Gangadhar V.R.J.V.V. Radhakrishnan, doctor en medicina, doctor en ciencias, llevaba setenta y nueve días sin partir un cráneo y la situación no le hacía muy feliz. Incluso los matones de cabeza rapada que estampaban matrículas quince kilómetros carretera abajo en el Reformatorio Estatal de Nuevo México acabarían oxidándose sin su cuota diaria de práctica con la máquina estampadora de matrículas. Para un neurocirujano, once semanas sin acercar la hoja demencialmente vibratoria de la sierra de huesos contra un cráneo humano recién pelado era intolerable.
Para poder partir un cráneo tenía que llegar a un hospital decente. Para poder llegar a un hospital decente desde allí, tenía que usar el avión de la Universidad Estatal de Elton. Pero siempre que lo necesitaba, el entrenador de fútbol americano se lo había llevado en un viaje de reclutamiento a Los Ángeles o Houston. Lo que era una violación directa del contrato del doctor Radhakrishnan con la estatal de Elton, que decía que tendría acceso al avión cuando fuese necesario.
La única persona que podía ayudarle era el doctor Artaxerxes Jackman, el presidente de la Universidad Estatal de Elton, y a Jackman había que aproximarse de la forma adecuada. Jackman tenía un doctorado en educación y administración avanzada. Era casi fraude criminal llamarle doctor, pero en el sentido académico era doctor. El doctor Radhakrishnan no había pasado casi toda su vida en su India natal sin descubrir que muy a menudo los puestos importantes los ocupaban cerdos que no los merecían, a los que en cualquier caso había que tratar con deferencia.
Su propio padre era un buen ejemplo. Cuarenta años atrás, más o menos cuando nació Gangadhar, Jagdish Radhakrishnan había sido un joven idealista en ascenso dentro de la administración Nehru. Ese idealismo había resultado en un nombramiento en el Comité de Investigación de la Corrupción en Ferrocarriles de 1953. Jagdish había cumplido con gran celo con sus responsabilidades, negándose a rebajar los golpes incluso cuando quedó claro que se acercaba a personalidades muy influyentes del gobierno. Acabó trasladado sumariamente a un puesto menor en la organización de control de precio de la mica, donde había permanecido desde entonces, viviendo exclusivamente para los logros de sus dos hijos: Arun, el chico dorado, el primogénito, ahora miembro del Parlamento, y en menor medida, Gangadhar.
Gangadhar V.R.J.V.V. Radhakrishnan sabía que el profesorado de la Universidad Estatal de Elton era, en el mundo académico, aproximadamente el equivalente de la organización de control de precio de la mica, y que si alguna vez deseaba abandonar ese lugar debería mostrar más discreción —más astucia— y un idealismo menos estúpido que el de su padre en los años cincuenta. Durante medio año había intentado, diplomática y amablemente, tener un encuentro en persona con el doctor Jackman, pero las reuniones acaban continuamente pospuestas.
Incluso antes de entrar en el aparcamiento del pabellón Coover de biotecnología, los globos de sangre comenzaron a detonar sobre el parabrisas de su enorme camioneta Chevy de una tonelada y seis ruedas. Siguió avanzando a pesar de que ya no podía ver nada. Si tenía suerte, podría atropellar a un activista a favor de los derechos de los animales y luego diría que había sido un accidente. La camioneta no iba de humor para desacelerar; estaba pesadamente cargada con sacos de veinticinco kilos de comida para monos Purina. Él mismo había pagado por la comida para monos, con su propio dinero, en el elevador de grano, lo más parecido a un rascacielos en todo Elton, un obelisco blanco y tubular que se alzaba por encima de las vías de ferrocarril en el límite del pueblo. Había hablado con los sonrientes nazis quemados por el viento, les había dado dinero, había soportado sus risillas por su acento y sus comentarios sobre su grueso abrigo invernal.
—¿Qué haces con todo eso? ¿Lo fríes o te lo comes frío? —le había dicho uno de ellos, mientras cargaban la camioneta.
—Se lo doy a comer a primates inferiores con el cerebro dañado —le había dicho el doctor Radhakrishnan—. ¿Te gustaría probar?
