Capítulo 1

El despacho de William Anthony Cozzano era un escándalo. Eso se susurraba en los altos consejos de la Sociedad Histórica de Illinois. Durante más de un siglo, bajo docenas de gobernadores, había tenido el mismo aspecto. Luego había llegado Cozzano y había llevado todo el mobiliario antiguo a un almacén (Abraham Lincoln era el hombre más impresionante de la historia, decía Cozzano, pero su escritorio era una basura, y el sillón de Stephen Douglas tampoco era ninguna maravilla). Cozzano se había atrevido a introducir electrónica en la bóveda pintada al fresco del despacho del gobernador: ¡una Trinitron de treinta y seis pulgadas con imagen superpuesta para poder ver C-SPAN y el fútbol americano al mismo tiempo! Y la silla no era una antigüedad, sino un objeto de alta tecnología con más opciones ajustables que huesos tiene el cuerpo humano. Afirmaba que ya había sufrido suficientes maltratos en Vietnam y en los terrenos congelados de Soldier Field, y que no se merecía que una silla antigua le destrozase un día sí y otro también; que le diesen a la Sociedad Histórica de Illinois. La silla era todo lo que no era Cozzano: rellena de almohadillas y reluciente, tapizada con cuero suave como un pétalo; en cambio, Cozzano era delgado, de facciones marcadas y erosionadas, un hombre que había esperado toda una vida para tener el aspecto que tenía ahora, como si lo hubiesen tallado a partir de un bloque de roble blanco con algunos golpes rápidos de azuela.

Cozzano estaba sentado en su silla una noche de enero, sosteniendo en la mano izquierda una pluma tan grande como un perrito caliente sin cocer. Cozzano volvía todos los fines de semana a su casita de Tuscola para cortar el césped, limpiar las hojas o palear nieve, por lo que los callos producían un sonido áspero a medida que la mano se movía sobre el papel.

La pluma parecía cara y se la había regalado algún prohombre mucho tiempo atrás; Cozzano había olvidado quién había sido. Su difunta esposa, Christina, solía llevar la cuenta de quién le regalaba qué y se encargaba de enviar las notitas de agradecimiento, tarjetas de Navidad y demás, pero desde su muerte todas esas amabilidades sociales se habían ido directamente al desagüe, aunque en general se lo disculpaban. Cozzano había descubierto que el volumen de la pluma se le ajustaba muy bien a la mano, con los dedos situados alrededor del cuerpo sin tener que apretarlo como si fuese un bolígrafo barato, y la tinta fluía con facilidad sobre el papel a medida que la punta rasgaba y los callos rozaban, mientras firmaba el torrente interminable de leyes, proclamas, resoluciones, cartas y felicitaciones que pasaban sobre su mesa como las células sanguíneas atravesaban en fila india los capilares de los pulmones: la procesión majestuosa que mantenía la vida del cuerpo político.

Tenía el despacho en el segundo piso del ala oeste, directamente sobre la entrada principal del Capitolio, mirando a un césped amplio decorado con una estatua de Lincoln ofreciendo su discurso de despedida en Springfield. La estancia sólo tenía dos ventanas altas y estrechas mirando al norte, que ni siquiera recibían el sol de finales de la tarde a causa del ala norte y la altiva cúpula del Capitolio. Cozzano lo llamaba el «círculo ártico»: la única zona de Illinois sumida en la oscuridad durante seis meses al año. Se trataba de un chiste algo complejo y técnico, sobre todo en estos días de ignorancia geográfica endémica, pero la gente se reía de todas formas, porque él era el gobernador. Tenía la lámpara de la mesa encendida durante todo el día, pero a medida que el cielo se oscureció y él siguió trabajando, no se había molestado en encender las luces del techo, de manera que ahora se hallaba en un reducido espacio iluminado en medio de un despacho a oscuras. Alrededor del borde de la estancia, innumerables elementos decorativos le reflejaban la luz.

