Lunes 19 de marzo del 2008
Nada más sentarme delante del ordenador para trabajar aquel día feché el capítulo y sentí una extraña tristeza. Acto seguido, sin saber a qué venía, me distraje pensando en el amarillo crema de las natillas recubiertas de azúcar quemado y en el dulce olor del humo, al caramelizarlas. Sin más, miré la fecha que acababa de anotar: era San José, el santo de mi padre, y aquel día en casa siempre se tomaban natillas. Inmediatamente me puse a releer el primer capítulo de esta obra en la que lo menciono a él. Luego me distraje contando cuántos años hacía que había muerto, y sonreí al pensar en sus habilidades para lograr que su pareja se sintiera dichosa.
Determiné que un día muy próximo haría natillas. Puse orden en el enredo que había dejado el día anterior y comencé a trabajar de nuevo.
Los hombres que asesinan a la pareja y luego se suicidan lo hacen convencidos de que han perdido su identidad masculina.
Persistí en la misma hipótesis con la que había trabajado el día anterior: esos hombres, una vez han asesinado a la pareja, consiguen que ella no pueda hostigarlos ni martirizarlos jamás. Por tanto, esos suicidios se originan a partir de motivos ajenos a las mujeres —a ellas en sí mismas.
En ese momento recordé que durante el trabajo de campo les había preguntado a todos su opinión sobre la ley contra la violencia a las mujeres.
Me puse en pie y saqué de los estantes de la librería los volúmenes de los escritos con las palabras de aquellos hombres y los apilé sobre la mesa de trabajo y en el suelo.
Rebusqué en cada uno el apartado en el que exponían su parecer sobre aquella ley. Recordaba que muchos habían afirmado que tanto ellos como otros hombres de nuestra sociedad no estaban de acuerdo con esa ley contra el maltrato.
El primer historial que abrí fue el de un chico de treinta y siete años que dijo palabras que yo ya había oído en boca de otros:
—La policía vino a buscarme y me puso las esposas. Y yo les dije: «¿pero qué os he hecho yo? A vosotros no os he hecho nada». Con mi mujer sí, sí que me había peleado pero a ellos no me había enfrentado, ni les había dicho nada de nada —insistió—. Así que no tenían por qué esposarme y tratarme como si fuera un criminal.
Seguí revisando los legajos sobre lo que habían dicho. Comprobé que todos repitieron que la ley estaba hecha para proteger a las mujeres —como en efecto es.
A continuación presento, en síntesis, algunas de las ideas que los hombres entrevistados expusieron sobre esa ley y sobre lo sucedido con su pareja. Las había recogido en la libreta de trabajo de campo.
—La justicia nos trata como ovejillas… Esta ley las ampara a ellas principalmente. Porque ellas a través de esta ley pueden conseguir todo lo que quieran.
(Este hombre amenazó con quemar viva a la pareja y al hijo tras dos intentos de asesinato).
—El que sale mal parado siempre es el hombre. Yo no pienso que la mayor parte de la culpa siempre sea del hombre. Lo que pasa es que se están aprovechando de la situación. También tienen que mirar a la mujer.
(Él la abofeteó públicamente y terceros llamaron a la policía. No era la primera vez).
—El problema que hemos tenido nosotros es el de una discusión de una pareja normal sin ningún ánimo de hacer daño a nadie, ni nada.
(Ella acabó con la cabeza abierta y con moratones y varias rajaduras por todo el cuerpo).
—La cuestión es que vinieron a buscarme por nada. Por la suegra que me ha denunciado por nada. Sí es verdad que la amenacé a ella, a mi mujer, con matarla, pero simplemente era una discusión de pareja.
(En el juicio se presentó un parte médico en el que constaban no solo daños físicos sino un informe sobre la mujer en el que se exponía que padecía graves lesiones emocionales).
—Hay personas que se acogen a esa ley simplemente para hacer intriga contra uno, como en mi caso. A favor solo de sus intereses.
(En el juicio se presentó un parte médico en el que a raíz de una paliza de él, ella perdió al hijo que estaba esperando).
—De la ley lo único que sé es que hay muchas mujeres que se están aprovechando, que es una sobreprotección para ellas. Y hoy en día como me decía un policía, si una mujer acusa a un hombre sin pruebas la creen a ella.
(En el juicio se presentó un parte médico en el que ella tenía importantes moratones por la cara y los brazos. Además de un parte policial en el que constaba que había intentado quemar la vivienda común con ella dentro).
—Hoy en día una mujer va a la comisaría, denuncia por malos tratos, incluso, solo psicológicos y viene la policía y venga… O sea yo ni sabía que me había denunciado la amiga de ella.
(El parte médico que se presentó durante el juicio informa que la mujer ha sufrido una cuchillada en el estómago y diversas contusiones por todo el cuerpo).
Es cierto que todos aquellos hombres aceptaron que habían discutido con la pareja. También todos afirmaron que, sin querer, a ella le habían provocado daños. La mayoría alegó que habían sido discusiones de pareja como las de toda la vida. Varios dieron a entender que nadie tiene derecho a entrometerse entre ellos. En fin, todos expusieron que no estaban de acuerdo con la ley.
Concebí que el suicidio de algún maltratador tras asesinar a la pareja, en efecto, también cabía asociarlo al proceso de implantación de unas leyes que esos hombres no aceptaban. No estaban dispuestos a prescindir del maltrato a la pareja para intentar reforzar su hombría cuando la sintieran frágil.
La matan y luego se suicidan, estrictamente y sin más, como insurrectos a leyes consensuadas por los representantes del conjunto del pueblo —precisé.
