrido del proyecto ya habían visto su cuota de personas chillando y golpeándose la cabeza. En medio de la autopsia, aparentemente trajeron a uno nuevo. Una voz potente y ronca comenzó a resonar en el tejado de metal.

—WUBBA WUBBA WUBBA WUBBA WUBBA WUBBA WUBBA WUBBA…

No era peor que una sala llena de mandriles desbocados. Siguió trabajando, narrando sus observaciones a la grabadora; pero ahora tenía que hablar en una voz un poco más alta porque bajo las palabras había un constante ruido de fondo de WUBBA WUBBA WUBBA WUBBA WUBBA…

La causa de la muerte era más que evidente. El cuerpo del señor Easyrider había rechazado el implante. El doctor Radhakrishnan intentó ser todo lo clínico posible.

—WUBBA WUBBA WUBBA WUBBA…

—La porción orgánica del biochip manifiesta una atrofia pronunciada…

—WUBBA WUBBA WUBBA WUBBA…

—La parte inorgánica, o de silicio, del biochip virtualmente se agita suelta dentro del cráneo… —No era muy científico. Respiró hondo.

—WUBBA WUBBA WUBBA WUBBA WUBBA WUBBA WUBBA WUBBA…

—Se aprecia considerable cicatrización y atrofia en las porciones del cerebro adyacentes al implante. —La cabeza le daba vueltas. Estaba cansado. Sólo deseaba sentarse y tomarse un trago—. Conclusión: el anfitrión rechazó el injerto.

Estaba siendo consciente de otra entrada sensorial irrelevante además del flujo de WUBBAs: olía a perfume. No era algo que pasase por perfume en la India, donde la gente sabía tanto de sabores y olores como los norteamericanos de música heavy metal. Se trataba de un tedioso mejunje de lavanda y rosas, estúpido e inglés.

—Parece que la necrosis comenzó en el punto del implante y se extendió hasta el tronco del encéfalo… provocando la muerte del paciente.

—WUBBA WUBBA WUBBA WUBBA…

—¿Doctor? —dijo alguien. Zeldo.

Alzó la vista para mirar a Zeldo, sintiéndose muy cansado. Zeldo había apartado la cortina y ahora miraba boquiabierto el cuerpo sanguinolento y desmembrado del señor Easyrider. No era un hombre de medicina y no estaba acostumbrado a esas cosas.

El doctor Radhakrishnan se volvió para mirar a Zeldo, golpeando la mesa con la cadera. El hemisferio del señor Easyrider se agitó un poco de un lado a otro.

—Dos cosas —dijo Zeldo.

—¿Sí?

—WUBBA WUBBA WUBBA WUBBA…

—Hay un problema con el señor Scatflinger. Y hay una dama que desea verle.

De pronto, el hecho de que se había levantado a las tres de la mañana comenzó a afectarle.

Quizá fuesen problemas simples, fáciles de corregir. Salió de la zona de autopsia todavía con los guantes puestos, manchados de sangre y materia gris. Si sólo iba a llevar un minuto, no tenía sentido quitarse los guantes para luego tener que volvérselos a poner.

—Primero lo primero —dijo, y llevó a Zeldo hasta la habitación que, desde esa mañana, el señor Scatflinger tenía para él solo.

Al acercarse a la puerta, el sonido de WUBBA WUBBA WUBBA WUBBA se incrementó.

No. No podía ser.

Abrió la puerta. La mitad del personal estaba reunido alrededor de la cama.

El señor Scatflinger, que desde el accidente sólo había podido permanecer tendido en la cama, estaba sentado.

También había estado totalmente afásico, incapaz de emitir sonido. Pero ahora decía WUBBA WUBBA WUBBA WUBBA con toda la fuerza de la que era capaz.

Todos miraban al doctor Radhakrishnan para ver cómo iba a reaccionar.

—Bien —le dijo al personal—. Creo que podemos afirmar que ser capaz de decir «WUBBA WUBBA» es mejor que no ser capaz de decir nada, y que, al menos en ese sentido limitado, le hemos hecho un gran favor al señor Scatflinger.

—¡Discúlpeme! ¿Es usted el caballero al mando? —dijo alguien. Era una voz de dama. No sólo una voz de mujer, sino realmente una voz de dama.

El doctor Radhakrishnan se giró lentamente, medio paralizado por una sensación inexplicable de miedo y aborrecimiento. Ahora el olor a lavanda y rosas era muy intenso.

