Capítulo 5

La relación de Marsha Wyzniewczki con su jefe jamás había sido ceremoniosa. Cuando él no respondió por tercera vez, Marsha se levantó de la mesa, logró un buen impulso acelerando a lo largo de tres metros de suelo de oficina y lanzó sus cincuenta kilos contra una de las altas y estrechas puertas lincolnescas que separaban su despacho del despacho del gobernador.

Un hombre pequeño y gris se encontraba tirado sobre la silla del gobernador, en un charco de luz en medio del despacho a oscuras. Marsha tuvo que mirarle durante varios segundos antes de estar completamente segura de que ese hombre era William Anthony Cozzano, el alto héroe robusto que había entrado en el despacho unas horas antes, sonrosado por la carrera de la tarde alrededor de la tumba de Lincoln. De alguna forma se había transformado en eso. Un espectro sacado del hospital de veteranos.

Los reflejos de madre se apoderaron de ella; buscó el interruptor de la pared, iluminando el despacho.

—¿Willy? —dijo, dirigiéndose a él de esa forma por primera vez en su vida—. Willy, ¿estás bien?

—Llama —dijo él.

—¿Llamar a quién?

—Maldita sea —dijo, incapaz de recordar el nombre. Era la primera vez que le oía emitir una maldición cuando sabía que ella podía oírle—. Llámala.

—¿Llamar a quién?

—A la escúter de tres despertadores —dijo él.

Cozzano agitó el brazo derecho, haciendo que todo el cuerpo se inclinase peligrosamente hacia ese lado, y señaló el otro lado de la oficina, su pared con las fotografías. «A la escúter de tres despertadores.»

Marsha no sabía qué fotografía quería señalar. ¿Christina? ¿La niña vietnamita? ¿Una de las damas de honor? ¿O su hija, Mary Catherine?

Mary Catherine era médico. Hacía tres años que había salido de la facultad. Era residente de neurología en un gran hospital de Chicago. La última vez que el gobernador fue a la ciudad, la había visitado en su apartamento y vino riéndose de un pequeño detalle de su vida: pasaba tanto tiempo de guardia y dormía tan poco que tenía tres despertadores junto a la cama.

—¿Mary Catherine?

—¡Sí, maldita sea!

Marsha regresó a su pequeña cabina, donde se sentaba durante todo el día, irradiada a tres bandas por pantallas de vídeo. Moviendo un ratón sobre la mesa, localizó el nombre de Mary Catherine Cozzano y le dio a un botón. Oyó cómo el ordenador marcaba el número, una serie rápida de notas sin armonía, como la canción de un pájaro exótico.

—Centralita del hospital South Shore, ¿en qué puedo ayudarle?

La voz de Cozzano intervino antes de que Marsha pudiese decir nada; había cogido la extensión.

—¡La blotada! ¡Que vaya la blotada! —Luego, enfadándose consigo mismo—: ¡No, maldita sea!

—¿Disculpe? —dijo la operadora.

—Mary Catherine Cozzano. Número de busca 806 —dijo Marsha.

—La doctora Cozzano no está de guardia en este momento. ¿Le gustaría hablar con el médico de guardia?

Marsha no comprendió que las siguientes palabras eran ciertas hasta no haberlas pronunciado:

—Se trata de una urgencia familiar. Una urgencia médica.

Luego marcó 911 en otra línea.

A continuación, regresó al despacho del gobernador para asegurarse de que estuviese cómodo en la silla. Estaba caído hacia un lado. El brazo derecho se agitaba continuamente como un gancho, intentando atrapar algo lo suficientemente sólido como para permitirle mover todo su peso, pero la superficie de la mesa no le ofrecía ningún agarre.

Marsha agarró el brazo izquierdo del gobernador empleando las dos manos e intentó mover el cuerpo. Pero Cozzano movió la mano derecha desde el otro lado del cuerpo y suave, pero firmemente, le soltó las manos. Ella le miró la mano durante un momento, confundida, luego se dio cuenta de que él la miraba directamente a los ojos.