Por primera vez aquel día me sentía nerviosa. Resultaba espeluznante que muchas de las mujeres asesinadas hubieran muerto por conflictos tan incomprensibles para ellas. Seguramente muchas de esas mujeres se comportaron de manera sumisa y dócil antes de morir en un intento por salvar su vida en ese proceso.
Después de escribir estas palabras sobre asesinos y suicidas me quedé en silencio. Dejé de escribir. No lograba devanarme los sesos sobre el tema de manera pausada. Me puse en pie para ordenar las palabras encuadernadas, desperdigadas a mi alrededor. Di por zanjada la cuestión de los hombres asesinos y suicidas. Me senté de nuevo y continué escribiendo con un ritmo rápido, consciente de que era saludable terminar lo antes posible con este apartado.
Mecánicamente escribí una pregunta que varias personas me han hecho durante estos últimos años:
¿Se maltrata más hoy que en el pasado?
Razoné una vez más que no había manera de hacer una reflexión ajustada sobre esa pregunta y aún menos que sea notoria.
Es cierto que tenemos alguna noticia sobre lo que sucedía en el pasado, por ejemplo el llamado crimen pasional. Es decir, se exculpaba a un hombre que mataba al ser traicionado por la mujer con otro hombre.
A la mayoría nos consta que era habitual el maltrato emocional y físico del hombre hacia la pareja. Sin embargo, que yo sepa, no existe estadística alguna sobre el número de mujeres maltratadas. Y desconocemos el número auténtico de mujeres asesinadas a consecuencia de la organización social machista aquí presentada y que durante siglos ha articulado la vida de nuestros pueblos. Así, que hasta hoy no disponemos de una deliberación mínimamente precisa sobre esa pregunta.
A continuación anoté: ¿Por qué tantas mujeres no salen corriendo ante la primera agresión?
No he investigado sobre este tema (aunque me gustaría y grupos de mujeres de Andalucía y de Madrid me han pedido que lo haga) pero sospecho que es esencial tener en cuenta el contexto en el que se produce ese consentimiento al maltrato del hombre.
Repasemos brevemente cómo, tradicionalmente, las mujeres han sido adscritas a la sociedad y cómo han adquirido su identidad de mujeres de bien. Es evidente que cada cultura y pueblo hace uso de recetas y fórmulas particulares para vincular a sus mujeres. Ahora bien, todas las sociedades machistas han utilizado, en última instancia, un procedimiento equivalente y que se articula como sigue:
Las mujeres solo han podido ser inscritas en esas sociedades si un hombre propiciaba su incorporación. De nuevo, las mujeres de Gaucín acudían a la mente como recordatorio de la tradición específica española.
Lo más insólito de la dependencia de las mujeres respecto a los hombres en las sociedades machistas es que su subordinación no se ha ceñido al momento de nacer, sino que ha persistido a lo largo de toda su vida. Efectivamente, ya lo sabemos, la pareja era quien le proporcionaba el estatus de mujer completa; él era quien ratificaba que, en verdad, ella era una mujer de bien.
La sumisión a la pareja era interiorizada por esas mujeres; es más, llegaban a considerar su sumisión a él como algo natural. Así que, en esas condiciones, ellas —incluso hoy en día— consienten el primer y segundo maltrato en espera de que se trate de hechos circunstanciales. Eso sin olvidar el permanente temor que padecen las mujeres ceñidas al orden social machista a perder su cualidad de mujer auténtica si él las abandona.
Son mujeres que para autoestimarse dependen de la aprobación de él, en todo. En fin, que ese esperpento de relación a golpetazos emocionales y físicos acaba por fosilizarse. Ella vive prisionera del terror que él le produce. Inmersa en la amenaza a ser tachada por su entorno, y por sí misma, como mujer imprudente y poco virtuosa.
A veces, incluso mujeres con autonomía económica, por ejemplo, también persisten en una relación de pareja con un hombre que las maltrata. Son mujeres a quienes les sucede lo mismo que a aquellas que son dependientes económicamente. Viven prisioneras de la educación recibida en su medio machista. En última instancia ellas mismas juzgan que una mujer es completa cuando la pareja hombre (con su mera presencia) lo acredita.
La cuestión es que hoy, en sociedades donde mujeres y hombres tienen vocación de abandonar las relaciones de jerarquía y dominio, no todos los ciudadanos coinciden en el ritmo de cambio. Porque modificar las ideas machistas es un proceso y las parejas no siempre coinciden en su renovación.
Las mujeres, por haber estado sometidas históricamente al dominio masculino, suelen apostar rápidamente por un devenir renovado, lo que a menudo provoca desfases de pareja. Por esa misma razón algunos hombres se quedan varados en sus relaciones de pareja como un barco en la arena. Incapaces de vivirse a sí mismos como verdaderos hombres ante los cambios de comportamiento que ella muestra, paralizados por el miedo a perder su hombría, ejercen el maltrato en un intento por frenar ese proceso de cambio.
Acabé de incluir estas brevísimas notas sobre esta trascendental cuestión de la tradición machista.
Me levanté de la mesa de trabajo mientras salía la copia impresa de lo escrito. Ese día acabé pronto de trabajar y esta vez sí que puse cierto orden en el estudio para poder retomar, al día siguiente, aquel trabajo como si tal cosa.
Aquellos días persistía mi estado de desgana. Así que leí el periódico mientras a la vez oía las noticias que daban por la televisión. Al cabo de poco me fui a dormir sintiéndome cansada a pesar de que había trabajado pocas horas.