Del viernes 16 al domingo 18 de marzo del 2008
A la mañana siguiente me desperté temprano e inquieta. No sabía si estaba redactando acertadamente lo que había vivido durante el trabajo de campo. Desayuné me puse a trabajar a toda velocidad. Comencé escribiendo lo que sigue:
Las mujeres que participamos en los movimientos feministas propusimos cambios importantes en el organigrama clásico que articulaba las relaciones sociales entre mujeres y hombres. Merced a esos movimientos, y a pesar de que históricamente, y durante centenares de años, los hombres no han pactado con las mujeres cómo establecer la vida en común, hoy en varias sociedades existen leyes que propician la alianza entre los sexos.
Un primer objetivo feminista era, precisamente, revolucionar las relaciones entre las mujeres y los hombres abogando por establecerlas de tú a tú.
A continuación me pregunté ¿qué es lo que les pasa hoy a tantos hombres de nuestras sociedades para no aceptar los cambios propuestos por las mujeres?
Es evidente que si adoptan esos cambios tienen que dejar de exigir su sumisión; y aunque gozan con las prácticas de dominio, cuando las abandonan adquieren el equilibrio que proporciona una relación de complicidad.
Es indiscutible que si establecen relaciones de alianza con ellas se ven abocados a renunciar al modelo que les transmitieron sus padres y todos sus antepasados. Pero, en fin, no creo que ese sea un impedimento tan difícil de superar. Porque, además, las relaciones tradicionales no son tan cómodas: exigir sumisión y ejercer vigilancia sobre todas las actividades de la mujer no es sosegado. Por otra parte, puede llegar a ser frustrante tener que vivir acatando los referentes de otros hombres del entorno para mantener la hombría.
Sí es cierto que los hombres machistas están al corriente de que su complicidad de sexo es casi inquebrantable frente a las mujeres. Pero individualmente, con frecuencia, viven circunstancias y experiencias muy ásperas al relacionarse con sus aliados y cuando eso sucede no pueden apoyarse en la pareja porque la ley machista se lo impide.
Detuve por un momento aquellas cavilaciones. Reflexioné que los hombres que sentencian que ellas están locas son incapaces de cambiar las artes con las que relacionarse con la pareja.
A continuación recordé que durante el trabajo de campo había ido anotando las frases y los relatos en los que expresaban cómo les disciplinaban sus congéneres sobre la relación con la pareja. Recuperé aquellas notas que a continuación transcribo.
Nota 1. Mis amigos me dicen: Oye, dices que tu mujer no te hace la comida ¡pues ya nos contarás a qué se dedica, macho! Y entonces ellos se ríen y me molesta mucho que hagan eso y que hablen así.
(Este hombre añade que se queda sin saber qué contestar cuando los amigos le dicen esas cosas).
Nota 2. El otro día mis amigos me dijeron ¡a ti lo que te faltan son cojones, tío! Para poner orden en tu casa.
(Este hombre dijo que le cabreaba muchísimo que los amigos le dijeran eso).
Nota 3. ¡Mira lo que el otro día me dijo un vecino! Escucha, tu mujer estaba en la calle hablando con fulanito y… no sé… no sé… me pareció que… bueno ¡qué te voy a contar! Joder, tú ya sabes.
(Este joven agregó que él ya sabía que su mujer había estado hablando con ese vecino, que es soltero, pero que le daba mucha rabia que sus amigos le dijeran eso. Que no podía evitarlo).
Nota 4. Ella me avergüenza delante de todo el mundo y los amigos me dicen que lo que le hace falta es un buen guantazo.
(Este hombre había maltratado a la mujer duramente y dijo esa frase como hablándose a sí mismo).
Nota 5. Los colegas me dicen: ¿Ahora tu mujer trabaja? ¿Y quién es su jefe? Seguro que es un cabrón que se tira a todas las empleadas.
(Este joven dijo que se sentía muy mal cuando los amigos le decían esas cosas, que no podía evitarlo).
Esos cinco hombres —porcentaje nada desdeñable en una muestra de treinta— dejaron claro, durante las entrevistas, que vivían dependientes de lo que decían los hombres que ellos utilizaban como referentes. Por otra parte, todos habían maltratado a la pareja y mostraron su incapacidad para entablar con ellas una relación de alianza como la que establecían con sus afines.
En ese momento dejé de escribir. Repasé cuáles eran las cuestiones que no había mencionado y que no me quería dejar en el tintero.
Volví a escribir en el momento en que, una vez más, me vino a la cabeza la pregunta: ¿por qué hay hombres que se suicidan después de matar a la pareja?
Había recapacitado sobre esa cuestión por lo inquietante que resultaba y por el razonamiento de muchas mujeres. A ellas les había oído decir repetidamente y con bastante desespero:
—No entiendo por qué no se matan primero a sí mismos y ya está, la dejan a ella en paz vivita y coleando, y todos tranquilos.
Había considerado, hacía tiempo, que ese era un razonamiento lógico pero que no correspondía al razonamiento machista que se articula de la siguiente manera:
El hombre machista vive con la creencia de que ella debe ser sumisa en lo que él exija y que debe imponerse en todo lo que considere oportuno. Así que el diálogo y el pacto con la pareja no tienen lugar, y no solo eso: cuando él la domina se siente como un verdadero hombre frente a sí mismo y frente a los hombres que utiliza como referente.