Miraba directamente un pecho con las proporciones del Himalaya, sólidamente contenido por algún tipo de prenda interior y cubierto por un vestido estampado de flores. Su mirada viajó desde la base a la parte superior del pecho, cambiando de foco al recorrerlo, y luego encontró un cuello delicado y pálido, pero fuerte. Encima había una cara.

Era una cara agradable de dama inglesa, pero demasiado grande. Era como mirar a una joven victoriana a través de una enorme lente Fresnel. Y en lo alto, donde la costumbre dictaba algún tipo de permanente rizada y fijada químicamente, había algo totalmente fuera de lugar, un peinado corto, simple, recto y quizás un poco revuelto. Ciertamente no era una forma desagradable de llevar el pelo, pero simplemente algo fuera de sincronía con la posición social que daba a entender el acento.

—Señora —dijo—. Soy el doctor Radhakrishnan. —Extendió la mano.

—Lady Wilburdon. Encantada de conocerle —dijo, aceptando la mano.

—Oh, dios —dijo Zeldo y salió corriendo, conteniendo claramente las náuseas.

Los miembros del personal jadearon. El doctor Radhakrishnan sintió que se le calentaba la nuca. Estaba cansado, sufría de estrés y se había olvidado los guantes. Esa criatura, lady Wilburdon, tenía ahora el cerebro del señor Easyrider por toda la mano.

Se produjo un momento de total desesperación mientras intentaba pensar en una forma de hacérselo saber sin que la violación de la etiqueta fuese todavía peor de lo que era.

—Oh, no pasa nada, en serio —dijo, agitando la mano ensangrentada para quitarle hierro—. Trabajé en campamentos de refugiados en el Kurdistán durante un mes, en el peor momento de la insurrección, así que algo de sangre no me molesta. Y no se me ocurriría interrumpir su trabajo sólo para que pudiese darle la mano a una intrusa.

El doctor Radhakrishnan miraba incómodo a su alrededor, intentando mirar a alguien que supiese quién era esa dama, qué hacía allí, cómo había conseguido sortear a todos esos soldados sijs de la entrada y los nidos de ametralladoras de calibre 50.

Detrás de ella había otra mujer, más pequeña, con aspecto de tía de alguien, conversando con el señor Salvador. El señor Salvador miraba continuamente la espalda de lady Wilburdon; quería estar allí, pero estaba claro que tenía problemas para cortar la conversación amable con la otra mujer.

—WUBBA WUBBA WUBBA WUBBA…

—¿Es usted… invitada del señor Salvador? —dijo.

—Sí. Mi secretaria, la señorita Chapman, y yo pasábamos por Delhi en un viaje de inspección y pensamos en dejarnos caer y ver cómo iba el proyecto de Bucky.

—¿Bucky?

—Sí. Bucky. Buckminster Salvador.

—¿Se llama Bucky?

—Buckminster. Los chicos de la escuela solían llamarle B.M. [7], pero lo cortamos. Era tosco y cruel.

—¿Escuela?

—La Escuela Lady Wilburdon para Chicos Mimados en Newcastle upon Tyne.

—No sabía que hubiese escuelas para chicos mimados —dijo el doctor Radhakrishnan algo consternado.

—Oh, sí. Hay muchos en Inglaterra. Y todos sus padres buscan desesperadamente un entorno que les dé estructura…

—Ya basta —dijo el señor Salvador, interrumpiendo. El doctor Radhakrishnan se conmocionó al verle la cara; de pronto estaba pálido y sudaba. Su máscara de aplomo absoluto se había roto; agitaba los ojos, claramente fuera de control.

—¿Ya basta de qué, Bucky? —dijo lady Wilburdon, mirando al señor Salvador a los ojos, quien parecía muy bajito al lado de la mujer.

—¡Basta ya de que permanezcan en este lugar desagradable cuando podría estar agasajándolas con una cena lujosa en Connaught Circus! —improvisó el señor Salvador. Estaba muy cerca de desmoronarse por completo.

—WUBBA WUBBA WUBBA WUBBA…

—Oh, pero ir a un restaurante y pedir una comida es algo que puedo hacer cuando me venga en gana. No todos los días tengo la oportunidad de recorrer unas instalaciones avanzadas de investigación neurológica —dijo lady Wilburdon.

—¿Recorrer? —dijo el doctor Radhakrishnan.

Ella pareció sorprendida.

—Sí. Bien, pensé que ya que estaba aquí…

—Claro que puede echar un vistazo, lady Wilburdon —dijo el señor Salvador, dirigiendo al doctor Radhakrishnan una mirada de pánico. Estaba claro que la resistencia no era una opción.

