Mel Meyer vio algunos chicos en el andén de la autopista comprobando los agarres de un camión cargado con equipo para granjas. Se pasó al carril izquierdo para esquivarlos por un buen margen y al pasar a su lado se dio cuenta de que los chicos tenían unos sesenta y cuarenta años respectivamente. Parecían chicos porque, en ese día frío de febrero, vestían chaquetas vaqueras que apenas les llegaban hasta la cintura. De nuevo, el shock cultural. Uno pensaría que a esas alturas Mel ya se habría acostumbrado.
Mel comprendía intelectualmente que esa gente tenía que llevar chaquetas cortas porque les ofrecían mayor libertad de movimiento mientras trabajaban, y también comprendía que sus mujeres recorriendo los centros comerciales llevaban continuamente chándales color pastel y zapatillas deportivas porque eran más cómodos que cualquier otra cosa. Pero a Mel le parecían niños. No es que Mel fuese un esnob. Se debía a que venía de Chicago y esa gente pertenecía a una entidad cultural, política y económica completamente diferente llamada rural.
Para conseguir que algo saliese bien entre lugares tan diferentes, había que disponer del equivalente a los diplomáticos, gente que, en otro contexto, habría sido definida como «hombres enviados al extranjero para mentir a favor de su país… en ambos sentidos de la palabra». Los diplomáticos del interior de Illinois eran los antiguos bufetes familiares en las ciudades importantes y no tan importantes del estado. Esos profesionales no eran tan sectarios como para matar por sus clientes. En su lugar, veían la vida en términos de que cada uno ganase, si era posible.
En Chicago había como un centenar de familias como los Meyer, recorriendo las secciones polacas, eslovacas, irlandesas, ucranianas, húngaras e incluso WASP de la ciudad, que mantenían abiertas y fluidas las líneas entre las dos Illinois, actuando en empresas legales e ilegales. Era quizás el grupo más puro y profesional de Illinois, y los Meyer eran maestros entre ellos.
David, el hijo de Shmuel Meierowitz, a pesar de ser un judío conservador, tenía la habilidad y la sinceridad para ganarse la confianza de incluso el leguleyo más racista del ámbito rural. Generaciones de abogado de Cairo, Quincy, Macomb, Decatur y Pekin (hogar de los Chinos Peleones) sabían que la palabra de la familia Meyer era sólida. Por tanto, no era sorprendente que los Cozzano hubiesen encontrado a los Meyer, y que hubiesen formado una alianza.
Desde entonces, muchos Meyer habían recorrido muchos kilómetros en varios coches, conduciendo de un lado a otro. Shmuel normalmente iba por la Illinois Central, pero David recorría de arriba abajo la U.S. 45 a bordo de impresionantes Cadillacs y Lincolns de los años 50 y 60, y Mel quemaba el firme de la autopista 57 en una sucesión de Jaguars y Mercedes-Benz.
Mel había definido su propio punto de control Charlie, la línea divisoria oficial entre Chicago y el campo. Lo atravesaba cada vez que tomaba la 57 en dirección sur saliendo del corazón de la ciudad. Se encontraba en uno de los suburbios, Mel jamás se había molestado en descubrir cuál, donde el tráfico finalmente se empezaba a abrir un poco. El punto de referencia era una torre de agua, una moderna en forma de piruleta. Estaba pintada de un amarillo chillón y tenía una cara sonriente. Cuando Mel veía la maldita cara sonriente, sabía que había entrado en territorio hostil.