Por tanto, ante cualquier acción que él califique de insumisa como, por ejemplo, proceder con mayor libertad de la que él ha concedido, reacciona humillándola y abofeteándola. Lo hace porque está convencido de que las prácticas de ella lo despojan de su dominio machista, y la maltrata no solo para exigirle sumisión sino para reafirmar también su hombría. Pero lo dramático es que el miedo a perder su masculinidad es tan permanente e indestructible como su idea de que la pareja le sirve, esencialmente, para reforzarla.
En ese jeroglífico en el que vive ese hombre resulta que con quien tiene verdaderos problemas es consigo mismo. Porque no solo es incapaz de modificar su criterio sobre cómo relacionarse con la pareja, sino que tampoco es capaz de vivir bien fuera de una organización machista, ni sabe cómo renovar los referentes masculinos que utiliza, lo que lo convierte en un ser frágil y dependiente.
Y lo que pasa es que cuando tiene fuertes contratiempos (o cree tenerlos) con los hombres con los que se siente vinculado también intenta reforzar su hombría maltratándola a ella. Es atinado pensar que en tales casos ella no interpreta lo que sucede. No logra entenderlo a él. Muchas mujeres al ver a su pareja en estado tan alterado intentan complacerlo, pero fracasan una y otra vez.
Porque él no pretende comunicarse con ella ni recibir, tan solo, su sumisión; lo que hace es utilizarla para superar sus conflictos de masculinidad que le proporcionan sus aliados. Y entonces la maltrata a ella diciéndose: ¡Para que quede claro que soy un verdadero hombre! ¡De mí no se chotea nadie! —por ejemplo.
Así que los hombres con conflictos en su hombría la convierten siempre en su víctima, sin importar de dónde provengan ni cómo se originen sus dificultades.
Es más, cuando él la maltrata por dificultades con sus referentes, se vive como persona incomprendida por su pareja y por los hombres que utiliza como modelo de masculinidad. Ella le sirve, básicamente, para intentar fortalecer su hombría y la sojuzga sin cesar ante su continuo fracaso.
Lo más terrorífico reside en que ese hombre no superará el vacío en su masculinidad —que siente a causa de su necesidad y de su dependencia de un modelo machista que hoy se resquebraja— ni aun quemándola viva a ella [como tantos hombres habían amenazado según las notas que había recogido de los tribunales durante el trabajo de campo]. En su lógica, le sulfura presentarse ante ella con su hombría tan debilitada por culpa de sus ideas y forma de sentir; y la relación de pareja cada vez está más hecha trizas. Lo que él se repite es que no encuentra las fórmulas adecuadas para vivir tranquilamente consigo mismo, con la pareja y vinculado al organigrama masculino.
Se trata de un escenario atroz y mísero, porque vive la vida embravecido y ejerciendo el maltrato, utilizándola a ella continuamente para resolver su masculinidad cuando esta se descompone. Cuando él cree que, de manera definitiva, ha perdido su hombría y que solo le tiene a ella para autoreconstruírsela, para intentar zanjar sus miedos y dependencias machistas, asesina a la mujer —escribí y dije en voz alta ensimismada mirando el teclado del ordenador.
De repente, me di cuenta de que me sentía indignada. Intenté tranquilizarme rellenando de papel la impresora y continué anotando.
El hombre que vive sin hombría, según él irrecuperable, es el que mata a la mujer. Lo hace juzgando que ha fracasado en el encargo más primigenio que se impone a los hombres de las sociedades machistas: poseer a una mujer y someterla para incluirla en el orden social que él ha concertado con sus partidarios y del que ahora se siente marginado.
Pero lo mas esperpéntico es que la mata porque considera que ella, sin él, no vale nada. Está convencido de que a él le ha sido asignado el deber de inscribir, en la pareja, la identidad de mujer de bien. Un lugar social que él ya no puede otorgarle porque juzga que él, como hombre, está vacío de sentido.
A tenor de esta forma de pensar y sentir asesina a la mujer, porque considera que ella es la prueba fehaciente de su fracaso como hombre y no la puede abandonar sin matarla, ya que representa la memoria de su derrota.
La asesina y luego, vacío del significado de hombre machista, se suicida.
Anoté estas palabras en la pantalla del ordenador. Pensaba en la multitud de mujeres asesinadas en manos de sus parejas que no solo no tuvieron la oportunidad de huir, sino que vieron cómo el hombre al que amaron, con frecuencia padre de sus hijos, se convertía poco a poco en un energúmeno desquiciado y asesino por razones, para ella, bastante indescifrables.
Me aterraba pensar que tan pésimas fórmulas e ideas sobre cómo construir la identidad de las personas, aún hoy persistan entre muchas parejas. Tantas como las de la mayoría de los centenares de hombres denunciados por malos tratos a lo largo del año y, también, en las de algunos que no son denunciados por la pareja.
Escribí estas últimas frases puesta en pie y tras teclear la última letra cerré el ordenador a toda prisa. Abandoné el estudio dejando el escritorio sumido en el caos. Me escapé sin poner el menor orden, contrariamente a lo que solía hacer. Cuando cerré la puerta del estudio y di el primer paso noté que caminaba como si huyera de las ideas machistas que acababa de escribir y de todas aquellas funestas reflexiones.