De pronto lady Wilburdon miraba más allá del doctor Radhakrishnan, por encima de su hombro, y una expresión completamente nueva apareció en su rostro. Era una expresión maravillosa, dulce, encantadora y materna, como una madre recibiendo a sus niños que volvían del colegio.

—Hola, señor, ¿qué tal está? Lamento la interrupción.

Miraba al señor Scatflinger.

El señor Scatflinger la miraba directamente. La miraba directamente a los ojos. Incluso había un rastro de sonrisa en su rostro.

—Wubba wubba —dijo.

—Muy bien, gracias. Quizás el doctor Radhakrishnan tenga la amabilidad de presentarnos.

—Sí. Lady Wilburdon, éste es, eh, el señor Banerjee. Señor Banerjee, lady Wilburdon.

—Encantada de conocerle.

—Wubba wubba wubba.

El señor Salvador aprovechaba la interrupción de la conversación para sentarse en el borde de una cama vacía y cubrirse la cara con una mano.

—Asumo que el señor Banerjee pasará pronto por ese milagroso nuevo procedimiento quirúrgico del que Bucky me ha estado hablando.

—Wubba wubba wubba.

—En realidad, ya fue operado —dijo el doctor Radhakrishnan. No tenía sentido disimular.

Ella quedó ligeramente sorprendida.

—Comprendo.

—Antes de la operación no podía sentarse en la cama o hablar. Ahora, como puede ver, se puede sentar durante periodos prolongados y ha desarrollado la capacidad de decir «wubba wubba».

—Wubba wubba wubba —dijo el señor Scatflinger.

—¿Cree que con el paso del tiempo desarrollará la capacidad de decir otras cosas?

—Por supuesto. Verá, el implante todavía no tiene ningún patrón. En el interior de su cabeza hay un potente ordenador. Pero ahora mismo, las conexiones están revueltas. El ordenador no tiene programa. Tendremos que enseñarle a hablar durante semanas o meses.

—Comprendo. Por tanto, tras la operación hay un largo periodo de rehabilitación.

—Exacto.

—Y las nuevas instalaciones que están construyendo tendrán lo adecuado para ello, cosa que, por lo que puedo ver, aquí falta.

—Precisamente.

—Wubba wubba wubba wubba —dijo el señor Scatflinger.

—Ha sido muy agradable conocerle, señor Banerjee —dijo lady Wilburdon—, y le deseo la mejor suerte durante su terapia. —Salió de la habitación del señor Scatflinger, lo que obligó al doctor Radhakrishnan a seguirla.

—Tenemos muchas esperanzas con él —dijo.

—De eso estoy segura —dijo lady Wilburdon—. Pero veo que otro de sus pacientes no ha tenido tanta suerte.

Miraba al señor Easyrider, tendido sobre una mesa sanguinolenta con el cerebro fuera de la cabeza, cerca del cráneo abierto.

El señor Salvador todavía intentaba recuperar la compostura, que había volado por toda la llanura indogangética. El doctor Radhakrishnan tuvo que encargarse él solo.

La mujer debía de ser importante. Nunca había oído hablar de ella, pero en el caso de algunas personas, era fácil ver que eran importantes.

—El nombre de lady Wilburdon es famoso en el mundo entero —dijo.

—Soy la séptima persona en llevar ese título —dijo—, y con diferencia la menos distinguida.

—Es evidente que viaja usted mucho, inspeccionando cosas.

—Cientos de instituciones a lo largo del mundo, sí.

—Entonces, comprenderá mejor que nadie que los pacientes a veces llegan a este lugar en estado muy grave.

—Lo veo con claridad.

—No es raro que mueran mientras están a nuestro cuidado.

—Sí —dijo lady Wilburdon—, pero este pobre caballero murió después de que le operase, ¿no es así?

—¡Oh! —dijo el doctor Radhakrishnan—. Es usted asombrosamente perceptiva. —Ahora no tenía sentido negarlo—. ¿Cómo ha podido saberlo? —Quizá la mujer tuviese conexiones más profundas de lo que había supuesto.

—No soy experta en anatomía —dijo lady Wilburdon—, pero al mirar al caballero compruebo que le han cortado la parte superior de la cabeza y le han sacado un enorme trozo gris que supongo es su cerebro.

—Efectivamente, tiene razón.

—Y me he tomado la libertad de dar por supuesto que el distinguido director de este instituto no se molestaría en realizar personalmente la autopsia detallada de un paciente que hubiese expirado simplemente de causas accidentales.

