Capítulo 14

Durante las cimas invernales de su depresión, su desorden afectivo estacional en Elton, Nuevo México, el doctor Radhakrishnan se hubiese conformado con cualquier cirugía. Se sentaba en casa, mirando a través de la ventana la apagada luz azul, que descendía del cielo como una nevada gradual, y observaba cómo los perros de los vecinos olisqueaban y escarbaban bancos de nieve, y se preguntaba cómo se le echarían las manos a un perro, y si sería técnicamente ilegal operar a uno del cerebro, sólo para practicar. Pero ahora que había vuelto a subirse a la silla de montar, empezaba a ponerse picajoso.

En esa fase del proyecto, trabajaban con el señor Easyrider y el señor Scatflinger[5] (no eran sus nombres reales). Las muestras de tejido cerebral que habían enviado por mensajería urgente al doctor Radhakrishnan en Elton pertenecían a esos dos hombres.

No estaba del todo claro cuáles eran sus verdaderos nombres. Los dos pacientes pertenecían a la categoría de objetos encontrados. Ninguno de los dos estaba equipado neurológicamente para identificarse, y si alguno de los dos había tenido la costumbre de pasearse con alguna identificación, otras personas las habían retirado antes de que las autoridades pudiesen encontrarlas. Antes de que el doctor Radhakrishnan llegase para imponer un mínimo de decoro en los Barracones, los norteamericanos (naturalmente) se habían inventado esos nombres. Como todo lo demás que burbujeaba hasta la superficie del caldo desagradable que era Estados Unidos, los nombres eran dominantes y permanentes, y una vez asignados ya no se podían retirar. En realidad, durante un tiempo al señor Scatflinger lo conocían como señor Shitpitcher[6], pero era completamente inaceptable —las enfermeras ni siquiera eran capaces de repetirlo— y por tanto el doctor Radhakrishnan lo había cambiado.

Al señor Easyrider le habían atropellado con una motocicleta. No podían estar completamente seguros, porque no había testigos, pero la huella de motocicleta que le recorría un lado de la cara parecía una prueba circunstancial bastante convincente. El trauma resultante había provocado una hemorragia subaracnoide, es decir, un vaso sanguíneo le había estallado en el interior de la cabeza y había sufrido una hemorragia interna, matando parte del cerebro.

El señor Scatflinger, anteriormente conocido como Shitpitcher, había sido contratado para cargar estiércol de vaca en un remolque. El remolque había virado, se había producido una avalancha, y sus piernas se habían quedado debajo. Se rompió muchos huesos. En una de esas roturas se formó un buen émbolo, que atravesó el corazón y luego aparentemente pasó de un lado del corazón al otro a través de un pequeño agujero congénito. De ahí pasó directamente a la arteria carótida hasta llegar al cerebro, donde provocó un gran daño cerebral. Esa situación se conocía como embolia paradójica.

Si el doctor Radhakrishnan aceptase literalmente ciertas doctrinas de su religión, no podría mantener ningún contacto con los señores Easyrider y Scatflinger. Sin embargo, en ese momento iba a hacerles grandes agujeros en los cráneos y a implantar biochips nuevecitos. Por supuesto, llevaba guantes, así que técnicamente no estaba entrando en contacto con ellos. Pero no dejaba de ser un tecnicismo.

Cualquiera que practicase, aunque fuese nominalmente, cualquier religión inventada milenios antes por personas que iban por ahí cubiertas con arpillera y creyendo que la tierra se apoyaba en una tortuga —es decir, cualquiera de las grandes religiones— se encontraba diariamente con dilemas así. Los cristianos practicaban un canibalismo ritual. Cuando volaba entre Occidente y la India siempre había un musulmán a bordo que tenía que sacar la revista de la compañía, comprobar el mapa de ruta de la página final y triangular con la posición del sol para intentar deducir dónde quedaba la Meca. Y cuando la ambulancia llevó a un apache chiricahua a los hospitales de la Universidad Estatal de Elton con una buena hemorragia cerebral necesitada de cirugía inmediata, el doctor Radhakrishnan no tuvo tiempo de consultar a todas las autoridades religiosas para decidir si el hinduismo le permitía tocar a un apache. Se limitó a ponerse los guantes y trabajar. En cierto momento había que encogerse de hombros, dejar de mirar teológicamente por encima del hombro y seguir con la vida. Quizás en alguna vida posterior, en algún plano místico de existencia, el doctor Radhakrishnan descubriría si había roto o no alguna regla cósmica al tocar a un apache en Nuevo México, o al tocar a los señores Easyrider y Scatflinger allí en Delhi. Mientras tanto, como todo el mundo, debía traducir los preceptos arcanos de su antigua religión a un sistema de reglas algo más flexibles y vagas llamadas ética, o valores.

