Capítulo 11

El doctor Radhakrishnan volvió a saber del señor Salvador diez días más tarde, cuando le llegaron dos paquetes a la oficina, cortesía de GODS, Sistema Global y Omnipresente de Envío.[4] Uno de ellos era una caja pequeña. El otro era un tubo largo. El doctor Radhakrishnan hizo una pausa antes de abrirlos dándose tiempo a maravillarse de su pura perfección geométrica. En la India, y en la mayor parte de Estados Unidos, el correo era un artefacto imperfecto, sucio y machacado. El correo llegaba envuelto en capas protectoras de papel marrón fibroso y barato, atado con una cuerda peluda que parecía copos de avena trenzados; por las esquinas sobresalía el contenido, y las formas de los paquetes y sobres nunca alcanzaban el ideal geométrico. Las direcciones aparecían escritas con rotuladores y bolígrafos, se veían sellos anticuados recién salidos del grabador, pegados, con notas de varios agentes postales realizadas a lo largo del trayecto.

No era así como el señor Salvador enviaba sus paquetes. Cuando el señor Salvador te enviaba algo, usaba GODS. La firma más importante en el negocio del transporte urgente. El correo del señor Salvador no estaba fabricado con ninguna sustancia derivada del papel. No había fibras. No había nada marrón. El envoltorio era una especie de plástico irrompible con un impresionante tacto a teflón, blanco y tan inmaculado como la túnica de Cristo. Los dos paquetes estaban decorados con etiquetas GODS relucientes, de brillantes colores, autoadhesivas y plásticas. Ninguna parte de las etiquetas, ni ninguna otra parte de los paquetes, había sido mancillada por la letra humana. Todo había sido impreso por un ordenador. Las etiquetas llevaban un código de barras. Algunas partes de las etiquetas contenían información sobre la dirección. Algunas partes contenían largas series de dígitos misteriosos. Algunas partes se referían a seguros y otros asuntos legalistas, y otras, como medallas colgadas del pecho de un oficial, parecían poseer una naturaleza puramente honorífica.

El esquema de color estaba compuesto por tres tintes; cada casilla, cada logotipo, cada advertencia seria y aviso legal estaba en uno de esos tintes. Los tintes encajaban a la perfección y tenían un aspecto genial, ya fuesen en los paquetes en sí o en el mono estilo NASA exquisitamente planchado que vestía la joven atractiva que le había entregado los paquetes y había logrado la firma del doctor Radhakrishnan sobre un portátil de pantalla plana que pitó y gimió mientras transmitía su garabato digitalizado a un ordenador remoto en el interior del impecable y pintado en tres colores furgón de reparto de GODS. La mujer se mostraba alegre, segura, profesional y aparentemente se habían tomado un descanso de su trabajo habitual como abogada penal, instructora de aerobic o físico nuclear para dedicarse a la enriquecedora labor vital de entregar paquetes. El doctor Radhakrishnan, el mejor neurocirujano del mundo, se había sentido pequeño, sucio e ignorante frente a ella. Pero antes de poder pedirle una cita, ella ya se había ido, a ocuparse de cosas más importantes.

El doctor Radhakrishnan abrió primero la caja. No había cinta adhesiva; el mágico envoltorio blanco se fijaba a sí mismo. Al romperlo, las pegatinas y etiquetas también se rompieron, y tuvo la intuición de que, quizá, parte de la emoción de recibir correo así era poder exagerar tu propia importancia rompiéndolo. Era como poseer a una prostituta cara recién salida del salón de belleza.

En el interior del envoltorio había una caja de plástico duro sin características y sin indicaciones, que debía abrirse empleando algún truco que al doctor Radhakrishnan se le escapaba. Cuando consiguió penetrar en la caja, todo el contenido resultó estar sellado en un envoltorio de plástico, como un vaso en una habitación de motel. El doctor Radhakrishnan sabía que en el contexto de la cultura norteamericana, sellar algo en plástico era concederle honor.