—Infección —dijo el doctor Radhakrishnan—. La herida se infectó con un microbio nosocomial, es decir, uno pillado en el hospital.

—Conozco la terminología —dijo lady Wilburdon, e intercambió una mirada de diversión con su compañera.

Por fin el señor Salvador se había recuperado lo suficiente para intervenir.

—Las infecciones son un peligro importante de la cirugía cerebral —dijo.

—Es por eso que trabajamos en estos edificios —mintió el doctor Radhakrishnan—. Como no son un hospital en sí, las posibilidades de infecciones nosocomiales se reducen mucho.

—Pero seguimos realizando los procedimientos quirúrgicos en el IPCM —dijo el señor Salvador.

—Y allí fue donde pillamos ese organismo fatal —concluyó el doctor Radhakrishnan. Él y el señor Salvador intercambiaron una mirada de triunfo, intentando apoyarse el uno al otro.

—Entonces tendré mucho cuidado en lavarme las manos —dijo lady Wilburdon, mirando la mano ensangrentada—, ahora que yo también me he infectado con ese patógeno mortal.

—Sí. Probablemente deberíamos hacerlo —dijo el doctor Radhakrishnan—, antes de pasar la infección al señor Singh o a cualquiera de los otros pacientes. —Esta fase del proceso de mentira se conocía como rellenar.

El proceso de rellenado siguió mientras el doctor Radhakrishnan y lady Wilburdon se frotaron en el lavabo montado al extremo del edificio. El señor Salvador y la secretaria, la señorita Chapman, también se lavaron las manos, por si acaso, para asegurarse de que la infección fatal no se extendiese por los Barracones. Era evidente que lady Wilburdon sabía algunas cosas sobre lavarse y se lanzó al proceso con un ritmo aterradoramente vigoroso, pasando un cepillo rígido de plástico por debajo de las uñas con la velocidad de un mezclador automático de pintura, lanzando al aire una fuente de gotitas impregnadas de jabón. Se frotó hasta los codos, como un cirujano.

—Debe disculparnos por esta visita tan incómoda y descortés —se aventuró a decir el señor Salvador—, ya que es la primera vez que alguien ha venido a visitar a uno de nuestros pacientes.

—Oh, qué terriblemente triste —dijo la señorita Chapman.

—Transmitiré la situación a la Organización Lady Wilburdon para la Visita a Inválidos Indigentes en Delhi —dijo lady Wilburdon—. Se puede llegar a acuerdos…

—Oh, no podríamos…

—Los factores emocionales son muy importantes. La soledad puede matar con la facilidad de una infección nosocomial.

—No —dijo el doctor Radhakrishnan. En algún punto tenía que fijar el límite—. Es usted muy generosa. Pero debo prohibirlo por razones médicas. Más tarde, cuando hayamos construido las instalaciones permanentes, podremos fijar una rutina de visitas.

El señor Salvador se estremeció visiblemente. Lady Wilburdon quedó con una expresión algo arrogante.

—Bien —dijo—. Puedo considerarme afortunada de haber podido venir y tener una encantadora visita antes de que se instaure esa política estricta.

—Como comprenderá, no hizo falta decidir esa política hasta ahora.

El señor Salvador estaba intentando solventarlo todo.

—Pero si me facilita una dirección en Inglaterra, la mantendré informada de nuestros progresos.

—¿Inglaterra? —dijo lady Wilburdon—. Oh, no. Estaremos en la India al menos un mes más.

—Oh. Una noticia encantadora. Encantadora.

—Por supuesto, recorreremos todo el subcontinente, pero tarde o temprano regresaremos a Delhi.

—Entonces, aspiro a cenar con usted al menos en una ocasión —dijo el señor Salvador sin mucha convicción.

—¿Cuándo se operará al siguiente, al señor Singh?

—Lo tenemos programado para el miércoles.

—Dentro de cuatro días —dijo la señorita Chapman. Sacó una gruesa agenda, un modelo de sobremesa, de la bolsa y lo abrió—. El señor Singh pasará por su operación cerebral —murmuró para sí, apuntándolo.

Mientras tanto, lady Wilburdon leía por encima del hombro de su compañera.

—Mañana salimos para Calcuta, para inspeccionar el Instituto Lady Wilburdon para la Rehabilitación de Leprosos Sifilíticos.

Los dos hombres inhalaron a fondo.