—Estoy esperando los biochips —dijo al teléfono—. Espero y espero y espero.

Hubo un breve silencio al otro extremo de la línea, o lo que pasaba por silencio. Los teléfonos indios tenían una especie de naturaleza orgánica. No era el silencio estéril de un enlace norteamericano por fibra óptica. En uno de estos teléfonos uno sentía que estaba conectado al tejido electromagnético de todo el universo; el sistema telefónico no era más que una inmensa antena que recibía las emanaciones de otros teléfonos, estaciones de radio y televisión, líneas eléctricas, los sistemas de encendido de los automóviles, los cuásares en el espacio profundo, y las reunía en un espeso curry sónico. Eso era lo que el doctor Radhakrishnan escuchaba mientras esperaba que a Zeldo se le ocurriese otra excusa para el retraso.

—Hay un bug más que realmente debemos eliminar —dijo Zeldo—. Veinte de los mejores expertos de este negocio están repasando el código línea a línea.

—¿Veinte? ¡Ahí sólo tienes a cuatro personas!

—La mayor parte del trabajo se realiza en California. Por medio de un enlace de satélite —dijo Zeldo.

—Bien —dijo el doctor Radhakrishnan—, mientras tu equipo bebe expresos en Marin County, mi equipo está esperando aquí, en el pasillo del IPCM con dos pacientes con daños cerebrales tendidos en las camillas, esperando.

Un largo silencio, el curry sónico surgiendo del teléfono.

—No sé qué decirte —dijo Zeldo—. No está listo del todo.

—¿Sabes el de la mujer del programador? —dijo el doctor Radhakrishnan—. Sigue siendo virgen. Su marido se sienta todas las noches en el borde de la cama y le cuenta lo genial que va a ser.

A Zeldo no le hizo gracia. El doctor Radhakrishnan empezaba a sentir ese picor en las manos.

Sacó la cabeza por la puerta de la oficina y miró pasillo abajo. El señor Scatflinger estaba tendido en una camilla, quieto, con la cabeza recién afeitada, líneas azules pintadas sobre el cráneo como las loxodromias de un globo antiguo.

—¿Puedes o no puedes reprogramar esa cosa remotamente, tras la implantación?

—Podemos modificar el software. Así es como lo programamos en este mismo momento. Está metido en el tanque de cultivo y nos comunicamos por radio.

—Está terminado.

—No.

—Mete el tanque de cultivo en el camión y tráelo ahora. Es una orden.

El chip estaba compuesto por una parte de silicio —la parte responsabilidad de Zeldo— rodeada de una cubierta inerte de teflón, conectada a cada lado por células cerebrales que habían crecido en un tanque en Seattle. La única forma de mantener con vida esas células era suministrarles oxígeno y nutrientes. El biochip se encontraba en un tanque repleto de una solución química con un exquisito equilibrio de pH, temperatura regulada y oxígeno que Zeldo y los otros norteamericanos llamaban «sopa de pollo». La sopa nutría a las células cerebrales de todo lo necesario para permanecer con vida, excepto la estimulación intelectual. El chip no tenía más que un par de centímetros de largo y por tanto el tanque en sí no era grande, sólo unos pocos litros. Pero estaba conectado a muchas máquinas que lo mantenían equilibrado y regulado, por lo que el aparato al completo tenía más o menos el tamaño de una máquina expendedora. Se lo podía mover sobre grandes ruedas de goma, y poseía suficiente potencia de batería de reserva como para poder desconectarlo de la pared durante media hora. Por ahora esa portabilidad era necesaria debido a la naturaleza dispersa de la operación. Los chips al principio se habían encarnado en Seattle, los habían metido en el tanque y luego los habían llevado para cargarlos en jets especialmente contratados de GODS, donde los sistemas de soporte vital tomaban la energía de los generadores del avión. Desde el aeropuerto internacional Indira Gandhi, todo se había llevado a los Barracones para su depuración. Ahora venían por la carretera hasta el IPCM para su inserción quirúrgica. Cada vez que iba de un lugar a otro debía sobrevivir durante unos minutos con la energía de las baterías.