El aspecto llano del campo era, en sí mismo, tan inhóspito y sobrecogedor como el Gran Cañón o el Half Dome. Había ido allí un millar de veces y siempre le tomaba por sorpresa. Los colonos habían llegado hasta allí y se habían encontrado un plano geométrico sin ninguna marca distintiva; todo lo que se alzaba por encima del plano era obra de seres humanos. La primera vez que Mel había estado por ahí habían sido en su mayoría elevadores de grano, torres de agua y gradas alzándose junto a los campos de fútbol americano de los institutos. Esos artefactos seguían allí, pero hoy en día las estructuras más destacadas eran las torres de microondas: estrechos soportes verticales montados a partir de ensamblajes de acero, surgiendo de bases de cemento en los campos de maíz, enderezados por cables resistentes, con antenas en forma de tambores en lo alto de todo. Cada antena apuntaba varios kilómetros al otro lado de la pradera en dirección a la siguiente torre de microondas. Era así como las llamadas de teléfono recorrían el país. Esas cosas estaban por todas partes, atravesando el país con una tupida red invisible de comunicaciones de alta velocidad, pero en otros lugares no las veías. En las ciudades yacían ocultas en lo alto de los edificios, y en lugares con colinas, estaban situadas en sitios altos donde no podías verlas a menos que supieses dónde mirar. Pero allí fuera, la compañía telefónica había perdido las colinas y los edificios, y la red invisible se mostraba en toda su desnudez. Pero no era simplemente visible, sino que además era el rasgo más característico del paisaje rural.
Hacía que Mel se preguntase, al recorrer la pradera por la 57, con cuatro carriles tan rectos como cuerdas de banjo, en paralelo a la igualmente recta línea de ferrocarril Illinois Central, si el campo poseía algún rasgo mágico que podría poner en evidencia alguna otra red, una red que hasta ahora había ocultado tan perfectamente sus acciones dentro de la complejidad del mundo moderno que Mel no estaba seguro de que existiese de verdad.
Cozzano le indicó a Mel que entrase en la casa y rodó hasta la sala de estar.
—Hola, Willy, ¿cómo va? —dijo Mel, atravesando la puerta principal. Dejó un montón de periódicos sobre el regazo de Cozzano: en lo alto, Financial Times, y Cozzano podía ver debajo la esquina roja de The Economist. Mel golpeó a Cozzano en el hombro, se quitó un pesado abrigo de cachemira y, pasando por alto el hecho de que costaba más que un coche pequeño, lo tiró tan largo como era sobre el sofá donde atraparía pelos de perro—. ¿Qué es esa mierda en la tele? —dijo. Se acercó al aparato y le dio a los botones del receptor de cable hasta pillar la CNBC. Luego bajó el volumen para que no les molestase al hablar.
»Eh, Patty —dijo Mel—. ¿Tienes que realizar algún asunto médico con el gobernador Cozzano en el futuro cercano?
Patricia no tenía ni idea de cómo tratar a la gente que no era de Tuscola. Se limitó a quedarse de pie en el comedor, encrespada, ataviada con su chándal colores melocotón y lavanda, secándose las manos, mirando a Mel, completamente frustrada e insegura.
—¿Asunto médico?
—Te pregunto —dijo Mel— si el gobernador va a requerir algún cuidado médico específico por tu parte durante las próximas horas: medicinas, terapia, algo así. ¿O tus labores van a ser estrictamente de naturaleza doméstica: preparar la comida, llevarle al baño y cosas así?
Patricia bajó la vista y miró a la izquierda. Tenía la boca ligeramente desencajada. Seguía completamente perpleja.
—Gracias —dijo Mel, separando bien los brazos para agarrar las manillas de las grandes puertas deslizantes que separaban el cuarto de estar del comedor. Las cerró con un golpe, impidiendo ver a Patricia. Luego se dirigió a otra puerta abierta y le dio una patada al tope de la puerta.
—¡Dentro o fuera, Lover! ¡Decisión ejecutiva! —soltó.
Lover IV, el golden retriever, entró en la sala y se ocultó mientras la puerta se cerraba.
—¿Tienes que mear o algo?
—No —dijo Cozzano.
—Tienes buen aspecto, para ser un tío agotado.
—¿Eh?
—Has estado trabajando tan duramente, pensando en la campaña, que te has derrumbado por el agotamiento —dijo Mel—. Te has tomado una o dos semanas para recuperarte. Mientras tanto, tu personal capacitado está ocupando tu lugar.