El contenido resultó ser una pequeña pila de discos de 3,5 pulgadas sin etiquetas. Recordó que él y el señor Salvador habían estado comentando el sistema operativo Calyx, por tanto, siguiendo un impulso, metió uno de los discos en la estación de trabajo Pacific Netware que tenía sobre la mesa.

Los sistemas eran compatibles. Había algunos archivos almacenados en el disco, todos en el formato estándar empleado para imágenes en color. Parecían imágenes médicas de un tipo u otro.

El doctor Radhakrishnan abrió algunos y los comprobó; eran imágenes del mismo cerebro de hombre. El hombre había sufrido una apoplejía que, a juzgar por la posición de las dos zonas dañadas, probablemente le afectase al habla y le provocase parálisis en el lado izquierdo. Curiosamente, las zonas afectadas del cerebro eran isodensas, lo que significa que tenían la misma densidad que las zonas sanas que las rodeaban. Lo que indicaba que las imágenes se habían tomado a los pocos días de la apoplejía.

El doctor Radhakrishnan no precisó de mucha imaginación para comprender que miraba al cerebro del amigo del señor Salvador. El señor Salvador le estaba planteando implícitamente una pregunta: ¿puede corregir este tipo de daño?

Y la respuesta era sí. En teoría. Pero la instalación necesaria para realizar ese tipo de trabajo no existía y no existiría hasta dentro de años, incluso teniendo en cuenta suposiciones ridículamente optimistas sobre donaciones y fondos. Oh, se podría construir en cualquier momento, si tenías el dinero. ¿Pero quién tenía tanto dinero?

Con tiempo, el doctor Radhakrishnan consiguió derrotar el sistema de cierre del tubo. Enrollado en su interior había un grueso montón de papeles tamaño póster.

El laboratorio estaba atestado, así que le llevó algo de tiempo encontrar una mesa lo suficientemente grande para desenrollarlos. Al final echó a Toyoda de la sala de café, donde había estado mirando la MTV, retiró lo que había sobre la encimera, limpió algunas manchas con una toallita y desenrolló las páginas sobre la formica de grano de madera. Desenrollado, el montón de hojas tenía más de un centímetro de espesor. Todas tenían el mismo tamaño, y todas estaban cubiertas con dibujos precisos y coloreados.

Pasando rápidamente el montón vio plantas, alzados, vistas detalladas de habitaciones individuales. La hoja superior era un alzado.

Mostraba una estructura moderna y de alta tecnología colgada de un risco cubierto de pinos que miraba al mar. Había un pequeño aparcamiento, una antena de satélite en el tejado, muchas ventanas, una cafetería exterior, incluso un camino para bicicletas. Parecía un lugar agradable en el que trabajar.

La segunda hoja era un alzado de un edificio completamente diferente. Éste estaba situado en un entorno urbano. Era un edificio austero de color arenisca con algunas ventanas tintadas situadas por encima del nivel de la calle. También era de alta tecnología, pero al mismo tiempo era impresionantemente indio: podía apreciar los motivos clásicos de la arquitectura india, actualizados y racionalizados. Los materiales eran curiosos: cemento reforzado donde era necesario, claro está, pero arenisca y mármol en el exterior, incluso algunas incrustaciones tradicionales.

La tercera hoja representaba el mismo edificio desde un ángulo más alto, mostrando un atrio central cubierto de vidrio rodado de oficinas y repleto de exuberantes plantas tropicales. Detrás, un vecindario de estructuras bajas y achaparradas de cemento se extendía hasta un distrito más edificado a unas manzanas, centrado en una gigantesca calzada circular bordeada de tiendas y oficinas.

El doctor Radhakrishnan quedó perplejo al reconocer la carretera circular: era el Connaught Circus, el plexo solar de su ciudad natal, Nueva Delhi. Una vez que se dio cuenta, todo encajó, comprendió en qué dirección miraba, reconoció las formas del hotel Volga y la fachada acristalada de la oficina de British Airways en el Circus, las entradas al bazar subterráneo.