Cada gobernador decoraba el despacho a su gusto. Sólo algunas cosas se mantenían inmutables: el fresco ridículo del techo, las pesadas puertas con cabezas metálicas de león montadas en el centro. Su predecesor se había decidido por un estilo espartano y clásico del siglo XIX, llenando el lugar con antigüedades que habían pertenecido a Lincoln y a Douglas. Impresionaba a los visitantes y daba un buen espectáculo a los grupos de turistas que pasaban cada hora para lanzar una ráfaga de flashes desde el otro lado de la cuerda de terciopelo. Cozzano había prohibido los grupos turísticos, cerrándoles la puerta ante las narices para que sólo pudiesen ver las cabezas de león, y había convertido el despacho en un atestado museo de la familia Cozzano.

Había empezado el mismo día de la investidura, colocando una pequeña fotografía de su difunta esposa, Christina, en una esquina de su mesa históricamente inexacta. Naturalmente, las fotografías de sus hijos, Mary Catherine y James, vinieron a continuación. Pero no tenía sentido detenerse en los parientes más inmediatos, y por tanto Cozzano había traído varias cajas que contenían fotografías de patriarcas y matriarcas que se remontaban a varias generaciones de la familia. También quería fotografías de sus amigos, y de sus familias, y también necesitó varios recuerdos, algunos escogidos por razones sentimentales, otros por razones puramente políticas. Para cuando Cozzano terminó de decorar su despacho, estaba casi completamente lleno de trastos —tuvieron que llevar sales a la Sociedad Histórica— y, al sentarse por primera vez en la enorme silla de cuero, pudo recorrer toda la genealogía y el desarrollo económico del clan Cozzano, y la Illinois del siglo XX, lo que venía a ser lo mismo.

Había una vieja fotografía aérea de Tuscola tomada desde el depósito de agua en los años treinta. Era un pueblo de algunos miles de habitantes, como a media hora al sur de la metrópoli académica de Champaign-Urbana, y a un par de horas al sur de Chicago. Incluso en esa fotografía era posible ver los panteones chillones del cementerio municipal, y los Duesenberg recorriendo las calles. Tuscola era, para tratarse de un pueblo agrícola, extrañamente próspero.

En un marco ovalado de nogal oscuro había una fotografía coloreada a mano de su bisabuelo y tocayo Guillermo Cozzano, que había llegado a Illinois desde Génova en 1879. Siguiendo la típica costumbre contraria de los Cozzano, se había saltado las grandes comunidades italianas de la Costa Este y había encontrado trabajo en una mina de carbón como a unos cincuenta kilómetros al noroeste de Tuscola, donde la tierra y el carbón tenían el mismo color. Él y su hijo Giuseppe se habían metido en el negocio agrícola, consiguiendo una de las últimas parcelas disponibles de tierra de alta calidad. En 1912, Giuseppe y su esposa habían tenido a su primer hijo, Giovanni (John) Cozzano, seguido tres y cinco años más tarde por Thomas y Peter. Todos esos acontecimientos quedaron registrados en fotografías, que Cozzano estaría encantado de comentar a los visitantes si éstos cometían el error de manifestar curiosidad, aunque sólo fuese permitiendo que sus ojos se desplazasen en esa dirección. La mayoría de las fotos mostraban edificios, bebés o bodas.

La madre de John Cozzano (fotografía) murió de gripe cuando él tenía seis años y, a partir de ese momento, vivió tan vertiginosamente como si fuese un hombre bala. Durante los años de instituto en los vigorosos años veinte, tuvo un empleo a tiempo parcial en el elevador local de grano (fotografía). Para cuando se produjo el desastre económico de los años treinta, había conseguido ascender hasta el nivel de administración de ese negocio. Con un pie en la granja de su padre y el otro en el elevador de grano, John consiguió que la familia superase la depresión de una pieza.

