Capítulo 12

A dos mil pies de altura sobre la costa de California, el doctor Radhakrishnan podía ver cómo todo iba adquiriendo forma. Se trataba de uno de esos jets corporativos especialmente agradables con ventanillas grandes: un Gyrfalcon de Gale Aerospace. Las ventanillas ofrecían una vista panorámica de toda la parcela: estaba la planicie cubierta de arena donde ya habían marcado con banderas de un naranja fluorescente la futura posición de la pista de aterrizaje privada. Había una carretera de acceso de grávida, que unos obreros transformaban rápidamente en asfalto. Estaba el bosquecillo que se convertiría en un pequeño parque para disfrute de los trabajadores. Y finalmente, muy por encima de las atronadoras crestas blancas del Pacífico, se encontraba el risco donde se construiría el edificio en sí.

Donde se estaba construyendo.

—Dios mío —soltó el doctor Radhakrishnan—. Está medio terminado.

El señor Salvador sonrió.

—Las labores estructurales siempre van sorprendentemente rápido. Supongo que colocar todos los tiradores en las puertas llevará eones. ¿Le apetece otro puro?

La costa pasó por debajo. El sol de la tarde entraba ahora inclinado por las ventanillas de la izquierda del Gyrfalcon.

El doctor Radhakrishnan todavía no sabía cómo valorar todo eso. Llevaba días pensándolo y todavía no había decidido nada. Era desmesurado. Totalmente irreal. Llevaba toda la carrera buscando dinero y reconocimiento. Ahora lo recibía todo. El Proyecto Manhattan, como le había dicho Arun. No podía estar pasando. Pero estaba pasando.

El instinto le decía que no cabía explicación racional para ese gasto frenético de dinero. Pero se trataba de una actitud corta de miras indigna de un científico. No era un hombre de negocios. ¿Quién era él para decidir lo que tenía o dejaba de tener sentido financiero?

El doctor Radhakrishnan V.R.J.V.V. Gangadhar era algo correcto en ese jet. Y también merecía los institutos de investigación. Era del todo adecuado y justo.

—No he podido evitar darme cuenta de que lleva algunos periódicos en el maletín —dijo el doctor Radhakrishnan—. Esta mañana no tuve la oportunidad de comprarlo.

—El New York Times de ayer —dijo el señor Salvador.

—Oh —dijo el doctor Radhakrishnan decepcionado—. Tenía la esperanza de dar un vistazo a la Bolsa.

—No diga más —dijo el señor Salvador. Dejó el puro y fue hasta la parte delantera de la cabina. Se sentó en una silla giratoria de cuero situada delante de un equipo portátil de comunicación que estaba encajado en el mamparo delantero del Gyrfalcon, justo detrás de la cabina del piloto. Incluía teléfono y fax, un teclado y un par de monitores de pantalla plana. El fax había estado emitiendo papel casi desde el momento del despegue en Elton, y a esas alturas una larga cinta se había acumulado en el suelo—. Estos pájaros Gale son algo caros, pero poseen una aviónica sin igual —siguió diciendo el señor Salvador, mientras tecleaba.

Una cinta de cotizaciones se materializó en la parte de debajo de una de las pantallas, moviéndose de derecha a izquierda.

—¿Puede verla desde su asiento?

—Sí, la puedo ver con total claridad, gracias.

—Debería haberme anticipado a su interés y haberla puesto en marcha cuando subió a bordo. Mis disculpas.

—Oh, no invierto demasiado —dijo Radhakrishnan, avergonzado por la situación—. Pero tengo algunas acciones de Genomics, esa empresa de Seattle. Cuando empezamos a trabajar con ellos quedé tan impresionado que decidí comprar.

—Y últimamente se está moviendo muy rápido, provocándole muchos nervios —dijo el señor Salvador.

—Exacto. Rumores de compra. Le dije a mi intermediario que vendiese a ochenta y tres.

—Entonces le ha ido de maravilla.

—¿Sí? ¿A qué se refiere?

—Gale Aerospace compró Genomics esta mañana. A ochenta y cinco. Acertó de pleno.