Lo único que le daba valor a sus ojos, lo que le ofrecía el potencial de que le considerasen un ser humano, era su inmensa camioneta: 454 pulgadas cúbicas de potencia V-8, ruedas dobles en el eje trasero, una gruesa barra negra que exhibía dos potentes focos recubiertos de una protección metálica que podían iluminar una musaraña apoyada en una piedra en medio de una tormenta de viento a través de tres kilómetros de chaparral. A la mitad del primer invierno que había pasado allí, había cambiado un BMW por esa máquina tosca y desgarbada, hacía casi dos años, cuando descubrió que el coche definitivamente no avanzaba sobre ventisqueros de dos metros de profundidad.
Los limpiaparabrisas de doble filo esparcieron la sangre sobre el parabrisas formando arcos sanguinolentos, ofreciéndole una vista parcial de la zona de carga. Evidentemente, no era sangre de verdad. Después de los primeros ataques, habían decidido que era políticamente incorrecto emplear la sustancia real y se habían pasado al sirope mezclado con un tinte rojo. Bajo el aire frío de febrero, se coagulaba al contacto. El doctor Radhakrishnan prefería la sangre real; era más fácil de limpiar.
Una docena de sus estudiantes graduados y técnicos de laboratorio le esperaban al fondo de la zona de carga. El doctor Radhakrishnan se metió dentro y dejó el motor en marcha. El personal saltó a la parte de atrás como un comando y formó una cadena humana, llevando los sacos de veinticinco kilos de comida para monos por la zona de carga hasta llegar al ascensor de servicio. Radhakrishnan tenía un total de quince estudiantes graduados: cuatro japoneses, dos chinos, tres coreanos, un indonesio, tres indios, un paquistaní y un norteamericano. Todos habían aprendido a trabajar en equipo en momentos así, incluso el norteamericano.
Llevó el camión vacío hasta el aparcamiento. El doctor Radhakrishnan tenía reservado un espacio cerca de la entrada. En ese momento, había media docena de activistas ocupándolo con sus cuerpos, representando una masacre. La mayoría de ellos lo hacía vestidos con sus Levi’s y Timberland’s, pero la estrella del espectáculo era una persona ataviada con traje de gorila con un enorme colador de acero en la cabeza del que sobresalían un par de cables. El gorila sufrió espasmos y murió majestuosamente mientras el cuatro por cuatro del doctor Radhakrishnan pasaba despacio, con un globo estallado agitándose de la antena, y aparcó en un espacio sin reservar más alejado de la puerta.
Creían que iban a obligar al doctor Radhakrishnan a cambiar sus métodos haciéndole sentir mal. Creían que la forma de hacerle sentir mal era hacerle sentir no querido. En ambos casos estaban más que equivocados.
Insertó una tarjeta de identificación magnética en una ranura, tecleó un código secreto y la puerta se le abrió. Las nuevas instalaciones se habían construido con la seguridad en mente, porque sabían que la gente pro derechos de los animales intentarían encontrar una forma de entrar. No tenían ni una oportunidad; eran como mapaches intentando entrar en un silo de misiles.
El piso superior pertenecía a Radhakrishnan y a su equipo. Tuvo que teclear más números para salir de la zona del ascensor. Luego olió a hogar. Era el penetrante olor a desinfectante de la consulta de un médico combinado con un fondo de corral.
Había un mandril sentado en una silla de acero inoxidable en la Sala de Procedimiento, con las muñecas y tobillos apenas sujetos por cintas. El mandril estaba anestesiado y no era preciso retenerle; en caso contrario, hubiese sido imposible que la cinta adhesiva aguantase. Sólo servía para situarlo en una posición conveniente.
Había retirado toda la parte superior del cráneo del mandril para dejar expuesto el cerebro. Park y Toyoda trabajaban bajo el capó, digamos, trasteando con el sistema eléctrico del mandril. Toyoda tenía las manos metidas, manipulando una sonda estrecha con una cámara de vídeo en miniatura a un extremo. La salida de la cámara de vídeo se mostraba en una pantalla Trinitron de gran tamaño. De los auriculares de su walkman surgían unos sonidos agudos y silbantes; estaba escuchando una forma especialmente nociva de música norteamericana.