Mel se dejó caer en el sillón junto a Cozzano. Empezó a frotarse la barbilla con la mano. Tenía una barba espesa que crecía con rapidez, y se la tenía que afeitar un par de veces al día. Para él, frotarse la barbilla era algo que hacía cuando estaba considerando su situación global en el mundo.
—Ibas a volarte los sesos, ¿no?
—Sí —dijo Cozzano.
Mel lo consideró. No parecía sentirse especialmente escandalizado. Para él la idea no tenía ningún impacto emocional especial. Parecía estar considerándolo, de la forma que lo consideraba todo. Al final se encogió de hombros, incapaz de ofrecer un veredicto claro.
—Bien, nunca he pretendido discutir contigo, sino ofrecerte consejo —dijo Mel.
—Sí no.
—Mi consejo ahora mismo es que la decisión es totalmente tuya. Pero puede que haya factores de los que no seas consciente.
—¿Oh?
—Sí. Estoy seguro de que probablemente piensas en lo que sería pasar veinte o treinta años de esta forma.
—¡Idas ganado el coche! —dijo Cozzano.
—Bien, es posible que no tenga que ser así. Estoy recibiendo, eh, digamos, tanteos, de gente que podría tener una terapia para curar ese tipo de problemas.
—¿Curar?
—Sí. Según esa gente, podrías recuperar gran parte de lo perdido. Quizá todo.
—¿Cómo? El coco está muerto.
—Cierto —dijo Mel, sin parar ni un segundo—, el tejido cerebral está kaput. La ha diñado. No va a volver. Pero pueden reconstruir algunas de las conexiones. Reemplazar lo que falta con elementos artificiales. O eso afirman.
—¿Dónde?
—Uno de esos institutos de investigación de California. Es uno de los proyectitos de Coover.
—Coover. —Cozzano rió un poco y agitó la cabeza. DeWayne Coover era contemporáneo del padre de Cozzano. Al igual que John Cozzano, había tenido suerte con unas inversiones durante la guerra. Era multimillonario, uno de esos multimillonarios de los que nadie ha oído hablar. Vivía en una zona de terreno cálido y arenoso en California y no salía mucho excepto para jugar al golf con antiguos presidentes y estrellas de cine venidas a menos. Su nieta Althea había ido a Stanford junto con Mary Catherine y cada una había orbitado en los límites del círculo social de la otra.
John Cozzano y DeWayne Coover habían tenido algún trato durante la guerra y no habían llegado a llevarse bien. Algunos preferían pensar que había rivalidad entre esos dos hombres, pero la idea era totalmente descabellada. El éxito de Coover empequeñecía por completo el éxito de la familia Cozzano. Pertenecía a una división totalmente diferente.
—Recibí una llamada de uno de los abogados de Coover —dijo Mel—. Era por algo totalmente distinto. Sobre leucemia.
Después de que Christina muriese de leucemia, Cozzano había fundado una organización benéfica para investigar la enfermedad y ayudar a las víctimas. DeWayne Coover, que sentía debilidad por los grandes proyectos de investigación médica, había sido uno de los mayores benefactores. Así que no tenía nada de raro que la gente de Coover hablase con la gente de Cozzano.
—Así que estoy hablando con el tipo, y la cosa va de una pregunta trivial sobre impuestos. Se me viene a la cabeza preguntarme por qué ese tipo, que es uno de los jefazos en un importante bufete de Los Ángeles, me está hablando de algo así, cuando se trata de un asunto tan menor que las secretarias podrían haberlo resuelto. Y va y me dice: «Bien, ¿qué tal le va al gobernador?» Así de pronto.
Cozzano rió y agitó la cabeza. Era increíble cómo corrían las noticias.
—Bien, para resumir una larga historia, ha estado vertiendo dólares en investigación de problemas como el tuyo. Y definitivamente está mandando tanteos.
—Consigue más guías de teléfono —dijo Cozzano.
—¿Más información? Sabía que dirías eso.
Cozzano se llevó la mano derecha a la cabeza, con la forma de una pistola, e hizo bajar el pulgar como si fuese el percutor.
—Vale —dijo Mel—, un tiro a la cabeza es la terapia más experimental de todas.