—¿Gale Aerospace es ahora dueña de Genomics? —dijo el doctor Radhakrishnan. Estaba aliviado y encantado. Pero también se le ocurrió que era un poco extraño. Miró el interior de la cabina del jet como si ésta pudiese revelarle algo.

—Sí.

—¿Por qué una empresa de cohetes y misiles querría poseer una firma zarrapastrosa de ingeniería genética situada en Seattle?

—¡Diversificación! —dijo el señor Salvador—. Una estrategia más que inteligente en esta era de paz mundial, ¿no le parece?

—Sí. Ahora que lo comenta, parece del todo lógico.

—Ya que estamos tratando el tema del cultivo de tejidos, ¿recibió mi otro paquete? ¿Las muestras de tejidos? —dijo el señor Salvador.

Muestras de tejidos era una buena forma de definirlos.

—Sí —dijo el doctor Radhakrishnan—. Eran buenas muestras, limpias. Quien las tomase sabía lo que hacía.

—Intentamos contratar a los mejores —dijo el señor Salvador.

—Es la primera oportunidad que he tenido de trabajar con tejido cerebral humano —dijo el doctor Radhakrishnan. Mientras pronunciaba esa frase, redujo el ritmo, sintiendo que pisaba terreno resbaladizo.

El señor Salvador sonrió comprensivo.

—Sé que en Estados Unidos las regulaciones sobre manipulaciones de tejidos humanos pueden ser muy agobiantes.

—Exacto. En cualquier caso, yo, eh, o nosotros, mis estudiantes y yo, no estamos del todo seguros… tenemos tan poca experiencia. —El doctor Radhakrishnan sabía que parloteaba patéticamente, pero el señor Salvador seguía sonriendo y asintiendo—. De todas formas, hemos iniciado la fase de cultivo con esas muestras… las envié a Genomics. Se dieron algunos pasos en falso…

—Naturalmente. La ciencia opera de esa forma.

—… pero las muestras que nos entregó eran, bien, generosas, tan grandes que teníamos mucho margen de error. Casi estoy sorprendido, bien…

—¿Sí?

—Evidentemente, los cerebros humanos son mayores que los cerebros de mandril, así que mi perspectiva está un poco distorsionada, pero si yo pudiese tomar muestras tan grandes de un cerebro humano, yo… —una vez más, tuvo la impresión de caminar sobre terreno resbaladizo— bien, digamos que en Estados Unidos, con su histeria por las negligencias médicas, donde siempre tienes que cubrirte las espaldas…

—Ridículo —admitió el señor Salvador.

—… los abogados…

—Quejándose, molestando y demandando —dijo el señor Salvador—. En algunos aspectos, doctor, Estados Unidos es el mejor lugar del mundo para la investigación. En otros, con su carácter litigante, es un lugar horrible. Opinamos que la India y Estados Unidos podrán complementarse admirablemente.

El señor Salvador era bueno.

—Exacto. Señor Salvador, tiene usted habilidad.

—Me alegra tanto que en ese aspecto estemos de acuerdo —dijo el señor Salvador.

—Por cierto, eh, ¿cómo les va a los pacientes? —dijo el doctor Radhakrishnan—. ¡Ja! Casi los llamé especímenes.

—Llámelos como quiera —dijo el señor Salvador—. Están bien. Pronto podrá reconocerlos. Claro está, no los hubiésemos seleccionado para su inclusión en este programa de no haber sufrido previamente algún daño neurológico, así que resulta problemático responder a su pregunta.

—Sí, comprendo.

—Bien, no pretendo cansarle con toda esta charla técnica. Tomaremos la gran ruta a Delhi —dijo el señor Salvador—. Repostaremos combustible en lugares emocionantes como Anchorage y Seúl. Hay un camarote privado al otro lado de ese mamparo donde podrá descansar, y mientras está ahí estoy seguro de que María estará encantada de darle un masaje, charlar con usted o cualquier otra cosa que haga que el tiempo pase más deprisa.