Zeldo y su cohorte llamaban al aparato el Gabinete del doctor Caligari. Lo cargaron en la parte posterior de un camión. El camión se abrió paso lentamente por la Delhi Ring Road, se metió en el aparcamiento del IPCM y retrocedió hasta llegar a la zona de descarga. Las puertas traseras se abrieron de golpe y allí estaba Zeldo y sus hackers, rodeando el Gabinete del doctor Caligari, todo un espectáculo de luces parpadeantes y tubos burbujeantes.

Se produjo un intervalo de una media hora, durante el que se preparó a los pacientes para la cirugía, el personal del quirófano se limpió y se puso los guantes, y Zeldo y su equipo llevaron el Gabinete del doctor Caligari por el hospital hasta el quirófano, saltando de un enchufe a otro, recorriendo pasillos y subiendo en ascensores. Luego el doctor Radhakrishnan no tuvo más que realizar un par de operaciones.

Era extraño, y quizás incluso ridículo, operar simultáneamente al señor Easyrider y el señor Scatflinger. Cada una de las operaciones era compleja por sí misma. Pero había muchos aspectos extraños y ridículos en los actos del Instituto Radhakrishnan. Mientras repasaban el plan para el día, todos habían compartido la sensación escalofriante y tácita de que se adelantaban varios años más de lo que deberían, y que muchas cosas podrían salir mal.

Las operaciones eran conceptualmente simples. Se realizaron las incisiones siguiendo las líneas dibujadas sobre las cabezas afeitadas de los pacientes. Habían retirado pliegues de carne y las hemorragias se cauterizaron o se cerraron. Cuando se mostró el cráneo en sí, el doctor Radhakrishnan lo cortó con una sierra para huesos.

Un polígono de cráneo, una especie de trampilla, se cortó en un lateral de la cabeza y se reservó para uso posterior. A pesar de todo, el cerebro en sí no estaba expuesto; a través del agujero veían la membrana interior, la última capa de protección del cerebro. Cuando la apartaron, miraron directamente la materia cerebral.

—Fue una debacle. Me siento personalmente avergonzado. Nunca volveré a hacer algo así. El nivel de incompetencia me pone enfermo. Puede que me pegue un tiro —decía el doctor Radhakrishnan.

—Tome un trago —dijo el señor Salvador. Lo que resultaba fácil, porque estaban sentados en el bar del Imperial.

—Cuando estoy tenso me muerdo el brazo. Creo que hoy me he tragado la mitad de mi propia sangre.

—Considérelo el primer día de una empresa —dijo el señor Salvador—. Es siempre una debacle.

—Ni siquiera debacle le hace justicia a este día —dijo el doctor Radhakrishnan—. Fue un Apocalipsis.

El señor Salvador se encogió de hombros.

—Por eso cometemos errores, para aprender de ellos.

—Uno se vuelve impaciente, investigando durante años y años. El ritmo es tan gradual. Después de un tiempo te dices «Me encantaría poder meter uno de éstos en un cerebro humano y ver qué pasa». Pero lo de hoy me recuerda por qué hacen falta años y años para prepararse.

—Los dos pacientes están vivos. Bien está lo que bien acaba.

Llegó el camarero y le entregó otra bebida al doctor Radhakrishnan. El señor Salvador echó unas rupias sobre la mesa.