En 1933, John se enamoró de Francesca Domenici, una joven de Chicago. Como prueba de su capacidad para ser un marido, decidió comprar una enorme casa Craftsman de estuco en una calle bordeada de árboles en los límites de Tuscola (fotografía). Incluso para los estándares de Tuscola, que poseía una cantidad desmesurada de casas grandes y magníficas, era impresionante: tres pisos, seis dormitorios, con sótano completo y un garaje que tenía el tamaño de un granero. Toda la madera era de nogal oscuro, maderos gruesos como traviesas de ferrocarril. Iba a comprársela por quinientos dólares a un tipo de la compañía de ferrocarril que se había arruinado. En ese momento, John sólo tenía trescientos dólares en el banco, y por tanto se vio obligado a pedir prestados los otros doscientos.

Esa búsqueda le llevó finalmente a Chicago, y a la puerta de Sam Meyer (fotografía), antiguamente llamado Shmuel Meierowitz. Sam Meyer mantenía varios negocios simultáneamente en la misma dirección de la calle Maxwell, en el oeste de Chicago (fotografía). Uno de los cuales era prestar dinero. El hijo de Sam se llamaba David; era abogado.

Todos los italianos con los que John Cozzano había hablado durante más de diez minutos le habían advertido espontáneamente de los peligros de pedir prestado dinero a los judíos. Había aceptado esas advertencias como válidas hasta que oyó a los anglosajones de Tuscola decirle lo mismo, empleando exactamente los mismos términos, sobre los peligros de pedir dinero prestado a los italianos. John cogió el dinero prestado y compró la casa. Tan pronto como limpió de basura el sótano y se hubo ocupado de la espantosa plaga de pulgas, volvió a Chicago y se declaró a Francesca.

Le compró a crédito un anillo a Sam Meyer y se casaron en Chicago en junio de 1934. Después de una breve luna de miel en el Gran Hotel de la isla Mackinac (fotografía), se trasladaron a la enorme casa de Tuscola. Once meses después, John había pagado su deuda a Sam Meyer, y descubrió que, al contrario de lo que decían las leyendas, era posible realizar una transacción financiera con un judío sin perder la camisa o el alma inmortal.

Lo que plantó una semilla en su mente; podría comprar el elevador de grano a crédito y librarse del viejo tonto y el borracho incompetente para los que trabajaba. John pasó el resto de los años treinta pagando el elevador y luego intentando convertirlo en algo mayor: una factoría para convertir el maíz en otras cosas. Francesca pasó ese mismo tiempo intentando quedarse embarazada. Sufrió cuatro abortos, pero siguió intentándolo.

A comienzos de 1942, cuando América entró en la guerra, John Cozzano, el señor Domenici, Sam Meyer y David Meyer eran socios en Procesadores Agrícolas del Cinturón del Maíz (PACM), una instalación de éxito para la producción de sirope de maíz en Tuscola, Illinois (fotografía). John y Francesca eran los padres de un bebé recién nacido, William A. Cozzano (fotografía), que para entonces era el cuarto nieto de Giuseppe. Él era, sin embargo, el primer nieto varón. Todos los que veían al nuevo niño predecían que algún día sería presidente de listados Unidos.

Thomas se alistó, se le envío en dirección al norte de África, pero jamás llegó allí; los submarinos hundieron su transporte en el Atlántico norte. Peter encontró una lucrativa ocupación como francotirador en el Pacífico. En 1943, los japoneses le hicieron prisionero y pasó el resto de la guerra muriéndose de hambre en un campo de prisioneros. John era simultáneamente demasiado viejo y, como granjero, demasiado importante estratégicamente para mandarlo a la guerra. Se quedó en casa e intentó mantener a flote la empresa familiar.

La guerra exigía un montón de paracaídas. Los paracaídas requerían un montón de nailon. Uno de los productos requeridos para la fabricación del nailon era la celulosa. Resulta que una fuente excelente de celulosa eran las mazorcas de maíz. Y la fábrica de John Cozzano había estado tirando a la basura las mazorcas de maíz a cientos de toneladas desde el día en que había comenzado la producción. El montón de mazorcas que ahora se alzaba en la pradera en las afueras de Tuscola era el punto más alto en varios condados a la redonda y se podía ver a treinta kilómetros de distancia, sobre todo cuando los bromistas le prendían fuego (fotografía).