Park sostenía un retractor con una mano y una taza de café con la otra. Los dos pasaban del mandril y mantenían los ojos fijos en el televisor. Ofrecía imágenes en directo de los espacios interiores del cerebro del mandril: un universo tenebroso de masa gris con una red ocasional de vasos sanguíneos.
—Un poco más a la izquierda —sugirió Park. La cámara giró en esa dirección y de pronto hubo algo diferente, algo con bordes rectos y duros, encajado en el tejido cerebral. Pero no parecía haber caído en un agujero; parecía como si el cerebro hubiese crecido a su alrededor, como un árbol que crece alrededor de una verja. El objeto era de un blanco lechoso neutral, con un número de serie estampado en la parte superior. Cualquier lego que entrase de la calle hubiese identificado la sustancia como teflón. Era lo suficientemente traslúcido como para que cualquiera distinguiese, en el interior de la cáscara de teflón, una especie de patrón solar recuadrado, como el sol naciente de la bandera de la marina imperial japonesa, grabada en plata con una diminuta región cuadrada que contenía varios cientos de miles de transistores microscópicos.
Pero ni Park, ni Toyoda ni el doctor Radhakrishnan miraban esa parte. Los tres miraban el interfaz, el límite entre el borde recto de la cápsula de teflón y el tejido cerebral, con su infinito y orgánico sistema complejo de capilares. Tenía buen aspecto: nada de hinchazón, ni de necrosis, ni espacio entre el mandril y el microchip.
—Uno para el bote —dijo Toyoda, sonriendo, pronunciando con toda precisión esa muestra de jerga norteamericana recién adquirida.
—Bingo —dijo Park.
—¿Qué mandril es? —dijo el doctor Radhakrishnan.
—Número veintitrés —dijo Toyoda—. Lo implantamos hace tres semanas.
—¿Cuánto hace que no toma los antirrechazos?
—Una semana.
—Parece que le va a ir bien —dijo el doctor Radhakrishnan—. Supongo que deberíamos decidir darle nombre.
—Vale —dijo Park y sorbió dubitativo el café tibio—. ¿Cómo lo quieres llamar?
—Vamos a bautizarlo Señor Presidente —dijo el doctor Radhakrishnan.
Dos hombres esperaban al doctor Radhakrishnan delante de su despacho. Era raro, tan temprano; incluso faltaba media hora para que llegase la secretaria del doctor Radhakrishnan. Uno de los hombres era el doctor Artaxerxes Jackman, vaya por Dios, con aspecto malhumorado y perplejo. El otro hombre era un extraño, un hombre de unos cuarenta años con un pelo rubio oscuro. Vestía el mejor traje que el doctor Radhakrishnan hubiese visto al oeste del Misisipí, un traje gris carbón con rayas muy espaciadas, algo como traído del centro de Londres. Los dos hombres se pusieron en pie cuando el doctor Radhakrishnan entró.
—Doctor Radhakrishnan —dijo Jackman—, no había nadie, así que pensamos que lo mejor sería sentarnos y esperarle. Me gustaría presentarle al señor Salvador.
—Doctor Radhakrishnan, es un placer y un honor —dijo Salvador, alargando la mano. No llevaba ningún tipo de joya, excepto los gemelos; cuando extendió el brazo, de la manga de la chaqueta sólo sobresalió la cantidad justa de puño: un blanco simple y liso. No le dedicó el apretón de manos rompededos de estilo norteamericano. Su acento definitivamente tampoco era norteamericano, pero aparte de eso, era tan difícil de situar como una nota de rescate.
—Está usted alerta desde muy temprano —dijo el doctor Radhakrishnan, guiando al señor Salvador a su despacho. Jackman ya se había ido, lenta y renuentemente, lanzando miradas por encima del hombro.
—No tan temprano como usted, doctor Radhakrishnan, y ciertamente no más alerta —dijo el señor Salvador—. El jet lag no me permitía dormir más y por tanto pensé que era mejor empezar temprano.
El doctor Radhakrishnan le pasó un poco de café. El señor Salvador sostuvo el tazón durante un momento, lo examinó como si fuese un ánfora recién excavada, como si jamás hubiese visto el café servido en algo que no fuese una taza de porcelana con su platito.