—Ah —dijo el doctor Radhakrishnan—. Me pareció oler perfume.

—Como puede apreciar, el señor Coover es un anfitrión consumado. Mi trabajo no trae esos beneficios, pero tengo más que suficiente para mantenerme ocupado. —El señor Salvador hizo un gesto en dirección al equipo de comunicación.

—Es usted un hombre ocupado —comentó el doctor Radhakrishnan.

—Hay grandes proyectos en marcha —dijo el señor Salvador con un entusiasmo poco habitual—. Para según qué gente, ésta es una época fascinante en la que vivir.

Ciertamente el doctor Radhakrishnan se sentía así.

—¿Cuánto tiempo lleva trabajando para el señor Coover?

El señor Salvador hizo una pausa antes de responder, el rostro alerta, los ojos reluciendo. No es tanto que estuviese pensando la respuesta como que examinaba el rostro de Radhakrishnan. Parecía, como siempre, ligeramente divertido.

—Yo no haría suposiciones injustificadas —dijo.

El doctor Radhakrishnan quería seguir preguntando pero había comprendido que al preguntarle al señor Salvador por sus antecedentes, había penetrado en el reino del mal gusto. Y para según qué gente, eso era peor que los malos modales o la mala moral.

Sin embargo, presentía, sin haberla conocido, que María sería una persona mucho más accesible a todos los niveles.

—Voy a refrescarme —dijo, indicando la cabina privada del fondo.

—Tómese su tiempo y relájese —dijo el señor Salvador—. Queda mucho camino hasta la India.

Con su estilo habitual, el señor Salvador había hecho todo lo posible, y más, por lograr que el doctor Radhakrishnan se sintiese como en casa en Delhi, a pesar de que Delhi era su casa. Habían alquilado una suite enorme en el espectacular hotel Imperial, una montaña adecuadamente nombrada al final de la carretera bordeada de palmeras que era Janpath. Estaba justo al sur de Connaught Circus y a menos de dos kilómetros del lugar de construcción del instituto. El señor Salvador había alquilado un par de pisos en el hotel. Durante el largo viaje sobre el Pacífico, María se había encaprichado del doctor Radhakrishnan e insistió que se le permitiese quedarse en Delhi durante un tiempo; el señor Salvador le había concedido a regañadientes una suite propia, pasillo abajo de la del doctor Radhakrishnan. El señor Salvador se hospedaba al otro extremo del mismo pasillo en un ambiente menos ostentoso pero aun así opulento.

Al doctor Radhakrishnan le aguardaba una agradable sorpresa al llegar al Imperial: toda su familia extendida. Todos le vitorearon, le abrazaron y le besaron en el recibidor de su suite y luego bajaron al comedor para disfrutar de una larga cena. El doctor Radhakrishnan se sentía como un héroe conquistador recién llegado de la guerra, a quien el maharajá recibía con un espléndido festín.

Luego, María tuvo que cuidarle durante un día o dos de resaca, agotamiento y jet lag. Cuando al fin se sintió preparado, llamó a un coche y le dijo al chofer que le llevase al sur por Janpath hacia la South Extension de Nueva Delhi, donde, le habían asegurado, los laboratorios provisionales del Instituto Radhakrishnan funcionaban a pleno rendimiento.

Al salir del hotel, se encontró con un joven norteamericano en el ascensor. El doctor Radhakrishnan podría habérselo encontrado en la Antártida y aun así le hubiese reconocido como empresario de alta tecnología norteamericano. Tenía treinta y pocos años. Llevaba el pelo largo, y probablemente él mismo se lo hubiese cortado delante del espejo. Tenía barba. Llevaba gafas. Vestía tejanos azules, zapatillas de deporte, una camisa blanca a rayas razonablemente decente y un blazer arrugado de lana. En una mano llevaba un maletín y en la otra un ordenador portátil bastante formidable.

Y otro detalle importante: al contrario que prácticamente todos los demás que había conocido desde el comienzo del vuelo a Delhi, no intentó hacerle la pelota.