Sam Meyer se puso en contacto con todos los que conocía. Muchos de ellos eran inmigrantes recientes venidos de Centroeuropa y estaban encantados de invertir en una fábrica de paracaídas, sabiendo que sólo podrían tener un único uso concebible. John puso en marcha la unidad de producción de nailon justo a tiempo para realizar una oferta muy baja por un enorme contrato gubernamental. Al año siguiente, las tropas de asalto aliadas descendieron sobre Normandía sostenidas por grandes toldos de nailon Cozzano (fotografía).

Peter regresó de la guerra con los riñones en mal estado y una pierna mal. Aunque no estaba bien dotado para realizar trabajos físicos, realizó una labor útil como mediador, figura decorativa y conversador en PACM hasta morir de fallo renal en 1955. Su padre, Giuseppe, murió dos meses más tarde. Durante el intervalo entre la guerra y esas muertes, las cosas habían ido bien para la familia Cozzano, excepto por la aniquilación de la granja ancestral por un tornado en 1953 (fotografía).

En dos ocasiones en dos meses, todo el clan Meyer, liderado por Sam y David, vino desde Chicago para asistir a un funeral. Las habitaciones de hotel eran escasas en Tuscola y la cocina kosher completamente inexistente, así que John y Francesca alojaron a los Meyer en su gran casa de estuco e hicieron lo posible por ofrecerles instalaciones culinarias aceptables. Francesca aprendió a tener a mano un soplete, para que el cuñado de Sam Meyer, un rabino, pudiese realizar una limpieza ritual del horno (fotografía).

Durante esas visitas, William Cozzano, ahora con trece años, compartió su dormitorio con varios Meyer jóvenes, incluyendo al hijo de David, Mel, que tenía su misma edad. Se hicieron amigos, y pasaban gran parte del tiempo en el parque municipal de Tuscola jugando al béisbol, judíos contra italianos (pelota de béisbol autografiada en una caja de vidrio).

Un año más tarde, Samuel Meyer murió en Chicago. Todos los Cozzano fueron al norte. Algunos se quedaron con los Domenici, pero los Meyer devolvieron el favor ofreciéndole a los otros Cozzano un lugar para quedarse. Mel y William compartieron un colchón en el suelo (fotografía).

Después de eso, Mel y William permanecieron permanentemente en contacto. Se caían bien. Pero también eran los hijos mayores de familias que habían acumulado mucho dinero, y si la jodían y lo perdían, sería exclusivamente culpa suya.

El resto del espacio del despacho estaba lleno de los recuerdos personales de William A. Cozzano:

Una fotografía en blanco y negro de sus padres, con el logo de Oían Mills inclinado en la parte inferior, tomada en un estudio móvil improvisado en el motel Best Western en las afueras de Champaign-Urbana en 1948.

Una colección de letras T mayúsculas de quince centímetros de alto, hechas con tela, montadas bajo un vidrio, junto con una fotografía antigua del Cozzano de diecisiete años, con el balón bajo el brazo, con el otro brazo extendido recto como una lanza de justa para derribar a un defensa imaginario de Areola o Rantoul.

Diploma del instituto Tuscola.

Una foto de William con Christina, novia de instituto, en el campus de la Universidad de Illinois, donde los estudiaron a principios de los sesenta.

Una foto de bodas, con la pareja flanqueada por ocho maquilladas beldades con cejas postizas a un lado y siete jugadores de fútbol de la Universidad de Illinois con esmóquines y gomina, más un único estudiante graduado de Nigeria, al otro.

Diploma (summa cum laude) en empresariales con una titulación menor en lenguas románicas.

Un balón de fútbol americano apaleado y desgastado cubierto con una gruesa firma fuerte, marcado ROSE BOWL.