Sabía exactamente dónde estaba ese edificio. Lo habían dibujado en la ubicación del cine Ashok, una estructura memorable pero decrépita, donde papá de niño le había llevado a ver películas. Justo entre Connaught Circus y la Puerta de la India, cerca de la sede del gobierno, embajadas y todo.

—Si ese edificio —fuera lo que fuese— estaba construyéndose en realidad, o se estaba considerando, era novedad para él. A esas alturas debería haberse enterado, porque las novedosas estructuras de alta tecnología no se construían todos los días. El doctor Radhakrishnan no sabía qué era ese edificio, pero sabía reconocer la arquitectura tecnológica cuando la veía. Parecía que alguien tenía planes ambiciosos para crear una especie de ashram del silicio.

Quizá fuese una oportunidad de inversión. O quizás estuviesen intentando atraer investigadores al nuevo complejo. Pero debía tratarse de la fantasía alocada de alguien, porque si hubiesen trabajado en Delhi —si el plan se hubiese susurrado— el doctor Radhakrishnan se habría enterado. No era el delhiano mejor conectado del mundo, pero conocía gente y se mantenía al día.

Siguió hojeando el montón, intentando encontrar alguna pista. Los dibujos iban alternando entre los dos edificios: el del risco sobre el mar y el de Delhi.

Había espacio asignado para oficinas, investigación y desarrollo, laboratorios, quirófanos, e incluso algunos dormitorios privados, con todo el equipo que esperarías encontrar en una unidad de cuidados intensivos a la última. Era evidente que los edificios estaban destinados a la investigación biomédica avanzada.

El edificio de Delhi incluía un quirófano especialmente grande y complejo. El doctor Radhakrishnan encontró el plano detallado del quirófano y lo repasó con cuidado, confirmando cada vez más que ya lo había visto antes: era una reproducción exacta del quirófano especializado que le había descrito al señor Salvador. Que el señor Salvador se había llevado en los discos.

Los planos para el quirófano definitivo del doctor Radhakrishnan habían caído tal cual en medio de los planos del nuevo edificio. Pero no se trataba de algo hecho sin pensar. Habían integrado los sistemas en el entorno. Las tuberías, cables eléctricos, gas, todo llegaba a algún lugar. Habían realizado sutiles modificaciones sin cambiar los rasgos esenciales. De hecho, la habían mejorado en más de una forma. Se apreciaba el trabajo de ingenieros. De ingenieros muy buenos.

El doctor Radhakrishnan comenzaba a percibir una sensación espinosa y caliente en la nuca, como si fuese la víctima de una broma o de un experimento psicológico. Repasó rápidamente el montón, intentando buscar pistas, buscando un punto de referencia. Pero no pudo dar con nada que le aclarase si se trataba de una fantasía o una realidad, quién había encargado esos planos, o por qué.

Hasta llegar a la última hoja, que mostraba un alzado de la entrada principal del edificio de Delhi. La puerta estaba rodeada por un pesado marco de ladrillo. El material poseía un brillante tono rojo, el color de la arenisca india. El nombre del edificio estaba tallado en una piedra plana y cuadrada junto a la puerta, una piedra rosetta en inglés e hindi.

Lo leyó varias veces, como si fuese la primera vez que veía su nombre escrito.

Retrocedió por el montón, buscando alzados del edificio sobre el océano. Al final encontró un alzado que lo mostraba desde el nivel del suelo, con una señal de cemento en el suelo junto a la entrada del aparcamiento:

Al fin, una pista. Robert J. Coover era un hombre muy rico. Un multimillonario. El edificio en el que se encontraba el doctor Radhakrishnan era el Pabellón de Biotecnología Coover; Coover lo había montado un par de años antes cuando decidió que la biotecnología era el futuro.

En cierta forma, tenía sentido. Esto de la estatal de Elton no había sido más que una expedición de pesca, una estratagema para atraer talentos prometedores. Ahora que el proyecto del doctor Radhakrishnan con los mandriles había tenido un éxito tan espectacular, Coover comprendía que era hora de alejarse y avanzar en serio. Y el doctor Radhakrishnan estaba verdaderamente deseoso de avanzar.