—Hola, tú debes de ser Radhakrishnan —dijo el hombre—. Yo soy Peter Zeldovich. La mayoría de la gente con la que trabajo me llama Zeldo. Es mi nombre en el correo electrónico. Encantado de conocerte. —Dejó el portátil en el suelo del ascensor y le ofreció la mano; el doctor Radhakrishnan la agarró, sin fuerza y con renuencia—. ¿Ya se te ha pasado el jet lag? —dijo el hombre mientras el ascensor bajaba hasta el vestíbulo.

El doctor Radhakrishnan ya había olvidado su nombre de pila. Los nombres se le daban fatal. Ahora comprendía por qué todos llamaban Zeldo a esta persona. Su nombre real se evaporaba instantáneamente de la memoria; Zeldo flotaba indeleble en la entrada de su mente, como una mierda apestosa dejada por un perro callejero. Con suerte, no tendrían que verse mucho en el trabajo.

Claro que no. Era el instituto del doctor Radhakrishnan, él lo dirigía, podía mandar de vuelta a Zeldo a su asqueroso apartamento de soltero de la Costa Oeste cuando le empezase a molestar demasiado. Lo que, a este paso, podría no llevar mucho tiempo.

—Oí que ibas a los Barracones, así que pensé que podría subirme a tu coche —dijo Zeldo al salir del vestíbulo.

—¿Los Barracones?

—Sí. Es como llamamos al instituto provisional. Asumo que no lo has visto.

—¿Por qué iban a llamarlo así? —Claro está, era totalmente superfluo plantear la pregunta; esos despreocupados norteamericanos le ponían mote a todo.

—Porque eso es lo que son. Están al sur, en el límite de la zona militar…

—¿La Colonia Defensiva?

—Sí. —Zeldo alargó la mano hacia una de las puertas, casi chocando con el portero con turbante que se la abrió.

El doctor Radhakrishnan sólo llevaba un par de días de vuelta en el mundo civilizado, pero ahora se sentía como si no se hubiese ido nunca, y como si los años en Elton no fuesen más que una pesadilla aterradora.

—En cualquier caso, las instalaciones provisionales están montadas en esos edificios como barracones. Artefactos soviéticos de cemento, ya sabes. Supongo que por ahora bastarán.

Zeldo tuvo el valor de permitir que el chofer le abriese la portezuela del coche y se metió dentro por delante del doctor Radhakrishnan. Plegó las largas piernas de forma que las rodillas chocaban contra la parte posterior del asiento del chofer y apiló maletín y portátil sobre el regazo. El chofer salió por Janpath, pasando de las líneas pintadas y obedeciendo las suyas propias, siguiendo el estilo local.

—Yo soy un cabezachip de Pacware —dijo Zeldo, como si el doctor Radhakrishnan debiese entender qué era eso.

—¿Qué es Pacware?

—Pacific Netware. Diseño dispositivos lógicos, chips, para ellos.

—¿Debo entender que está relacionado, de alguna forma, con mi instituto?

Zeldo le miró boquiabierto.

—Claro —dijo—. Me encargo del diseño hardware de la porción de silicio del nuevo modelo de biochips.

—No era consciente de que fuese necesario un nuevo modelo.

Zeldo se encogió de hombros.

—Siempre hacen falta nuevos modelos —dijo—. El diseño hardware es un blanco que se mueve a gran velocidad. Si no actualizas tus diseños cada pocos meses, acabas trabajando con tecnología de la Edad de Piedra.

Al doctor Radhakrishnan empezaba a costarle mantener controlada su furia. Quizás el viaje le tuviese todavía un poco irritable. Regresar triunfante a casa y al fin recibir el reconocimiento que merecía, y luego verse atrapado en un ascensor, y en el coche, con ese yanqui relajado que le decía que había vuelto a la Edad de Piedra…

Pero contuvo la lengua, porque sospechaba que Zeldo podría tener razón. Los chips que metían en los mandriles eran modelos comerciales con capacidades limitadas. Era un hecho básico de la electrónica que si diseñabas un chip a medida para realizar una tarea concreta, podría actuar mil veces más rápido que el modelo en serie.