—Comanches —dijo Salvador, leyendo la taza.
—Es el nombre del equipo de fútbol americano asociado con esta institución —dijo el doctor Radhakrishnan.
—Ah, sí, el fútbol americano —dijo Salvador, recordando. Manifestaba todos los síntomas de un hombre que acababa de llegar volando desde otro hemisferio e intentaba amoldarse a la cultura local—. Cierto, éste debe de ser territorio de fútbol americano. El piloto me dijo que estamos en hora de montaña. ¿Es correcto?
—Sí. Dos horas por detrás de Nueva York, una por delante de Los Ángeles.
—Hasta esta mañana no sabía que existían esas zonas horarias.
—Yo tampoco, hasta venir aquí.
Salvador tomó un sorbo de café y se sentó inclinándose hacia delante, todo negocios.
—Bien, me encantaría satisfacer mi debilidad por la charla insustancial interminable, pero no estaría bien malgastar su tiempo, y sería muy grosero por mi parte quedarme aquí sentado haciéndome el misterioso.
Tengo entendido que es usted el mejor cirujano cerebral del mundo.
—Es halagador, pero no del todo cierto. Ni siquiera podría aspirar a ese título a menos que me dedicase a realizar procedimientos.
—Pero en su lugar usted ha decidido dedicar su carrera a la investigación.
—Sí.
—Es una elección profesional muy habitual entre las mejores mentes médicas. Resulta un desafío mucho mayor intentar hacer algo nuevo, ¿no es así?
—Por lo general, sí.
—Bien, tengo entendido… y por favor, corríjame si digo alguna estupidez…, que está usted desarrollando un proceso que ayudará a personas que sufren daños cerebrales.
—Sólo ciertos tipos de daños cerebrales —dijo el doctor Radhakrishnan, intentando una cautela desalentadora; pero el señor Salvador no se inmutó en lo más mínimo.
—Por lo que entiendo, implanta usted algún tipo de dispositivo en la parte dañada del cerebro. El dispositivo se conecta por sí sólo al cerebro por un lado y a los nervios por el otro, ocupando el lugar del tejido dañado.
—Así es.
—¿Funciona con la afasia?
—¿Disculpe?
—Un impedimento del habla… provocado por… ¿una apoplejía?
El doctor Radhakrishnan quedó totalmente confundido.
—Sé lo que es la afasia —dijo—, pero trabajamos con mandriles. Los mandriles no hablan.
—Supongamos que pudiesen hablar.
—Hipotéticamente, dependería de la extensión y el tipo de daño.
—Doctor Radhakrishnan, le agradecería mucho que me hiciese el favor de oír una cinta —dijo Salvador, sacándose una grabadora de microcintas del bolsillo.
—¿Una cinta de qué?
—Un amigo mío, que ha enfermado recientemente. Sufrió una apoplejía en su despacho. Bien, por suerte, sucedió cuando le dictaba una carta a su grabadora.
—Señor Salvador, discúlpeme, ¿pero qué pretende? —dijo el doctor Radhakrishnan.
—En realidad, nada —dijo Salvador, de buen humor y sin inmutarse, como si todo fuese un procedimiento de lo más habitual.
—¿Va a pedirme opinión médica?
—Sí.
Radhakrishnan tenía preparado un discursito sobre cómo la relación médico/paciente era extremadamente solemne y que jamás se le ocurriría diagnosticar a un paciente sin horas de examen y el importantísimo papeleo. Pero algo le impidió pronunciarlo.
Puede que fuesen la sencillez y los modales informales del señor Salvador. Puede que fuese su elegancia personal, su evidente estatus como miembro de la clase superior, lo que hacía que fuese doloroso sacar temas tan banales. Y quizá fuese el hecho de que Jackman le había escoltado hasta allí en persona, tarea en la que no se habría molestado a menos que el señor Salvador fuese muy importante.
El señor Salvador tomó el silencio del doctor Radhakrishnan como un permiso.
—La primera voz que oirá será la de la secretaria de mi amigo, quien le encontró tras la apoplejía. —Puso en marcha la cinta. La calidad del sonido era mala pero las palabras se oían con suficiente claridad.