Dos fotografías de Cozzano en los marines, montadas una junto a la otra en el mismo marco: en una, un William perfecto con uniforme de gala, mirando a la distancia como si pudiese ver un túnel de luz en el cielo a la una en punto, con JFK en toda su gloria al final del túnel preguntándole a William qué puede hacer por su país. La segunda fotografía, dos años más tarde: William Cozzano en una aldea de las mesetas centrales, sin afeitar, con los ojos alarmantemente blancos y límpidos en un rostro cubierto de negro, una sonrisa abierta y distraída, un rifle automático Browning colgándole de una mano, una querúbica niña vietnamita sentada en el hueco del otro brazo con la pierna izquierda envuelta en vendas blancas recién puestas, mirándole con la boquita abierta en una expresión de asombro; Cozzano sonreía a través de una fatiga demencial que amenazaba con hincarle de rodillas en cualquier momento, pero la niña se sentía segura con él.

Otro expositor de vidrio, pero en lugar de letras de tela éste contenía medallones forjados que colgaban de coloristas cintas de satén: un corazón púrpura y una estrella de bronce del primer tour de Cozzano en Vietnam y otro corazón púrpura y una estrella de plata del segundo, rodeados por una bandada de condecoraciones menores.

Fotos de bebé de Mary Catherine y James.

Un pergamino iluminado en el que el papa Juan XXIII bendecía superfluamente su matrimonio.

Una fotografía de su padre en un viaje de pesca a Alaska, poco antes de su ataque fatal al corazón.

Una foto de Cozzano con su uniforme de los Chicago Bears, sentado sobre el casco para no tocar el cenagal de los laterales del campo, con la grasa oscura sobre las mejillas, la sangre endureciéndose en los nudillos, las manchas de hierba sobre las protecciones de los hombros.

Anillos de la liga profesional de un par de años diferentes durante las administraciones de Nixon y Ford.

El último retrato formal de Christina, sacado justo antes de que la transfigurase la radiación y la quimioterapia; éste también decía «Oían Mills» y la había tomado en una habitación de motel ligeramente más bonita en Champaign-Urbana el mismo fotógrafo que había tomado la de los padres de Cozzano en 1948.

Una fotografía de William dando un discurso de victoria en el jardín delantero de la casa familiar en Tuscola, flanqueado por Mary Catherine y James.

Una fotografía firmada de William con George Bush en el Restaurante Gourmet Pekín en Arlington, Virginia, una fotografía amateur toscamente iluminada, Cozzano y Bush comiendo pato a la pequinesa en mangas de camisa y tragando.

Cozzano haciendo footing por Camp David con Bill y Hillary Clinton.

Una invitación a la Casa Blanca del presidente actual.

La bóveda del Capitolio del estado de Illinois se sostenía sobre cimientos de piedra sólida de cinco metros de ancho. Cozzano tenía que mantener todo ese material a la vista mientras trabajaba, porque esas fotografías y recuerdos eran los cimientos de su persona.

Cozzano leía una carta que se suponía debía firmar. Sabía que debería limitarse a hacerlo, pero su padre le había dicho que siempre leyese lo que fuese a firmar. Considerando que gran parte del trabajo de Cozzano consistía en firmar cosas, eso significaba que a menudo trabajaba hasta tarde. Sostenía la pluma en el puño izquierdo, sacando y cerrando la tapa nerviosamente con el pulgar.

El intercomunicador emitió un ruidito cuando Marsha, su secretaria, activó el micrófono de la estancia contigua. Cozzano se sobresaltó un poco. Marsha tenía talento para encontrar cosas que hacer, y cuando Cozzano se quedaba hasta tarde, ella a menudo se quedaba para completarlas. La voz surgió del altavoz:

—El discurso del Estado de la Unión está a punto de comenzar, gobernador.

—Gracias —dijo Cozzano, y desconectó el intercomunicador—. Supongo —añadió para sí.

Cozzano tomó el control remoto y puso la C-SPAN —no soportaba a los presentadores de las cadenas generalistas— justo a tiempo para ver a las cámaras recorrer la ovación de pie ritual que se concedía a todos los presidentes, por incompetentes que fuesen. Dándole a los botones, hizo que una ventanita se abriese en una esquina de la pantalla, mostrando la cobertura en directo realizada por Comedy Channel’s.

La hipocresía egregia de la escena le repugnaba. ¿Cómo podían esos gilipollas vitorear a la persona que lideraba —falso, que no lideraba— al país hacia el desastre?