—¿Por qué no se trae la copa? —dijo—. Tengo algo que enseñarle.

—¿El qué?

—Demos un paseo.

El antiguo emplazamiento del cine Ashok estaba rodeado de una barricada de seis metros de alto. En algunos puntos estaba compuesta por una verja de cadenas con lonas por encima. En otras, estaba formaba por trozos de madera. En sí misma, la valla representaba una inversión considerable; con esos materiales se podría haber dado hogar a miles de personas.

Las cosas no se aclararon demasiado después de que el señor Salvador y el doctor Radhakrishnan atravesasen el puesto de vigilancia en la entrada. La mayor parte del emplazamiento estaba ocupado por andamios. No era más que una tupida red tridimensional de acero, con algunas partes adicionalmente soportadas por vigas de madera. Hasta ahora la mayor parte del trabajo se había realizado en hierro; los andamios se entrecruzaban con otra red de barras de refuerzo.

La densidad de actividad era increíble. El emplazamiento parecía contener varios obreros por metro cuadrado, todos haciendo algo lo más rápidamente posible. Había varias grúas en funcionamiento, colocando en su sitio las estructuras de refuerzo montadas a partir de varillas.

—Todo es cemento reforzado. Así que parece un infierno hasta que lo vertemos —dijo el señor Salvador.

El doctor Radhakrishnan se hubiese perdido en un segundo, pero el señor Salvador sabía orientarse en el caos. Le llevó sin dudar hasta un pasillo que lo atravesaba todo, directamente al centro, apartando a trabajadores durante todo el camino. A medio camino se dio cuenta de que ahora iban sobre tablones. Mirando entre los huecos, podía ver que había uno o dos pisos más abajo. El lugar estaba extraordinariamente bien iluminado con miles de luces eléctricas colgando de largos cables amarillos. Allá había cientos de obreros, colocando más varas de acero. Allí ya habían vertido grandes cantidades de cemento.

Al acercarse al centro, el doctor Radhakrishnan pudo entrever más cemento a través de los huecos del andamio. Era una especie de obelisco achaparrado de cemento, de sección rectangular, elevándose recto desde los cimientos, hasta una altura de unos tres pisos sobre sus cabezas. Era lo suficientemente grande, quizá, como para colocar una pista de voleibol en cada piso. Las paredes poseían algunas aberturas rectangulares en cada nivel allí donde, presumiblemente, esa parte del edificio se conectaría con salas o pasillos adyacentes. Miles de barras reforzadas surgían de las paredes en los niveles de los suelos futuros, marcando las localizaciones de futuras paredes, dotando a la torre de una apariencia erizada y peluda. Las paredes desnudas de cemento, todavía tan nuevas y limpias que casi eran blancas, ya habían quedado parcialmente cubiertas por conductos, cañerías y cintas que crecían y serpenteaban alrededor de la estructura como enredaderas tropicales subiendo por un árbol. Forzando el cuello para mirar la parte superior, el doctor Radhakrishnan pudo ver el recinto inmenso de grandes máquinas montadas en el tejado, probablemente equipos de aire acondicionado y generadores eléctricos.

El obelisco estaba conectado al andamio circundante por medio de un par de pasarelas, dándole la apariencia de una torre de homenaje en medio de un castillo medieval. Cuando atravesaron los puentes hasta el edificio, cruzaron una especie de división cultural. Todos los que trabajaban en el interior eran coreanos, japoneses o norteamericanos, y se hablaban en inglés con diverso grado de fluidez. Algunos vestían elegantes monos limpios, y algunos incluso corbata. Dos de los tres enormes sistemas informáticos Calyx ya estaban funcionando; de los buenos, con enormes pantallas en color, y los ingenieros los usaban para ampliar varios subsistemas.

—Esto, evidentemente, es el núcleo esencial de la operación —dijo el señor Salvador—. La única parte que realmente le hará falta para continuar con sus investigaciones. En una semana estará listo para su uso. Es decir, siempre que no le importe atravesar una zona de obras para llegar hasta aquí.

—En absoluto —dijo el doctor Radhakrishnan.