Si Zeldo podía realizar bien su trabajo y construir un nuevo chip especializado para ese propósito, podría mejorar enormemente las posibilidades del implante del doctor Radhakrishnan.

La verdad, traer al «cabezachip» de una compañía potente como Pacific Netware era una idea genial. Desearía que se le hubiese ocurrido a él. Se preguntó quién lo habría pensado.

—¿Intentaron emparejarte con una tía? —dijo Zeldo.

—¿Disculpa? ¿Una tía?

—Sí. Una piba. Ya sabes, una prostituta.

El doctor Radhakrishnan deseó que Zeldo no hubiese empleado esa palabra.

—Lo intentaron conmigo —dijo Zeldo—. Me compraron un billete de primera clase en British Airways para que viniese desde San Francisco. Tan pronto como me subí, una mujer increíble se me sentó al lado. Tonteaba conmigo incluso antes de habernos alejado de la puerta. Dios, vaya si estaba buena.

El doctor Radhakrishnan sonrió conspirativamente.

—Te gustaba, ¿eh?

—La verdad, no era gran cosa intelectualmente —dijo Zeldo, frunciendo el ceño—, y mantengo una relación monógama allá en casa.

No hablaron mucho más hasta llegar a la Colonia Defensiva, cuya entrada estaba protegida por ametralladoras de gran calibre instaladas en nidos de sacos de arena, operadas por sijs de ojos de águila. Los sijs les dejaron pasar sin abrir fuego; un minuto o dos después se encontraban en los Barracones.

Evidentemente los habían construido para acoger tropas destinadas a proteger el recinto y otras tareas de bajo nivel en la Colonia Defensiva. Al estar en Delhi, y la Colonia Defensiva tenía prestigio, la verdad es que estaban bastante bien, para ser barracones. Cada edificio tenía unos treinta o cuarenta metros de largo, con la anchura suficiente para una fila de camas a cada lado con un pasillo ancho en medio. Eran de cemento, con tejado de metal, y estaba claro que los habían pintado a toda prisa y los habían dotado con mejores servicios eléctricos y aire acondicionado. El Instituto Radhakrishnan ocupaba ahora mismo dos de esos edificios. El Edificio 1 estaba lleno de oficinas y laboratorios. El Edificio 2 estaba lleno de camas. Las camas estaban ocupadas por casos de daño cerebral.

En la India las apoplejías no representaban habitualmente un gran problema sanitario. El paciente clásico de apoplejía era un fumador anciano y gordo, y aunque en la India mucha gente fumaba, muy poca gente estaba gorda y muchos no tenían la oportunidad de envejecer. Por suerte, desde el punto de vista de la investigación, en cuanto juntabas a casi mil millones de personas viviendo y trabajando en condiciones que no eran famosas por su seguridad, no tenías que depender de las apoplejías para disponer de un amplio muestrario de daños cerebrales.

En su inspección inicial del Edificio 2, el doctor Radhakrishnan vio una colección fascinante de desafortunados traídos desde los barrios más marginales. Parecía que el señor Salvador tenía contactos de algún tipo en la Fundación Lady Wilburdon, un grupo de beneficencia británico que dirigía clínicas y hospitales gratuitos por toda la India. El señor Salvador había explotado dicha conexión reclutando a estudiantes médicos de todo el país como cazatalentos de daños cerebrales, que examinaban a los casos entrantes y le hacían saber si había alguno prometedor. Además de los dos que ya habían cedido muestras de sus cerebros, el doctor Radhakrishnan vio a un hombre al que le había caído un ladrillo en la cabeza en una obra. Un soldado que había recibido un tiro en el cerebro durante la violencia étnica de Srinagar. Un repartidor de almuerzo de Delhi al que un choque con un camión le había hecho caer de su motocicleta rickshaw. Un pilluelo de la calle que al intentar robar en un segundo piso de una vieja estructura colonial había resbalado y había caído cuatro metros; la punta de una verja le había entrado por la boca abierta, le había atravesado el paladar y le había empalado el cerebro.