—¿Willy? Willy, ¿estás bien? —La secretaria sonaba entregada, casi reverente.
—Llama. —La orden no parecía haberse completado; el hombre quería decir «llama a alguien», pero no había podido dar con el nombre.
—¿Llamar a quién?
—Maldita sea. Llámala. —La voz del hombre era profunda, con una pronunciación perfecta.
—¿Llamar a quién?
—A la escúter de tres despertadores.
—¿Mary Catherine?
—¡Sí, maldita sea!
—Eso es todo —dijo el señor Salvador, apagando la máquina.
El doctor Radhakrishnan alzó las cejas y respiró profundamente.
—Bien, basándose en esas pruebas, es difícil…
—Sí, sí, sí —dijo el señor Salvador, sonando ahora un poco molesto—, le resulta difícil elucubrar y no puede decir nada oficialmente y todo eso. Comprendo su posición, doctor. Pero intento mantener una conversación puramente abstracta. Quizás habría sido mejor si nos hubiésemos reunido para cenar, en lugar de en un ambiente tan formal. Podemos arreglarlo, si le ayuda a situarse en el marco mental adecuado.
Radhakrishnan se sintió devastadoramente estúpido.
—Eso sería muy difícil de arreglar en Elton —dijo—, a menos que le guste el chile hasta la locura.
El señor Salvador rió. Sonaba forzado. Pero estaba bien intentarlo.
—Por tanto, hablando muy abstractamente —dijo el doctor Radhakrishnan—, si la apoplejía afectó a los lóbulos frontales, puede que haya sufrido cambios de personalidad, lo que no se podría resolver con mi terapia. Si esa parte del cerebro no sufrió daño, entonces los insultos probablemente reflejen su frustración. Apuesto a que su amigo es un hombre de éxito y muy poderoso, y es fácil imaginar cómo se sentiría un hombre así al no poder completar una simple frase.
—Sí, eso arroja nueva luz.
—Pero no puedo decir mucho más sin disponer de más datos.
—Lo comprendo. —Luego, despreocupadamente, como si preguntase cómo llegar al baño, Salvador dijo—. Entonces, ¿puede curar la afasia? Dando por supuesto que su diagnóstico preliminar y abstracto sea correcto.
—Señor Salvador, apenas sé por dónde empezar.
El señor Salvador sacó un puro, parecido a un bate de béisbol de caoba, y lo decapitó con una pequeña guillotina de bolsillo.
—Empiece por el principio —le sugirió—. ¿Le apetece un puro?
—Para empezar —dijo el doctor Radhakrishnan, aceptando el puro—, hay cuestiones éticas que prohíben por completo realizar un procedimiento experimental en un ser humano. Hasta ahora sólo lo hemos hecho con mandriles.
—Realicemos un pequeño experimento mental en el que dejamos de lado, por ahora, la dimensión ética —dijo el señor Salvador—. Luego, ¿qué?
—Bien, si un médico estuviese dispuesto a hacerlo, y el paciente comprendiese totalmente en lo que se está metiendo, primero tendríamos que fabricar el biochip. Para poder hacerlo, tendríamos que realizar una biopsia unas semanas antes, es decir, extraer una muestras del tejido cerebral del paciente, luego modificar genéticamente las células nerviosas, lo que en sí mismo está lejos de ser una operación trivial, y hacerlas crecer in vitro hasta tener la cantidad adecuada.
—¿Eso lo hace aquí?
—Tenemos un acuerdo con una empresa de biotecnología en Seattle.
—¿Cuál, Cytech o Genomics?
—Genomics.
—¿Cuál es su función?
—Implanta el cromosoma deseado y luego cultiva las células in vitro.
—Las hacen crecer en un tanque —tradujo el señor Salvador.
—Sí.
—¿Cuánto tiempo lleva esa fase?
—Normalmente, un par de semanas. El cultivo de células es complicado. Una vez que recibimos las células desde Seattle, fabricamos los biochips.
—¿Eso cuánto lleva? —El señor Salvador estaba obsesionado con el tiempo.
—Unos días. Luego pasamos a la implantación.