Él miró deliberadamente el teléfono sobre la mesa.

—Que me den —dijo—. ¡Trae al maculador! —Luego cerró los ojos con fuerza por la frustración y agitó la cabeza—. ¡No, maldita sea!

—¿El maculador?

—El viejo egipcio. Cabeza despejada. Él arreglará a este pobre. ¡Trae al chico del as de mi padre! ¡As en un aprieto!

—Mel Meyer —dijo ella.

—Sí.

Ésa era una petición fácil; Mel era el segundo número en la marcación rápida del teléfono del gobernador. Marsha descolgó el teléfono y le dio a ese botón, con una sensación de alivio que le aportó decisión. Mel era el tipo al que debía llamar. Debería haberle llamado primero, antes de pedir la ambulancia.

Acabó teniendo que probar con un par de números hasta dar con él en el teléfono de su coche, en algún punto de las calles de Chicago.

—¡Qué pasa! —respondió Mel, metiéndose bruscamente, como era habitual, en la conversación.

—Soy Marsha. El gobernador ha sufrido una apoplejía o algo así.

—¡Oh, no! —dijo William A. Cozzano—. Tienes razón. He tenido una apoplejía. Es terrible.

—¿Cuándo? —dijo Mel.

—Ahora mismo.

—¿Está muerto?

—No.

—¿Siente dolor?

—No.

—¿Quién lo sabe?

—Usted, yo y la ambulancia.

—¿La ambulancia ya ha llegado?

—Todavía no.

—Preste mucha atención. —De fondo, Marsha pudo oír los bocinazos y el chirrido de ruedas, el sonido filtrado de otros conductores gritándole a Mel, sus voces deformándose extrañamente por el efecto Doppler al tener que virar y acelerar para esquivarle. Debía haberse detenido en el arcén, la acera o donde hubiese encontrado un espacio libre. Mel siguió hablando fluidamente y sin interrupción—. No quiere que vaya una ambulancia. Incluso de noche, el Capitolio está atestado de chacales de la prensa. ¡Maldita sea la pared de vidrio!

—Pero…

—Cállese. Sé que tiene que conseguirle ayuda médica. ¿Quién está en el grupo de seguridad? ¿Mack Crane?

—Sí.

—Le llamaré y le diré que meta a Willy en el montaplatos. Usted baje al sótano por las escaleras… no espere el maldito ascensor, no hable con nadie de la prensa… y busque a Rufus Bell, que está en el cuarto de calderas, fumando Camel y esperando a que la televisión anuncie los números de la lotería. Dígale que el gobernador precisa de su ayuda. Dígale que despeje un camino hasta el túnel de defensa civil.

Luego Mel colgó. Marsha decía:

—¿Defensa civil?

El gobernador le sonreía a Marsha con un lado de la cara. El otro carecía de expresión.

—Es una espalda lista —dijo—. ¡No! Sabes a qué me refiero. Haz lo que ha dicho.

Las oficinas del gobernador estaban separadas del resto del Capitolio por una enorme pared de vidrio que les separaba por completo del ala oeste. Justo al lado de la pared de vidrio había una zona de recepción bastante generosa, amueblada con sillones de cuero y sofás, donde los visitantes aguardaban para ver al gobernador o a su personal. Contra el vidrio había un zona de seguridad donde se encontraba siempre Mack Crane u otro miembro del destacamento de seguridad del gobernador, veinticuatro horas al día, vigilando de cerca a cualquiera que se aproximase desde la Rotonda. Mack era un poli de Illinois vestido de paisano, de cabeza calva rodeada de cabello recto y acerado, ataviado con una corbata ancha pasada de moda sobre una camisa de mangas cortas. Para cuando Marsha salió de la oficina del gobernador, a través de su propio despacho, y llegó a la zona de recepción, el teléfono de Mack ya estaba sonando, y mientras ella atravesaba la puerta de vidrio, en dirección a la Rotonda, pudo oírle decir:

—Hola, Mel.