Incluso para estándares occidentales, el cuidado recibido por esos pacientes era muy generoso. El edificio no era ninguna joya arquitectónica, pero estaba limpio y bien acondicionado. No estaba prodigiosamente regado de equipos de alta tecnología, pero estaba bien equipado con enfermeras atentas y con estudiantes de enfermería que claramente hacían lo posible por satisfacer las necesidades individuales de cada paciente. Y ni uno solo de esos pacientes pagaba ni una rupia. La mayoría ni siquiera tenía una rupia.

El Edificio 1 disponía de sus propios generadores, un par de unidades portátiles Honda nuevecitas que ofrecían ciento veinte voltios de electricidad norteamericana a sesenta ciclos por segundo. El fluido pasaba y se acondicionaba a través de una fuente ininterrumpida de energía y luego recorría un conducto reluciente y recién instalado hasta un número generoso de cajas de conexiones de acero galvanizado, atornilladas a las paredes de los barracones cada pocos metros, equipadas con enchufes norteamericanos de tres patas.

Todo se había montado de forma que Zeldo y sus colegas pudiesen llegar directamente desde California, dejar a sus putas en el Imperial y conectar sus ordenadores y dispositivos más arcanos a la pared sin tener que lidiar con el desagradable choque cultural de voltajes y conectores incompatibles. Más aún, los generadores Honda no oscilarían, no se sobrecargarían, no se quemarían, ni se apagarían como era probable que le pasase a la red de Delhi. No se perdería ningún preciso dato debido a influencias impredecibles del Tercer Mundo.

Zeldo y un par de otras barbas comepizza de Estados Unidos habían reclamado un extremo del Edificio 1 y habían establecido su propio asentamiento de música heavy metal y caros martillos de gomaespuma para golpear sus estaciones de trabajo cuando se sentían frustrados. Incluso habían puesto un cartel: PACIFIC NETWARE - OFICINA EN ASIA. Al entrar, el doctor Radhakrishnan había visto antenas de satélite recién instaladas, y no pudo evitar suponer que el instituto estaba conectado por ellas.

El señor Salvador tenía su propia esquinita al otro extremo del edificio, todo lo lejos que se podía estar de los martillos de gomaespuma. En ese momento no estaba allí, pero el doctor Radhakrishnan reconocía el estilo del señor Salvador en cuanto lo veía: un pesado escritorio antiguo, adecuadamente rayado por el uso, un abrillantador de zapatos eléctrico y todos los dispositivos de comunicación que la ciencia conocía.

El espacio intermedio estaba por completo a disposición del doctor Radhakrishnan. En ese momento era todo mesas vacías y nuevas y archivadores vacíos y nuevos. Ya había algunas personas. Supuestamente, Toyoda estaba de camino y era posible que ya hubiese llegado. También había algunos prometedores estudiantes graduados indios que el señor Salvador había logrado reclutar a pesar de sus puestos en América y Europa, y había señales que indicaban que algunas de esas personas ya habían llegado, habían reclamado una mesa y se habían puesto a trabajar.

En ese momento el doctor Radhakrishnan no tenía nada más que hacer excepto sentarse con un buen montón de expedientes médicos de los pacientes del Edificio 2, y buscar entre ellos, hasta dar con pacientes que tuviesen el tipo adecuado de daño cerebral.

Un par de horas después de la llegada del doctor Radhakrishnan, trajeron a un paciente llamado Mohinder Singh. Era un conductor de camión de Elimachal Pradesh, muy al norte, al pie del Himalaya. Había estado bajando por una carretera de montaña con un montón de tuberías de media pulgada atadas a la parte posterior del camión. Aparentemente las tuberías tenían longitudes diferentes; algunas sobresalían más que las otras. Le había fallado el freno y se había salido de la carretera, pegándose con algo. El montón de tuberías se había lanzado hacia delante. La más larga había atravesado la ventanilla trasera del camión, le había dado tras la oreja y le había atravesado por completo la cabeza, saliéndose por uno de los ojos. Un grupo de trabajadores de carretera había usado una sierra para cortar gran parte de la tubería, dejando sólo la porción que atravesaba la cabeza, y le habían evacuado a una clínica cercana a la Beneficencia Lady Wilburdon donde uno de los cazatalentos le había visto.