Finalmente los aplausos se apagaron, y el portavoz del Congreso presentó al presidente. Se produjo una segunda y obligatoria tanda de aplausos en pie. Cozzano bufó, agitó la cabeza, se frotó las sienes con las palmas de las manos. No podía soportarlo. Las cámaras mostraron la zona donde se sentaban la esposa y la familia del presidente, sonriendo desafiantes. El presidente agitó patéticamente los brazos para acallar la ovación y luego dio comienzo a su discurso.

Dentro de un año a partir de esta noche, tengo la esperanza de encontrarme en la fachada oeste de este gran edificio para comenzar mi segundo mandato como vuestro presidente.

(vítores y aplausos, en su mayoría de un lado de la sala)

Procedió con las quejas rituales sobre los temas habituales: el déficit presupuestario y la deuda nacional. Igual de previsible, le echó la culpa a los sospechosos habituales: punto muerto en el congreso, el crecimiento de los derechos, el poder insuperable de los comités de acción política y, por supuesto, la necesidad de pagar los intereses de la deuda nacional, que había crecido hasta alrededor de los diez billones de dólares. La única noticia ligeramente interesante fue que tenía la intención de adoptar una estrategia Rose Garden durante el próximo año electoral, quedándose en la Casa Blanca para batallar contra el monstruo bicéfalo del déficit y la deuda. Era su única opción responsable; pero el congreso le aplaudió hasta el delirio.

Era tan completamente predecible, tan «política habitual», que Cozzano se hundió casi en un coma, atrapado entre el aburrimiento y el desprecio. Lo que hizo que el impacto de la bomba fuese todavía mayor.

Debemos por tanto o recortar los derechos —los pagos que realizamos a nuestros mayores por medio de la Seguridad Social, y a los enfermos por Medicare y Medicaid— o debemos recortar los intereses que pagamos por la deuda nacional. Bien, cierto, tomamos prestado ese dinero. Debemos pagarlo si podemos hacerlo. Y ciertamente haremos lo posible por pagarlo. Pero no a costa de los enfermos y los ancianos.

(aplausos y vítores)

Nuestra deuda es el resultado de nuestra pecaminosa irresponsabilidad personal en cuestiones fiscales, y debemos aceptar las consecuencias de esos pecados. Pero recuerdo las palabras de la gran figura religiosa rusa, Rasputín, que dijo en una ocasión, en una situación de problemas económicos similares, «Los grandes pecados exigen grandes perdones».

(aplausos)

No olvidemos que debemos este dinero a nosotros mismos. Seguro que en nuestros corazones podremos arrepentimos de nuestras tonterías y perdonarnos los errores que cometimos nosotros y nuestros predecesores.

(aplausos)

La nación se fundó sobre un gran contrato social. Un contrato según el cual la gente se unía para formar gobiernos en defensa de la vida, la libertad y la propiedad. Ese noble experimento ha durado más de dos siglos. Escrita en ese contrato por nuestro padre fundador, Jefferson, se encuentra la afirmación de que si el gobierno viola ese contrato, la gente tiene el derecho a derrocarlo. Ésa es la base de la gloriosa tradición revolucionaria que sirve como luz inspiradora para todo el mundo.

(aplausos; vítores)

Esta noche, siguiendo el espíritu de Jefferson, propongo un nuevo contrato social. Le propongo al congreso, y al pueblo americano, la Declaración de Independencia Fiscal.

(aplausos)

En resumen, conciudadanos americanos, propongo un primer paso para limitar el porcentaje de nuestro presupuesto que se puede dedicar a pagar los intereses de la deuda nacional. El nivel exacto de ese límite, y los detalles de su implementación, estarán sujetos a discusión y acuerdo entre mi equipo y el congreso, y estoy seguro de que podemos esperar animadas discusiones sobre ese punto.

(risas)

Pero independientemente de los detalles, el mensaje es el mismo. Grandes pecados exigen grandes perdones. Perdonémonos ahora a nosotros mismos, para que podamos avanzar al gran mundo del tercer milenio sin cargas y con la conciencia limpia.