—La operación en sí.
—Sí.
—Hábleme de ella.
—Identificamos las porciones muertas del cerebro y las retiramos crioquirúrgicamente. Es bastante parecido a un dentista agujereando una cavidad, retirando todo el material dañado hasta que llega a la zona sana del diente.
El señor Salvador se estremeció exquisitamente.
—Cuando lo hacemos con los mandriles, lo ejecutamos en una sala de operaciones construida especialmente que no es estéril. Ni siquiera es mínimamente adecuada para humanos. Por tanto, para realizar la operación en un ser humano, sería necesario construir desde los cimientos una sala de operaciones diseñada especialmente. La sala de operaciones probablemente costaría más que todo este edificio.
Esa última afirmación tenía como propósito asustar al señor Salvador, pero sólo pareció aburrirle.
—¿Ha llegado a la fase de crear los planos y especificaciones para esa instalación?
—Sí, hipotéticamente. —Cualquiera que supiese cómo se concedían las becas de investigación siempre tenía algo así disponible, para demostrar la necesidad de cantidades aún mayores de dinero.
—¿Puedo llevarme una copia?
—Los planos están en disco. Le hará falta un sistema Calyx bastante potente sólo para abrirlos.
—¿Eso es algún tipo de ordenador? ¿Calyx?
—Sí. Un sistema operativo en paralelo.
—¿Es algo que se puede comprar?
—Sí, claro.
—¿Quién los fabrica?
—Es un sistema abierto. Se pueden encontrar muchas máquinas así en el mercado… en su mayoría dirigidas a ingenieros y especialistas.
—¿Quién fabrica las mejores máquinas Calyx?
—Bien, la inventó Kevin Tice, por supuesto.
El señor Salvador sonrió.
—Ah, sí. El señor Tice. Pacific Netware. Marin County. Perfecto. Veré si el señor Tice puede suministrarnos una buena máquina que pueda ejecutar su sistema operativo Calyx.
El doctor Radhakrishnan dio por supuesto que el señor Salvador estaba empleando la sinécdoque. Pero no estaba seguro por completo.
—Si consigue una máquina Calyx, con el software CAD/CAM adecuado, entonces los discos le servirán.
—Entonces, estaría encantado de llevarme un disco conmigo, con su permiso —dijo el señor Salvador. Sin mencionar más el tema del permiso, siguió diciendo—: Bien, ¿qué sucede tras la operación?
—Una vez realizada la implantación, si el paciente no muere en el proceso, habrá un periodo de algunas semanas con medicación para evitar el rechazo y le seguiremos de cerca para asegurarnos de que el cuerpo no rechaza el implante. Dando por supuesto que funcione, habría que entrenar al paciente. El paciente intenta mover una parte paralizada de su cuerpo. Si el movimiento es correcto, entonces instruimos al chip para recordar el camino seguido por las señales desde el cerebro hasta el nervio. Si es incorrecto, instruimos al chip para bloquear ese camino. Gradualmente, los buenos senderos se refuerzan y los malos se bloquean.
—¿Cómo dan instrucciones al chip? Digamos, ¿cómo recibe retroalimentación una vez implantado en la cabeza del paciente?
—Incluye un receptor de radio en miniatura. Disponemos de un transmisor que se limita a emitir las instrucciones directamente al cráneo del paciente.
—Fascinante. Absolutamente fascinante —dijo el señor Salvador, con bastante sinceridad—. ¿Y cuál es el alcance de la transmisión?
—¿Disculpe?
—Bien, ¿a qué distancia del transmisor se puede encontrar el paciente?
El doctor le dedicó la misma sonrisa que había usado con Jackman.
—No me ha comprendido —dijo—. No empleamos transmisión de radio porque precisemos hablar a distancia con el biochip del paciente. La empleamos porque nos permite comunicarnos con el biochip sin tener que atravesar el cráneo con cables.
—Lo comprendo, claro está —dijo el señor Salvador desdeñoso—. Pero la radio sigue siendo radio, ¿no?
El doctor Radhakrishnan sonrió y asintió. No le parecía que hubiese ninguna forma de negar la afirmación «la radio sigue siendo radio».