Rufus Bell estaba abajo en su pequeño imperio de asbesto, fumando Camel sin filtro y viendo la tele en un pequeño aparato en blanco y negro que había colocado sobre un cubo vuelto del revés, cuando Marsha empujó con el hombro la puerta de acero del cuarto de calderas. Algo en los movimientos de la mujer le hizo ponerse en pie.

—Es una emergencia —le dijo—. El gobernador necesita su ayuda.

Bell lanzo el cigarrillo a una lata de café llena de agua, logrando un blanco directo a tres metros de distancia, mientras simultáneamente apagaba la televisión con la rodilla. Luego la miró fijamente y Marsha comprendió que esperaba instrucciones.

—¿Hay un túnel de defensa civil o similar?

Como forma de decir que sí, Bell se acercó a una enorme plancha de contrachapado, manchada y pintada, atornillada a una pared. La plancha tenía docenas de ganchos fijados a ella. De cada gancho colgaba un llavero. Agarró uno.

—Willy va a bajar —dijo Marsha, y tragó—. Por el montaplatos.

Rufus se quedó inmóvil durante un buen rato, luego se movió y miró a Marsha inquisitivamente.

—Tiene que despejar un camino desde el montaplatos hasta el túnel de defensa civil. Lo suficientemente ancho para que pase una camilla.

Bell se encogió de hombros.

—No debería haber ningún problema —dijo, saliendo de la estancia. Era un hombre grande y redondeado con un paso que parecía lento, pero Marsha tuvo que apresurarse para mantenerse a su altura.

Al llegar al pasillo, Bell giró y sostuvo el llavero, manteniéndolo suspendido por una de su miríada de llaves, entre pulgar e índice.

—Si quiere que despeje el pasillo, tendrá que ocuparse usted misma del túnel. Al final de todo, gire a la derecha y llegue hasta el fondo.

Marsha había creído conocer la sede estatal, pero ahora empezaba a sentirse perdida e insegura. Pero Bell le miraba implacablemente, sosteniendo el llavero delante de su cara, y tuvo que hacerlo. Tomó las llaves, agarrando con fuerza la importante y corrió por el pasillo.

—¡Eh! —dijo Bell—, ¡esto le va a hacer falta!

Se volvió para ver a Bell sosteniendo una gruesa linterna negra recubierta de goma. Él la encendió, la agitó un par de veces de un lado a otro y se la lanzó a través de diez metros de pasillo. Ella la pescó en su trayectoria giratoria con una sola mano, rompiéndose dos uñas, y volvió a girar sobre los talones.

A su espalda podía oír un estruendo brutal; al mirar atrás, vio a Rufus empezando a apartar archivadores grandes de un lado a otro. Fue todo lo que vio antes de meterse en el siguiente pasillo.

Estaba construido a partir de varias construcciones unidas y luego pintadas del mismo color, una capa espesa de lustroso amarillo industrial. El techo estaba oscurecido por manojos de gruesos cables eléctricos. El pasillo estaba estrechado por armarios metálicos poco sólidos y estantes que ocupaban las paredes, cargados de equipos de mantenimiento, máquinas de escribir eléctricas destripadas y viejas galletas de defensa civil.

La puerta al final del pasillo era pequeña, pesada y casi demasiado oscuramente iluminada para ser visible. Tenía pegado un cartel de cartón amarillento que decía REFUGIO ANTIATÓMICO. Una vez que le dio a la llave, hizo falta un tirón tremendo para moverla un poco. Se abrió lenta y pausadamente, con la inercia de un destructor, y golpeó la pared con fuerza suficiente para arrancar trocitos de vieja pintura amarilla. Al otro lado había un túnel circular que se extendía, recto como una regla, hasta donde podía penetrar el rayo de la linterna. Tenía apenas la altura justa para permitirle entrar sin tener que agacharse. Fluía un aire frío que le daba en las pantorrillas.