Eran las 9:30 de la mañana, uno de los pocos momentos del día en que él y su hermano en Delhi podían estar despiertos simultáneamente. En Delhi, al otro lado del mundo partiendo de Elton, eran las 10:00 de la noche, y probablemente Arun estuviese viendo las noticias en la tele.

Llamar a la India era siempre una aventura. Finalmente lo logró y contactó con su hermano en su casa en una de las agradables colonias en las afueras de la metrópoli, donde vivían los funcionarios del gobierno con sus aires acondicionados. Como había anticipado, la versión en lengua inglesa de las noticias se oía de fondo. La calidad de sonido del teléfono era deplorable y Arun tuvo que ir y bajar el volumen del televisor para poder dejar atrás los obligados minutos de charla sobre la familia.

—¿Yo? Oh, estoy bien, todo va muy bien —dijo el doctor Radhakrishnan—. He oído… algunos rumores sobre una nueva construcción en la ciudad y quería preguntarte si sabías algo.

—¿Qué clase de rumores?

—¿Ha pasado algo recientemente con el cine Ashok?

Silencio. Luego:

—¡Ja! —Arun sonaba complacido, vindicado—. ¡Así que las noticias de ese crimen horrible han llegado hasta Elton, Nuevo México!

—Sólo información muy vaga, te lo aseguro. —El doctor Radhakrishnan no quiso poner a su hermano en contra explicándole que si una bomba de hidrógeno estallaba en medio de Connaught Circus, probablemente no saldría en las noticias norteamericanas a menos que muriesen periodistas norteamericanos.

—Sabía que al final saldría a la luz. Hermanito, es corrupción e intrigas de la CIA. Así de claro. Es la única explicación.

—¿Planean hacer algo con el cine?

Arun rió con amargura.

—Deja que te ponga al día. ¡Desde ayer, el cine Ashok ya no existe!

—¡No!

—No te engaño.

—Sabía que estaba en mal estado, pero…

—Ahora está en peor estado. Lo han derribado por completo. En veinticuatro horas millones de intocables limpiaron el solar. Llegaron desde todas las esquina de la ciudad, como pirañas, para caer sobre los escombros antes de que el polvo se hubiese asentado, y se llevaron hasta el último trozo del edificio. Vaya, hoy mi secretaria me ha dicho que tienen equipo pesado, ¡excavando un sótano!

—Pero… ¿quiénes son «ellos» en este caso?

—Adivina.

—No puedo.

—MacIntyre Engineering. ¡La mano derecha de la CIA!

Al igual que a muchos políticos indios de más de cierta edad, a Arun le gustaba encontrarse con la CIA por todas partes. Gangadhar, como había pasado algún tiempo en Estados Unidos y se hacía una idea sobre cómo operaban las grandes instituciones norteamericanas, tenía sus dudas. Había llegado a comprender que MacIntyre Engineering sería una corporación multinacional mucho más temible si no tuviese ninguna relación con el gobierno de Estados Unidos.

—De todas formas, ¿desde cuándo te gusta tanto el cine? —preguntó Gangadhar.

—¿A qué te refieres?

—¿Por qué es un crimen tan terrible? El cine Ashok era un vertedero. Ya era hora de que lo derribasen.

Arun suspiró ante la ingenuidad de su hermano.

—No es tanto lo que hicieron como la forma en que lo hicieron —dijo.

—¿Qué fue?

—Se chulearon. Llegaron a la ciudad como piratas. Hermanito, como antaño, cuando los británicos o los yanquis entraban y hacían lo que les daba la gana.

—Pero Arun, somos una nación soberana. ¿Cómo pudieron…?

—Una nación soberana gobernada por hombres —suspiró Arun—. Hombres a los que se puede corromper.

—¿Los sobornaron?

—Gangadhar, ¿sabes cuánto tiempo llevaría por regla general obtener todos los permisos para derribar un cine y comenzar la construcción de una nueva estructura?

—¿Semanas?