—¿Se les puede rehabilitar? —dijo el señor Salvador. Parecía asombrado, tendiendo hacia la diversión.

—Los leprosos sifilíticos son trabajo fácil —dijo lady Wilburdon—, comparados con los niños mimados.

El señor Salvador se puso rojo como un tomate y cerró el pico, dejando al doctor Radhakrishnan como el único capaz de cerrar la conversación.

—Llámenos cuando regrese a Delhi —dijo.

—¿Teléfono?

—Sí. Nada de visitas, ya sabe.

—Pero al señor Singh se le operará en las nuevas instalaciones, ¿no?

—Oh. Sí, es cierto. Para entonces estarán listas.

—Por tanto, la recuperación también será en las nuevas instalaciones.

El doctor Radhakrishnan sólo pudo asentir.

—Les veremos en unos días —dijo la señorita Chapman, cerrando la agenda de un golpe y sonriéndoles con alegría. Las dos mujeres salieron deprisa y subieron al coche que les esperaba.

El señor Salvador giró sobre sus talones, atravesó todo el Edificio 1 y agarró una botella de ginebra de su mesa. El y el doctor Radhakrishnan se sentaron uno frente al otro, sin decir palabra, y empezaron a beber, directamente, en vasos de papel. Después de uno o dos minutos, Zeldo se les unió. Lo que era problemático en sí mismo, porque Zeldo era una especie de fanático puritano de la salud. Beber ginebra pura en un vaso de papel no era para nada su estilo.

—¿Qué fue eso? —dijo al fin el doctor Radhakrishnan, cuando él y el señor Salvador, o Bucky, o B.M. como le llamaban los compañeros del cole, tenían los dos varias onzas de etanol corriéndoles por las venas.

El señor Salvador alzó las manos.

—¿Qué podría decirle verbalmente que pudiese complementar la impresión que ya ha recibido?

—Ella le conocía.

El señor Salvador suspiró.

—Mi padre era argentino, de antepasados alemanes e italianos. Mi madre era británica. Uno de nuestros hogares estaba en Inglaterra y allí es donde fui a la escuela. Una o dos veces al menos, ella pasaba por allí a inspeccionar. Se sentaba al fondo de la clase durante unos minutos y miraba. Hacía que los profesores se muriesen de miedo. También los alumnos. Incluso ponía nerviosos a los porteros.

—Entonces, ¿tiene tratos con ella?

—Ninguno, nunca. Cómo es posible que recuerde mi nombre me resulta un misterio absoluto. Debe poseer memoria fotográfica. Es un monstruo de la naturaleza —concluyó al final, expresando lo obvio.

El doctor Radhakrishnan no dijo nada. Tenía la sensación de que el señor Salvador le mentía bastante. Pero esta mentira parecía especialmente evidente. El señor Salvador se había mostrado extremadamente trastornado. Lady Wilburdon era alguien más que la jefa titular de su vieja escuela; debía de tener algún poder sobre él. Y la idea de que alguien pudiese tener poder sobre el todopoderoso señor Salvador era ciertamente interesante.

—Lo que mató al señor Easyrider sigue siendo un misterio —dijo el doctor Radhakrishnan—, pero tengo muchas esperanzas con el señor Scatflinger.

—Yo no —dijo Zeldo. Era la primera vez que hablaba desde que había empezado a beber.

—¿Por qué no? Todo va perfecto.

—Una vez que entrenemos el chip —dijo el doctor Radhakrishnan—, presumiblemente se volverá más versátil.

—No podemos entrenar el chip. Su chip está muerto —dijo Zeldo.

—Si estuviese realmente muerto, no podría ni siquiera decir «wubba wubba».

—Se colgó. Está bloqueado. Hemos dado con el fallo del que te advertí.

—Entonces, ¿qué hace?

—Está atrapado en un bucle infinito.

—¿Un bucle infinito? —El doctor Radhakrishnan estaba atónito. Infinito era un concepto matemático, uno que un colgado de la informática como Zeldo podía esgrimir con facilidad, pero no era algo con lo que tuviesen que tratar habitualmente los biólogos.

—Sí.

—¿Lo que significa? —dijo el señor Salvador.

—Lo que significa que seguirá diciendo «wubba wubba» hasta el día de su muerte —dijo Zeldo.

—Humm. Eso no va a causar una impresión demasiado favorable en lady Wilburdon —dijo el señor Salvador.

—Podemos mandarle de vuelta —dijo el doctor Radhakrishnan—. Enviarle de vuelta al interior. Puede fundar su propia secta religiosa.