Al principio no resultaba prometedor. Parecía probable que la tubería hubiese aplastado muchas cosas ahí dentro y que hubiese rozado grandes porciones del cerebro. Pero el doctor Radhakrishnan no había llegado hasta donde estaba siendo imprudente y superficial.

Mandó a Singh carretera abajo hasta el Instituto Panindio de Ciencias Médicas para que le hiciesen escáneres de la cabeza.

El IPCM era el instituto de investigación indio más importante y estaba a sólo unos minutos de los Barracones siguiendo la Ring Road de Delhi. Con el equipo que tenían disponible podría sacar excelentes imágenes de la cabeza de Singh. Y, por un golpe de suerte, el trozo de tubería que todavía estaba encajado en la cabeza del señor Singh era de cobre, una sustancia no magnética; podrían meterle en un escáner de resonancia magnética sin convertir la tubería en un proyectil.

El doctor Radhakrishnan se asombró al descubrir que la tubería le había atravesado la cabeza casi tres días antes. Debió de sufrir un dolor terrible, pero el hombre se negaba a admitirlo. De la cabeza para abajo estaba bien alimentado y con salud perfecta. Allí tenía un paciente que no iba a sufrir un shock cada vez que le clavasen una aguja en el brazo.

Cuando Singh regresó del IPCM con un montón de láminas y escáneres apilados sobre el pecho, el doctor Radhakrishnan se sorprendió agradablemente. La tubería era de paredes gruesas, recién cortada y limpia por el borde que había atravesado la cabeza de Singh. Por lo que el doctor Radhakrishnan podía determinar al intentar interpretar las imágenes, había cortado a través del tejido blando y gelatinoso del cerebro, en lugar de aplastarlo y contusionarlo. Había actuado casi como un dispositivo para tomar muestras.

Una vez que sacasen la tubería y arreglasen algunos los daños externos, siempre que Singh no muriese por una infección, lo que era simplemente cuestión de antibióticos, sería un candidato perfecto para la terapia.

—No se queja —dijo el señor Salvador cuando pasó a inspeccionar—. Fuerte. Actitud positiva, por lo que puedo ver. Dispuesto a probar lo que sea. Me recuerda al tipo de Estados Unidos.

—¿Qué tipo?

—El que oyó en cinta. El de las pruebas que examinó.

—Ah, sí.

De pronto, una sensación de emoción recorrió el cuerpo del doctor Radhakrishnan. Parecía tener una oleada de adrenalina recorriéndole el sistema circulatorio como si se tratase de un tsunami químico. Abrió los ojos un poco más y parpadeó un par de veces como si acabase de salir a la luminosa luz del sol después de un largo invierno en Elton, Nuevo México, y su cuerpo se agitó un poco de un lado al otro, cambiando de posición y equilibrio al envararse un poco más, respirando un poco más hondo. El jet lag desapareció. Miró a su alrededor, de pronto apreciando la sala con la mirada intensa y aterradora de una rapaz volando sobre una corriente térmica de montaña. Las manos se agitaron, casi como si ya sostuviese el taladro y la sierra, zumbando, cortando despreocupadamente el hueso, penetrando en el interior de otro ser humano.

El señor Salvador podía quedarse su jet Gyrfalcon, sus coches, sus institutos y sus suites de hotel. Podía llevárselo todo de vuelta a Estados Unidos. No importaría. El doctor Radhakrishnan V.R.J.V.V. Gangadhar vivía para sentir lo que sentía en ese mismo instante.

Todas las enfermeras y encargados de esa parte del barracón se habían puesto en pie con incertidumbre.

—¿¡A qué esperáis!? —les soltó—. ¡Este pobre hombre tiene una tubería atravesándole la cabeza! Vamos a sacarla.