—Meses. Años. MacIntyre lo hizo en días. Empezaron apenas hace una semana. Los teléfonos echaban humo, Gangadhar, tal era la cantidad de su gente que llamaba desde Estados Unidos, llamando a todos los funcionarios adecuados, enviando limusinas para llevarlos a almorzar. Nunca he visto nada igual.

Alguien llamaba al marco de la puerta del doctor Radhakrishnan. Alzó la vista para ver a otro empleado de GODS con un paquete. Este tenía el tamaño de una caja de naranjas.

—Un momento. Tengo que firmar una cosa —dijo. Llamó al mensajero para que entrase, firmó el nombre en el ordenador portátil con una floritura despreocupada y le saludó al irse. Sacó una cuchilla del cajón de la mesa y comenzó a cortar la cinta de fibra de vidrio que mantenía sujeta la parte superior de la caja. Era un sarcófago de espuma blanca y paredes gruesas.

—¿Tienes alguna idea de qué pretenden construir? —siguió diciendo el doctor Radhakrishnan.

—Si hubiesen pasado por los canales normales, lo sabría, pero la tinta apenas se ha secado en los planos, y es probable que ni siquiera los obreros sepan qué están construyendo. El ritmo de construcción es frenético. ¡Incluso han comprado una fábrica local de cemento para su uso exclusivo! Gangadhar, todo el mundo dice que Estados Unidos ha ido cuesta abajo, pero jamás lo creerías si estuvieses aquí y pudieses verlo. Lo único equivalente que se me ocurre es el Proyecto Manhattan.

—¿Te conté cuando fui a ver el Taj Mahal? —dijo el doctor Radhakrishnan, de pronto, por impulso.

—No sé. ¿Por qué?

El doctor Radhakrishnan había levantado la tapa de la caja de corcho blanco. Las paredes tenían ocho centímetros de grosor. El interior estaba lleno de una nube de hielo seco. Agitó la mano para disipar la neblina criogénica. En medio del contenedor, cuidadosamente colocado entre grandes trozos de hielo seco, había un pequeño soporte de plástico transparente, como del tamaño de una cajetilla de cigarrillos. Estaba pensado para sostener varios tubos de ensayo. Ahora mismo, sólo contenía dos.

—Estaba allí de pie, mirando parte del incrustado de la pared norte de la estructura. Un trabajo impresionante. Y allí había un grupo de norteamericanos. Habían venido desde el otro extremo del mundo para ver el Taj Mahal. Hacía un calor bestial, como cuarenta y cinco grados. Estaban sucios y cansados, y como es habitual había carteristas por todas partes. Y uno de ellos dijo: «Demonios, deberíamos construir uno como éste. En Arizona o así.»

—Estás de coña.

—En absoluto. Pensaban que podrían reunir dinero suficiente y replicar el Taj. Y los demás norteamericanos asintieron, como si se tratase de una idea perfectamente razonable.

—Es increíble.

El doctor Radhakrishnan ya había abierto la pequeña caja, con cuidado para no quemarse los dedos con el frío intenso, y sacó los dos estrechos tubos de ensayo. Cada uno estaba casi vacío excepto por una pequeña muestra de material oscuro al extremo. Los alzó hacia la luz.

—No tienen valores de ningún tipo —dijo—. Para ellos nada significa nada. El Taj no es más que un proyecto de construcción, una manipulación concreta de bienes. Y lo que sea que estén haciendo en el cine Ashok es más de lo mismo.

Apreció un toque de rojo y comprendió que los trozos oscuros debían de ser muestras de tejido, que presumiblemente habían soltado algo de sangre contra el vidrio antes de congelarse. Se acercó a la ventana para que la luz del sol de invierno las iluminase un poco mejor.

La voz de Arun sonó muy distante.

—Quizás estén construyendo un Taj en Delhi para no tener que coger el bus hasta Agra —bromeó.

El doctor Radhakrishnan no dijo nada. Había reconocido el contenido de los tubos.

El señor Salvador le había enviado trozos de los cerebros de dos personas.