Dirigió el rayo al suelo, porque en ese momento su máxima preocupación era notificar a cualquier alimaña de su llegada para darle al menos la opción de apartarse de su camino. Luego se agachó para pasar bajo el marco de una puerta.

Corriendo por el túnel, intentó deducir en qué dirección se movía. El viaje escaleras abajo la había desorientado bastante. Decidió que debía estar avanzando al norte, bajo la calle Monroe, hacia el achaparrado edificio de caliza, la antigua planta de energía, que alojaba la Agencia de Desastres y Servicios de Emergencia de Illinois.

Finalmente llegó al final del túnel. Allí había otra pesada puerta antiexplosiones, que se abría usando la misma llave; estaba claro que Rufus Bell había sido eficiente de vez en cuando, engrasando las cerraduras y las bisagras. Le dio a la manilla y apoyó el hombro contra la puerta, los filamentos sedosos de la blusa quedándose atrapados sobre las capas rugosas de corrosión y pintura caída.

Pero pareció abrirse por sí sola. Una luz brillante entró. Daba a un amplio pasillo del sótano de algún otro edificio. Cuatro personas la miraban asombradas: un guardián y tres técnicos médicos de emergencia, completamente equipados con una camilla y varias grandes cajas de equipo fabricadas con fibra de vidrio.

Uno de los técnicos, una joven pequeña y de aspecto atlético con un corte de pelo corto y erizado, miró a todo lo largo del túnel.

—¿Esto lleva a alguna parte? —dijo—. Supongo que sí.

El Capitolio sólo tenía tres ascensores para pasajeros y los tres daban a la Rotonda, un pozo abierto de cuatro pisos de alto donde la privacidad era totalmente imposible. Pero enterrados en las alas del edificio había grandes montaplatos que el personal del Parlamento, Senado y gobierno empleaba para mover cajas de papeles de un sitio a otro. Tenían tamaño de sobra para que una persona, incluso alguien grande como Cozzano, se sentase dentro.

Marsha llevó a los técnicos por el sótano, hasta la sala de almacén bajo el ala oeste donde el gobernador conservaba archivos inactivos. Por el camino recogieron a Mack Crane, quien aguardaba en una intersección del pasillo, vigilando de cerca en dirección a las escaleras que daban al primer piso, buscando lo que Mel Meyer había denominado, alternativamente, «chacales» y «testigos». Marsha no pudo evitar dar un vistazo escaleras arriba. Esperaba una legión de fotógrafos y cámaras de vídeo, dispuestos a capturar su expresión de grandes ojos abiertos para que el día siguiente pudiese aparecer en primera plana del Trib. Pero la parte superior de las escaleras estaba protegida por una línea de centinelas de conos naranjas que advertían de SUELO MOJADO. Bell debía de haberse encargado; aunque nadie temía realmente a un suelo mojado, cualquiera que supiese moverse por ese edificio intentaría evitar atravesar uno de los proyectos de limpieza de Bell, para no ganarse su enemistad y no cooperación eternas.

El montaplatos estaba parado en la sala de almacenamiento, con las puertas abiertas. El gobernador William A. Cozzano estaba estirado en el suelo del sótano con la cabeza y hombros acunados en el regazo del encargado de mantenimiento, quien le hablaba en voz baja. Bell no alzó la vista mientras se acercaba la camilla. Le dijo algo a Cozzano, algo referente a «medevac».[1] Pasó un brazo bajo los hombros de Cozzano y el otro bajo las rodillas y levantó al gobernador de ciento quince kilos como si fuese un niño de seis años.

—Déjelo donde está —dijo uno de los técnicos, pero Bell avanzó y suavemente depositó a Cozzano a todo lo largo de la camilla, listo para su transporte.