(aplausos y vítores atronadores)

Que el mundo reciba el mensaje de que el país del tercer milenio serán Estados Unidos de América y que sus primeros alientos de vida se dieron en este noble edificio durante esta gran noche.

(una ovación de pie durante diez minutos)

Era un ultraje, así de simple.

Tras haber malgastado todo un mandato sin hacer nada con el déficit presupuestario, el presidente ahora iba a resolver la cuestión con la chapuza de permitir que Estados Unidos se escaquease de sus obligaciones financieras.

Lo que ya era muy malo de por sí; pero además intentaba pintar esa medida como un acto de fortaleza lincolniana por su parte.

Cozzano sintió el atávico deseo de volar a Washington, subir a ese estrado y abofetear al presidente. Era el mismo impulso brutal y animal que le entraba en la cabeza cuando imaginaba a alguien haciendo daño a su hija. Su corazón martilleó con fuerza un par de veces. Comprendía que estaba siendo primitivo y estúpido, e intentó tranquilizarse. No tenía sentido pensar esas cosas.

Aun así, Cozzano no firmó la carta que tenía sobre la mesa —una nota de agradecimiento para el primer ministro de Japón por su hospitalidad durante la visita de Cozzano la semana anterior. Sus potentes dedos sostenían el cuerpo liso y adornado de la pluma—. La punta de aleación de rodio, cargada con la cantidad justa de tinta francesa, se encontraba a unos pocos milímetros sobre la superficie granulosa del delicado papel de fibra de algodón que Cozzano empleaba para la correspondencia personal. Pero cuando Cozzano movió la pluma —es decir, cuando hizo en su mente eso que, desde que había estado en el vientre de su madre, hacía que sus dedos y manos se moviesen— no pasó nada. Sus ojos recorrieron el papel, anticipando el movimiento de la pluma. Nada. El presidente seguía hablando, deteniéndose cada pocas frases para darse un baño de adulación.

A Cozzano le sudaba la mano. Tras un rato, la pluma se le cayó de entre los dedos. La punta fue hacia el papel y se deslizó por encima en línea recta como un arado deslizándose por una pradera dura. Dejó una mancha azul oscura en forma de cometa sobre la página, cayó por completo y se agitó de un lado a otro durante unos momentos, emitiendo un sonido que se iba apagando.

Maldijo por lo bajo y de su boca surgió un sonido extraño, una palabra deformada que nunca había oído antes. Le sonó tan poco familiar que intentó alzar la vista, pensando que había alguien más con él. Pero no había nadie; él había emitido la palabra.

Perdió el equilibrio al mover la cabeza y se fue hacia la izquierda. Tenía el brazo izquierdo totalmente flácido. Vio cómo se deslizaba sobre la mesa y caía, pero no acabó de creérselo, porque no sintió que se moviese. El gemelo, una baratija heredada de su padre, golpeó el borde afilado de la mesa. A continuación el brazo le colgaba a un lado, detenido por la ligera fricción mecánica de las articulaciones de codo y hombro.

Se dejó caer de vuelta a los huecos cómodos y con forma de Cozzano de la silla. Al hacerlo, el brazo derecho escapó de la mesa deslizándose y descubrió que podía moverlo. Ahora estaba cómodamente sentado en la silla, inclinado hacia la izquierda. Vio el intercomunicador y supo que podía darle al botón y llamar a Marsha. Pero no tenía claro qué podría decirle.

Medio cerró los ojos, el sonido del Congreso —rugiendo, dando golpes, aullando y aplaudiendo— cerrándose a su alrededor como un tonel bajando sobre su cabeza, y en esa confusión, perdió la voluntad. Estaba demasiado cansado para hacer nada, ¿y por qué iba a molestarse en luchar? Había logrado más que suficiente para llenar varias vidas. Lo único que le había faltado hasta ahora había sido tener nietos.

Eso, y convertirse en presidente, lo que iba a lograr antes del año 2000. Pero la verdad es que tampoco estaba convencido de querer un trabajo tan horrible.