Los técnicos trabajaron con Cozzano durante unos minutos. Luego lo llevaron por el pasillo y a través del túnel de defensa civil. Marsha miró por las escaleras al pasar y vio las rodillas y pies de los periodistas de noche dirigiéndose al baño de hombres del primer piso.

La camilla gubernamental, con su séquito —los técnicos, la secretaria, el policía y el encargado de mantenimiento— avanzó rápida y silenciosamente por el sótano y el túnel hasta llegar al sótano que Marsha había entrevisto antes. Nadie dijo nada excepto Cozzano, quien comentó, jovialmente:

—¿Por qué tiene todo el mundo tan mala cara?

El encargado de mantenimiento del otro edificio les mantenía abierto el ascensor de carga. Todos subieron a la planta baja, recorrieron un pasillo corto y atravesaron una puerta de acero enrollable para llegar a un aparcamiento donde esperaba una ambulancia. El aire frío de la noche de enero atravesó la blusa de Marsha como si estuviese desnuda. Lentamente ejecutó una pirueta, mirando a su alrededor, intentando situarse.

La ambulancia había entrado hacia atrás en un hueco de tres lados que se abría a un aparcamiento vacío de grávida cubierto de nieve gris y aplastada. Se encontraban en la parte de atrás de un edificio alto levantado en piedra caliza basta. A este edificio le faltaba un trozo en una esquina, y la parte de atrás del trozo contenía la puerta enrollable. El edificio estaba separado por un hueco de algunos metros de un edificio de siete u ocho plantas cuya pared trasera sólida y sin ventanas formaba la tercera cara del hueco.

El edificio grande era la Armería del estado de Illinois, que también servía de hogar a la Policía Estatal de Illinois. El pequeño edificio del que acababan de salir era la Agencia de Desastres y Servicios de Emergencia, con su tejado recubierto de antenas de aspecto extraño. Marsha, que llevaba veinte años trabajando en el Capitolio, quedó anonadada al comprender varias cosas: que el gobernador de Illinois disponía de una ruta de huida secreta, un vestigio de la Guerra Fría, un escondrijo secreto para escapar de un ataque nuclear y entregarse a la protección de la Guardia Nacional de Illinois.

Se preguntó qué otros secretos sobre el Capitolio y la oficina del gobernador, y del gobernador en sí, nunca había conocido o sospechado. Se preguntó por qué no se lo habían contado jamás. Y se preguntó cómo los había descubierto Mel Meyer. Para Marsha, la adquisición del conocimiento siempre había sido un proceso ordenado que se realizaba en instituciones públicas de enseñanza, pero Mel era diferente, Mel obtenía conocimiento por métodos misteriosos. Ni siquiera tenía un puesto en el gobierno, no era más que el abogado y amigo del gobernador, casi nunca venía a Springfield, y aun así llevaba en la cabeza todos esos planos secretos y números de teléfono.

Mientras los técnicos cerraban las portezuelas de la ambulancia, vio a Bell de pie, mirando fijamente a Cozzano a través de la ventanilla de atrás. Mientras el chofer cambiaba para avanzar, las luces traseras de la ambulancia se encendieron una vez como un rayo e iluminaron el rostro de Bell, grabando la imagen estática en las retinas de Marsha. La frente de Bell estaba fruncida en medio, sus cejas arqueadas en el centro, sus ojos relucían y estaban rojos. Al acelerar el motor, de pronto se puso recto, entrechocó los talones de sus botas y ejecutó un saludo militar.

Cozzano miraba a Bell a través de la diminuta ventanilla en la parte posterior de la ambulancia. El gobernador movió el brazo derecho, que mostraba la pulsera para medir la presión sanguínea y las vías intravenosas, y devolvió el saludo. La ambulancia avanzó dejando dos chorros gemelos de gases de escapes y atravesó el aparcamiento, dirigiéndose a la unidad de trauma del hospital central de Springfield, a menos de una milla de distancia.